Guerrilla sandinista: el llamado bélico en Nicaragua – Gatopardo

El llamado sandinista

En 1978, Alma Guillermoprieto viajó a Managua para encontrarse con la guerrilla sandinista, con una ciudad que poco lo parecía, y con su vocación de periodista. Éste es el relato sobre aquella primera vez, que se publicó en el libro «Con la sangre despierta» de Editorial Sexto Piso.

Tiempo de lectura: 13 minutos

A mediados de 1973 me ofrecieron una beca para estudiar la licenciatura en Chile. No me acuerdo de qué carrera se trataba, pues para mí era un asunto absolutamente secundario. Lo importante era vivir lo que se llamaba “la experiencia chilena”, solidarizarse con la izquierda de ese país que, contra viento y marea y cada vez con mayores tropiezos, intentaba gobernar. El día que tomé el vuelo a Santiago los rumores a todo hervor pronosticaban desastres –un golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, una cacería de brujas a los integrantes de su gobierno, tal vez hasta una masacre indiscriminada de izquierdistas– y al despegar el avión luché por liberarme de una especie de terror premonitorio. A la mitad del vuelo el sistema de sonido irrumpió en zumbidos y truenos. De la borrasca eléctrica se desprendieron, como piedras, algunas palabras: Capitán… Santiago… Fuerzas Armadas… Allende…

–¿Qué dijo? –le pregunté angustiada a la aeromoza de Braniff.

–Que ha habido un golpe y que Allende se suicidó –respondió tranquila–. Vamos a aterrizar en Buenos Aires.

Acto seguido se repartió champán, y el avión estalló en aplausos y risas. Haciendo la fila de la aduana en Buenos Aires aquel 11 de septiembre, por única vez en la vida me desmayé.

Cinco años después, en México, un enamorado me regaló un televisor. Yo prefería la lectura, pero para complacer a mi generoso amigo prendí el aparato un par de veces a la hora del noticiero. A la tercera, quedé hechizada por imágenes que de tan regocijantes parecían aumentar el brillo de la pantalla: una veintena de jóvenes macilentos, vestidos de verde olivo y estallando de euforia, asomaban por las ventanillas de un bus amarillo, puño en alto. El bus escolar recorría lo que evidentemente era la carretera muy mala de una ciudad muy pobre, y la cámara mostraba los besos y los vivas que lanzaban, al paso de los guerrilleros, hombres y mujeres casi en harapos, y casi tan felices como ellos. Desde el golpe en Chile me encontraba sumida en la desidia, decepcionada, incapaz de desear nada serio, pero esa noche cuando apagué la televisión no logré dormir. Demoré apenas tres días en conseguir dinero prestado, un boleto de avión, y una visa para viajar a Managua, Nicaragua, donde un grupo guerrillero casi desconocido acababa de inaugurar la revolución.

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