La Isla después de Castro
Los intelectuales de Cuba hablan sobre el futuro, tras la muerte del líder revolucionario. Con o sin Fidel Castro, La Habana se encuentra hoy en movimiento.
Para entrar a ver Los últimos días de La Habana, del director Fernando Pérez, afuera del cine Yara hay una fila que da la vuelta a la manzana. Bajo el sol cubano, aún en diciembre, la espera podría parecer eterna, pero en esta isla el tiempo transcurre muy sutilmente. Es el penúltimo día del Festival de Cine Latinoamericano de La Habana en su edición de 2016. Al final de la cola, hay un anciano con una prótesis dental que se le desprende cada pocas palabras, pero tiene dominada la maña de recolocarla de inmediato con la lengua. Debe tener alrededor de ochenta años y ha visto ya 32 películas de la muestra. Sabe de lo que habla cuando dice que la espera, si es que logramos entrar, valdrá la pena.
La Habana es una ciudad donde los cubanos de a pie se apropian de su festival y abarrotan las salas de cine, por el que pagan la simbólica suma de dos pesos cubanos (0.07 dólares). Por suerte, el cine Yara, que conserva su fachada prácticamente intacta desde 1947, tiene más de 1 500 asientos. Quince minutos más tarde se suma a la fila otra anciana. Está vestida completamente de blanco y peinada con un chongo de lado, que se sostiene con dos grandes pinzas plateadas cubiertas de diamantina. En los párpados lleva sombras de colores morado y rosa intensos, y en las mejillas, dos marcados círculos rosados. Sobre la blusa, un pin con forma de gallo. Su voz es potente y su risa contagiosa. Al verla llegar, un joven que también espera en la fila le dice de inmediato: “Yo a ti te conozco.” Ella sigue con lo que cree que es una broma: “¡Es verdad, fuimos novios hace mucho tiempo!” Él es un muy joven psicólogo, y resulta que sí, se conocen, porque ella fue su paciente hace algún tiempo. Tras varias frases juguetonas de pronto lo recuerda y grita: “¡Claro! ¡Tú eres Ramsés, mi faraón!” La espera se va entre conversaciones sobre cine, postres y problemas de salud. Cerca de una hora después, la fila se mueve y las butacas comienzan a ocuparse. Los cubanos comentan en voz alta cada escena con la persona de junto, se ríen a carcajadas de los parlamentos simpáticos; aplauden cuando creen que la película ha terminado y cuando de verdad terminó.
Ha pasado menos de un mes de la muerte de Fidel Castro, el 25 de noviembre de 2016, y sus respectivos nueve días de duelo nacional. Después del cine, ya de regreso en el apartamento de Ramsés y su novia Marina, donde rentan un cuarto a turistas a través de Airbnb, Ramsés recuerda que durante esos días todos los canales de televisión siguieron de principio a fin la ruta de las cenizas de Castro rumbo a Santiago. “En todo ese tiempo no pasaron ni un solo monito para los niños, ¿puedes creerlo?”, pregunta alzando la voz. “Yo antes era fidelísima, pero he tenido muchos desencantos. Tantos, que no puedo contártelos ahora,” dice Marina mientras prepara la comida. “Llegó un día donde dije: basta con la agonía. Desde entonces no me meto en problemas y vivo una vida tranquila. Cuando me enteré de que Fidel había muerto no me dio ni alegría ni tristeza”. Aunque el apartamento no es suyo sino de una amiga española que se los presta para rentar, Ramsés y Marina son una pareja con suerte, pues en la mayoría de los hogares cubanos viven dos, tres y hasta cuatro generaciones de una familia.
Ese mismo día por la mañana, Marina volvió asoleada tras pasar mucho tiempo en otra fila, la de la tienda. Como hace varios días, no había huevo, pero trajo algo de pollo, puré de tomate, un paquete de pasta y un par de cosas más para la comida de la semana. Por ello pagó alrededor de 18 CUCS, el peso cubano convertible, en paridad con el dólar. La cifra, cercana a los cuatrocientos pesos mexicanos, es más de la mitad de su sueldo mensual como dentista, que es de unos 32 CUCS al mes. Ramsés gana algo similar como psicólogo, pero hace tiempo que los dos, al igual que la mayoría de los cubanos asalariados, le perdieron sentido a presentarse a trabajar. Con rentar un par de noches su habitación adicional superan su sueldo mensual. Además, ofrecen desayunos, comidas y cenas muy ricas y a buen precio para los clientes que prefieren la experiencia de la comida casera. Este se ha convertido en su verdadero trabajo, y demanda de tiempo completo. Cuando uno limpia, otro cocina, y cuando uno sale, el otro entretiene y responde las dudas de los clientes con un sentido del humor y generosidad infinitas. En sus clínicas los empleados idearon un sistema para cubrirse unos a otros, de tal modo que todos tengan tiempo de trabajar por fuera para subsistir, ya que en Cuba nadie vive de su salario “oficial.” Si un paciente llega buscando ser atendido y encuentra el consultorio vacío de especialistas, ya volverá al día siguiente. Cuba es esa isla donde hay dos monedas y una vale veinticuatro veces más que la otra. Es también la isla donde los taxistas ganan más que los médicos.
El centro de salud donde Marina trabaja como dentista fue por un tiempo una “clínica internacional”, título que ganó gracias a un convenio entre Cuba y Venezuela. Durante el periodo que duró el intercambio, la clínica gozó de presupuesto, tecnología y atención muy superiores a las del resto de la isla. Cuando se desató la crisis en Venezuela y el convenio terminó, bajó también la clientela. “Como los venezolanos dejaron de venir, había cada vez menos trabajo. Ahí se atendían los hijos de los Castro, pero yo nunca logré que recibieran a nadie de mi familia, ni llevarme para ellos una sola medicina”, cuenta Marina, con el rostro descompuesto. Seguramente era este uno de los desencantos a los que se refería.
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El periodista Abraham Jiménez Enoa se va siempre a dormir muy tarde, pero aquella noche un cansancio extraño lo puso en la cama a las nueve. Estaba durmiendo en casa de una amiga que había salido de viaje y le dejó encargada a su perra. Pasar el tiempo ahí tiene sus ventajas, pues esa casa cuenta con un bien extraño en Cuba: internet. Despertó alrededor de las cuatro o cinco de la mañana para descubrir en su celular cientos de mensajes de Whatsapp.
—¿Cómo está la gente en la calle, Abraham? Dime de Fidel—le preguntaba una colega brasileña.
—¿Qué de Fidel? Ya sabes que como todo gato, tiene siete vidas, y nadie sabe dónde está— le respondió, (la anécdota se ha vuelto un chiste local entre sus amigos).
Mientras decía aquellas palabras, desconectadas de la noticia que estaba sacudiendo al mundo, encendió su computadora para descubrir que esta vez era cierto. Fidel Castro estaba muerto. Se dio un baño y salió de nuevo a la calle. No paró de trabajar en semanas.
El periodista recorría las calles apuntando lo que escuchaba. Una de sus notas cita una conversación callejera donde un hombre negro de 35 años que no quiso dar su nombre decía: “Mis condolencias para los amigos de Fidel Castro. A mí no me gusta ni él, ni el comunismo, pero a ese tipo hay que admirarlo. Yo estuve preso 16 años, pero no le guardo rencor. Ese es el más grande”. En la Universidad de La Habana estudiantes y profesores le rendían homenaje con cantos y consignas. La Facultad de Derecho, por donde pasó Castro en sus años de estudiante, montó una improvisada exposición fotográfica con imágenes de aquellos días. En la calle 11 del municipio de Playa, el periodista se encontró con un hombre vestido de blanco y con un gorro verde y amarillo, tocando un tambor africano. Rezaba por Fidel. También había gente que lo sentía, pero que al mismo tiempo decía: “¡Coño! ¿Pero nueve días sin tomar?”
“Las imágenes que trascendieron fueron muy impactantes pero, en realidad, en La Habana no lo fue tanto. Fidel se había ido prácticamente hacía diez años, en 2006, cuando dejó el cargo. Pero Santiago es la cuna de la Revolución, ahí la gente sí se lo cree y la experiencia fue muy distinta”, dice el periodista.
El primer impulso de Abraham fue seguir la caravana que llevaría las cenizas a lo largo de 800 kilómetros, de La Habana hasta Santiago, parando por varios pueblos en el camino en busca de historias; pero el presupuesto de El Estornudo, la revista digital que dirige desde hace casi un año, no da para tanto. Un plan más austero era tomar un autobús directo a Santiago, y llegar antes que el resto de la prensa internacional a la zona del cementerio de Santa Ifigenia, donde hoy descansan los restos. Llegar hasta ahí cuatro días antes que la caravana le permitió descubrir, antes que cualquier otro medio, que Castro había pedido que sus cenizas se colocaran al interior de una piedra de la Sierra Maestra, cuyas montañas se convirtieron en la guarida revolucionaria en los años previos al histórico 1959. Un guardia despistado que cuidaba la puerta trasera del cementerio, y que quizás habló más de lo que tenía permitido, le contó al periodista que la primera roca que bajaron de la Sierra resultó ser demasiado grande y tuvieron que volver por una más pequeña. En aquel momento estaba todavía cubierta y nadie sabía lo que había bajo la manta.
Al cementerio llegarían multitudes. “Aquello parecía concierto de los Rolling Stones. En un punto la gente logró romper el cerco de seguridad y entraron en masa. Después hubo que sacar a toda esa gente para esperar las cenizas”, recuerda el periodista. Estando ahí comprendió también que los preparativos para recibir a Fidel no empezaron con su muerte. Varios meses atrás comenzaron a desalojar a la gente que vivía en los alrededores del cementerio, en una zona que llamaban La Playita, por estar a la orilla del desagüe de la ciudad. A esas familias las trasladaron a edificios nuevos y taparon el desagüe, para darle a la zona un mejor aspecto, aunque el mejor olor se los quedaron a deber.
Una vez que Raúl Castro colocó la urna con las cenizas de su hermano al interior, sobre la piedra se colocó una placa con una sola palabra grabada en mayúsculas y con letra dorada: FIDEL. Junto a la roca, un monumento con forma de pirámide muestra también con letras doradas su concepto de Revolución, que definió quizás ya algo tarde, el primero de mayo del año 2000 en la Plaza de la Revolución. El párrafo más célebre de aquel discurso que pronunció ante miles de cubanos, comienza así:
“Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestro propio esfuerzo…”
El periodista recorre en su celular las fotografías que tomó en torno al cementerio, entre las que aparecen varios bebés y niños vestidos de verde olivo, ondeando banderas cubanas y sosteniendo fotografías de Fidel. “Mira, esta señora fue mensajera de Castro en la Sierra cuando era niña, tenía seis años. Me la encontré en el piso llorando desconsolada”, dice mientras la señala con el dedo.
También pasó por la Basílica de la Virgen del Cobre, la iglesia más visitada del país, a la que acuden no sólo católicos, sino gente de otras religiones, y hasta agnósticos. Miles de cubanos suben cada año el Cerro de la Cantera, más de 254 escalones, para llegar al recinto y hacer alguna promesa, juramento o petición. Ahí, el sacerdote le confirmó al periodista que estaban celebrando misas todos los días para pedir por Fidel el ateo, el mismo al que la Iglesia católica supuestamente no quería mucho.
Abraham publicó el registro de esas conversaciones en El Estornudo, que aquellos días atrajo más lectores de lo normal. En la lluvia de comentarios que deja la gente tras cada nota es inevitable leer entre líneas la necesidad, insatisfecha por décadas, que han tenido los cubanos de sentir que los medios locales realmente hablan sobre ellos y para ellos. La llegada de internet a la isla, aunque sumamente tardía y a cuentagotas, les reveló la posibilidad de interactuar con lo que se publica.
Para los periodistas egresados de la Universidad de La Habana, formados a un alto nivel, al graduarse, no hay opciones. Trabajar para los medios oficiales significa ir en contra de todo lo que aprendieron; y no hacerlo es una decisión difícil que puede traer consigo la etiqueta de disidente, y definitivamente implica que no habrá sueldo, por ridículo que este sea (entre 18 y 20 CUCS mensuales). En prensa escrita hay tres medios oficiales: el Granma, órgano oficial del Partido Comunista, Juventud Rebelde, de la juventud comunista y Trabajadores, bajo el control del sindicato laboral. Hay un par más que como On Cuba no son oficiales, sino que están acreditados como medios foráneos, pero han ido amoldando su línea editorial para ir de la mano con los intereses del Partido y conservar su licencia. Los noticiarios de televisión en realidad hablan de otro país, uno donde todas las noticias son buenas. Fuera de esto, el gobierno no reconoce ningún medio de comunicación. El Estornudo existe en ese limbo. Es la primera revista online de periodismo narrativo hecha desde Cuba, con los limitadísimos recursos económicos de un grupo de jóvenes, y el lento y costoso servicio de internet que llegó a algunas plazas públicas de La Habana, en forma de tarjetas de prepago, y a dos CUCS por hora. “Llevar un sitio desde aquí implica trabajar tirado en el piso de un parque debajo de una mata. En esos parques con WiFi todo mundo está gritando “Mamá, mira, estos son los tenis que me mandaste”, y “así me quedó la keratina en el pelo”. Yo soy el único tonto que se está fajando con la conexión para poder trabajar. Actualizar las redes sociales es una locura, y para subir fotos, de plano tengo que pedirle a un amigo que lo haga desde España”, cuenta Abraham. Sobra decir que mantener el proyecto ha sido una verdadera hazaña, pero también es cierto que Cuba está cambiando.
“Yo lo enmarco en lo que trajo el 16 de diciembre de 2014, la reanudación de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Eso abrió un abanico por el que se colaron muchas cosas, entre ellas, El Estornudo,” dice el periodista quien, como el resto del mundo, coincide en que a Cuba hace falta contarla. En sus palabras, la publicación es una especie de guerrilla internacional. Un conocido les hizo favor de comprar el dominio de la página desde Australia, y un par de amigos programadores la armaron entre México y Miami. Tienen un columnista en España, uno en Canadá y otro en Londres, pero todos son cubanos. La BBC, Al Jazeera y Univisión, entre otros medios, publican frecuentemente textos de Abraham y es así como genera ingresos. Los pagos le llegan como remesas, o en depósito a la cuenta de algún amigo extranjero en La Habana, pues para los cubanos no es posible recibir depósitos bancarios desde otro país.
En muy poco tiempo y por el talento de sus plumas, la publicación ha ganado renombre. A Abraham, de 28 años, le llueven invitaciones para asistir a tal o cual encuentro de periodistas en varios países del mundo, pero ha tenido que rechazarlas todas porque no puede salir de Cuba. Cuando se graduó de la universidad, lo asignaron para hacer Servicio Social durante dos años en el Ministerio del Interior, y cuando por fin lo terminó, le dijeron que al trabajar ahí había tenido acceso a información confidencial del gobierno, y que por lo tanto, no podía salir del país en cinco años. El periodo acaba de comenzar hacía apenas unos meses, y hablar de ello lo pone muy mal. El desánimo se acentúa con cada nueva invitación. Siempre hay alguien que lo convence de que vuelva a intentarlo, que escriba la carta, reúna el papeleo, y presente la solicitud. Veinte días después le llega la respuesta, que hasta ahora ha sido siempre la misma: se le niega el permiso de ver lo que hay fuera de su isla. Cabe aclarar que en realidad nunca tuvo acceso a información confidencial, pues su trabajo consistía únicamente en generar informes de todo lo que se publicaba sobre Cuba en medios internacionales. “Así que ni siquiera puedo ser un Snowden”, dice casi sonriendo.
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Pedro Juan Gutiérrez también trabajó 26 años como periodista, principalmente en la revista Bohemia. A pesar de las restricciones editoriales, logró publicar varios textos sobre racismo, y fue el primero en escribir sobre suicidio cuando era un tema del que en su país no se hablaba. “Descubrí que el suicidio es la sexta causa de muerte en Cuba, y para el gobierno era un dato fuerte porque no se supone que un pueblo heroico y revolucionario sea del tipo que se suicida”, dice desde una mesa en el lobby del hotel Inglaterra. Escribió también un par de reportajes sobre prostitución. “El primero sí llegó a la imprenta, pero el segundo me quedó tan bien, que nunca lo publicaron, así que creo que no tengo nada muy bueno que recordar del periodismo”, afirma entre risas. Cuando vino la crisis de los balseros en 1994, que pasaría a la historia como el Maleconazo, el hoy escritor acababa de pasar por un divorcio traumático que estuvo cerca de dejarlo en la calle. El colapso de la Unión Soviética y el embargo norteamericano, entre otros factores, habían hundido a Cuba en ese oscuro momento que llaman Periodo Especial, donde el PIB de la isla se contrajo un 36% para desnudar una economía sin dientes.
“Había una desmoralización generalizada terrible. Todo el proyecto político en que yo había creído y por el que yo había luchado tanto se estaba desmoronando. Había una miseria atroz, atroz, atroz. Los balseros del 94 terminaron por ponerme furioso, porque sentía que toda mi vida había sido un fracaso”, recuerda. Decidió entonces que lo único que le quedaba era escribir, e iba a hacerlo a toda costa. Adoptó una especie de doble personalidad. En el día procuraba afeitarse y vestirse correctamente para salir a ser periodista, censurado como todos, y ganarse algunos pesos. Y en verdad que era difícil eso de mantenerse presentable porque en su barrio podían pasar siete días sin agua. Además, no había gasolina, así que los camiones no pasaban a recoger la basura, que podía esperar en las calles y bajo el sol hasta un mes. Tampoco había gas para cocinar y la gente tenía que ir al campo a buscar carbón e ingeniárselas para traerlo desde allá. “Yo me había quedado solo con un hijo que se volvió freaky. Pasamos mucha hambre, me alcoholicé, y mi vida transcurría en medio de una promiscuidad terrible. Estoy vivo y no tengo sida, pero no sé ni cómo. Parecía como si estuviera buscando una enfermedad que me acabara de una buena vez”. Por las noches, escribía en secreto lo que hoy describe como cuentos oscuros, desde ese viejo apartamento en Centro Habana, un barrio que se caía a pedazos.
Todo eso lo cuenta, dice, para que quien lo entrevista comprenda que la Trilogía Sucia de La Habana (1998), no fue un proyecto cultural, sino una venganza contra sí mismo y lo que sucedía a su alrededor. Escribir aquello le tomó tres años. Al terminar, llevó el manuscrito a una editorial en Santiago. No sólo no le respondieron, sino que tampoco se lo devolvieron. Tuvo que ir él mismo a rescatarlo. Después lo mandó a Francia, donde una amiga le respondió que ahí no lo iban a publicar nunca, pero se lo pasó a una agente literaria en Madrid. Poco después le llamó Jorge Herralde de la editorial Anagrama, con la noticia de que iban a publicar lo que hasta entonces eran tres libros, en uno solo. El libro causó revuelo. Se publicó en más de veinte países y en español se hicieron once ediciones, una detrás de otra. El autor pasó tres meses en viajes de promoción, y en cuanto volvió a Cuba, la revista Bohemia le anunció que estaba despedido. Pasaron tres o cuatro años en los que no lo dejaron publicar absolutamente nada. “Era como si no existiera”, afirma. Hoy es un escritor con más de 22 libros, entre prosa y poesía, pero la Trilogía Sucia de La Habana, que en 2018 cumplirá veinte años, sigue sin publicarse en Cuba. Cada cierto tiempo vuelve a intentarlo porque se ha propuesto lograr que todos sus libros se editen en la isla antes de morir, pero siempre le responden lo mismo: “Todavía no es el momento”.
Al escritor, el gobierno de George W. Bush le complicó un poco la vida. Le negaron la visa estadounidense en varias ocasiones, a pesar de que la solicitaba bajo invitación de universidades como Princeton y Columbia. Le preocupa lo que traerá la era de Donald Trump, quien ya ha anunciado que no tiene interés en seguir con el acercamiento que Obama logró con la isla. “El otro día en la Asamblea Nacional dijeron que para 2017 se espera un crecimiento del 2% de PIB. De acuerdo al retraso que hay, debiera ser de un 4 o 5 %, pero vamos a ver si se logra aunque sea el dos. Porque en este país, de eso se trata, de ir sobreviviendo hasta que lleguen tiempos mejores. Por suerte, en eso ya tenemos entrenamiento,” dice resignado. Pedro Juan Gutiérrez viaja mucho, pero nunca dejó Cuba y vive en el barrio de siempre, que se sigue cayendo a pedazos. Los lunes, cuando no hay gente, la embajada de España lo deja entrar a utilizar su señal de internet. Desde ahí revisa su correo y actualiza su blog, que recientemente lo tiene preocupado, porque su esposa puede abrirlo muy bien desde España, pero desde Cuba la página no corre bien. “¿Será que ya me lo bloquearon?”, pregunta.
Cuando se enteró de que Fidel Castro había muerto estaba en la playa. Su esposa le llamó desde Tenerife para darle la noticia y dice que la plática no duró demasiado, antes de pasar a otro tema: “Yo soy budista y para mí la muerte no merece importancia. Cuando yo me vaya quiero que lancen mis cenizas al mar, pero si no se puede, las pueden lanzar a la basura, porque para mí no significa nada. Yo creo en la reencarnación y en la vida eterna.” Cuando le pregunto en qué cree que reencarnaría Fidel, responde entre risas que no tiene idea y que es mejor no saber. Pedro Juan Gutiérrez no habla de política, ni a favor, ni en contra. Asegura que ya no le interesa. “La literatura es un refugio para la diversidad de opiniones, para la diversidad en serio. Yo creo que la salvación de Cuba, sobre todo en los últimos años, se debe al arte. Cada pintor, cada fotógrafo, cada músico que se quedó y sigue trabajando, logró hacerse un pequeño espacio de libertad individual, y creo que por lo menos eso hemos ganado”.
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La relación de Fidel Castro con los intelectuales siempre fue compleja. Varios se le acercaron con la esperanza de encontrar en él a un igual: un gran lector, un teórico de la libertad, la igualdad y la justicia y aquello terminó en desengaño. Entre los casos más emblemáticos está el del poeta Heberto Padilla, que en 1966 recibió una invitación para viajar a la URSS, cuando ya se había convertido en aliada y sustento de la Revolución cubana. Padilla volvió horrorizado, y empezó a tomar distancia de Fidel y su régimen. En su libro de poemas Fuera del juego, expresó ese desconcierto. En 1968 la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC) le otorgó a Padilla el premio de poesía, precisamente por ese libro. El premio de teatro fue designado al escritor, dramaturgo y también poeta Anton Arrufat, por la obra Los Siete contra Tebas. La dirección de la institución no tardó en manifestar su desacuerdo, al considerar ambos trabajos ideológicamente contrarios a la Revolución. Desde su fundación en 1961 por Nicolás Guillén, la UNEAC se convirtió en una institución que es a un tiempo impulsora de la cultura y medio de control para sus miembros y no miembros.
En 1971 Padilla fue arrestado bajo el cargo de “actividades subversivas”. Su encarcelación desató protestas de intelectuales del mundo entero como Simone de Beauvoir, Susan Sontag, Jean-Paul Sartre, Carlos Fuentes, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis, entre muchos otros, que firmaron una carta en defensa del poeta. Gabriel García Márquez decidió no hacerlo, y su amistad con Castro perduró hasta su muerte. Después de 38 días de reclusión, en un acto del que nunca se recuperó, Padilla tuvo que leer ante la misma UNEAC, su famosa Autocrítica, en la que renegó de sus obras y sus ideas, para describirlas como una serie de injurias y difamaciones a la Revolución. Después se fue del país. El Caso Padilla marcó un antes y un después en la relación entre el mundo intelectual y el gobierno de Cuba.
Después vino el Quinquenio Gris un periodo en que el régimen recluyó a cientos de homosexuales en campos de concentración que llamaron Unidades Militares de Ayuda a la Producción (umap). A Castro le eran particularmente incómodos los “escritores maricones,” y la lista era larga, desde José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, hasta el mismo Anton Arrufat, que tras el incidente con la UNEAC no fue arrestado, ni condenado, pero sí “asignado” a trabajar en el sótano de la biblioteca de Marianao, un suburbio obrero de La Habana. Pasó ahí más de diez años sin recibir llamadas ni visitas, y trabajaba de ocho de la mañana a cuatro de la tarde empaquetando revistas con soga y cartón. Un día le escribió desde ahí una carta a Fidel Castro contándole lo sucedido y él respondió lo siguiente: “Vaya al Ministerio de Cultura, que allí va a encontrar solución.” A los dos o tres días empezó a trabajar en la revista Revolución y Cultura. Al parecer, el régimen le había otorgado el famoso “perdón”. En el año 2000 recibió el Premio Nacional de Literatura como reconocimiento a su trayectoria y el Estado cubano le entregó ese mismo año la Distinción por la Cultura Nacional.
Hoy vive en una bella casa del siglo XIX sobre el Paseo del Prado en la Habana Vieja. La propiedad se le otorgó en préstamo hasta su muerte, por decisión de Eusebio Leal, historiador de la ciudad y responsable de las obras de restauración del centro histórico de La Habana. Desde la sala de esa casa, con un espléndido balcón repleto de buganvilias, Arrufat recuerda que tras la muerte de Castro lo que más le sorprendió fue el silencio que percibió en aquella zona de la ciudad, donde suele haber mucha música entre tantos bares, cabarets y paladares. “Aquí lo normal es el ruido, la conversación, la gritería y las boberías que dice la gente todo el tiempo. Pero aquella noche y la mañana siguiente había un silencio espantoso que se extendió por varios días. Entre cubanos que no se callan nunca, ver a los niños caminando a la escuela en un silencio sepulcral fue lo que más me impactó. Por lo demás, era una muerte esperada”, dice.
Por aquellos días había un rumor en la ciudad al que el escritor no sabía si hacer caso: “Cuentan que Fidel siempre dijo que iba a morir a los noventa años, y que el año pasado le dijo eso mismo a Maduro y a Evo Morales. Puede o no ser verdad, pero dicen que le dio neumonía y que esta vez, ya con noventa años cumplidos, no se quiso atender”. Arrufat piensa que no debió ser nada fácil para un hombre como él vivir lo suficiente como para atestiguar que varias de las decisiones que tomó para su proyecto de nación, comenzaban a revertirse. “Yo soy de su generación. Tengo 81 años y tal vez creí con demasiada firmeza que él era definitivo, pero no sabría decirte muy bien lo que me provocó. No es alegría, ni tristeza, porque esos son sentimientos demasiado coherentes para la muerte de un dirigente como él,” dice con ese tono y ritmo de voz que sólo tienen quienes suelen leer poesía en voz alta. No le gusta que le pregunten sobre el futuro de Cuba, porque él no ha visto nunca ni el futuro de sus novelas. “Sólo sé que el pueblo cubano va a encontrar su destino. Y lo sé porque no conozco un solo pueblo en la historia que se haya autodestruido”.
Sobre su relación actual con el gobierno responde así: “Voy a usar una frase que a ellos les encanta: tenemos una relación fraternal”, luego da por terminada la entrevista. Pocos minutos más tarde recuerda algo y vuelve a sentarse para decir: “Una vez le escuché a Fidel Castro una frase realmente profunda y de verdadero dirigente político. Estaba en una reunión en el Palacio de Convenciones y de pronto alzó la voz para decirle a los presentes: “Yo les recomiendo que no persigan a los poetas porque ellos acaban teniendo la razón”.
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En ese diciembre de 2016, Iván de la Nuez se presentó ante una audiencia cubana por primera vez tras más de veinte años de exilio. La conferencia tuvo lugar en la galería Artista x Artista, en el barrio de Miramar. Iba a hablar de lo que está seguro es la gran simbiosis cultural de nuestro tiempo:
“En el siglo XIX los artistas tenían el complejo de querer ser escritores, porque los escritores eran los intelectuales de aquel momento y los artistas, en cambio, no eran más que bohemios tuberculosos fuera del sistema cultural”, afirmó ante la gente que llenó totalmente la galería, hasta el balcón. “Hoy todos mis amigos escritores quieren ser artistas, y esa es la gran diferencia entre el siglo XIX y el XXI, que la escritura ha dejado de ser la forma más importante de narrar el mundo y transmitir conocimiento. La cultura ha dejado de ser un género epistolar, una carta que unos humanos envían a otros, para convertirse en un bombardeo de imágenes”. Esto, en sus palabras, convierte a los artistas en los cronistas del siglo XXI. Aclaró, sin embargo, que la creación de imágenes no es un don exclusivo de los artistas, porque cualquiera puede hacerlo. “Lo que los artistas están llamados a hacer en esta era de la imagen, es a crear imaginarios a través de armas visuales, y me llama la atención que los artistas de hoy no estén conscientes de esta misión que les corresponde,” advirtió.
En ese sentido Fidel Castro fue desde siempre un líder de la era de la imagen. En palabras del mismo Iván de la Nuez, en un texto que escribió para el diario El País a un día de su muerte, Castro enfocó su estrategia en dos direcciones: “Una, hacia la historia (su frase “la historia me absolverá,” fue al mismo tiempo su alegato jurídico, su programa político y su eslogan). Otra, hacia la imagen. Desde el primer día de su proyecto, Castro se cuidó de encender una vela al mito y otra al ícono”.
Si de cara al mundo Fidel Castro no necesitó jamás un departamento de propaganda, fue, “lo mismo por Cartier Bresson (‘el ojo del siglo’) que por Barbara Walters; por Times o por CNN. Tan sólo en Hollywood, Fidel o su sombra han rondado las tramas de Carol Reed, Alfred Hitchcock, Richard Lester, Francis Ford Coppola o Sidney Pollack. Jack Palance y Demian Bichir lo han interpretado en la pantalla. Robert Redford, Kevin Costner, Steven Spielberg o Sean Penn han reconocido su curiosidad, cuando no su admiración, por el personaje. Oliver Stone, que ha llegado más lejos, lo ha comparado con Alejandro Magno y rodado para su gloria —la de Castro, no la suya— el documental Comandante”, escribe. Y dentro de Cuba, tampoco descuidó su imagen, donde fotógrafos como Enrique Meneses, Roberto Salas, Liborio Noval y Alberto Korda se encargaron de que su rostro estuviera siempre presente. “Desde el primer día, Fidel Castro sería la noticia y el filtro. El actor, el guionista y el crítico de esa larga película de sí mismo con la que colonizó el relato de todo un país. No hay que olvidar que la cubana fue la primera revolución de su tipo en la utilización extendida de la televisión,” dice de la Nuez, a quien no le gusta presentarse más que como ensayista, pero además de eso es curador, crítico de arte y un filósofo brillante que ha seguido a los artistas contemporáneos en su cuestionamiento visual de esas imágenes reales, pero no necesariamente verdaderas, para revelar la sobreactuación, la caricatura y la política del performance de la que echó mano Castro para dominar la vida cubana por más de cincuenta años.
Uno de esos artistas es Hamlet Lavastida, que literalmente empezó a hacer arte por un tema de resistencia. Al terminar la secundaria no quería entrar a las becas de campo (internados de estudio pre universitario en zonas rurales, que algunas veces involucran trabajo en el campo) y decidió que mejor iba a ser artista. Solicitó a la academia de San Alejandro y lo aceptaron. Cuando se graduó, no quiso hacer tampoco el Servicio Militar, así que hizo pruebas en el Instituto Superior de Arte y se quedó. Desde muy joven se interesó por la disparidad entre la realidad cubana y lo que contaban los libros y manuales, ese universo panfletario que no operaba en la calle. “Mi generación nació sin entender que podía existir la discrepancia. Y yo, precisamente por haber leído demasiado la historia de la escolástica marxista, creo que las cosas se deben cuestionar hasta sus últimas consecuencias”, afirma Lavastida, quien también es egresado de la Cátedra Arte Conducta dirigida por Tania Bruguera. Desde entonces, su trabajo pelea por rescatar la memoria histórica de su país y del régimen de Fidel Castro a través de la reproducción de imágenes, conceptos y documentos que, al no estar disponibles, no han sido analizados. La mayoría los reproduce a través de minuciosos cortes en cartón o cartulina para que, a manera de esténcil, puedan utilizarse para pintar con spray esos mismos textos e imágenes, sobre otras superficies.
“Me interesa estudiar todo ese imaginario de la represión, ese imaginario lingüístico y morfológico que es de herencia soviética, porque Cuba nunca fue capaz de crear una estructura auténtica de lenguaje coercitivo. Todo eso vino acompañado de un componente visual, un imaginario plástico y estético,” explica sentado en la escalera de un edificio en el municipio de Miramar. En sus palabras, en los años sesenta el diseño gráfico del que echó mano el Partido Comunista era de herencia polaca y había artistas y diseñadores de gran riqueza visual como Félix Beltrán, Raúl Martínez y Darío Mora, que se integraron a la estructura política y de propaganda. Publicaciones como Verde Olivo, Bohemia y el mismo Departamento de Orientación Revolucionaria empleaban a artistas visuales. El trabajo de Lavastida se basa en una profunda investigación de archivo para rescatar esa estética, esos diseños y esos discursos, y analizar sus intenciones y repercusiones. “Mucha gente ha pintado imágenes de Fidel Castro, pero cómo vamos a entender su psicología a través de retratos. A mí me interesa la idea de la republicación porque en Cuba es un ejercicio muy necesario. Empecé a reproducir bloques de texto de cosas muy desagradables que decía Castro. Por ejemplo, en el año 1971, en el Congreso Nacional de Educación y Cultura, dijo lo siguiente:
“A veces se han impreso determinados libros. El número no importa. Por cuestión de principio, hay algunos libros de los cuales no se debe publicar ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ¡ni una letra!”
En este caso quedó un registro, pero hay muchos en los que no, y en ese Consejo se decidió cómo y quién podía participar en producción cultural. A Lavastida le preocupa que la llegada de la era de la información a Cuba, aunque tardía, acabe por sepultar toda esa historia que el régimen ha decidido ocultar. “Son incapaces de releerse. Muchos de estos trabajos, cuando los pinto con spray en la calle, me los borran. Es increíble que les resulte tan peligroso y tan disidente un discurso de Fidel Castro mismo”, dice levantando la voz. “El sistema creó una estructura de aniquilación de su propia memoria”. Y pone como ejemplo de esa idea el trabajo de la hija de Raúl Castro, Mariela, quien dirige el Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (CENESEX) y la revista Sexología y Sociedad en La Habana. Su trabajo ha sido fundamental para frenar la represión y atacar la discriminación a la población LGTB y la prevención del VIH en la isla. Sobre su postura política, en varias entrevistas ha manifestado su total adhesión al régimen, y su postura de que lo más conveniente para Cuba es el partido único. “El que a los gays los enviaran a campos de concentración en los años sesenta es política de su padre, así que Mariela Castro está haciendo un programa sin memoria histórica y sin culpables”, denuncia el artista.
Lavastida, de 33 años, pasó alrededor de cinco años sin poder entrar a Cuba, porque en 2011 dio en Estados Unidos una entrevista sobre la situación del arte y la cultura en su país, y para describirla usó la palabra decadencia como consecuencia de la falta de información en la isla. Nunca imaginó que iba a pasar tanto tiempo esperando que el gobierno cambiara de opinión para dejarlo volver. La noticia lo alcanzó en Varsovia, donde estaba haciendo una residencia artística. De regreso en Cuba, el panorama no fue mucho mejor. Ese mismo diciembre había vendido 16 obras a la coleccionista y filántropa Ella Fontanals Cisneros, quien decidió dejar cuatro de ellas en su casa de La Habana y llevarse las doce restantes a Miami, donde está la sede de su fundación, pero se las decomisaron en la aduana. “Es el trabajo de seis meses y lo más probable es que no se pueda recuperar. Yo no quiero irme de Cuba. Quiero vivir aquí, pero también quiero exponer y que la gente conozca mi trabajo, que está hecho para los cubanos”, dice Lavastida.
Pocas personas como él han estudiado más los discursos y el modo de hablar de Fidel. “Ya me sé todas sus estrategias,” asegura. “Hay un video en YouTube donde una periodista española le pregunta: ‘¿Nunca plantearía retirarse del gobierno?’ y él responde con otra pregunta ‘¿Tú has visto un artista que se retire, un músico que se retire, o un pintor que se retire?,’” repite el artista imitando casi a la perfección el tono de voz de Castro, antes de volver al propio.
“Qué manera tan fantástica de responder, ¿no crees? dejó bien claro que no era un político tradicional y que no se iba a ir del poder nunca, por un tema de vocación, o por un mero interés estético. ‘Yo como un artista me retiro cuando me muera’ y así fue,” dice Lavastida después de un par de cervezas, mientras camina calle abajo rumbo a una exhibición de fotografía. Pocos minutos después hace una nueva imitación de Fidel, esta vez hablando de los homosexuales que tanto le obsesionaban. La calle estaba sola, así que alzó más la voz para logar un tono idéntico y reproducir su ritmo marcial.
“Un grupito de afeminados que se reúnen por la esquina del Capri, y vienen a hacer pública ostentación de sus desvergüenzas…” y se detiene porque de forzar la voz ya le duele la garganta. Lo hace tan bien que es inevitable soltar una carcajada.
Sobre lo que le produjo la muerte de Castro responde: “Me dio un vacío extraño. Un poco de miedo. Incertidumbre.”
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Las esculturas e instalaciones de Wilfredo Prieto están marcadas por una sencillez formal que en varios momentos de su carrera ha sido motivo de escándalo. Son casi pretextos para explorar los temas que le interesan. Muchas de sus obras cuestionan las estructuras de consumo cultural, entre las que están atrapadas sus propias piezas. Después de vivir un tiempo en Nueva York y pasar mucho tiempo viajando, volvió a La Habana en busca de algo de paz. Está mudando su obra a un nuevo estudio, una vieja nave industrial que solía ser un taller para reparar motores de barco, junto al río Almendares. El espacio es enorme pero el piso, las paredes y hasta el techo, están cubiertos con aceite para motores. El día de la entrevista iba llegando una pipa de agua que pretendía limpiar un poco aquello. Antes no le molestaba trabajar entre aviones y entrevistas, pero de un tiempo para acá le vino la necesidad de encontrar un espacio fijo, aunque reconoce que tal vez eso de no tener un taller era sólo un pretexto para no ponerse a trabajar. En Cuba existe la posibilidad de llegar a un acuerdo con el gobierno para ocupar un inmueble abandonado o en desuso, siempre y cuando sea para un proyecto cultural o social, y ese fue el caso con este lugar.
Cuando murió Fidel Castro, el artista recibió muchas llamadas de varios medios solicitando una entrevista para hablar de él. Las rechazó todas. “Me parece una idiotez caer en ese show. Uno está triste y punto”, dice. Wilfredo Prieto afirma que Castro dejó un legado invaluable en materia de justicia social, en un mundo que demanda solamente dinero, y sobre su régimen tiene muy pocas críticas. “Ya sé que hubo mucha gente que se alegró, pero ¿hacer fiesta por la muerte de alguien?, ya me dirás tú qué dice eso de una persona desde el punto de vista humano. Siempre hay alguien que lo siente, y al menos respeto podrían tener”, dice molesto. El artista le achaca mucho de la mala fama que pueda tener Fidel o su país, a la cobertura que de ellos hacen los medios internacionales. “Cuba siempre ha estado cambiando, cambia en su socialismo, como el mundo cambia en su capitalismo. Es otra forma de entender la sociedad, que no les cabe en la cabeza. Lo que no ha cambiado es la opinión de los medios sobre este país. Esa se ha mantenido estática y bastante manipulada. Es muy fácil repetir la historia esa de que a los cubanos no nos dejan salir de la isla porque es más largo decir que otros países son los que no nos dejan entrar, y ese titular no vende”, afirma.
“Yo tengo absoluta libertad de expresión, como artista, como individuo y como ciudadano, pero Cuba vive bloqueada y desinformada. Un país en guerra no tiene medios libres en ninguna parte del mundo y esta isla vive una guerra en tiempos de paz. Es lógico que tenga algún derecho a defenderse, ¿no? A ver dime, ¿qué le preocupa tanto al mundo como para que no nos quieran dar internet?”, pregunta enojado. En 2014, la empresa de telecomunicaciones de Cuba (ETECSA) comenzó a habilitar zonas WiFi en plazas públicas. Hasta 2012 sólo había acceso al servicio por vía satelital y posteriormente se enlazó una conexión por cable submarino desde Venezuela, porque los obstáculos puestos por el gobierno estadounidense hicieron imposible hacerlo de otra manera.
A pesar de todo, reconoce que Cuba está de moda y que respaldados por una larga y sólida tradición plástica, los artistas cubanos se benefician de esto en términos de mercado. “Hay mucha gente a la que eso le viene muy bien, porque una obra intrascendente se vuelve trascendente al entrar en el saco de la moda, pero eso genera mucha confusión en torno a lo que es realmente una producción artística seria. Una buena pieza tiene que generar un interés comunicativo o cultural, más allá de que su contexto lo ponga en la mirilla de los medios,” afirma. Para él, la presión de crear y, en particular, el punto cero de un proceso creativo es el momento más aterrador en la vida de un artista, al ser horas, días o meses de un tiempo extraño donde no hay límites y todo es posible. El día que concedió esta entrevista estaba inmerso en uno de esos momentos.
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Hasta febrero de 2015, en La Habana no había una sola tienda de diseño. Idania del Río y Leire Fernández inauguraron la primera. Se llama La Clandestina, y está en la calle Villegas en la Habana Vieja, barrio que está un tanto atrapado entre ruinas y sobreexplotación turística. Idania es diseñadora y Leire filóloga, pero también estudió periodismo y publicidad. Juntas aprovecharon los cambios que anunció Raúl Castro, hace aproximadamente cinco años, con la finalidad de impulsar el cuentapropismo (como le llaman en Cuba a los pequeños empresarios), para empezar a tramar un proyecto que les permitiera hacer las cosas a su manera. La tienda abrió con tres mil pullovers (como les llaman los cubanos a las playeras) de nueve diseños diferentes. Mandaron a hacer ese primer lote a República Dominicana, pero una vez que se vendió, no tenían cómo producir más, ni la más remota idea de cómo llevar un negocio. “Entendimos que teníamos que aprender, así que armamos un taller y un equipo con amigos y amigos de amigos que querían trabajar. Hoy producimos absolutamente todo lo que vendemos, lo cual es de una demencia total,” dijo Idania en los pocos minutos libres que tuvo aquella tarde. Su tienda vende, además de playeras, libretas, bolsas, carteles, ilustraciones y varias otras cosas. Su colección Vinstrash, la primera que lanzaron, está hecha con ropa reciclada que compran en tiendas locales pieza por pieza. Ya en el taller, las costureras las desarman para rescatar los trozos de tela que sirven y armar cosas nuevas.
Idania y Leire están inscritas en un programa para empresas latinoamericanas de la escuela de negocios de la Universidad de Columbia, en Nueva York, que a manera de curso intensivo, les está enseñando a sortear sus retos financieros y de recursos humanos. Cuando Obama visitó La Habana, en marzo de 2016, Idania estuvo entre los jóvenes emprendedores que se reunieron con él. Ella le dijo que lo que necesitaban los cubanos para sacar un negocio adelante era principalmente una cosa: información. Obama, con su ya muy extrañada simpatía, alentó su proyecto y el de todos los presentes, y le dijo que la vería al final del encuentro para comprarle un par de playeras a sus hijas Sasha y Malia.
El último mes del año en que murió Fidel Castro, se estrenó en La Habana una obra de teatro llamada Harry Potter: se acabó la magia. La puesta en escena era el trabajo que para graduarse presentó la generación 2015 de la Escuela Nacional de Teatro. La prestigiada institución acepta apenas 20 alumnos por año, así que sus graduados son lo mejor del país.
En la obra, uno de sus muchos actores hace un monólogo de lo que seguramente se parece a su propia vida. Pedía como en receta médica un Iphone para el atraso tecnológico, internet más barato para la desinformación, ropa bonita y tenis Adidas para salir a pasear, profesores con vocación para reemplazar a los emergentes, y un sueldo que alcance para vivir, para eso y nada más. Pedía también más esperanza para cuando la paciencia se agota, para cuando en la tienda otra vez no hay huevo, y para una de esas noches donde él y su madre sospechan que la casa se les puede caer encima, pero no hay a donde ir porque la de la vecina está igual. En uno de los momentos musicales de la obra, bailan sobre el escenario chicos cubanos con enormes máscaras de Hillary Clinton, Donald Trump y Barack Obama, y al final de la obra todos los actores desfilan a modo de pasarela con playeras blancas de La Clandestina con la leyenda: 99% diseño cubano.
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Carlos Garaicoa creció en La Habana, cerca de la Plaza Vieja, entre las calles Sol y Muralla. En los años setenta y ochenta era una zona bastante depauperada, y desde entonces ha visto desaparecer muchos de los lugares que enmarcaron su infancia, empezando por su escuela, que solía estar en la Plaza de Armas, antes de que se convirtiera en uno de los sitios turísticos más asediados de las ciudad, mucho más en diciembre, y aún más ahora que los estadounidenses pueden visitar la isla y se ha convertido en su nuevo objeto de deseo vacacional. Desde muy joven fue un agudo observador de la arquitectura y la manera en que los seres humanos interactúan con ella. De los fracasos de cualquier sistema político, son los ciudadanos quienes pagan los platos rotos, y todo ello se puede leer en la arquitectura. Pocas ciudades desnudan sus penas a través de sus fachadas como lo hace La Habana. Hoy Garaicoa es uno de los artistas más renombrados de Cuba, y aunque hace más de diez años que se mudó a Madrid, nunca dejó su país del todo y vuelve frecuentemente para encontrarse en cada nueva visita con que lugares como los barrios de San Isidro y de Cuarteles, que solían ser marginales y peligrosos, se están gentrificando poco a poco. Lo triste, dice, es que los cubanos no están vendiendo para mudarse a los suburbios, sino a Miami.
A través de la fotografía y la maquetación, el artista ha construido a lo largo de su carrera un muy importante archivo de la evolución arquitectónica de La Habana y de la relación que tienen con ella sus habitantes. “Es una relación de mucha frustración con una ciudad que es verdaderamente hermosa. Es una narrativa de frustraciones humanas e individuales con este sistema político y esta estructura ideológica tan específicos y aprisionadores en que nos han hecho crecer”, afirma. Después de más de medio siglo de enfrentamiento con Estados Unidos, este es un momento sin precedentes para ver a La Habana cambiar. “Todas estas modificaciones tienen mucho tiempo siendo necesarias, y aún así, van a ser muy positivas. Ya era urgente que la gente se sintiera por lo menos un poquito dueña de la casa en que vive,” dice antes de advertir que la transición no va a ser fácil. “Al Estado se le salió todo de las manos y ahora están viendo cómo revertir una economía de mercado negro porque la oficial está totalmente sumergida”, explica.
Hasta hace cuatro o cinco años en el país no existía la propiedad privada. Hoy en el incipiente mercado inmobiliario de la isla, una casa que vale 300 000 pesos cubanos, vale en el mercado internacional 24 veces más, pero el gobierno tiene que permitir que se venda por su valor en moneda nacional porque es la única forma de hacerlo accesible a los locales, y no sólo a los extranjeros.
“Es muy fácil entrar en un mundo donde la economía rige, pero está ahí el temor a que el poder y el dinero se concentren en pocos, y cuando vives en cualquier otro lugar del mundo sabes que no hay otra manera”, dice Garaicoa desde su estudio en El Vedado, y este es un tema que le preocupa. La mayoría de los cubanos no están acostumbrados a competir por un trabajo, ni para obtenerlo, ni para mantenerlo. Los cuentapropistas aún son pocos, y tampoco están preparados para la presión que les llegará en poco tiempo. “Cuando no quieren trabajar se desentienden porque no sienten ninguna responsabilidad, prefieren descansar hasta que se les acabe el dinero, y ya luego volver a empezar. Eso pasó también en Europa. Aún diez años después de la caída del Muro de Berlín, veías lugares en Alemania del Este que eran de una ineficiencia absoluta, y ese es el rezago que deja el comunismo,” afirma. De la economía, eso trasciende a la esfera política. En Cuba el poder ciudadano simplemente no existe. Toda la participación posible es a través del Comité de Defensa de la Revolución o el Partido Comunista. Cualquier cosa fuera de eso es peligrosa, así que sobre el futuro político de la isla nadie concibe el surgimiento de ninguna opción que vaya más allá de una variación de lo que ya existe.
Garaicoa se fue de Cuba en 2005 porque percibió un recrudecimiento de los controles políticos sobre la producción artística, y decidió que no quería trabajar en esas condiciones. Además tuvo un hijo y no quiso que se educara en un sistema tan politizado, pero mantiene desde entonces dos talleres, uno en La Habana y otro en Madrid, y en 2006 fundó junto con su esposa la galería Artista x Artista en Miramar. Diez años después sigue siendo uno de los pocos espacios verdaderamente autónomos para la exhibición y discusión del arte en la ciudad. Ahí, con recursos propios, Garaicoa y su equipo organizan exhibiciones, debates, conferencias, y un programa de residencias artísticas para que los jóvenes cubanos tengan la oportunidad de trabajar y estudiar fuera, al tiempo que artistas extranjeros puedan mirar de cerca la realidad cubana: “Aunque nunca me fui del todo, justo ahora siento que estoy regresando en alma y corazón. Muchos artistas se han ido de aquí para no volver jamás, pero algunos estamos encontrando un camino de regreso y creemos que vienen cosas buenas”.
“La figura de Fidel, adorada por muchos y odiada por otros tantos, dentro de un tiempo será sencillamente una imagen, un libro o una canción que se le cante. Así haya sido por su carácter totalitario, obsesivo y soberbio, aportó mucho a este país y eso no se puede negar, pero su ausencia deja el camino abierto a nuevas ideas”, dice Garaicoa. “Es el fin de un símbolo, de un momento, de parte de la historia de este país y el nacimiento de otra. Por fin habrá una generación que mire adelante sin que algo estático les impida ver más allá. Se fue la excusa. La problemática ya no será más esa figura que definía blanco y negro. Ahora, como pasa en todo el mundo, se van a diseminar los problemas y la realidad va a coger muchas caras,” afirma.
Cada treinta de diciembre Carlos Garaicoa hace una gran fiesta de Fin de Año en su casa y 2016 no fue la excepción. Ahí estaban muchos de los artistas e intelectuales más importantes del país, conviviendo de igual a igual con las nuevas generaciones. Así terminó el año en que murió Fidel Castro y, con él o sin él, La Habana se mueve. Tras de sí quedan logros, daños y el intento de forjar la sociedad igualitaria que todos imaginamos. Además, tal vez sea gracias a él, o a pesar de él que los cubanos, aún entre carencias, conservan su fino sentido del humor como un arma de vida.
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