Leonora Carrington y su importante remesa de yoyos - Gatopardo

Leonora y su importante remesa de yoyos

Pedro Friedeberg, artista pop y surrealista, escribió unas memorias sobre Leonora Carrington

Tiempo de lectura: 8 minutos

La primera vez que vi a Leonora fue cuando yo trabajaba en la galería de Antonio Souza, en octubre de 1955. Leonora vestía muy elegante, toda de negro, incluyendo zapatos de tacón y velos de gasa; era una mujer pálida y distinguida que parecía un bello cadáver muy nervioso. Ese día estaba muy agitada pues, según entendí, un lama tibetano le había enviado una importante remesa de yoyos. El envío fue retenido en la aduana de la retirada calle Ceylan. Me pidió llevarla en mi pequeño coche Fiat: «Daría cualquier cosa por no escuchar la conversación de un taxista». Cuando llegamos no estaba el aduanero o la persona encargada pues se había ido a un entierro. Leonora entendió que el susodicho llevó a su papagayo recién fallecido a un taxidermista, algo con lo que ella simpatizó profundamente.

Para no desaprovechar totalmente el viaje, decidió pasar por casa de Tana Corcuera, a fin de recoger unos óleos miniatura de unos ratones pintados por Leonora que Tana rechazó porque no tenían las colas «bien peluditas». Leonora le había prometido añadirles más pelitos. Cuando llegamos a la casa Bernal-Corcuera, nos hicieron pasar por la cocina porque estaban encerando el parquet del vestíbulo. Leonora tomó esto como un profundo insulto, pero de todas maneras entramos y Tana nos invitó a tomar té. Un criado con guantes blancos anunció que se había agotado el té, lo cual Leonora tomó como un segundo insulto. Ante su indignación, nos sirvieron agua de jamaica. Tana explicó a Leonora que ella no había pedido ratones, sino más bien ardillas, pues su marido estimaba mucho a estos animalitos, pero que de todas maneras les faltaba pelo en sus colitas, y esto Leonora lo tomó como una tercera ofensa. En el viaje de regreso Leonora me dijo que jamás volvería a hablar con Tana. Pero algunos meses después, las vi platicando animadamente en el mercado de San Juan, frente al puesto de los pulpos. En otra ocasión, Leonora me confesó: «El panorama de muchos pulpos muertos me calma los nervios sobremanera».

En fin, Leonora vio que era un buen chofer y que le podría ser útil (yo dominaba además la lengua inglesa y sus variantes). Así que un día me invitó a su casa en la calle Chihuahua, entonces una ruina porque llevaba cinco o diez años reconstruyéndola, o más bien parchándola. Aquí conocí a sus dos hijos, Pablo y Gabriel (Gaby), quienes estudiaban una profesión que los obligaba a coleccionar ajolotes, animales prehistóricos —afortunadamente en peligro de extinción— que se encuentran solamente en las pútridas aguas de los canales de Xochimilco. Creo que ahora son patrimonio de la humanidad, digo los ajolotes.

Leonora Carrington retrato

El Universal

Por una frágil y peligrosísima escalera de caracol subimos al cuarto de Emérico Chiki Weisz, el marido de Leonora. Chiki yacía en la cama leyendo Madame Bovary en húngaro. Al pie del lecho se encontraba la maleta, ligeramente desvencijada y aún sin desempacar, con la que él había huido de Budapest y cruzado los Pirineos a pie en 1936 para alistarse como voluntario en las filas republicanas españolas. Por muchos años no volví a ver a Chiki. Cuando preguntaba por él, Leonora me decía muy seriamente que estaba en el supermercado fotografiando las chuletas de cerdo: «Oh yes, Chiki is at Sumesa photographing pork cutlets«.

En otra ocasión, Leonora entró muy agitada a la galería de Antonio Souza. Había explotado un tanque de gas en un café en la esquina de Génova y Hamburgo y ella temía por la vida de sus hijos que se hallaban en la escuela. Tuvimos que calmarla con un Valium (desafortunadamente no había pulpos en la galería), explicándole que la escuela de sus niños se hallaba a 14 kilómetros de la explosión.

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