Tiempo de lectura: 4 minutosCada año el nombre de Joyce Carol Oates suena en las quinielas sobre el Premio Nobel de Literatura. Quizá por su maestría al describir la naturaleza humana, sin adornos, con la violencia de sus secretos más sórdidos. Con su nombre, o bajo los seudónimos como los de Rosamond Smith y Lauren Kelly, Joyce Carol Oates ha escrito más de un centenar de obras entre novelas, libros de relatos, ensayos, novelas cortas, poesía y teatro. Maestra de Literatura en la Universidad de California de Berkley y crítica literaria en The New York Review of Books, Oates dedica las 24 horas del día a las letras.
Gatopardo conversó con la escritora en San Miguel de Allende, durante el pasado Festival Internacional de Escritores que se celebra en el bajío mexicano, en esta ciudad donde parece que se habla más inglés que español. Es una mañana helada de febrero de 2016. La autora de La hija del sepulturero está vestida de negro, con un sombrero también oscuro y de ala ancha que enmarca su rostro alargado y pálido, y ojos pintados de rojo quemado. Alta y muy delgada, asemeja una aparición.
Joyce afirma, sin embargo, entre risas discretas, que ella “no ha oído” que se le mencione como candidata al Nobel. Para la autora de Mamá y Blonde —la libérrima biografía novelada de Marilyn Monroe—, su trabajo no se centra solamente en la sociedad norteamericana con sus vicios, aspiraciones, creencias y por supuesto, sus zonas veladas: “Creo que escribo más bien sobre los seres humanos. Aunque sucede que son norteamericanos. Con frecuencia escribo sobre familias; escribo sobre madres e hijas y sobre la gente joven. Hablo de los lazos de las familias situados en contextos históricos porque algunas veces el ambiente propicia un cierto tipo de familia”.
Los personajes que surgen de la mente de Oates son siempre personajes al límite, figuras de la oscuridad a punto de envolverse en llamas. Como Jacobo Schwart, en La hija del sepulturero, que le vuela los sesos a su esposa y luego hace lo propio con los suyos; Betsey, la madre de una estrella infantil del patinaje sobre hielo que asesina a su niña de seis años para intentar retener a su marido en Hermana mía, mi amor; o el soldado Brett Kincaid en Carthage, que regresa trastornado de la guerra de Irak a Carthage, Nueva York, convirtiéndose en el principal sospechoso de la desaparición de su cuñada Cressida, de 19 años de edad.
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Carthage es justo su novela más reciente traducida al español, editada bajo el sello de Alfaguara. Aquí ideó a un personaje al que la guerra lo vuelve huraño, con explosiones de violencia, agobiado aun en las horas de vigilia por las pesadillas de tanques, morteros y llamas. “El mundo de afuera, que está lleno de corrupción, lo implosiona y lo destruye”, dice la autora. Oscuro, el mismo soldado Kincaid no se reconoce en este ser que regresó de “defender a su país” del otro lado del mundo.
“Correr es muy importante. Pero si una no puede correr, entonces hay que caminar rápido. Pero lo importante es estar sola. Para que no hables con otras personas. Porque tan pronto como comienzas a hablar con alguien tu imaginación se esfuma”.
“Creo que hoy es doloroso ser norteamericana, porque el país está haciendo estas guerras, como la de Irak, la de Afganistán. Quise escribir sobre el destino de un hombre joven idealista que quiere servir a su país. Así que se va a la guerra y ve estas cosas terribles; cae herido, regresa a su comunidad y ya no puede encajar. Entonces empieza a beber y su compromiso se rompe. Es una historia muy norteamericana”, dice.
Con la amplia obra publicada que tiene, el calificativo “prolífica” cuando se habla de Oates es, por decir lo menos, de una obviedad apabullante. Es probable que esta mujer que escribió Memorias de una viuda, un ejercicio entre el ensayo y la autobiografía, después de perder a su esposo Raymond J. Smith, esté harta de hablar de su “extensa” obra. Pero, maestra como es, de profunda vocación, le emociona compartir un poco de su método de escritura: “Es una pregunta difícil de responder porque la escritura comienza con el pensamiento. Así que pienso en un proyecto, y medito. Me gusta correr y caminar, y después de caminar algunas millas puedo trabajar en una novela que tengo en progreso. Quizá no termine un capítulo pero de verdad necesito estar caminando. Y luego regreso y escribo. Las atmósferas también se crean por medio de la meditación, del pensamiento. Escribo como si estuviera recordando. No es que lo invente, pero lo recuerdo con una emoción que es una especie de nostalgia”.
La imagen de esta delgada mujer con ropa deportiva, corriendo con agilidad aún a sus 78 años de edad en los bosques tupidos y fríos de su natal Nueva York, es casi natural. No se siente forzada. “Correr es muy importante. Pero si una no puede correr, entonces hay que caminar rápido. Pero lo importante es estar sola. Para que no hables con otras personas. Porque tan pronto como comienzas a hablar con alguien tu imaginación se esfuma.”
“Creo que hoy es doloroso ser norteamericana, porque el país está haciendo estas guerras, como la de Irak, la de Afganistán”.
La extensión de sus textos tampoco le preocupa. Aunque las obras por las que es más conocida son novelas de más de 600 páginas, quien ha leído sus cuentos sabe que también es capaz de desarrollar historias complejas y profundas, con personajes bien delineados, como los de “La hembra de nuestra especie”, en unas cuantas cuartillas. “El ritmo natural de escribir es hacer un borrador corto. Así que un capítulo es como un cuento. Escribes un capítulo, luego descansas y piensas, y luego escribes otro. Básicamente estas pequeñas unidades pueden ser un cuento tan corto como de cinco páginas o tan largo como de 20. Es un asunto de ritmo. Así que te preparas y te concentras en carreras cortas. Es como correr una carrera corta.”
Unas horas después de esta entrevista, Oates dictó su conferencia magistral. Ante un auditorio lleno, expectante, no decepcionó a nadie. Habló, una vez más, del proceso de escribir. Citó a Norman Mailer, a quien describió como “un amigo; con una personalidad muy interesante, chispeante y original, hasta que tuvo que dejar de tomar”. Y luego lo citó: “Un texto se tiene que mover. Tiene que tener espíritu de movimiento.Puede haber sido investigado muy cuidadosamente, estar lleno de hechos, y de alguna manera resultar interesante, pero si es demasiado pesado para moverse será como un avión que no despegue o un águila que no planee”, apunta la autora de textos que vuelan alto.