Reportajes
Evgen Bavcar, el fotógrafo ciego más famoso del mundo
Santiago Rosero
Fotografía de Evgen Bavcar
Perfil de Evgen Bavcar, el fotógrafo ciego más famoso del mundo, el hombre que retrata desde las tinieblas pues perdió la vista en su infancia.
Cuando Evgen Bavcar tomó su primera fotografía estaba totalmente ciego. Fue una tarde de 1961, probablemente una tarde ventosa, tan común al oeste de Eslovenia. El joven Evgen, de 16 años, le pidió a su hermana su cámara Zorki 6, una copia soviética de la Leica de inicios de los años sesenta, y le hizo un retrato a la chica de la que estaba enamorado. En el colegio regular de Nova Gorica al que Bavcar había ingresado tras convencer a todos de que podría avanzar en sus estudios pese a que había perdido la vista cinco años antes, era normal que los muchachos les sacaran fotos a sus compañeras.
—Lo que es trágico en la vida de un ciego, o al menos así me parecía en esa época, es que nos enamoramos por intermedio de otros. Si los otros muchachos me decían que una chica era bella y a ellos les gustaba, yo también me enamoraba.
Cincuenta y cinco años más tarde, en su modesto departamento de París, donde siempre ha vivido solo, Bavcar recuerda ese episodio logrando que el humor se sobreponga a la nostalgia. Pero aquel primer disparo le enseñó también que no bastaba hacer lo mismo que todos para parecerse a ellos.
—Nuestra tragedia es que, para ser igual, hay que ser mejor.
Y entregó todo para cumplir ese designio. Obtuvo un doctorado en Filosofía en la Universidad de la Sorbona y luego dos doctorados honoris causa, uno por la Universidad de Nova Gorica y otro por 17, Instituto de Estudios Críticos, de México. En paralelo, aprendió siete idiomas (esloveno, serbocroata, ruso, italiano, alemán, francés y español), investigó el universo de la estética y la imagen, escribió libros. Empezó su carrera de fotógrafo profesional a mediados de la década de los ochenta, cuando tenía más de treinta años, y desde entonces hace series que, pese a la variedad de sus temáticas, se alimentan de los mismos fundamentos: destellos de la memoria, traducciones de la imaginación, representaciones de los sueños. Son retratos de mujeres —desnudas o no—; paisajes de su tierra natal —los únicos que alcanzó a ver con sus ojos—; imágenes nocturnas de ciudades; esculturas, monumentos, vestigios de la Historia sobre los que posa su mano para que el tacto compense la vista ausente. Cuando realiza fotos en exteriores necesita la ayuda de alguien que le describa el escenario, pero cuando hace retratos o dispara frente a objetos a los que puede acercarse, utiliza sus manos para ubicarse y medir la distancia. Aunque en los últimos años ha incursionado en la fotografía digital a color, la mayor parte de sus series más destacadas están hechas en película en blanco y negro. Gran parte de su obra, caracterizada por un altísimo contraste del claroscuro, está intencionalmente alterada por corrientazos lumínicos, logrados por la acción de pequeñas lámparas de bolsillo, que le confieren una estética fantasmagórica e irreal.
CONTINUAR LEYENDOBavcar no ha visto jamás una sola de esas imágenes. Al menos no como las pueden ver los demás. Pero a todas las ha deseado.
—Lo que significa el deseo de imágenes es que cuando imaginamos las cosas, existimos. Cuando un ciego dice “imagino”, significa que él también tiene una representación interna de realidades externas.
Bavcar ha participado en más de 80 exhibiciones internacionales y se ha ganado, un tanto a su pesar, el membrete del fotógrafo ciego más célebre del mundo.
—Hay que liberarse de ese título. Eso me ubica en una suerte de gueto. Yo soy un artista conceptual que utiliza la cámara fotográfica. Si soy ciego, es por el azar.
* * *
La fachada mustia del edificio donde vive no calza en el estilo haussmaniano típico de Denfert-Rochereau, zona de clase media al sur de París. Los visitantes encontrarán la puerta de su departamento abierta y la luz encendida. Él estará de pie en medio del salón con el brazo estirado, esperando a que estrechen su mano robusta.
Es una tarde gris de septiembre de 2016. Evgen Bavcar lleva el que parece ser un estudiado atuendo de trabajo: camisa blanca, pantalón deportivo gris, medias azules, sandalias blancas como de hospital y una larga bata negra tipo pintor que le da un aire enigmático. Mide aproximadamente un metro sesenta y cinco, tiene un cuerpo robusto y la piel muy blanca y tersa, inusual para un hombre de setenta años. Es calvo, pero el pelo blanco que le queda a los costados está recortado cuidadosamente, y su barba grisácea estilo candado finamente tallada. Lleva lentes de marco rojo y vidrios transparentes, que dejan ver, entre la apertura parcial de sus párpados, sus ojos celestes.
—Al principio de mi ceguera, cuando la tomaba más en serio, llevaba lentes muy oscuros para exaltar mi estado; hoy utilizo anteojos más claros para tener el aire de un intelectual.
La poca luz natural que hay penetra en el departamento por una pequeña ventana de la cocina. Si la lámpara no estuviera encendida, el ambiente sería lóbrego.
—Enciendo la luz solamente cuando alguien viene. Yo no la necesito.
El departamento tiene apenas 20 metros cuadrados. En la pieza principal hay una cama de una plaza sobre la que se recuestan boca abajo tres muñecas de trapo, dos artesanías mexicanas entre ellas. Están su silla y su escritorio, y sobre el escritorio una computadora portátil a la que está conectado un interfaz con teclado braille. Hay también un teléfono, varios archivadores, muchos documentos arrumbados y, sobre todas las cosas —atravesados, colgantes—, cables de aparatos electrónicos y de los cuatro audífonos con micrófono que utiliza para hacer conexiones vía Skype. Pegadas a la puerta de entrada se ven fotografías de dos hombres elegantes, dos estampas de figuras de ángeles, un viejo mapa de Eslovenia, y, colgado de un gancho, un espejo pequeño con la forma de una paleta. Iguales a ese, hay seis espejos más, sujetos de ganchos en el filo de las repisas que contornean la habitación. Dos de ellos cuelgan por encima de su computadora, a una altura que, desde la silla en la que se sienta, cualquier vidente podría verse reflejado apenas alzando la vista. Pero Evgen Bavcar no ve, y aun así hay siete espejos pequeños y un octavo más grande contra una pared.
—Son para que la gente no se sienta frustrada por el hecho de que no la veo. Así, cada quien puede mirarse a sí mismo en el espejo.
Cuando habla, mira de frente, de forma certera, haciendo olvidar por momentos que no puede ver. Él mismo, en ocasiones, prefiere creer que no se quedó ciego, sino que se perdió para siempre en la espesa negrura de una melena atada en una cola de caballo.
* * *
Era un día ventoso de 1957. El pequeño Evgen Bavcar, de 10 años, correteaba en un bosque cerca de su casa en Lokavec, al oeste de Eslovenia, cerca de la frontera con Italia, cuando una rama se le cruzó en el camino y se le incrustó en el ojo izquierdo. Sus padres no tenían el dinero necesario para llevarlo en taxi hasta la capital, Liubliana, que quedaba a 90 kilómetros. Avanzaron solamente hasta la mitad del camino y se alojaron en la casa de un familiar. Bavcar pasó la noche sin atención médica, “sufriendo como un animal”. A la mañana siguiente, en el hospital sólo pudieron hacer algo para calmarle el dolor. En cuestión de días, empezó a ver el mundo con un solo ojo.
Ver el mundo parcialmente era aún más desolador en medio de la pobreza. Franz Bavcar, el padre, había sido militar, pero ante todo era un obrero que junto a sus hermanos mantenía un modesto taller de fabricación de calderos de cobre. Augusta, la madre, de raíces alemanas y origen noble, era el ama de una casa donde había un pequeño terreno para cultivar maíz. Franz y Augusta nacieron en la Eslovenia que hasta inicios del siglo XX era parte del Imperio austrohúngaro, y Evgen y su hermana María, un año más joven que él, en la nación que en noviembre de 1945 se convirtió en parte de la República Socialista de Yugoslavia. En casa de los Bavcar se comía poco y con frecuencia lo mismo: polenta con algo de mantequilla, con un poco de leche agria, que se preparaba con el maíz sembrado en el patio y que se cocía en los calderos que fabricaba el padre. Franz murió cuando Evgen tenía siete años y Augusta tuvo que cargar sola con la familia. De los escasos fondos con que contaban tomó una parte y, para consolar al hijo que había perdido un ojo, le compró un acordeón. Durante los 12 años siguientes, Bavcar lo estudió hasta dominarlo.
Como todos los de su pueblo, fue un niño de la posguerra que gastaba sus tardes recreando el universo bélico heredado de los adultos. Entre juegos aprendió a manejar el armamento de origen ruso que había quedado abandonado en su pueblo, pero fue imprudente con el detonador de minas que lo dejó completamente ciego. Un año después de haber perdido la vista del ojo izquierdo, Bavcar jugaba en una bodega de su casa. Mezclado entre las herramientas de herrería había un artefacto de apariencia hermética. Bavcar no sabía qué era, y para averiguarlo le dio un golpe. El artefacto explotó. Desde el hospital regional le envolvieron el rostro y lo montaron en una ambulancia acompañado por una joven ayudante de enfermería, de nuevo hacia la capital. En el camino, la muchacha, probablemente impulsada por un hondo sentimiento de compasión, le dio un beso en esos labios asustados que apenas sobresalían entre las vendas. Al recordarlo, Bavcar se ensombrece.
—Fue uno de los besos más hermosos que he recibido en mi vida, porque fue sincero. Fue muy bello, pero a la vez muy trágico.
Bavcar no perdió de inmediato la vista de su ojo derecho, pero supo que esta vez el adiós a la luz sería definitivo. En los meses que le quedaron por delante reforzó en su memoria lo que había tenido la fortuna de ver y, con la ayuda de su madre, que se esmeró por conseguirle libros, hizo un esfuerzo para atrapar lo que aún se le fue revelando. De los once años en los que tuvo plenitud visual guardó impresiones del sol, la luna, las montañas, los mapas. También retuvo recuerdos de los célebres personajes de la época.
—En los periódicos vi a Liz Taylor, a Marlon Brando, a Charles de Gaulle. Vi a Stalin, a Tito, a Hitler y a Mussolini, y la que más me gustó fue Brigitte Bardot, por su hermosa boca. Y de Sofía Loren recuerdo una foto en la que estaba sentada así, de lado, tenía la falda abierta y se le veía un poco la pierna.
Cuando Evgen Bavcar convalecía tras su segundo accidente, vio a una chica que estaba de paso en el hospital. Tenía unos pocos años más que él, llevaba el pelo recogido en una larga cola de caballo, y era tan negro que lo deslumbró.
—Por eso suelo decir que probablemente yo no quedé ciego, sino que me perdí para siempre en la negrura de ese cabello.
El gradual adiós al mundo de lo visible tardó “ocho o nueve meses”. Un fin de semana de entonces, con la vista ya bastante menguada, con el color azul borrado (“porque el azul se aleja rápidamente”), se fue de paseo con un grupo de niños exploradores. En las montañas del valle de Vipava, otra niña, otra mujer, fue la musa de un nuevo —un definitivo— rito de paso. La niña se le pegó a la cara y le preguntó si la veía.
—Con bastante esfuerzo pude ver que era rubia, es decir, que pude reconocer un poco el amarillo, y luego me dijo que si veía eso, y me mostró su falda, y su falda era roja. Ese fue el último color que vi, el color del fuego.
A los once años, se hizo la oscuridad.
* * *
Bavcar empezó sus estudios en un instituto especial para jóvenes con deficiencia visual en Nova Gorica. Le enseñaron a reparar artefactos, a cambiar focos, a planchar, a cocinar, incluso a ocuparse de los recién nacidos. Luego pasó a un colegio regular. No querían aceptarlo por ser el único que no podía ver, pero finalmente fue uno de los cuatro estudiantes en graduarse con honores.
Bavcar no era un ser iluminado por una fuerza superior, sino alguien que tuvo que sacrificarlo todo para ser competitivo. En la escuela, tipeando con urgencia en la máquina de escribir en braille que su madre le había comprado en Alemania del este, copiaba todo lo que el profesor dictaba, pero para estudiar de los libros debía recurrir a su hermana para que le leyera y contentarse con los pocos que tenían versión en audio. En los niveles superiores, el esfuerzo se redobló. Durante todas las vacaciones de cada año, su hermana le dictaba los textos que iba a necesitar y él los transcribía en braille. Bavcar debía fabricarse sus propios libros.
Los retos continuaron en la Universidad de Liubliana. Había comprado un magnetófono con dinero que le había otorgado un seguro luego de sus accidentes, pero pocos profesores permitían que grabara sus clases, por lo que un par de compañeros le grababan luego las notas que ellos tomaban.
—Y así era todo. Eso me quitó mucha energía vital. Para que yo pudiera igualar la vida de una persona que puede ver, debería vivir 25 años más.
Bavcar logró una doble licenciatura, en Filosofía e Historia, y regresó a su excolegio para convertirse en el primer profesor ciego de Eslovenia. Empezó a enseñar Geografía. Había visto un mapamundi cuando aún tenía vista. Ahora, en su departamento de París, da un ejemplo de cómo era su cátedra:
—Mire el mapa de Eslovenia que está pegado en la puerta. ¿Qué ciudad encuentra en el centro?
—Liubliana.
—Sí. Hay un río que está al lado. ¿Cómo se llama ese río?
—Sava.
—Ok, ahora siga el río hacia la derecha. ¿Qué ve ahí?
—Zagorje.
—Sí, ¿y cuáles son las ciudades que vienen después?
—Sevnica, Brežice, Zagreb.
—Eso, Zagreb, la capital de Croacia. Bueno, así lo hacía, pedía a un alumno que se pusiera frente a un mapa, le dirigía y así él podía mostrarles a los demás, por ejemplo, dónde estaba una ciudad o dónde se había desarrollado una batalla. Ni siquiera tenía que usar el mapa para ciegos, yo tengo el mapa en mi cabeza.
Se mantuvo en su puesto solamente seis meses porque entonces se ganó una beca para ir a estudiar a Francia. La Beca Millones para el Talento era ofrecida por el sistema comunista de Yugoslavia a los estudiantes sobresalientes. En muchos aspectos, el sistema hacía miserable la vida de la gente, pero también ofrecía oportunidades que de otra forma resultaban impensables.
Bavcar llegó a París en 1972, en 1976 obtuvo un doctorado en Filosofía y Estética en la Universidad de la Sorbona, y se especializó en el pensamiento de Ernst Bloch y Theodor Adorno. Ese mismo año, gracias a una recomendación del filósofo Jacques Derrida, ingresó como investigador al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), donde trabajó, hasta jubilarse en 2011, en temas relacionados con imagen, filosofía y literatura. Obtuvo la nacionalidad francesa en 1981, y durante esos años practicó la fotografía todavía como aficionado, hasta que en 1987 dio el giro profesional con su primera exposición: “Cuadrado negro sobre mis noches blancas”, que hacía eco de la pintura abstracta Cuadrado negro sobre fondo blanco del pintor ruso Kazimir Malévich. Su madre murió en 1990, justo cuando él empezaba a ser reconocido.
Bavcar ha participado en más de 80 exposiciones en Europa, Asia y América Latina, y en el segmento hiperespecializado de la fotografía de ciegos llegó a convertirse en la figura de mayor renombre. Pero ni eso ni su esforzada trayectoria en el ámbito académico le ofrecieron una situación económica confortable.
—Nunca me pagaron bien en el CNRS. Pese a que debo ser el único ciego en Europa con dos doctorados honoris causa, no tengo lo que debería en el plano material. Todavía pesan los prejuicios.
* * *
Desde que alrededor de 1820 los franceses Nicéforo Niepce y Louis Daguerre, y en paralelo el británico William Fox Talbot, iniciaran las experimentaciones que se consideran el origen de la fotografía, se ha asumido a la luz como su elemento rector y al sentido de la vista como su condición sine qua non. El fotógrafo ciego no demostrará que eso es falso, pero sí que es parcial, al dar cuenta de que la fotografía no es un arte exclusivo de la vista sino, preponderantemente, un atributo de la mirada.
Bavcar perdió la vista, pero mantiene viva lo que llama mirada interior : la capacidad de hurgar en el archivo que acumuló en sus años de vidente y que se extiende y se modifica con cada experiencia nueva. Sus ojos han quedado inútiles, pero en él se activa algo —una entidad, un motor— que le permite llegar a una profundidad alimentada de memorias, sueños e imaginación. Es lo que llama tercer ojo. Mirada interior y tercer ojo se juntan para crear imágenes desde las tinieblas.
El filósofo y psicoanalista mexicano Benjamín Mayer Foulkes, director de 17, Instituto de Estudios Críticos, investiga, desde hace más de dos décadas, la relación entre ceguera y producción visual, y es probablemente la persona que más ha estudiado el trabajo de Evgen Bavcar, a quien invitó a México en 1999 y 2010 a presentar exposiciones y dictar conferencias. “En principio, la figura del fotógrafo ciego parece algo totalmente excepcional —dice por teléfono Mayer Foulkes—, pero cuando se entiende que lo que hace es desplegar la mirada que sostiene la vista, nos damos cuenta de que, lejos de ser la excepción, es el paradigma, porque todo fotógrafo siempre fotografía desde su ceguera, literal o metafóricamente.”
En 2009, Bavcar participó en uno de los encuentros internacionales más importantes que se hayan realizado acerca de la fotografía hecha por ciegos. El Museo de Fotografía de la Universidad de California, en Riverside, acogió la exposición “Sight Unseen”, donde se presentó el trabajo de los 13 fotógrafos ciegos más destacados del mundo, entre ellos, además de Bavcar, los estadounidenses Pete Eckert, Bruce Hall y Alice Wingwall; la escocesa Rosita McKenzie y el mexicano Gerardo Nigenda. El curador de la muestra fue el artista visual Douglas McCulloh, experto internacional de la fotografía hecha por ciegos. “Inicialmente pensaba que Bavcar operaba en los márgenes de la historia y la tradición fotográfica —dice McCulloh al teléfono—, pero luego entendí que, por el contrario, él está en pleno centro, porque es un error pensar que la fotografía es algo solamente fundado en la vista. La fotografía es algo fundado en el pensamiento, es primero una operación mental y luego una operación visual. Bavcar tiene los originales en la cabeza y luego hace una versión de ellos en el mundo exterior.”
Si la operación fotográfica surge de la intimidad oscura de los pensamientos como resultado de un proceso que es común a todos, entonces, ¿por qué la idea del fotógrafo ciego parece una paradoja, un oxímoron y una tomadura de pelo? “Hay toda una ideología sobre el ver que básicamente olvida el plano del mirar —explica Benjamín Mayer Foulkes—. Hay un discurso médico, psicológico, filosófico, teológico: la vista relacionada con la verdad; la luz con la divinidad. Pero cuando Bavcar despliega la mirada, reintroduce el misterio acerca de la vista, y esa es quizá una de las mayores aportaciones de su trabajo, porque nos provoca un extrañamiento sobre lo que nos parecía evidente.” El discurso certero que le otorga a la vista un estatus dominante es también, por supuesto, fotográfico, por eso La Nouvelle Histoire de la Photographie, una monumental obra publicada en 1994 bajo la dirección del connotado historiador de fotografía, el francés Michel Frizot, no menciona la fotografía hecha por ciegos. Pero Bavcar demostró que la ceguera no era un impedimento para fotografiar. “De alguna forma, todos los fotógrafos ciegos están influenciados por él —dice McCulloh—. Rosita McKenzie, por ejemplo, me dijo que empezó a hacer fotografías luego de haber visto —es ciega, pero lo dijo así— una exposición de Bavcar en Londres. Él fue realmente la primera persona en demostrar que se puede ser ciego y al mismo tiempo realizar un trabajo complejo y bien logrado.”
No hay nada, entonces, que impida a los ciegos interactuar en el mundo de las imágenes. Nada salvo los prejuicios. “El hecho de que la gente me interrogue con insistencia acerca de por qué tomo fotografías —dice Bavcar— es consecuencia de prejuicios psicológicos, históricos y sociológicos acerca de los ciegos. Mi respuesta es que los ciegos también tenemos derecho a la imagen.”
Su respuesta no es simplemente una clave sino un manifiesto, algo que convierte a su práctica en un acto político de resistencia. Bavcar no acepta los guetos, ni los márgenes ni los submundos (“Detesto a Ernesto Sábato, que en Informe sobre ciegos mete a los ciegos bajo la tierra, como reptiles. Aprecio a Saramago, yo escribí el prólogo de la edición eslovena de Ensayo sobre la ceguera. Lo que él construye es una metáfora: quien se vuelve ciega es la humanidad.”).
Si bien la producción fotográfica de Bavcar se agrupa en distintas series que se mantienen abiertas a manera de un work in progress, como conjunto no denota una organización sistemática ni deja la huella de una cronología clara.
—A mi trabajo no se le puede ver así, esas son las lógicas de los videntes. Mis fotos se extienden en el tiempo, por eso yo no les pongo fechas.
Para aproximarse a su obra es necesario un ejercicio de dispersión: se debe acudir a catálogos de exposiciones, a los libros que otros han escrito sobre él (como Al final de la luz, del poeta Walter Aue) o a los sitios web que la acogen (como zonezero.com, manejado por el fotógrafo mexicano Pedro Meyer). Bavcar ha escrito seis libros que mezclan relatos y ensayos, generalmente relacionados con su condición de ciego y su participación en el mundo de la visualidad. Varios de esos libros contienen algunas de sus fotografías, pero en sentido estricto no ha publicado ningún libro fotográfico.
Actualmente prepara tres libros, uno sobre su relación con el acordeón, otro sobre un fusil con el que su padre combatió en la Primera Guerra Mundial, y un tercero sobre el fuego y las desventuras de sus relaciones amorosas. Tuvo noviazgos serios con una mujer eslovena, con una española y con una francesa, todas videntes. Deseó fuertemente formar una familia y tener hijos, pero ninguna intención prosperó. Por su trabajo artístico viajó a México, Brasil y Costa Rica, y ahí el mundo se le puso de cabeza. Las mujeres de rasgos indígenas, con el pelo liso y la piel café le parecieron “las más hermosas de todas”, “las últimas mujeres del mundo”, “las más femeninas”. Conoció a algunas, se enamoró fugazmente, las fotografió. Cada vez que puede, fotografía a mujeres jóvenes.
—Es como si me hubieran robado mi juventud, porque tuve que sacrificarla entera por los estudios. Por eso me intereso en las mujeres jóvenes. Pero es algo simbólico, poético, son amores estéticos.
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La galería Esther Woerdehoff es un loft de techo alto y paredes grises que queda en el barrio Montparnasse, al sur de París. Esther Woerdehoff es una mujer de unos sesenta años, elegante con su corto pelo platinado, que abrió su galería hace 20 años. La segunda exposición que organizó fue una de Evgen Bavcar, y así se convirtió en su galerista.
—La gente se sentía muy conmovida por su trabajo y reconocía una profundidad y un misterio que no encontraba en otros fotógrafos. En esa época vendimos muchas fotos suyas.
Fue un inicio auspicioso. De la mano de Woerdehoff vinieron enseguida una segunda exposición en París, una en Italia y dos en Suiza, y la presentación de la obra en varias ferias internacionales y muestras colectivas. Pero pasó el tiempo y el entusiasmo del público decayó, y con eso también la cercanía entre el fotógrafo y la galerista. Para los ajetreos del mercado, la ceguera de Bavcar era una desventaja. Las galerías no siempre —o no de forma completa— auspician la producción de los artistas a los que representan, por lo que la búsqueda de financiamiento se convierte con frecuencia en una labor paralela a la creación. Bavcar, un artista sin un entorno a su servicio, sin suficientes recursos económicos para acometer sus proyectos, nunca pudo solventar esas tareas. Frente a eso, optó por el valor de la confianza. Desde hace treinta años realiza sus impresiones en Nova Gorica, en el taller de su amigo Pavsic Zavadlab, quien también suele ayudarlo con la selección de las imágenes. Zavadlab es el yerno del hombre que reveló la primera fotografía tomada por Bavcar, aquella de la niña de la que estaba enamorado.
—Debido a que Bavcar no puede controlar completamente sus impresiones —dice Esther Woerdehoff—, a veces el encuadre no está nítido o la calidad del papel no siempre es la mejor. Yo he querido que cambie de impresor, pero él no ha aceptado.
Para Bavcar, que prioriza los originales que guarda en su cabeza, las reproducciones tienen poca importancia. Al terminarse una exposición, cuando los organizadores le preguntan qué hacer con sus fotografías, no es extraño que él les diga que pueden destruirlas. Se mantiene activo y planea exposiciones, pero actualmente, salvo unos cuantos coleccionistas y algún conocedor, pocos son los interesados en adquirir su trabajo. En el catálogo de Esther Woerdehoff, las fotografías de figuras clásicas como Henri Cartier-Bresson o Marc Riboud se cotizan en alrededor de nueve mil euros. La obra de jóvenes con reputación creciente promedia los siete mil. Las fotos de Bavcar alcanzan el precio inferior: 3 500 euros.
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—Yo coloreo los días. El lunes es azul, el martes es un poco gris, el miércoles es rojizo, el jueves es verdoso, el viernes es amarillento, el sábado de nuevo es rojo y el domingo es de nuevo un poco amarillo. Todo depende de mi estado de ánimo.
—¿Qué le da alegría?
—La gente de espíritu abierto, sin prejuicios, solidaria.
—¿Qué lo pone triste?
—La falta de libertad.
Es la tarde de un miércoles de octubre, ni muy frío ni muy gris. El buen ánimo de Bavcar muestra que está cargado de la energía rojiza que le corresponde al día. Su jornada ha sido “organizada y plena”, como de costumbre cuando está en París (pasa una parte del año en Eslovenia en casa de su hermana). Se levantó antes de las siete, tomó el desayuno, dictó por Skype a una amiga que lo ayuda con una parte de un texto que está escribiendo. Luego tipeó él mismo una parte de otro. Después llamó a un amigo en Eslovenia para que le leyera algunas noticias de actualidad. Fue a la farmacia, a la panadería. Más tarde llamará a otro amigo para que le explique cómo usar unas funciones de su computadora Mac. Posiblemente salga a caminar en la terraza de su edificio, y se irá a dormir alrededor de las once de la noche. Ahora habla de su fotografía, y cuando dice “ver” quiere decir “tocar”, y en lugar de decir “tocar” dice “mirar de cerca”. Mirar de cerca es a la vez un eufemismo y un concepto. Se levanta de su silla de escritorio y se acerca a otra donde está colgada una cartera de cuero café.
—Por ejemplo, si yo miro esto —dice sujetando su cartera—, no hay nada entre mi mano, es decir, entre mi mirada cercana y este objeto. Por eso yo considero que los ciegos, que somos herederos directos del dios Eros, mantenemos una cercanía absoluta con los objetos.
Eros, el dios griego del amor y la atracción sexual, no se dejaba ver, y mantenía con Psique, su esposa, una relación puramente táctil en el calor de la noche.
—Yo sostengo que mis fotografías son eróticas, pero no en el sentido sexual, sino porque yo las hago en las tinieblas.
Cuando hace retratos a mujeres, Bavcar les toca brevemente la cara para marcar un punto de referencia e imaginar el encuadre. En ocasiones, para tener una idea más clara de ellas o descubrir las coloraciones del entorno, se sirve de un aparato que actúa como un oráculo: es un colorímetro que habla, tiene el tamaño de un teléfono celular y en uno de sus extremos lleva un lector óptico que, al registrar la cromática de cualquier superficie, da su veredicto con voz robótica.
—Cuando todavía era vidente, nunca vi una mujer con vello, todas eran niñas. Una vez posé este aparato en el pubis de una chica y el aparato me dijo: “café oscuro”. Fue la primera vez que, por mis propios medios, vi a una mujer con pelo. Fue hermoso. Ella me ofreció un gran placer estético.
* * *
Es un domingo frío y soleado de inicios de diciembre. Evgen Bavcar me ha pedido que lo acompañe a hacer una “gestión muy importante relacionada con la fotografía”. Si en la intimidad usa lo que parece un estudiado uniforme de trabajo, en público cobra el porte de un personaje de leyenda. Viste pantalón caqui de pana, zapatos negros con las puntas gastadas, camisa blanca y una gabardina negra, larga y ligera que luce como una capa. Lleva un sombrero negro de ala ancha un tanto ajado y una bufanda roja liviana: es el mismo atuendo que caracterizaba a Aristide Bruant, el cantautor de cabaré francés, famoso a finales del siglo XIX, que el pintor Henri de Toulouse-Lautrec inmortalizó en una serie de carteles.
—Es una cuestión de estilo —dice Bavcar—, pero no es sólo por eso. El sombrero también me sirve para protegerme; si me golpeo contra algo, golpeo primero con el sombrero.
Bavcar levanta su brazo izquierdo formando un gancho.
“Deme su brazo”, me dice. Tomamos la avenida Denfert-Rochereau. Tengo la impresión de que sigo el ritmo de sus pasos, que son más ágiles que cuando camina solo, aunque lo más probable es que él siga el ritmo de los míos, que son más lentos que cuando no llevo a un hombre ciego pegado a mí. Unos metros más adelante me indica que hemos llegado. El ambiente animado de la transversal Daguerre, una peatonal llena de comercios, le indica que estamos frente a la estación del metro. Bajamos y frenamos frente al torniquete.
—Usted pasa primero, yo voy después. Tiene que decirme izquierda, derecha, atrás, adelante. Usted dice “por aquí” porque usted ve, pero yo no.
Asumo la severidad con la que habla más como un voto de confianza que como un gesto autoritario. Mientras esperamos la llegada del metro, me cuenta que dentro de una semana presentará una conferencia sobre “adicciones, reflejos condicionados, ideología, religión y todo eso”.
—¿Y por qué sobre esos temas?
—Los conozco muy bien.
—¿Usted ha tenido algún tipo de adicción?
—Mi adicción son las mujeres y la belleza.
Subimos al metro de la línea 6, que tiene varios tramos elevados. Sentado, mirando sin ver nada a través de sus lentes, Bavcar mantiene los ojos muy abiertos, pero pestañea sin descanso a un ritmo constante. Posa las manos cruzadas sobre las rodillas y con los pulgares arranca ese juego de círculos que hacen las personas inquietas. En un momento, con un gesto mecanizado de la mano derecha, levanta la tapa de vidrio del reloj que lleva en la muñeca izquierda y toca rápidamente las manecillas. Son las 11:50.
—Estamos en la estación Corvisart, hay un mercado que se ve simpático ahí bajo el puente —le digo.
—¿Corvisart? ¡No! ¡Estamos yendo en la dirección opuesta!
Alcanzamos a bajar del metro con un salto.
—Voy a tener que usar el método estaliniano con usted. Es buena la confianza, pero mejor es el control.
Cambiamos de andén y tomamos el metro en la dirección correcta. Sigo sin saber a dónde vamos, solo sé que debemos atravesar dieciséis estaciones hasta llegar al final del trayecto y ahí tomar otro metro. De alguna forma, yo también voy a ciegas, y viajar por la ciudad acompañando a un hombre ciego ha dejado aflorar, además de alguna dosis de estrés, una falta absoluta de método. En la estación Charles de Gaulle-Etoile cambiamos de línea y, tres paradas después, luego de un trayecto que en total nos ha tomado más de media hora, llegamos al distrito 17. Ahora buscamos el destino. Cuando Bavcar me dijo que iríamos por algo relacionado con la fotografía pensé en un laboratorio o en una galería, pero el letrero en el número 3 de la calle Leon Jost dice Afären, épicerie fine suedoise. Es una tienda de alimentos suecos, hay por ahí unas cuantas conservas y algo de pastelería, pero los estantes están sobre todo llenos de adornos navideños. Bavcar pregunta por un pedido que hizo por teléfono el día anterior, pero la vendedora que lo atiende parece no saber de qué le habla.
—Las coronas de luces —insiste Bavcar.
—¡Ah!, sí, aquí están.
La chica va hacia la recepción y regresa con una bolsa de plástico en la que hay tres cajas de cartón. Abre una de las cajas y saca un cintillo de plástico verde y cinco bombillas pequeñas con la forma de la llama que brota de las velas. El cintillo es ajustable al tamaño de la cabeza para que quede como una corona. Las bombillas deben adaptarse al cintillo y, una vez con pilas, se encienden haciéndolas girar. La chica le explica el procedimiento a Bavcar con toda naturalidad, poniendo el artefacto frente a él. Como podría ocurrirle a cualquiera, no se ha dado cuenta de que es ciego. Él estira los brazos y dice:
—¿Puedo tocarlo?
Sólo entonces la chica comprende, se disculpa con un leve gesto de vergüenza y luego pregunta:
—¿Va a hacer una fiesta de santa Lucía?
—Sí, quiero hacer unas fotografías.
Lucía fue una joven cristiana que nació en el siglo IV en la provincia italiana de Sicilia y que renunció al matrimonio para consagrar su vida a Dios. La historia cuenta que la autoridad romana, que había iniciado una brutal persecución contra los cristianos, ordenó asesinarla acusándola de brujería y de faltar al compromiso con un hombre. La quemaron en una hoguera y le sacaron los ojos. Por su martirio, Lucía se convirtió en la santa patrona de los ciegos. Su iconografía la muestra con sus ojos sobre una bandeja.
—Yo, en cambio, canto en la fiesta de santa Lucía, soy cantante lírica —dice la vendedora.
—¿Puede anotarme su nombre? ¿Se la puede escuchar en internet? —dice Bavcar.
—Sí, claro. Mi nombre es Nathalie.
Tras intercambiar sus datos, Bavcar abre su cartera y saca una cámara compacta de marca Ricoh. Me pide que les haga un retrato y estira el brazo izquierdo como para acoger a su lado a la cantante. Antes de despedirse, Bavcar le ofrece enviarle una tarjeta postal desde Venecia, y ella le propone mantenerse en contacto para que algún día vaya a verla en concierto. Bavcar paga casi ochenta y cinco euros por cuatro coronas.
La fiesta de santa Lucía, por razones inciertas, se arraigó en Suecia, donde cada 13 de diciembre se realiza una procesión en la que mujeres jóvenes se visten con una túnica blanca, un fajín rojo y una corona iluminada. Bavcar no pensaba ir a Suecia, pero sí a Venecia (que queda cerca de su pueblo en Eslovenia), porque ahí yacen los restos de santa Lucía y, aunque con menos folclor, también se celebra una fiesta en su nombre. Su plan era llevar las coronas suecas a la fiesta italiana y buscar mujeres que quisieran posar con ellas para sus fotografías. El fotógrafo ciego quería llevar la luz para honrar a su patrona.
* * *
Desde la primera vez que me reuní con Bavcar, en septiembre de 2016, le pedí que me dejara verlo hacer fotografías. Siempre escapaba con respuestas inciertas, pero un día, después de haber ido a comprar las coronas de luces, me llamó para preguntarme si podía asistir a una sesión de fotos en su departamento. No quiso darme detalles.
Cuando llegué me recibió una mujer rubia y risueña que aparentaba unos cincuenta años y hablaba un francés marcado por un fuerte acento extranjero. En el centro de la pieza había una cámara Canon 500D montada en un trípode mirando hacia el armario; sobre el armario una cortina negra y, al pie del armario, una silla. Bavcar usaba una camisa blanca y un chaleco gris de fotógrafo. De uno de los bolsillos sobresalía una linterna. En su mano derecha sostenía un aparato irreconocible, que pensé que podía ser un fotómetro. Él se veía cómodo y animado.
—Bueno, para que finalmente deje de molestarme tanto, hoy le voy a mostrar cómo hago mi trabajo, y usted va a ser mi modelo.
La mujer era una amiga rumana, se llamaba Daniela y había ido para ayudarle con el traslado de unos paquetes que debía enviar a Eslovenia. Bavcar me pidió que me sentara en la silla. Noté que el lente no se dirigía exactamente hacia mí y que mi imagen en la toma iba a quedar agolpada hacia la izquierda. Estiré el torso y el cuello para no quedar con la mitad de la cara fuera del cuadro. El lente era un 28 mm fijo con tres botones que servían de guía para, al tacto, regular el enfoque y la apertura del diafragma. Bavcar lo tapó con su cobertor y mencionó que quería fijarlo en la opción de enfoque al infinito, como se hace cuando se procuran imágenes nítidas en condiciones de escasa luminosidad. Lo que él tenía en la mano y yo no había alcanzado a distinguir era un control remoto para disparar la cámara a distancia. Hizo algunos ensayos para ajustar el enfoque, pero algo parecía no funcionar. Los intentos tardaron algo más de dos minutos, hasta que la cámara emitió el sonido adecuado y Bavcar anunció que todo estaba listo.
—Ahora sí, Santiago, usted debe quedarse como una estatua.
Me tocó el hombro con su mano izquierda para tener una referencia, retrocedió tres pasos y se puso a un costado de la cámara. Daniela apagó la luz. Bavcar disparó el control remoto y la cámara inició una larga obturación. Él se acercó, posó su mano izquierda a la altura de mi tímpano derecho y se la iluminó con la linterna que sujetaba en la otra mano. El baño de luz duró aproximadamente dos segundos. Luego hizo lo mismo a la altura de mi tímpano izquierdo y enseguida en cada uno de mis hombros. Después retrocedió de nuevo y se paró junto a la cámara. Allí volvió a encender la linterna y empezó a agitarla como un sable. Contó en voz alta del uno al 10. Yo mantenía fija mi mirada en el lente, pero con un resquicio del ojo distinguí en picado la imagen robusta de ese hombre que actuaba como un director de orquesta o como un espadachín. Desde esa posición, Bavcar me lanzó diez estocadas lumínicas. La técnica se llama lightpainting, y aunque tiene más de un siglo de existencia, se considera que Man Ray, en 1935, fue el primero en explorarla de manera artística. Más que en una sesión de fotos, me sentía en una ceremonia chamánica. Bavcar frente a mí, disparándome luz y murmurando unas palabras, como cuando el hechicero, guía en la oscuridad, escupe fuego y ofrece un rezo. Más tarde me dijo que su fotografía tiene también un poder sanador. “Hay muchas mujeres a las que he liberado, mujeres que luego de fotografiarlas se quedaron con una imagen más bella y más segura de ellas mismas, porque valoricé su presencia terrestre.”
Daniela encendió la luz y me mostró la foto. Ahí estaba yo en un plano americano, hacia la izquierda del cuadro. En la profunda oscuridad que me rodeaba, cuatro manos espectrales formaban un marco de llamas. Los diez latigazos de linterna habían dejado trazos fantasmagóricos e infinitos. La imagen no estaba totalmente enfocada, pero eso no le restaba fuerza ni atracción. “Yo no pienso que soy un buen fotógrafo —me había dicho Bavcar—. Un buen fotógrafo hace fotos que están técnicamente bien, pero donde no necesariamente hay un contenido artístico.”
La sesión avanzó con otras demostraciones para lograr efectos diversos. Bavcar le dio prioridad a la apertura del diafragma, luego al tiempo de exposición, fue y volvió entre el control manual y el automático (“siempre es mejor el manual, lo controlo mejor”). En un momento, de un estante tomó una guirnalda con luces en forma de ángeles para que me la acomodara en la cabeza. Si sus manos en la imagen son un recurso y una huella de la mirada, los ángeles constituyen un fetiche y una declaración de fe. Bavcar se define como un hombre místico que entiende el misticismo como la capacidad de ver en el más allá con los ojos cerrados, una virtud posible gracias a la intercesión de seres benevolentes. “Yo creo realmente en los ángeles, que son los mediadores entre lo visible y lo invisible, los burócratas celestes.” De los siete disparos que Bavcar realizó mientras yo posaba adornado por la guirnalda de ángeles, ninguno dejó una imagen satisfactoria. Cuando parecía que la sesión iba a terminar, con una sonrisa disimulada que reveló que lo había preparado como un número especial, anunció: “¡Ahora vamos a hacer una foto souvenir! ¡Daniela, prepara la corona!”. De pronto tenía en mi cabeza una de las coronas de santa Lucía que Bavcar había comprado dos días antes, y a Bavcar sentado junto a mí, en la misma silla.
—Daniela, apaga la luz. Tú nos vas a iluminar con la linterna.
Bavcar disparó. El obturador quedó abierto durante cuatro segundos. Luego me pidió que le acomodara la corona a él y repetimos la toma. Al final, tomó la silla que acabábamos de usar, se montó en ella sin mayor esfuerzo y, con dos tirones, retiró la cortina con la que había cubierto su armario para simular una noche eterna.
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