Las rutas de la muerte en Guatemala
Diego Cobo
Ilustraciones de Daniel Berman
Las rutas de transporte público en Guatemala se han convertido en una inmensa fuente de ingresos para las organizaciones criminales.
Aquel año nadie lanzó cohetes el Día del Diablo, cuando los vecinos prenden fogatas para quemar las impurezas en sus vidas. Una multitud de personas colapsó los caminos de tierra, envueltos entre cobrizos troncos de jiote, hasta escurrirse en el cementerio donde hoy Orfa Padilla, de 54 años y con habilidad para caminar entre tumbas, dice:
—Allá es.
Orfa señala, con el brazo extendido, la tumba de su hijo, a la que desciende con una destreza que no tuvo el 7 de diciembre de 2012, el día de su funeral.
—Fue todo tan rápido, tan improvisado, que Chele no tenía un lugar asignado —recuerda su madre un día caluroso de este invierno seco.
El día anterior al del entierro habían velado el cadáver de José Rivera Padilla, “Chele”. La familia Orellana, propietaria del cementerio, le cedió a los Padilla un pequeño terreno. Orfa pagó el ladrillo y la argamasa, y sus hijos levantaron dos pequeñas tumba: una para su hermano, la otra para su ayudante, un hombre llamado Manuel.
Fue todo muy rápido: Chele había salido de casa el 6 de diciembre a las cinco de la mañana, como de costumbre, manejando el autobús de línea hasta la zona 1 de Ciudad de Guatemala. Pero a las nueve y media, a la altura de la ermita del Cerrito del Carmen, en pleno ombligo de la capital, lo asesinaron junto a Manuel. Llevaba un año trabajando como piloto.
CONTINUAR LEYENDO—Yo le dije: “No deberías de andar ahí” —explica Orfa, una mujer morena y gruesa, vestida con una larga falda y una camiseta sencilla sin mangas—, pero él me contó que se iba a ir en cuanto le dieran trabajo en la arrocera. Si él dejaba el autobús, me dijo, quién pagaría la luz y el agua. Solo él y el papá trabajaban.
Chele sabía el riesgo que corría porque su amigo Valdemar había sido asesinado al volante dos años antes que él. A los siete meses de empezar a trabajar como chofer ya había sentido de cerca el silbido de las balas. Renunció y empezó a buscar otro empleo, pero dos semanas más tarde la situación parecía haberse calmado, la necesidad económica apretaba y el propietario del autobús le aseguró que ya no había peligro. Así que Chele empezó a trabajar de nuevo.
Orfa supo que lo habían matado porque recibió una llamada de su marido: “Han baleado a Chele”. Tomó un taxi, llegó al lugar y vio la cinta amarilla que circundaba el autobús en el que su hijo y el ayudante habían sido asesinados a balazos. Comenzó a gritar, desesperada, “¡Lo mataron, lo mataron!”, pero no la dejaron pasar.
Chele tenía 23 años, una edad en la que aún no está permitido manejar autobuses, pero le ofrecieron el trabajo porque ya había conducido un camión de basuras, porque era responsable, porque todo el mundo le quería, porque las leyes en este oficio no son rígidas. Y porque en Guatemala nadie quiere ser chofer de autobuses.
—Uno, dos, tres… cuento yo —explica Orfa en la colonia San Mauricio, Palencia, a 30 kilómetros de la capital, donde cuenta con los dedos al menos tres muertos en autobuses en dos años: Valdemar, Jennifer y su hijo.
La tumba de Chele, embadurnada de pintura esmeralda desconchada, está enfrente de la de Jennifer (1988-2014). Hasta el color es prestado; Orfa se da vuelta y señala una pared de nichos del mismo color donde está Marina, una mujer que murió con 88 años. A la familia de Marina le sobró verde esmeralda y se lo regalaron a Orfa.
En la lápida de Chele, sus padres mandaron grabar un sombrero y un toro, porque él amaba los rodeos, los caballos, el jaripeo. Ahora hay un florero con dos tarros: claveles blancos en el derecho; rosas desteñidas en el izquierdo. Orfa quisiera llenarlo de macetas y de flores. Cubrirlo de pétalos. Pero —insiste— están de prestado.
—Los patojos dicen que a ver si lo compran y construyen ahí para arriba. Para cualquiera de nosotros: uno nunca sabe. Mira a mi esposo, está internado porque se puso a chupar de la pena.
La madre de Chele prefiere las flores artificiales porque las naturales se llenan de moscas y se las comen las vacas.
* * *
Ser chofer de autobús en Guatemala es un oficio peligroso. En 2016 murieron, según datos de la Procuraduría de Derechos Humanos, al menos 39 conductores. El año anterior fueron 50 y en 2014, 102. Todo se debe a un problema que está estremeciendo al país: las extorsiones. Para la Procuraduría, sin embargo, ese descenso en la criminalidad del transporte no hace sino engordar a las organizaciones, se evitaron las muertes porque los conductores cumplieron, diligentemente, con los pagos exigidos.
Las extorsiones las llevan a cabo las pandillas que han pasado a ser el arma de una nueva guerra que siguió a la guerra civil, que duró 36 años, dejó 200 000 muertos, desangró las zonas rurales y terminó con los acuerdos de paz en 1996, acuerdos que dejaron espacio para otro conflicto, el de las pandillas, tan despiadado como el anterior. La violencia propulsada por las dos principales organizaciones criminales —Mara Salvatrucha y Barrio 18— ha llevado al país a ser considerado uno de los más violentos del mundo, con 27,3 homicidios por cien mil habitantes el año pasado, según la Policía Nacional Civil.
—El transporte es lo más violento que tenemos en Guatemala —dice Emma Flores, jefa de la Fiscalía Contra las Extorsiones—. Los pilotos se han convertido en víctimas por la naturaleza del trabajo que realizan: tienen dinero todos los días y una ruta definida, lo cual es un campo para las maras, que ejercen un fuerte poder territorial.
Dos años atrás, ante el avance del cobro de extorsiones, se creó esta fiscalía especializada y Flores es su máxima responsable. Naciones Unidas, en el informe del año 2013 llamado “Seguridad Ciudadana con rostro humano”, apuntó que en Guatemala se habían quintuplicado las víctimas por extorsión en diferentes ámbitos como empresas, pequeños comercios o viviendas. Sin embargo, la extorsión que se realiza específicamente a los medios de transporte tiene un subregistro importante, ya que los pandilleros amenazan a los conductores con tomar represalias en caso de que realicen la denuncia a la policía, lo que hace que muchos casos no se reporten.
—Por eso se creó esta fiscalía que garantiza confidencialidad. Hay mucho temor a denunciar —dice Flores.
Hasta los primeros años del nuevo siglo, las extorsiones se concentraban en propietarios de viviendas y empresas, pero desde entonces la actividad criminal se expandió hacia el transporte público, en mayor medida a los propietarios de autobuses, aunque también se extorsionaba —y se extorsiona— a taxis y mototaxis. Con el paso del tiempo, los pandilleros se dieron cuenta de que les resultaba más sencillo chantajear directamente a los choferes de los autobuses en vez de a los dueños, pues además de manejar el dinero de los pasajes se encontraban en una situación más vulnerable. Mediante una extensa red de vigilantes, cobradores y sicarios que rastreaban cada detalle de la vida de los conductores (en las casas, en los aparcamientos, en las paradas, en los autobuses) las pandillas empezaron a intimidarlos. En 2010, la Procuraduría de Derechos Humanos (PHD) comenzó a llevar un registro de los asesinatos. Los pilotos estaban muriendo por docenas.
—Es exagerada la cantidad de armas que logramos incautar a las pandillas. Eso los hace fuertes, y por eso reclutan a tantas personas —explica la fiscal.
Flores habla atropelladamente en una sala de luz pálida del Ministerio Público, pero prefiere el trabajo de campo: el año pasado dirigió tres grandes despliegues en los que detuvieron a decenas de extorsionistas. El mayor de esos operativos, llamado Rescate del Sur, se llevó a cabo en mayo de 2016 y concluyó con la detención de 72 pandilleros. El operativo llegó a una clica (miembros de la pandilla del Barrio 18) que había matado a 30 personas y extorsionaba a 12 empresas de transporte. Algunos cabecillas dominaban todo desde la prisión. El grupo obtenía 400 000 dólares anuales con los que corrompía a funcionarios de cárceles, compraba armas y alimentaba la organización con más miembros.
Es media mañana de un día caluroso a mediados de febrero y los calabozos del juzgado de menores están repletos. Las camionetas han descargado a una decena de chicos de la pandilla del Barrio 18 en los sótanos del Juzgado de Menores de la capital. Algunos vienen por primera vez, otros llegan a la audiencia con la jueza y con el equipo técnico de psicólogos. Frente a la celda, pregunto en voz alta:
—¿Quién ha matado a algún piloto?
Al otro lado de las rejas se arma un revuelo. “Yo, yo, yo”, dicen tres o cuatro chicos de cabezas peladas, camisas blancas y bombachos azules que los identifican como miembros de la 18. Uno de ellos, alias Slow, se acerca al enrejado y enseña los tatuajes del brazo, pero se niega a mostrar los del pecho:
—Lo maté porque no quería pagar; se nos rebeló.
Alguien lo acercó en motocicleta y él le pegó tres tiros a un chofer de la línea 36. Minutos después, la policía lo capturó.
—Yo estoy bien —dice— no me quiero salir [de la pandilla].
Por un delito así, a un adulto le caen 50 años de cárcel. A un menor, como máximo, seis.
* * *
En Ciudad de Guatemala hay 110 líneas de transporte urbano en las que están registrados 2 645 autobuses rojos, de propiedad privada. Dos proyectos más modernos y recientes, con sistemas prepago que esquivan las extorsiones —los pilotos no manejan dinero en efectivo— complementan la histórica red de transporte local: 179 unidades del Transmetro, de propiedad municipal, y los 450 vehículos de Transurbano, compuesto por cuatro empresas privadas. Ninguna de las tres redes de transporte excede los 30 kilómetros de radio, donde las rutas extraurbanas toman el relevo. Pero son los autobuses rojos los que libran esta guerra cuyo eco retumba en todo el país.
En febrero de 2013 la Procuraduría de Derechos Humanos creó la Defensoría de los Usuarios del Transporte Público, y Edgar Guerra fue puesto a la cabeza para resolver el caos del transporte, pues el número de autobuses rojos registrados le parecía excesivo. Pidió un inventario de vehículos y comenzó a destapar un tejido de despilfarro que acabó con una montaña de amenazas. Guerra descubrió que sólo un tercio de esos autobuses estaban prestando servicio, aunque todos estaban cobrando un gigante subsidio público.
En Guatemala, el transporte es subsidiado por el estado. Las empresas de buses rojos son privadas, y con ese subsidio el precio del billete se mantiene en 1,10 quetzales, inamovible desde 2001. A mitad de los años ochenta, el incremento de la tarifa había acarreado una oleada de motines y violentas protestas. Actualmente se calcula que, de no existir subsidios, el precio del boleto excedería los cinco quetzales. Sólo entre los años 2004 y 2012, la Asociación de Empresas de Autobuses Urbanos (AEAU), que agrupaba entonces a todos los autobuses rojos, recibió unos 300 millones de dólares en subsidios. Luis Gómez, su hombre fuerte, comenzó a ser sospechado de no distribuir esos subsidios equitativamente. En 2013, la situación recrudeció, pues la ley por la que el Estado pagaba la subvención a los transportistas pasó de llamarse “subsidio al transporte urbano” a “subsidio a la AEAU”, confiriéndole aún más poder a Luis Gómez. Para contrarrestar el dominio absoluto de la AEAU, en el año 2012 nació la Asociación de Propietarios de Autobuses Urbanos de Guatemala (Asopagua), compuesta por unos 150 propietarios. Asopagua acusó a Gómez de discriminación en el reparto de subsidios. El primer vicepresidente de Asopagua fue asesinado por dos menores de edad y Álvaro Folgar pasó a ocupar ese puesto. Ambas asociaciones libran una guerra en los tribunales por las subvenciones, con la sangre que mancha el transporte público de fondo. En diciembre pasado, la justicia inmovilizó a Luis Gómez 21 propiedades compradas, supuestamente, por una empresa que había desviado fondos del Estado.
Con este paisaje en los altos mandos del transporte, los pilotos son los más desprotegidos. Muchos propietarios no tienen relación contractual alguna con los choferes, que les alquilan el autobús de manera informal. Álvaro Folgar asegura, sin embargo, que Asopagua los protege: paga a cada empleado 150 quetzales diarios por operar la ruta, además de inscribirlos en el seguro social.
—Pero ellos no trabajan por lo que les pagamos, sino por lo que realmente ganan: hay pilotos que se llevan 500 o 600 quetzales diarios de la recaudación de los billetes —explica Folgar.
—Pero entonces toman dinero de los billetes que debería ser para el dueño.
—Al final del día, uno dice: este piloto me está haciendo pedazos el negocio, pero es el único que se atreve a manejar. Subirse a manejar es como si estuvieran jugando a la ruleta rusa.
Las extorsiones son despiadadas. Todos los vehículos pagan: los autobuses estropeados, los que no operan, los que están de vacaciones. Tampoco es fácil salirse del negocio porque nadie quiere comprar uno de estos trastos renqueantes cuya vida media supera los veinte años. Y cuando consiguen comprador, aparece la mafia: si vendes el negocio, acabamos con tu vida.
—El transportista va sobreviviendo con lo poco que le va quedando. Hay muchos transportistas que son de la tercera edad y no tienen donde trabajar —dice Folgar.
En el año 2015, según el ministro de gobernación, las pandillas obtuvieron del transporte 275 millones de quetzales en comisiones ilegales, aunque Guerra, el responsable de la Defensoría del Transporte Público, cree que podría ser el doble.
Folgar, propietario de cinco autobuses, es pesimista con el futuro, y está seguro de qué es lo que sucederá con los buses urbanos:
—Desaparecemos.
* * *
Es jueves 16 de febrero de 2017. Pasadas las dos de la tarde, el periódico líder del país, Prensa Libre, publica en Twitter: “Un muerto y un herido deja ataque contra bus de los transportes Golondrina en Colomba”. Al día siguiente, el periódico Nuestro Diario titula en la portada: “Extorsionistas asesinan a ayudante y hieren a chofer”. La página tres informa que la empresa suspendió el servicio por las amenazas, mientras un testigo dice “de viva voz” que mucha gente no viaja por temor a ser víctima. La noticia exhibe la foto del chofer ensangrentado y pálido, moribundo, entrando al hospital. El sábado, el mismo periódico publica un titular inmenso en primera plana: “Balean a chofer en Tucurú”. A toda página, aparece la foto del cadáver junto al microbús. Después, una noticia de última hora en la web: la muerte de un policía que ha evitado el asesinato de un chofer en la zona 7. En el forcejeo también ha caído un sicario. El domingo es un día más tranquilo, pero el lunes termina la falsa calma; el fin de semana ha dejado cinco taxistas muertos. Es martes y Nuestro Diario titula: “Asalto en bus deja tres muertos. Pasajero perece tras ultimar a dos supuestos delincuentes”. El miércoles, Prensa Libre publica en Twitter: “Ataque armado en 11 calle diagonal 14 norte, zona 5, deja un piloto herido”. El jueves, a primera hora de la mañana, lanzan una granada en el predio de una empresa de transportes en la capital. Prensa Libre lo anuncia al mediodía en su versión digital y agrega que, dos días antes, una persona había sido asesinada en un autobús de la misma empresa. El viernes, el mismo periódico titula: “Taxistas piden que se aplique pena de muerte”. Tras una semana negra, Edgar Guerra me escribe un mensaje:
—Esto es terrible, como si fuera una guerra.
* * *
Fernando está cansado de pagar a cuatro extorsionadores diferentes 140 dólares a la semana. Esta mañana le ha llamado uno de ellos y le ha jurado que si hoy no hace la entrega, mañana habrá un piloto muerto. No es broma: la promesa se ha cumplido dos veces en los últimos meses.
—Con un machete se le vuela la cabeza y ya. Yo hasta lo sueño.
—¿Qué sueñas?
—Eso, de matarle. De cortarle la cabeza, un cuchillo, agarrarle el pescuezo.
Está cansado. Ayer llamó al subcomisario para decirle que iban a hacer la entrega semanal.
—Me dijeron que no tenían tiempo, que salían de vacaciones —dice ya sin sorpresa. Porque Fernando (que ha pedido que se le cambie el nombre) está en este mundo de milagro. Cuenta las experiencias, pero evita decir cuándo sucedieron: la primera vez se retrasó un día en el pago y le balearon el vehículo desde un carro; la segunda, los sicarios se subieron a su autobús y se lo llevaron con el cañón de la pistola en la cabeza:
—Me puse a llorar, la verdad, me puse a llorar. No me quería morir, yo iba solito, sin ayudante.
Pero se escuchó la sirena del coche de policía, al que había llamado algún pasajero, y los pandilleros huyeron. Aún no sabe cómo ni dónde tendrá que entregar el dinero que le toca pagar hoy. Hasta ahora siempre se lo han hecho dejar en el suelo, en papeleras, en el casco de una motocicleta. Cada vez que acude a pagar, imagina dónde podría golpear al extorsionador y sueña con rebanarle el cuello.
—Ya sólo trabajamos para ese montón de huevones.
Fernando es el encargado de pagar la cuarta extorsión que llegó a la empresa la semana pasada. El mecanismo es siempre igual: la pandilla designa a un piloto para que haga la entrega; éste reúne los pagos de todos sus compañeros, anota en una lista quiénes han pagado y quiénes no —porque no tienen, porque no pueden, porque no quieren— y acude al sitio indicado a hacer la entrega. Fernando identifica en su teléfono los números desde los que le llaman como “ExNueva”. Sería fácil detener a los extorsionadores. Bastaría con apresarlos en el momento de la entrega, o detener a los titulares de las cuentas bancarias donde se hacen las transferencias de las extorsiones, o apresar a las mujeres embarazadas que entregan teléfonos —diciendo que alguien les llamará— a los choferes de autobús, o identificando el número desde el que amenazan de muerte y exigen el pago.
—Les da igual, no quieren hacer nada. Dicen que tienen que investigar —dice Fernando— y que no pueden detenerlo.
Sería fácil, pero la fiscal Emma Flores reconoce que le interesa llegar al núcleo de la organización, integrada por muchísimos colaboradores. Es en allanamientos masivos, como Rescate del Sur, Rescatando Guate y Guate es nuestra, donde pueden llegar a los líderes. ¿De qué serviría detener a una persona que recoge el dinero si apenas es el último eslabón de la mara?, cuestiona.
—Cuatro llamadas ya: quiere su pisto. Dice que todavía falta que paguen unos. A ver qué va a pasar, a ver si me maltrata o algo. Uno se asusta, va —dice Fernando en un local del centro de Guatemala, lejos de casa, en una tarde en la que aún no han reunido el dinero de todos.
Finalmente, un hombre que se ha encargado de recaudar la cuota de todos los compañeros llega y le da la cantidad junto a un papel de perfecta caligrafía donde aparecen, con nombre y apellido, quienes pagaron. No lo hicieron todos, pero el hombre ha puesto el dinero por aquellos que no han podido reunirlo. Fernando sospecha que el mismo compañero que ha juntado toda la cantidad podría ser miembro de alguna organización. Pero ya sólo queda hacer la entrega. El piloto busca en su teléfono el número del extorsionador y comienza a llamar, uno por uno, a los cuatro números que tiene suyos: “ExNueva 1”, “ExNueva 2”, “ExNueva 3”. Pero en ninguno responde, así que busca un cuarto. “ExNueva 4.” Tampoco le contestan. Fernando recibirá la llamada con las instrucciones tres días después.
El siete de julio del 2016 Mario López fue asesinado mientras manejaba un autobús en la ruta 7. Cuando la policía registró la habitación que tenía alquilada encontró una nota que comenzaba con una advertencia: “No voy a darte un solo centavo más. El dinero me cuesta demasiado, yo me levanto a las tres de la madrugada para ganar 50 y a veces 100 en todo el día. Y es criminal que yo mismo te regale esa cantidad de dinero semanalmente”. Había entregado la nota a quienes lo extorsionaban tres meses antes de su asesinato y había hecho una copia, que guardó: “¿Por qué no te retiras y buscas a Dios?”, había escrito, “¿sabes a cuántas mujeres has dejado viudas y a cuántos niños condenados al abandono, al hambre, a la desnutrición, al abrigo y a la muerte? Te sugiero que te arrepientas, quizás Dios tenga misericordia de ti”. La nota tenía un encabezamiento en letras grandes: “El que manda es Dios. Si él quiere me puedes matar, si no, pierdes tu tiempo”.
* * *
Todas las noches, antes de dormir, leen un salmo. Anoche fue el 23 —“Jehová es mi pastor; nada me faltará”— y Juanjo, 11 años, se los explicó a Daniela y Lisy, sus hermanas. Les dijo que eso significaba que el Señor les iba a ayudar. Su madre aún tiene fe:
—A mí Dios nunca me ha abandonado.
Mercedes Muñoz tiene una voz alegre que sólo se apaga cuando recuerda cómo desocuparon su casa para poder velar a Juan José Molina, su esposo asesinado el 16 de julio de 2006. Juan José fue uno de los primeros pilotos asesinados cuando las maras aún extorsionaban tan sólo a los propietarios de los autobuses. Para entonces apenas existían precedentes de pilotos muertos, y el dueño del autobús que manejaba Juan José, su suegro, pagaba 350 quetzales por cada uno de los dos vehículos que tenía. Pero los extorsionadores querían más dinero y usaron la técnica más eficaz: matar para intimidar y después exigir el pago. Juan José murió de tres disparos.
—Aquí, aquí y aquí —dice Mercedes hundiendo el dedo índice sobre la sien y el cuello—. Murió instantáneamente. El autobús iba en marcha y no pudo defenderse porque lo atacaron por detrás. Perdió el control y se chocó. No iban pasajeros, iba solito con el ayudante, que salió corriendo. Fue un ataque directo.
Mercedes tiene 40 años y dos anillos de boda, el de Juan José y el suyo. Amamantaba a su hijo pequeño, Juanjo, que no llegaba a tener dos meses de vida, cuando su marido murió, a las seis y media de la mañana en Canalitos, zona 24. Cinco minutos después y en otra zona de la ciudad, era asesinado su compañero. Mercedes, apenas enterarse, corrió a verlo, pero no pudo ver su cadáver en el autobús porque la policía no la dejó pasar. Al día siguiente, el periódico Nuestro Diario publicó en portada un inmenso titular: “¡Ay, Juanito!”.
—Le destruyen la vida a uno, jamás vuelve ser igual —dice Mercedes—. Uno como que vuelve a revivir todo eso cada vez que hay una muerte.
Cuando quedó viuda, empezó a trabajar como secretaria y dejó a sus hijos con sus propios padres. Pero su madre murió cinco años después y Mercedes tuvo que abandonar el trabajo. Abrió una tienda de ropa en su casa.
—Nosotros vivimos bien, gracias a Dios. Es una bendición que mis hijos sean saludables: ahora los veo y me digo: “Ay, Dios, qué lindo”. Cuesta mucho salir con ellos, pero hay mujeres que están en situaciones terribles. Y que las viudas sigan aumentando…
Para las mujeres es un reto económico recomponer la economía familiar, ya que ni siquiera cobran un seguro: después de tantos muertos, las compañías ya no aceptan cubrir a los choferes.
—Cuando usted dice que es piloto urbano, dicen: “Ahí no”. ¿Qué podemos decir? —se pregunta Cristian, conductor de autobús en la colonia El Milagro—. No podemos decir nada. Sabemos muy bien que a nadie se lo van a dar.
En octubre del año pasado, a Cristian un banco le denegó el seguro que en otro tiempo lo cubría y que ofrecía 15 000 quetzales (2 000 dólares) a la familia del piloto fallecido. Asegura que una docena de amigos conductores fueron asesinados, y prefiere hablar por teléfono porque se sabe vigilado por las maras.
—Ellos saben la exactitud del dinero que podemos llevar a esa hora, lo controlan a uno las veces que pasa. Siempre están parados en la carretera, siempre tienen gente vigilando, hasta apuntando. Tienen hasta registro de números, qué placas llevamos. Tienen un control grande de las situaciones. Muchas veces se suben al autobús para identificar quién es el piloto: ellos saben quiénes trabajan a diario, a qué horas pasamos.
—¿Y le compensa?
—Sí, porque no tengo otro lugar donde trabajar. No conocí otro lado.
* * *
Son las 10 de la mañana y la capital respira su bramido de motores viejos, bocinazos y humo negro con el que los autobuses urbanos, chapa roja atiborrada de pasajeros, rocían el aire. De madrugada, a las 4:20, Edgar Guerra había dejado en mi celular un breve mensaje donde se leía: “Confirmado el operativo”. Ahora, el defensor del Transporte Público camina junto a tres miembros de la Procuraduría de Derechos Humanos rumbo al Parque Colón. La Policía Municipal de Tránsito, a quien Edgar ha pedido cobertura, custodia una zona de paso de autobuses. En la plaza tienen paradas las líneas 101, 204 y 83, así que el equipo de la PHD sube a varios de los autobuses e informa a los viajeros de sus derechos: tarifas autorizadas, respeto de los trayectos o robos en los viajes. Los pasajeros, acostumbrados a una extraña anarquía, escuchan atentos. Nadie hace preguntas.
Magda Almengores es miembro de la PHD. Siempre sube acompañada por el resto de los compañeros, pero hacia el final del operativo se sube a un autobús sola y comienza a explicar el sentido de la Defensoría de Transporte Público. Mientras explica cómo los viajeros pueden denunciar cualquier abuso, el piloto arranca repentinamente. Magda, asustada, le grita hasta que logra que el hombre se detenga en la esquina del parque, unas decenas de metros más allá.
—No me dieron cobertura —se queja, airada, ante sus compañeros, y les dice que, junto al chofer, iban dos brochas [cobradores]—. Cree son miembros de las pandillas, es probable que la línea esté manejada por las propias maras.
—¿Cuántas líneas operan bajo extorsión?
—Yo pondría la mano en el fuego de que el 80% —responde Edgar Guerra.
—¿Y el resto?
Edgar sonríe tímidamente:
—Las pandillas son las que las operan, son parte de las extorsiones: te obligan a venderles la ruta.
En el Parque Colón, Edgar Guerra pregunta a una mujer cuánto paga por la tarifa —“cada día una distinta”, responde— y si le dan tique –“nunca”–. Además, se entera de que en las líneas 203 y 204 las maras están extorsionando a los pasajeros: les piden dinero y la comida que llevan. A la amenaza pandillera se une la delincuencia común. Edgar Guerra lo entiende:
—Ya no hay ni esperanza de viajar a los Estados Unidos. Estamos peor que hace diez años. No lo justifico, pero sólo les queda delinquir.
Según los propios datos que Guerra ha ido recogiendo, la cantidad de asesinados en todo el sistema (pilotos, usuarios, ayudantes, asaltantes, propietarios, taxistas e inspectores) alcanza los 2 000 muertos desde 2010. Los dos últimos años ha descendido el número de muertes, pero Guerra lo atribuye al pago de las extorsiones.
—A mí me alarma —reconoce el defensor del Transporte Público—. Se evitaron las muertes, pero no la extorsión. Esto no hay quien lo pare.
Además de los pagos semanales, hay otros sobornos periódicos que las maras se han inventado con diferentes excusas. En enero llega el Bono Lápiz, en el que exigen dinero para financiar la escuela de los chicos; el Bono Antorcha, en septiembre, conmemora el Día de la Independencia; el Bono del Pescado se exige en Semana Santa; el Bono 14 en julio para preparar el verano; el Aguinaldo llega por Navidad. Incluso, cuenta una propietaria de autobús, los mareros le pidieron un curioso pago para irse a la playa: el autobús con el depósito lleno, el chofer al volante y un mecánico por si se descalabraba el vehículo. El control es territorial y absoluto. Las clicas utilizan todo tipo de métodos para comprobar el cumplimiento de los pagos; una pegatina colocada en el cristal delantero del autobús: “Jehová es mi pastor”, un sombrero o una pirámide son los comprobantes de pago.
Un documento interno de la Defensoría de los usuarios del transporte público recoge las rutas con mayores extorsiones en lo que va de 2017. Está liderada por la línea urbana Maya, donde se llegaron a pagar más de 8 000 dólares mensuales por toda la ruta. Junto a esa información se lee: “Ruta desaparecida por el cobro de extorsiones”.
* * *
La creación de la Asociación de Viudas de Pilotos de Transporte Público de Guatemala (Avitransp) en al año 2009 trató de aliviar algunas de las necesidades de familias que quedaron a la deriva después de la muerte del hombre de la casa. Entonces, el asesinato de pilotos era anecdótico y nadie sospechaba que las viudas del transporte hoy se contarían por cientos.
Avitransp está formada por 240 viudas y ocupa un amplio local alquilado en la céntrica zona 2 de la ciudad. En él han instalado un pequeño restaurante y una farmacia para conseguir ingresos, pero también se capacitan en la fabricación de prendas de ropa y la asociación ofrece apoyo psicológico. Greys Bernal habla sentada en una silla de la modesta sala de reuniones. En su mano sujeta una carpeta con el caso de Fernando Morales, su marido. Murió con doce disparos: diez en la cabeza, dos en el tórax.
—Y aun así aguantó media hora dice Greys, 28 años—. Sólo al bebé tenía en su boca: “Mi nena, mi nena, mi nena”.
El piloto, 21 años y asesinado el 20 de mayo de 2010 a las nueve y media de la noche en la puerta de su casa, en una colonia de la zona 11, llevaba 2 000 quetzales en los bolsillos: la recaudación de tres autobuses. Cuando Greys escuchó los impactos, salió y él aún tenía el pulso leve. Los sicarios habían huido con el dinero.
Fernando llevaba tiempo buscando otro empleo, pero continuó saliendo a la carretera y trabajando en dos líneas diferentes. Cuando murió, sólo recorría la ruta que llegaba hasta Tierra Nueva, la misma en la que Greys le había conocido:
—Cuando salía en la mañana se despedía de la nena y de mí. Al regresar, hasta se acostaba y respiraba profundo. Decía: “Estoy en mi casa”.
Una semana antes del asesinato, habían disparado delante de su vehículo. Llegó a casa atemorizado, aunque trató de disimularlo, pero ya en su habitación se quebró en llanto. Ya no podía más. Su esposa le confió su suerte a Dios, “que cuidaría de él allá donde estuviera”, pero él estaba aterrado. Los 450 quetzales semanales de pago que hacía por el autobús no eran suficientes para la pandilla, que comenzó a exigir más dinero.
Cuatro años después del asesinato de Fernando, su viuda comenzó a recibir más amenazas. A sus tíos, propietarios de los autobuses, les exigieron 7 000 dólares. La familia vendió los autobuses, la casa y se exilió en Estados Unidos. Greys eligió quedarse.
—Ellos no quieren saber nada de Guatemala.
Nunca se culpó a los asesinos, pero Greys los conoce. De hecho, los apresaron siete meses después del crimen, aunque no por este delito. Ella mantiene una extraña entereza al recordar cómo vio a su marido en la morgue con la cara desfigurada; cómo sus tíos huyeron del negocio de los autobuses; cómo entre mayo y diciembre de aquel año perdió a ocho amigos pilotos.
—Ahí sí hay que dejarlo hasta que Dios haga la voluntad con ellos, que Dios mande un castigo para ellos, porque uno aquí en la Tierra no lo puede hacer.
—¿Usted es religiosa?
—Mi familia. Son cristianos.
—¿Y usted?
—Estamos entre…–dice, y suelta una breve carcajada–. Me cuesta.
—¿Por qué?
—Por tanto problema que me ha pasado. Porque, o sea… Yo, después de que él falleció, a los cuatro años, conocí a otra persona. Él era dueño de un bus. Entonces, te estoy hablando que yo soy viuda dos veces. Yo no sé qué castigo Dios me está enviando a mí.
Se hace un silencio espeso.
—Tengo miedo de volverme a enamorar de alguien a quien le vuelva a pasar lo mismo. Uno sólo sabe qué es ese dolor. Me da terror que alguien se me acerque y me lo vuelvan a quitar.
De los matrimonios con Fernando y su segundo marido, Abimaíl —“los quiero por igual”—, nacieron Nicole y Angelie, hermanas de sangre y drama.
—Mi nena, riendo, me dice: “¿Sabes qué es lo bueno, mamá? Que los papás están cerca”. Lo único es que riñen para ver a quién de los dos papás visitan primero.
Nicole siempre gana:
—“A mi papá lo mataron antes”, me dice.
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La violencia, el debilitamiento de las fuerzas de seguridad pública y la disputa de cárteles que buscan el control del huachicoleo conforman la narrativa de una década en Guanajuato. El debilitamiento del gobierno ha generado un cúmulo de dudas, sospechas y cuestionamientos sobre la eficacia en el combate a estos grupos criminales.