Acudo a este recuerdo personal como la forma más directa de mostrar el peso y gravedad que tiene la obra de Margolles, un trabajo que, por mucho, la ha vuelto la artista mexicana viva más influyente a nivel internacional. Su obra tiene la doble virtud de ser eficiente en términos formales y contundente en su aparato crítico.
Margolles recibió en 2019 una mención especial del jurado por su trabajo en la 58a Bienal de Venecia. Su obra se ha exhibido recientemente en Austria, Bélgica, Chile, Colombia, Holanda, Italia, Canadá y Estados Unidos. Ha recibido numerosos reconocimientos, incluido el premio Artes Mundi y el Premio Príncipe Claus de Cultura y Desarrollo en 2012. Representó a México en la 53a Bienal de Venecia en 2009 con la serie de piezas ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, curada por Cuauhtémoc Medina.
Primero en colectivo, como parte del grupo Semefo (Servicio Médico Forense), y en solitario desde el año 2000, Teresa Margolles ha logrado construir un cuerpo de obra que “ha operado como una suerte de historiografía inconsciente de la brutalidad de la experiencia social en México”, como lo señala Medina.
“La promesa” fue una instalación performática de más de 30 metros de largo. El muro por intervenir durante el periodo en que se expuso en el MUAC, en 2012, está conformado de restos triturados de casas abandonadas en Ciudad Juárez.
Desde la fotografía, la instalación, el performance, la escultura y la pintura enrarecida, Margolles cuenta con un amplio espectro que va de lo inmaterial y etéreo a lo monumental y grotesco. Pienso en sus autorretratos en la morgue cargando el cadáver de un infante, en las sábanas del IMSS con las siluetas de personas asesinadas grabadas, en la lengua extraída del cuerpo de un joven asesinado, en el muro balaceado de una escuela, en los mensajes suicidas exhibidos en marquesinas de cines abandonados, en la colección de portadas de periódicos amarillistas con escenas explícitas de homicidios en yuxtaposición con fotografías de mujeres semidesnudas, en las vitrinas con carteles de búsqueda de jóvenes desaparecidas o secuestradas, en las tarjetas para picar cocaína, en el silencioso bloque de cemento con un feto muerto en su interior.
La obra de Margolles es heterogénea, pero el hilo conductor que la sostiene, más allá de su vínculo con una noción material e imaginaria de la muerte, es la capacidad de llevar el arte al límite de cualquier planteamiento ético. Si su arte es político lo es porque logra, de forma corrosiva, confrontar al espectador con una realidad que nunca será correcta y que tensa hasta el extremo valores universales y normativas jurídicas o morales que se asumen como esenciales. Como ejemplos muy claros, tenemos la manipulación de cadáveres o la recolección de objetos o fragmentos de escenas de crímenes violentos.
El trabajo de Margolles nos recuerda que, sin importar la alternancia política, México enfrenta una interminable escalada de violencia. Por encima de las escandalosas cifras de asesinatos en el país, lo más grave en este contexto de muerte y descomposición, lo que señala puntualmente la obra de Margolles, es que se normalicen los secuestros, las masacres, los colgados, los feminicidios, los asesinatos que quedan impunes, la degradación de ciudades enteras y, en general, la violencia que entraña la vida en sociedad.
Cuando estaba solo en aquella sala del MUAC, intentando cumplir con mi tortuosa faena, pensaba cómo, desde ahí, desde una obra de arte, la impunidad y la violencia normalizada adquirían otra dimensión.
Esas muertes y esas casas abandonadas que, con el paso del tiempo, se vuelven una simple estadística, lastimaban mi cuerpo literalmente. El dolor y la frustración eran los medios que la artista ponía sobre la mesa para que todos, espectadores y participantes, pensáramos en la violencia.
Desde 2006 y con estos temas en mente, empezó a trabajar de forma sistemática en Ciudad Juárez. Tomando esta ciudad fronteriza como un termómetro del país, la artista se instaló allí, intercalando con su residencia en Madrid, para expandir su rango de acción. Si bien el trabajo dentro de la morgue definió la primera etapa de su carrera, la calle y el prolongado proceso de deterioro de una urbe vital y compleja como Ciudad Juárez, convertida en una especie de laboratorio social extendido, marcó una segunda.