En la Ciudad de México había miedo. Cuatro días antes, el 2 de octubre, un mitin del Movimiento Estudiantil, convocado por el Consejo Nacional de Huelga, fue reprimido a disparos por soldados y agentes encubiertos en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. El número de muertos era incalculable y los detenidos se contaban por decenas.
Elena leyó los periódicos de ese domingo: la noche previa, durante una conferencia de prensa desde la prisión del Campo Militar Número Uno, Sócrates Amado Campos Lemus, uno de los dirigentes del Consejo, la acusó a ella y al político Carlos Madrazo, entre otros, de estar detrás del Movimiento Estudiantil con el oscuro propósito de derrocar al gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz. “El complot comunista para derrocar al gobierno por medio de la violencia y la agitación…”, empezaba la nota de primera plana de El Heraldo de México. La investigación era encabezada por el procurador general de la República Julio Sánchez Vargas.
Elena Garro tenía 51 años, era una mujer de mundo y había conseguido un lugar en las letras con su novela Los recuerdos del porvenir, publicada en 1963, galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia, además del volumen de cuentos La semana de colores (1964) y el compendio de teatro Un hogar sólido (1957). También había escrito guiones de cine y artículos periodísticos. Y ahora estaba ahí, escondida en ese cuartucho, sin dinero y lejos de su casa. Helena Paz, su hija de 28 años, lloraba a su lado. El cuarto deprimía a Garro: en ese mismo espacio, el Día de los Inocentes de 1954, su primo Boni, su compañero de juegos de la infancia, se suicidó. La atmósfera era sórdida.
Afuera del cuarto, María Collado lanzaba maldiciones. Estaba arrepentida de tener escondidas, desde una semana atrás, a esas dos mujeres en su departamento en el segundo piso de Lisboa 17, en el centro de la Ciudad de México. Madre e hija estaban seguras de que habían intentado matarlas en la casona que rentaban en Lomas de Virreyes, a orillas del Bosque de Chapultepec. Elena y su hija llegaron a pie a la casa de Collado la madrugada del 29 de septiembre, clamando por asilo. Comenzaba a amanecer cuando María las metió con sigilo al cuartucho y les ordenó que se callaran. María subarrendaba la vivienda como pensión para españoles pobres que trabajaban como zapateros y sastres, y ninguno debía escucharlas. Elena Garro y Collado se conocían de décadas atrás. Elena la llamaba su “nana”: le daba vergüenza decir que, en realidad, era su tía política.2
Ese domingo, Garro y su hija dejaron los periódicos y, contra las instrucciones de María, salieron del cuartucho para usar el teléfono del departamento. Elena marcó a la Secretaría de Gobernación. Le contestó un barrendero: “No hay nadie”. Colgó. Marcó a la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Otro barrendero le dijo lo mismo: era domingo, nadie trabajaba. Decidió llamar a la casa de Carlos Madrazo, su amigo, y con quien estaba acusada de conspirar contra el gobierno mexicano. Él era un político experimentado. En 1965 fue designado presidente del PRI, el partido oficial. Una de sus primeras acciones fue iniciar una cruzada para democratizar la elección del candidato presidencial del PRI, con miras a los comicios de 1970. Pero en ese tiempo la decisión del candidato era una facultad cedida al presidente del país para elegir a su sucesor. Madrazo encontró tal resistencia, incluso del presidente Gustavo Díaz Ordaz, que dimitió antes de cumplir un año en el cargo y comenzó a trabajar en la creación de un partido político de oposición: Patria Nueva.
Cuando hablaron por teléfono, Madrazo y Garro acordaron responder a las acusaciones a través de la prensa. “Hable usted primero, yo no conozco a Sócrates”, dijo Carlos a Elena. Pero su caso era similar: ella apenas si conocía a Campos Lemus, el joven que los acusaba de conspirar contra el gobierno mexicano. Garro llegó a contar que una noche de agosto del 68, cuando el Movimiento Estudiantil estaba en plena efervescencia, un grupo de jóvenes armados llegó a medianoche a su casa en las Lomas: querían que los acompañara a conocer al dirigente estudiantil. No era una invitación, era una orden. Sócrates tenía fama de ser el más radical entre todas las cabezas visibles del movimiento y Elena no opuso resistencia. La subieron a un Valiant rojo que la condujo hasta el exterior del cine Chapultepec, en Paseo de la Reforma, donde a inicios del siglo xxi se erigiría la Torre Mayor. Era una de las clásicas noches de verano en la Ciudad de México, oscura y húmeda. Discutieron en el interior del auto. El Movimiento Estudiantil, espetó Elena, era un pleito entre políticos del PRI e intelectuales, y los jóvenes con ideas de izquierda estaban siendo usados como carne de cañón.
—Tienes tu marxismo —le respondió Sócrates— muy mal fundamentado.
—Y tú lo tienes muy mal digerido.3
Se hicieron de palabras. Garro le dijo: era muy valiente o estaba vendido. Sócrates, ofendido, le respondió con una majadería y la calificó de “pequeñoburguesa”. Siguieron discutiendo y en algún momento, uno de los dos mencionó el nombre de Carlos Madrazo. Cada uno contaría, más tarde, su versión del encuentro. La versión que dio Sócrates ante la prensa, en el Campo Militar, fue que Garro le recomendó que si el movimiento quería triunfar, necesitaba un líder social visible y fuerte, y ese jefe debía ser Madrazo. Pero Elena diría más tarde que Campos Lemus fue quien sugirió que Madrazo debía convertirse en la cabeza del movimiento y le pidió que le comunicara su idea.
Afuera del edificio de Lisboa 17 había actividad inusual. Teresa, la ayudante de María Collado, les advirtió que un grupo de autos con policías estaban rodeando el condominio, una construcción de inicios de 1900 bautizada como Edificio Prim. Elena y su hija se sintieron atrapadas. Les aconsejaron huir. Pero Elena fue irreductible. Ella no era culpable y tenía miedo de que la policía les aplicara la “ley fuga”. Estaban tan aturdidas que al poco rato cambiaron de parecer y planearon su huida con una idea estúpida: madre e hija —dos mujeres rubias, delgadas y altas— se pintarían el cabello de negro y se vestirían “como indias” —faldas largas, rebozos cubriendo sus cabezas—, para escapar por la puerta trasera del edificio, donde creían que no habría policías. Helena Paz pidió a la ayudante de María que corriera a comprar el tinte —terciopelo negro, marca Miss Clairol—, y cuando lo tuvo en sus manos, se lo aplicaron apresuradas en el baño. Las dos mujeres, con la cabellera oscurecida, se veían pálidas; no les iba nada bien el color, tenían caras de espanto.
Adentro del departamento todo era caos. Un huésped desayunaba cuando se le aparecieron Elena y su hija, con el pelo escurriendo gotas de tintura azabache y envueltas en dos enormes batas de María.
—Usted es testigo —le dijo Helena Paz— de que hemos estado aquí toda la semana.
—Yo a usted no la he visto nunca —dijo el hombre.
—Veo que en España ha muerto Don Quijote —le reviró la joven, molesta por la respuesta—. Sólo quedan Sanchos Panzas.
Uno de los huéspedes, de apellido Echauri, recomendó a Elena que saliera a refutar a Campos Lemus: “El Sócrates es un agente provocador. Debes atacarlo”, le dijo. En medio de la conversación sonó el teléfono y María tomó la llamada. Una voz con acento extranjero emitió una amenaza seca: “Usted tiene ahí a esas dos cabronas. Las vamos a volar”. A María casi le dio un colapso nervioso.
“¡Que se me va la boca…!”, exclamó con su vozarrón de acento español.
María ordenó a las Garro que se largaran del departamento. Pero ellas la ignoraron y volvieron al plan pactado con Madrazo: llamarían a los periódicos para dar su versión. Pasaba el mediodía cuando Helena Paz llamó a la redacción de Novedades para que enviaran a un periodista a su escondite.
Recibieron al reportero y al fotógrafo de Novedades en el comedor del departamento. Madre e hija aún traían el pelo mojado tras haberse aplicado el tinte; las mechas negras, húmedas, se escurrían sobre sus caras. Parecían recién bañadas y así las captaron en las fotografías que les tomaron. Helena Paz abrió una cerveza para aplacar sus nervios y su madre no dejaba de fumar. Garro desmintió a Sócrates y pidió tener un careo con él. Al poco tiempo los periodistas de Novedades se marcharon. No fueron los únicos: todos los huéspedes españoles de la pensión huyeron del departamento por temor de que las autoridades los deportaran por inmiscuirse en asuntos políticos. El famoso artículo 33 de la Constitución que se usa para expulsar a extranjeros que se meten en asuntos internos del país. María se encerró en su cuarto. Elena Garro y Helena Paz eran dos extrañas en un departamento extraño.
Hacia la tarde decidieron llamar a las redacciones de todos los periódicos. En los siguientes minutos, el desvencijado departamento de María Collado se convirtió en la sede de una improvisada rueda de prensa. Llegaron los periodistas de El Universal, Excélsior, La Prensa y más diarios nacionales. Madre e hija estaban molestas con la línea editorial de El Heraldo de México, y decidieron no invitar a ningún periodista de esa casa editorial.
Esa tarde, Elena llevaba un vestido blanco de manga larga que, con la cabellera negra vaporosa, la hacía ver flaquísima y pálida. Los reporteros fueron incisivos, querían que Garro dijera los nombres de los estudiantes que conocía, como si lo dicho por Campos Lemus fuera cierto y ella sí fuera la jefa de la conjura comunista.
“Ese muchacho está loco. Estoy dispuesta a carearme con él para ver si me sostiene lo que ha afirmado”, dijo Garro, de acuerdo con la nota de El Universal.
Las fotografías tomadas durante la entrevista captaron a Elena sobre una silla colocada en una esquina del departamento de María. Los periodistas se sentaron alrededor de ella y no cedieron en sus preguntas hasta que les dijera quiénes eran responsables del movimiento.
Y entonces, Elena Garro habló y habló, y de su boca emergió un estruendo, un terremoto, una tormenta, un eclipse, y nunca nada volvió a ser igual. Durante los años, décadas siguientes, la escritora repasó muchas veces en su memoria aquella tarde de otoño de 1968, cuando estuvo sentada en una silla de madera, rodeada por un grupo de reporteros ansiosos en el departamento de María Collado, en la que exclamó: “Los intelectuales son los culpables. Yo culpo a los intelectuales de ser los verdaderos responsables de cuanto ha ocurrido. Esos intelectuales de extrema izquierda que lanzaron a los estudiantes a una loca aventura, que ha costado vidas y provocado dolor en muchos hogares mexicanos. Ahora como cobardes, pues son unos cobardes, se esconden…”.4
Pero a los periodistas no les bastó. Insaciables, querían los nombres de los señalados. Elena siempre aseguró que no dio nombres y, de manera general, responsabilizó a quienes habían firmado desplegados y marchado.
“Todos los intelectuales desfilaban con carteles diciendo ‘abajo el gobierno’, yo nunca. ¿Cómo pueden decir que yo soy la culpable? Que hablen ellos, los que lanzaron a los estudiantes a la calle. Ahora se murieron los muchachos y ellos están escondidos debajo de la cama. Ahí están todos los que firmaban los manifiestos de los periódicos…”, respondió Elena.5
Juan Nieto Martínez, reportero de La Prensa, le dijo: “Qué valiente es usted”. Pero Elena no entendía nada. Más tarde, escribió que sentía que un rayo la había fulminado. Garro contó a los periodistas que esa mañana llamó a Gobernación y a la DFS para que fueran a detenerla pues, a su juicio, estaría más segura en una celda. Los periodistas no creyeron que hubiera llamado, les parecía ilógico que pidiera su detención. Y como si la hubieran desafiado, marcó para pedir, otra vez, que fueran a detenerla. Primero intentó buscar a Luis Echeverría, secretario de Gobernación. Le dijeron que no estaba, así que marcó a la DFS. El Universal reprodujo sus palabras al teléfono: “Habla Elena Garro. Insisto en que vengan a aprehenderme. Que me fusilen si soy culpable… ¿No está el jefe? Pues que lo llamen. Aquí estoy esperando. Tengo menos miedo del gobierno que de los terroristas…”
Los fotógrafos la capturaron con el auricular en la mano y con gestos dramáticos. Su rostro quedó retratado en una mueca de espanto, y así salió en las páginas de los diarios del día siguiente. Al poco rato los periodistas corrieron a las redacciones para escribir sus notas. Las declaraciones de Elena Garro habían sido sensacionales.
La noche cayó aquel domingo 6 de octubre y adentro del departamento quedaron, solas, Elena Garro y Helena Paz, María Collado y Teresa, su ayudante. María suplicó, otra vez, a madre e hija que se fueran de su casa. Pero ellas la ignoraron, no tenían adónde ir. Era casi medianoche y creían que en cualquier momento entrarían a asesinarlas. De pronto tocaron la puerta del departamento. Abrieron. Un hombre alto, recio, de piel morena y vestido de uniforme se presentó: era el capitán Salazar, un militar. Helena Paz, años después, contó la escena a la revista Proceso:6
—Vengo a ver si están aquí la señora Garro y su hija.
—Yo soy la señora Garro.
—Mucho gusto —respondió el militar—. Caray, qué pantalones tiene usted. La felicito.
Elena le ofreció un café y lo invitó a pasar a la cocina del departamento. Madre e hija se sentaron con el militar y se pusieron a platicar. Fumaban de manera compulsiva. Estaban seguras de que lo habían enviado para llevarlas detenidas. Helena Paz le dijo al militar que ella no estaba a favor del Movimiento Estudiantil. “Es un movimiento antimexicano”, aseguró la joven y el militar, feliz, aprobó sus palabras. Elena Garro estaba desesperada y le exigió que la llevara detenida. Pero Elena y su hija, instruyó el militar, debían permanecer en el departamento. Garro insistió tanto en que se la llevaran detenida que el militar hizo una llamada, pero le ordenaron lo mismo: Elena y su hija no debían moverse de la casa de María Collado. Harta, Elena le arrebató el teléfono al capitán Salazar y escuchó que, del otro lado del teléfono, alguien la tildaba de loca. La frase la enojó tanto que la escribió más tarde en sus apuntes.
—…esa señora padece delirio persecutorio…
Con el humor negrísimo que la caracterizaba, Elena respondió a su interlocutor.
—Usted debería estar en Viena, en el instituto psiquiátrico, pues nunca me ha visto y hace ese diagnóstico tan acertado.
Colgó el teléfono. El calificativo le pareció el colmo: ese día había aparecido en todos los periódicos acusada de ser una de las cabezas de la conjura comunista y la acusaban de padecer “delirio persecutorio”. El capitán Salazar se despidió. “Me ha caído usted muy bien”. Y como una cortesía, el militar le ofreció su pistola de cargo para que ella y su hija se protegieran.
—Usted la necesita más que yo —le respondió Elena—. Sólo tiene a todo al Ejército y a la policía de su lado.
Antes de salir del departamento, el capitán Salazar se detuvo un instante y le dijo:
—Señora, huya. Está perdida.
Madre e hija durmieron atribuladas. Esperaban lo peor.
* * *
La mañana del lunes 7 de octubre Elena Garro y Helena Paz revisaron los periódicos. La escritora aparecía, otra vez, en la mayoría de las portadas de los diarios nacionales. La primera plana de El Universal era un escándalo atroz: “Culpa Elena Garro a 500 intelectuales”. El artículo, firmado por el periodista Óscar del Rivero, enlistaba a un grupo de intelectuales y artistas como si Elena los hubiera nombrado de manera explícita: los filósofos y profesores de la unam, Luis Villoro, Ricardo Guerra y Leopoldo Zea; el político Jesús Silva Herzog; los escritores Rosario Castellanos y Carlos Monsiváis; y los pintores José Luis Cuevas y Leonora Carrington, entre muchos más, eran los supuestos responsables de haber arengado a los jóvenes a salir a las calles a manifestarse contra el gobierno mexicano.
El tono de la nota de Excélsior era menos estridente: “Niegan cargos los cinco señalados”. Novedades tituló su nota: “Rechaza Elena Garro acusaciones”. La Prensa publicó en interiores una foto de ella con el título: “Cargos de Elena Garro”. El único nombre que este diario citaba era el del rector de la Universidad Nacional, Javier Barros Sierra, a quien Garro señaló como supuesto responsable del movimiento. El Heraldo de México, que no fue invitado a la rueda de prensa, no publicó ni una nota y, en cambio, incluyó en su edición una caricatura de la escritora con un agente del Ministerio Público que miraba su cuerpo de forma lasciva, al tiempo que pensaba: “A ver si con Elena A-garro”. Otra notas citaban al procurador general de la República, Julio Sánchez Vargas, quien aseguraba que había evidencias para llamar a declarar a Madrazo, Garro y el resto de supuestos conjurados.
Elena siempre aseguró que El Universal inventó la cifra de “500 intelectuales” y puso los nombres como si hubieran salido de su boca. Tras la publicación de sus declaraciones, la escritora pasó, de un día a otro, de ser supuesta delatada a delatora de los intelectuales del Movimiento Estudiantil.
Al poco rato llegó al departamento un grupo de la prensa extranjera para entrevistarlas. Los periodistas habían llegado a México para reportar los Juegos Olímpicos que serían inaugurados en unos días, exactamente el 12 de octubre, en la Ciudad de México: los primeros, y hasta ahora únicos, que México ha organizado. Pero el trabajo de los periodistas dio un giro abrupto cuando ocurrió la matanza de Tlatelolco y comenzaron a correr las acusaciones sobre los responsables. Los reporteros intentaron hablar esa mañana con Helena Paz, pero la joven rompió en un llanto tan incontrolable que apenas le permitió pedirles ayuda. “Non piangere, bambina, non piangere…”, recordó que la consolaban los periodistas italianos. Elena repitió la versión que un día antes dio a los periodistas nacionales: ella no estaba detrás del movimiento.
Casi al mismo tiempo, en otro punto de la Ciudad de México, Carlos Madrazo salió a aclarar las acusaciones de Sócrates. El político convocó a la prensa en su despacho en la calle de Miguel Laurent, en la colonia Del Valle, una zona de clase media de la capital. Ahí leyó un comunicado, en el que no dijo ni una sola palabra sobre las declaraciones que un día antes hizo Elena Garro sobre los intelectuales:
“En ningún momento he tenido contacto con el Movimiento Estudiantil. Estoy al margen de este problema… He repudiado siempre la violencia como sistema y la fuerza como punto de apoyo de ningún plan social…”7
En Lisboa 17, apenas se retiraron los reporteros extranjeros del departamento, un par de agentes de la DFS llegó buscando a Elena Garro. Se apellidaban Soberón y Mayorga, según anotó Elena, y estaban ahí para llevarla detenida. Helena Paz describió a Proceso, años después, la escena:
—¿Por qué se llevan a mi mamá?
—Es por su protección, porque los comunistas la quieren matar. ¿No han visto El Universal?
Elena no opuso resistencia y fue llevada a las oficinas de la DFS, ubicada en una de las esquinas de la explanada del Monumento a la Revolución. El edificio era un enorme cubo gris de color cemento de cuatro niveles. Los agentes condujeron a Elena al despacho del director. Ella lo conocía bien: era el capitán Fernando Gutiérrez Barrios. La DFS, en la historia de México, fue sinónimo de corrupción, espionaje, tortura, desapariciones y homicidios extrajudiciales. Gutiérrez Barrios fue un hombre clave para el PRI: hizo del espionaje político un arma para controlar a la oposición. Fue un hombre del sistema, pues además de encabezar la DFS, fue gobernador, secretario de Gobernación durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari y falleció, en octubre del 2000, siendo senador. Qué tanto supo y qué tanto hizo, sólo él estuvo al tanto. Fernando Gutiérrez Barrios fue un hombre que, hasta el final, optó por el silencio.
Alguna vez, en el verano de 1967, la situación fue opuesta: Elena Garro recibió a don Fernando en su casa de Lomas de Virreyes. Helena Paz llegó a contar que, cuando ella y su madre lo vieron en el pórtico, le pidieron que les mostrara su placa para que comprobara ser jefe de la policía secreta8. Ambas imaginaban a un policía mexicano como un hombre panzón, moreno y bigotudo. Pero ante ellas estaba parado un hombre apuesto, de tez clara, delgado, no muy alto, de bigote recortado con meticulosidad, copete abultado y patillas pobladas. Después de tratarlo, Elena y su hija estuvieron seguras de que Gutiérrez Barrios, con su inteligencia perversa y formación militar, era el equivalente mexicano de Fouché, el francés que introdujo en el siglo xix el arte del espionaje en el juego político.
Esa mañana, cuando Elena cruzó la puerta del despacho del director de la DFS, fue recibida con una carcajada estruendosa de don Fernando. El capitán sufrió un ataque de risa apenas la vio con el cabello oscurecido. A Elena no le sentaba nada bien la tintura azabache. Ella lo sabía. María Collado ya le había dicho que ella y Helena se veían rarísimas después de que tuvieron la estúpida idea de pintarse la cabellera. Se sintió ridícula parada frente a ese hombre poderoso que se reía a carcajadas de ella.
Cuando Helena Paz se quedó sola en el departamento de Lisboa 17, María Collado le pidió que se fuera. No quería más líos con ese par de mujeres problemáticas que habían llevado a su hogar una horda de periodistas y policías. Helena buscó en su agenda a alguien que pudiera esconderla y marcó esperando tener suerte. Al poco rato, afuera del edificio se estacionó un sedán Volkswagen que llevaba un grupo de jóvenes universitarios. Eran Federico Hernández Zamora y Ruperto Patiño Manffer, entre otros. Los había conocido tiempo atrás en la oficina de Norberto Aguirre Palancares, jefe del Departamento Agrario, quien era muy amigo de Elena Garro. Helena les contó que la DFS se había llevado a su madre y les rogó que la ayudaran a esconderse.
Primero se les ocurrió llevarla a los edificios del multifamiliar Miguel Alemán, al sur de la ciudad, donde tenían conocidos que podían esconderla. Pero cuando llegaron, vieron que la policía tenía rodeada la unidad habitacional y había departamentos atravesados por cintas amarillas para impedir el paso. Aún continuaba la cacería de detenidos después de Tlatelolco. Helena pensó en esconderse en la casa de su abuela paterna, Josefina Lozano. Manejaron hasta Porfirio Díaz 15, a un costado del Parque Hundido. Tampoco tuvo suerte.
“Yo aquí no te recibo, sinvergüenza comunista”, le habría dicho a Helena.
La joven se resignó y no vio más alternativa que pedir a sus amigos que la llevaran a la Secretaría de Gobernación para pedir a Luis Echeverría que la reuniera con su madre. Era mejor estar detenidas juntas, que sola. Helena Paz nunca dio detalles del encuentro, pero al parecer fue fácil para ella acceder al secretario de Gobernación y preguntarle dónde estaba su madre.
“Está protegida por nuestra policía secreta”, dijo Echeverría, según Helena Paz, y ordenó que la llevaran con Garro.
Una vez que madre e hija estuvieron juntas, le suplicaron al jefe de la policía secreta que las dejara recoger a sus gatos y a su perra Agripina, que se habían quedado solos en su casa desde una semana atrás. También para que empacaran algo de ropa. Don Fernando, escribió Garro, ordenó que las llevaran a su casa en Fernando Alencastre 220, en Lomas de Virreyes. Cuando llegaron, vieron a los gatos Juan Lanas y Humitos Madrazo, bautizado así por su amigo Carlos, asomados en una ventana de la cocina con caras de asustados. La perra Agripina estaba en el patio, echada ante la entrada de la casa, con la cara trágica y los ojos abandonados. Cuando las vio, se levantó feliz, agitó la cola y se paró en dos patas para lamerles la cara. Les dio gusto ver que alguien le había puesto comida y agua al can. La casona estaba quieta en el interior, casi todo estaba idéntico a la tarde del sábado 28 de septiembre, cuando salieron huyendo seguras de que iban a matarlas después de que Elena contestó el teléfono y escuchó una voz que le escupió una amenaza:
“¿Elena Garro? Cabrona, hija de la chingada. Sabes muy bien quién soy, no te hagas la pendeja. Ahora sí no te escapas, porque te hemos puesto una bomba que va a volar tu casa y te vas a morir con todo y tu hija…”.9
El tiempo, no obstante, había dejado su huella en el interior de la casa. Sobre la mesa de la cocina, dos tazas con café que Elena sirvió poco antes de huir estaban cubiertas por una nata de hongos verdes. El bote de basura hedía. Subieron a sus recámaras. Hicieron maletas bajo la mirada de los agentes de la DFS. En esa casa, Elena Garro y su hija dejaron sus libros, sus manuscritos, los cuadros que le habían hecho sus amigos pintores. Todo. Nunca más regresaron a esa casa.
Madre e hija fueron llevadas por los agentes de la DFS a dejar a Juan Lanas y Humitos con María, a pesar de que ella y su ayudante miraron con recelo a los gatos. María, según Garro, prometió que le rentaría una jaula a Agripina en la Sociedad Protectora de Animales. Se despidieron de ellos. Garro siempre recordaría los ojos desconsolados de la perra Agripina cuando la dejaron. Los custodios las llevaron otra vez a la dfs y más tarde las condujeron a un edificio lujoso, de fachada blanca y grandes puertas de vidrio, en la calle La Fragua.
Era el hotel Casa Blanca, justo a espaldas del edificio de la DFS.
NOTAS:
1 Esta reconstrucción se basa en la relatoría de hechos del “Memorándum”, escrito por Elena Garro, y que forma parte del archivo de la escritora en la Universidad de Princeton.
z La ficha migratoria de María Collado, conservada en el AGN, comprueba que fue la segunda esposa de Bonifacio Garro, hermano de José Antonio Garro, padre de Elena.
3 Los diálogos corresponden a la narración que hizo Elena Garro sobre el encuentro, durante la entrevista “En las garras de las dos Elenas”, publicada en la revista Siempre!, en 1980.
4 Declaraciones reproducidas por El Universal.
5 Garro siempre insistió en que ella nunca dio nombres específicos. Así lo repitió en entrevista con Carlos Landeros publicada por Siempre!, en 1980, de donde se toma la frase.
6 “Elena Garro en el 68, por Helena Paz”, Proceso, México, 16 de julio de 2006.
7 Transcripción de las declaraciones de Madrazo, conservadas en la versión pública del político entregada por el AGN.
8 “Elena Garro en el 68, por Helena Paz”, op. cit.
9 Luis Enrique Ramírez, La muela del juicio, Conaculta, México, 1994.