Un hotel de paso
Federico Mastrogiovanni
Fotografía de Fabio Guttica
Creado por un mexicano de origen japonés y principios mormones, este hotel refugia a los deportados
Unas sombras proyectadas desde atrás por las luces poderosas de la aduana de Estados Unidos se acercan compactas y lentas en medio de la neblina. Son las dos de la mañana. La línea entre la ciudad de Mexicali y Calexico es un hoyo de oscuridad, de humedad y de frío. El grupo camina sin prisa. Son cerca de veinte personas, todos hombres, vestidos con pantalón y playera, aunque haga frío.
Se acercan a la oficina del Instituto Nacional de Migración. Allí, todas las luces están prendidas, como para evidenciar que nunca cierran, que los funcionarios siempre están en servicio. Pero el empleado en turno está profundamente dormido, roncando, hundido en una silla, y no tiene la menor intención de atender a este grupo de personas que acaba de entrar al territorio mexicano. No se levanta ni siquiera después de varios intentos de despertarlo desde afuera. Norteados y cansados, temblando por el frío, los hombres se alejan de la frontera para buscar un lugar donde pasar la noche.
Todos ellos son ciudadanos mexicanos. Han llegado, como muchos otros lo hacen diariamente, procedentes de algún reclusorio de Estados Unidos. Habían sido detenidos por ser indocumentados. Algunos habrán cometido crímenes diferentes, pero al final tienen la misma suerte de los demás por estar allá sin papeles. En general, estos deportados llegan con la ropa y las pocas pertenencias que tenían al momento del arresto. Es común que no estén preparados para el frío del invierno de Mexicali.
La ropa es lo de menos. Hoy es viernes en la noche, y el grupo no ha tenido la suerte de que la oficina de migración mexicana esté abierta y les entregue un documento provisional. Tendrán que esperar hasta el lunes. Las instituciones mexicanas no destacan por su apoyo a estas personas. Consideran su llegada más bien como un problema. Y si se observa la forma en que los funcionarios tratan a sus paisanos recién llegados, da la impresión de que se hubieran formado en las mismas escuelas de sus colegas en Estados Unidos.
Otra sombra sale de la oscuridad y alcanza al grupo: les da unas palabras de bienvenida y les proporciona información. “A pocas cuadras de aquí se encuentra el Hotel Migrante —dice—. Es un refugio seguro donde pueden quedarse. No es muy bonito, la verdad, pero hay agua caliente, hay comida y unas cobijas para dormir. No está muy lejos. Si quieren pueden pasar, es muy peligroso quedarse aquí en la noche”.
CONTINUAR LEYENDOLa sombra es Hugo Castro, un voluntario de la asociación Ángeles de la Frontera, que trabaja en la zona fronteriza de Baja California y tiene base en la ciudad de Mexicali. Hugo es un hombre alto, robusto, que transmite confianza. Nació y creció del otro lado, y siendo estadounidense decidió dar su apoyo a los miles de deportados que cada año son descargados en la frontera con Calexico.
“¿Pero dónde es aquí? O sea, ¿dónde estamos exactamente?”, pregunta uno de los deportados, con cierta angustia en la voz. “Estamos en Mexicali —le contesta Hugo—, llegaron a Baja California. Bienvenidos a México”.
El Hotel Migrante no siempre se ha llamado así. Durante más de veinticinco años se conoció como el Hotel Centenario. Todavía se puede leer un letrero que dice: “Cafetería y hotel (de paso) abierto las 24 horas”. Es un edificio que aparece imponente de día y amenazante de noche. Desde la calle, uno no se da cuenta de lo que es. Parece sólo una gran construcción rojiza en el centro de la ciudad, en la zona de bares y clubes nocturnos.
El Hotel Migrante está ubicado arriba del 13 Negro, un bar conocido por sus shows de teiboleras. Cuando llegan los deportados son muchas las caras que se voltean a verlos entre los clientes que fuman un cigarro afuera del bar. En la pequeña puerta del albergue siempre hay alguien que vigila, que da información a quienes llegan y se cerciora de que no se cree confusión entre las personas hospedadas en el hotel y los clientes de los bares.
Esta noche, en la puerta está Iván, un muchacho de veinticinco años con el cuerpo cubierto de tatuajes y pinta de pandillero. Cuando llegan los deportados, Iván les hace algunas preguntas de rutina, les ofrece indicaciones sobre el hotel y sus reglas. Antes de dejarlos pasar, sorprendentemente, se abre en una sonrisa amistosa y les da la bienvenida.
La escalera es angosta y oscura. Al final hay otra puerta con otro vigilante. Luego se abre un largo corredor sin focos eléctricos, iluminado por la luz de la calle que numerosas y amplias ventanas dejan entrar.
Hace frío en el pasillo, y frente a las ventanas, cada pocos metros, se abre una habitación que no tiene puerta. En cada habitación tratan de descansar entre tres y siete personas acostadas en el suelo, enredadas en unas cobijas gruesas; platican en voz baja y cuentan historias. Es una oscuridad segura y acogedora, aunque no exactamente cómoda, pero sirve para sacar las pesadillas de los meses consumidos en las cárceles del gabacho.
“Me deportaron porque me agarraron en una pelea en la calle frente a un bar en Phoenix, Arizona”, dice una voz desde la esquina, en la parte más oscura del cuarto, donde no llegan ni los rayos de la luna ni los faroles de la calle. “No es mi culpa si a los mexicanos nos tratan como bestias, pues claro que uno se calienta, no podemos aguantar siempre. Le partí la madre a un güey con una botella. Llegó una patrulla y me agarraron los policías. Pasé mi tiempecito en la cárcel y luego una patada en el culo y directito para acá. Ni sabía dónde estábamos cuando pasé la pinche frontera. Llevaba casi cinco años en Estados Unidos. Ahora tengo record y va a ser un lío regresar”.
En otro lado del cuarto, un cerillo enciende un cigarro que acompaña otra voz.
“A mí me agarraron por manejar sin documentos. Pasé tres meses en la cárcel y hoy me deportaron aquí. Soy de Guerrero, pero llevaba casi veinte años en Denver, Colorado. La verdad no sé qué voy a hacer en Guerrero. Mi familia en México ya no me conoce. Todo lo que tengo se quedó en Estados Unidos”.
La otra sombra que está acostada en este cuarto es un chavo de poco más de dieciocho años, que no tiene mucho que contar. Ni siquiera logró entrar a Estados Unidos. La migra lo agarró en el río Colorado, tratando de cruzar en las afueras de Mexicali. De hecho, entró a Estados Unidos para ir directo a la cárcel unos tres meses. Después de su castigo fue deportado. Mañana se va a lanzar hacia Altar, Sonora, para cruzar el desierto, porque seguro a Oaxaca no va a regresar.
Hay grupos que prefieren quedarse en el pasillo o en la pequeña biblioteca donde los que llegaron antes han dejado novelas y libros de poesía para los demás. Ahí está un hombre de alrededor de cincuenta años, no muy alto, cara dura, pelo corto estilo militar, que lee atentamente una revista. Se mueve con un par de jóvenes siempre amenazantes y silenciosos. Es difícil verlo solo y no come en el hotel, prefiere comprar algo afuera.
Lo agarraron en Estados Unidos y pasó cinco años en la cárcel por tráfico de drogas. Era un agente especial de la Policía Federal mexicana. No tiene ganas de platicar, sólo quiere decir que son muchos los colegas federales que llegan a hacer este tipo de negocio entre México y Estados Unidos. No trata de buscar justificaciones, su actitud es la de una persona pragmática: “Ahora estoy aquí como uno cualquiera, pero dentro de nuestra corporación hay muchos que hicieron y hacen lo que hice yo. Nomás yo tuve la mala suerte de necesitar siempre más y más dinero, fui atrevido y me agarraron. Pero muchos más siguen haciendo sus negocios, porque la frontera es un negocio, todo lo que es prohibido es un negocio, el tráfico de personas, de armas, y si tienes la suerte de estar dentro de una institución que te permite aprovecharlo, pues te ganaste la lotería. Yo no me arrepiento de lo que hice, nomás si tuviera ocasión de regresar al pasado, tal vez intentaría hacerlo mejor, con mayor atención”.
Los deportados que llegan son identificados en una pequeña oficina donde siempre hay alguien, día y noche. Normalmente el que se encarga del registro es Miguel, un deportado que quiso quedarse a trabajar aquí. Él tiene la tarea de explicar a los recién llegados las reglas del hotel: los que llegan se pueden quedar tres días, mientras descansan y tratan de recuperar fuerzas y de encontrar la manera de irse a su ciudad de origen. Los que quieran quedarse más tiempo entran en el programa Ángeles sin Fronteras y empiezan a trabajar en el hotel, haciendo la limpieza, ayudando a los demás, dando de comer a los nuevos y saliendo a la calle a botear. También se les pide que participen en las marchas y manifestaciones organizadas por el movimiento para sensibilizar a la gente sobre el problema de las deportaciones.
Al llegar, Miguel registra la proveniencia de los migrantes, les permite hacer una llamada a casa, les entrega una cobija y los manda a comer algo en un comedor que hace las veces de cocina.
El cocinero es Gerardo. Le dicen el Gordo por sus kilos de más. Hace más de un año que lo deportaron desde Los Ángeles. Después de treinta años en Estados Unidos, tuvo que dejar a su familia y a sus hijos. En México, después de tanto tiempo en el otro lado, ya no tenía ningún conocido ni sabía exactamente cómo llegar a su pueblo de origen, en el estado de Jalisco. Entonces decidió quedarse en Mexicali y ponerse a disposición del albergue.
“He cometido muchos errores. Hi-ce muchas pendejadas —dice Gerardo mientras calienta una olla de frijoles y unas tortillas para que coman los recién llegados—. Estuve en la cárcel allá y pagué por lo que hice. Fui un pésimo marido y un pésimo ciudadano, pero pagué todo, y cuando llegué aquí, después de tantos años, sin nada, en una ciudad que ni conocía, encontré a estas personas, a Sergio Tamai, que me ayudó a recuperar fuerza, voluntad, confianza, y me dio un lugar donde quedarme. Decidí que a lo mejor podía serle útil a alguien más, por una vez. Y me quedé de cocinero”.
Sergio Tamai Quintero es el alma del Hotel Migrante. Su familia es una de las más antiguas de origen japonés de Mexicali. Tiene una sonrisa irónica en la cara, una mirada que no deja nada fuera de su control y una energía aparentemente inagotable. Tamai empezó esta aventura después de haber pasado la vida comprometido como luchador social.
“Nos metimos en esta locura porque sentimos la necesidad de hacer algo con respecto a un problema que ya se había transformado en una cosa seria en nuestra ciudad —dice Tamai paseando en la penumbra de los pasillos del hotel—. El punto es que no podíamos tolerar más el trato que se le daba a las personas deportadas en Mexicali. Todos los días llegan mexicanos deportados que padecen asaltos, extorsiones; llegan sin nada y son víctimas de todo tipo de abuso. La gente se quejaba porque se quedaban en la ciudad tratando de entender cómo irse y de recolectar un poco de dinero, dando la impresión de una decadencia en el centro. Los albergues religiosos tienen algunas reglas ‘bizarras’, como que no aceptan deportados que llegan en la noche o los fines de semana. Entonces, esta gente debía quedarse en la calle. Nosotros, los Ángeles sin Fronteras, nos formamos como movimiento ciudadano para dar una respuesta comunitaria a estas injusticias que deberían resolver las instituciones. Con nuestros medios rentamos este viejo hotel, el Centenario, que estaba abandonado, y junto a los primeros deportados empezamos a limpiarlo y a arreglarlo un poco para que fuera utilizable. Todavía nos faltan muchas cosas, pero hay que considerar que hacemos todo con nuestras fuerzas”.
Éste es un rasgo que siempre ha caracterizado a Sergio Tamai, desde su juventud entre las enseñanzas de judo de su papá y la educación religiosa de su mamá guiada por los principios de los mormones.
“Mi suerte es que nací de buenos padres. Tuve un ejemplo muy importante en mi familia, que ha forjado mi carácter y mi sentido moral. Desde pequeños, mi padre, hijo de un japonés llegado a Mexicali en 1900 y deportado en un campo de concentración en la ciudad de México durante la Segunda Guerra Mundial, nos enseñó a lidiar con los problemas, a defendernos de las discriminaciones y del racismo que había hacia chinos y japoneses por medio de las artes marciales, el judo y el boxeo, y a defender a los más débiles. Siempre hemos sido una familia muy unida y muy conectada con nuestra comunidad, empezando por el barrio muy pobre donde crecimos, el de Bellavista”.
Los rasgos orientales de Sergio hace que lo confundan fácilmente como miembro de la comunidad china de Mexicali, muy amplia y discriminada durante mucho tiempo. Pero Tamai no le da mucho peso al racismo. “Creo que es una condición humana, producto del miedo y de la ignorancia, y claro que te afecta, pero se puede superar. A nosotros desde niños nos decían ‘chinos come caca’ y en mi familia la reacción era siempre de indignación y de orgullo, y después se transformó en espíritu de solidaridad con los otros discriminados”.
Después de haber sido misionero mormón, de haber trabajado en la Secretaría de Salud observando con sus ojos de joven misionero la corrupción de los aparatos del Estado, después de haber sido parte con orgullo patriótico del Pentathlón Deportivo Militarizado Universitario fundado por el político mexiquense Jorge Jiménez Cantú en los años treinta, expresa su vocación de hacer negocios: “Siempre guiado por uno de los principios del Libro de Mormón, de producir riqueza para ayudar el prójimo. Los negocios y el éxito personal no contrastan con el compromiso con tu comunidad. Al contrario, es una oportunidad de crecer juntos, como el principio del Jita Kyoei del judo: el bienestar para todos con la ayuda mutua. Todos tenemos un potencial enorme, y la discriminación desperdicia este potencial que, al contrario, puede enriquecer a los demás y solucionar los conflictos”.
Es gracias a su formación en la iglesia mormona, que Sergio empieza a entrar en contacto con los principios morales que todavía reconoce como su guía. “No pretendo que la gente crea en lo mismo que yo. De hecho lo que siempre hice, los movimientos sociales en los que siempre he participado, desde la lucha contra la privatización de La Rumorosa, la lucha en contra de las tarifas eléctricas, hasta el actual desafío cotidiano del Hotel Migrante, son contextos en los que todos encuentran su espacio y su motivación, la que sea, el marxismo, la socialdemocracia, el catolicismo. La mía es la palabra de Dios y el Libro de Mormón, pero lo que importa realmente es que se tenga un sentido de justicia, de lo que es positivo y negativo, de lo que es bueno y es malo. En nuestro movimiento hay de todo: ateos, cristianos, católicos y quién sabe cuántas otras confesiones, pero estamos concentrados en el servicio que tenemos que dar a nuestra comunidad”.
Sergio dice que muchos lo consideran un loco que va a molestar y a hacer bloqueos por todas partes, o un rico que no sabe cómo gastar su dinero. “Vivo de mi pequeña imprenta, la actividad empresarial que me da de comer —dice—. Y no estoy loco, más bien entiendo y creo firmemente en la importancia de organizarse como ciudadanos y de enfrentarse a las autoridades como pueblo organizado, como masa crítica, como fuerza de alto impacto que, como en el caso de los deportados, puede obligar a políticos mexicanos y a instituciones estadounidenses a escuchar tus demandas nomás porque no dejas de protestar”.
Sergio es un río de ideas y palabras. A sus cincuenta y nueve años toma fuerza de la energía que lo rodea. Desde enero de 2010, cuando empezó la aventura del Hotel Migrante, han pasado por aquí más de cuarenta mil deportados, y Sergio piensa que van a llegar a cien mil antes de que termine 2012, debido al aumento de las deportaciones desde Estados Unidos.
La noche es fría y los huéspedes siguen registrándose, en espera de su cena. Han llegado grupos de diferentes lugares de Estados Unidos. Todos han sido guiados por Hugo hasta el hotel. Sergio Tamai no para de hablar: “No logro entender lo que quiere el gobierno mexicano —dice—, pero con respecto a los mexicanos deportados no se hace casi nada, y es justamente lo que nosotros como organización estamos pidiendo a las instituciones mexicanas, en particular al gobierno federal: queremos que el gobierno apoye a los deportados como una suerte de reciprocidad porque cada año México es bendecido con los más de veinte mil millones de dólares de los mexicanos que viven en los Estados Unidos, que en muchísimos casos son los mismos indocumentados que de repente son atrapados por la policía y deportados. Entonces sería justo que el gobierno los tratara bien y los cuidara en el momento en que más lo necesitan, o sea, cuando los deportan, y no sólo que los considerara importantes cuando mandan su dinero”.
El boteo es una de las principales actividades que desempeñan todos los días los migrantes que deciden quedarse en Mexicali. Desde las primeras horas de la mañana, la zona del pasaje fronterizo se llena de migrantes con su playera verde de los Ángeles sin Fronteras que piden dinero en botecitos de metal a los automovilistas que cruzan hacia Estados Unidos. La mitad de lo que logran levantar es para ellos, la otra mitad es para los gastos del hotel. La gente que pasa en la calle está acostumbrada al boteo y sorpresivamente deja bastante dinero porque las actividades públicas de Ángeles sin Fronteras la han sensibilizado.
“Yo también empecé boteando, y de repente en el día agarro una playera verde y salgo a la calle, y sigo haciéndolo”, dice Miguel, que toma un café en su pequeña oficina, entre un grupo de deportados y otro. Son las tres y media de la noche y el tiempo parece haberse detenido. “Cuando llegué, hace casi un año, más que otra cosa me sentía traicionado, y quería recolectar rápidamente el dinero necesario para regresarme de volada al otro lado. Me agarraron por un control que hicieron en la casa de mis vecinos, que todo el tiempo se peleaban. Yo no tenía nada que ver, pero me vieron con cara de latino y por seguridad quisieron mis papeles. No los tenía. Después de dieciocho años en Estados Unidos, con una esposa, dos hijas hermosas, un buen trabajo, no había regularizado mi situación migratoria. Nunca”.
El humo del café se agota y la bebida empieza a enfriarse. Miguel casi no se da cuenta y sigue su historia. “Tienes que entender que aquí no llegan sólo los pobres. En realidad la mayoría de los que caen en el Hotel Migrante en México se considerarían de clase media alta. Las deportaciones son transversales y tienen que ver más con la raza. Claro, si eres muy rico no tienes color. Yo, por ejemplo, vendía coches en California y luego en Nevada. Me iba muy bien. En los últimos tiempos lograba levantar hasta cuatro mil dólares por semana. ¡Por semana! Sé que te parece absurdo, y claro no los ganaba todos los meses, pero podía llegar a ganarme ese dinero. Y me lo gastaba todo. Me compré una casa, coches, regalos a mi esposa, mis hijas tenían todo, y nunca pensé que a mí me iba a tocar esto. Empecé trabajando en una concesionaria de coches, luego poco a poco me gané la confianza del jefe, que apreció mi capacidad de hablar con la gente, de convencerla. Y en los últimos años me hizo vendedor. De repente todo me cayó encima.
Cuando llegué aquí empecé a buscar la forma de regresarme muchas veces. Me volvieron a agarrar o simplemente ya no pude. Y en cuanto me di cuenta de que no lo iba a lograr, en cuanto perdí la esperanza, mi esposa me dijo que ya no quería saber de mí, que ya tenía otra persona, que mejor me quedara aquí. Y eso hice, aquí estoy. Ahora trato de convencer a mis compañeros, los que llegan cada día y cada noche, que es un riesgo demasiado grande tratar de cruzar, aun sabiendo que si lo quieren hacer, nadie o nada va a poder detenerlos. Pero nosotros tenemos que intentar, porque se hizo siempre más difícil, más peligroso llegar a Estados Unidos, y a lo mejor no vale la pena”.
Este lugar es diferente de las casas de migrantes a donde llegan ciudadanos centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos. Aquellos son lugares de descanso y de esperanza para gente que por primera vez intenta irse para el otro lado. Aunque padezcan cansancio y hambre, aunque grupos criminales los secuestren —o los funcionarios del Instituto Nacional de Migración, la Policía Federal o las policías locales los extorsionen—, esos migrantes tienen una fuerza y una determinación en los ojos que demuestra que, a pesar de todo, no se van a rendir, van a luchar hasta las últimas consecuencias para llegar a trabajar en Estados Unidos y a mejorar las condiciones de vida de su familia.
Aquí es diferente. La mayoría de los deportados ya vivió el bienestar de Estados Unidos. Ya tuvieron dinero, ya lo mandaron a México, ya tuvieron un buen carro y una casa decente. Y de repente tienen que volver a empezar.
“Uno se olvida pronto de lo que era, de dónde viene”, dice en la oscuridad la voz de un señor ya grande, con acento norteño. Habla despacio y no se nota tristeza, sino más bien un toque de ironía. “No digo que te haces rico, eso no, pero es fácil acostumbrarse a cierto tipo de bienestar, de servicios, de comodidad, vaya. No te olvidas de tu casa, al principio. Y tratas de mantener una relación constante con tu pueblo de origen. Si puedes, tratas de regresar y luego volver a Estados Unidos, pero poco a poco se reducen las visitas, porque se hace más difícil o caro cruzar la frontera. Y luego lo que queda es un recuerdo romántico de tu tierra y el deseo de regresar algún día a ella. Pasan los años, y aunque lograste hacerte invisible a la migra o a la policía, siempre corres el riesgo de que no pagues una multa, de que manejes sin cinturón de seguridad, y lo pierdes todo. Esto es lo que pasa con nosotros”.
Abajo, en la entrada del hotel, hay movimiento, se escuchan gritos. Está prohibido salir en la noche: es el momento más peligroso para un deportado. Los clientes del 13 Negro no siempre toleran el flujo de migrantes que llegan al hotel y a veces puede estallar una pelea. Sin embargo, las teiboleras y las prostitutas han demostrado tener cierta sensibilidad hacia los migrantes deportados, y en diferentes ocasiones hicieron una colecta para comprar sacos de arroz, frijoles o papas para las sopas de Gerardo.
En la puerta de entrada, Iván está más sonriente que hace un par de horas y más dispuesto a contar su historia. “Me agarraron en Phoenix, Arizona, por posesión de droga”, dice sin dejar de mirar la calle, tocándose a cada rato la parte posterior de la oreja izquierda, donde tiene un tatuaje reciente con un nombre de mujer. “Me llevaron al bote, pero me fue bien porque en realidad yo la droga la vendo sólo los fines de semana, porque los otros días trabajo como jardinero en las casas de gente con dinero. Y luego, para redondear un poco, vendo mariguana. Pero no me importa que me hayan deportado. Tengo un amigo que es de un pueblo cerca del mío, de Jalisco, que trabaja con la gente de la mafia de Sonora. Entonces el plan es fácil: colecto un poco de lana para llegar a Altar, Sonora, y él me mete en contacto con los malandrines. Me cargo una mochilita hasta Phoenix y no pago pasaje al coyote. Y además me dan algo a mí, unos mil ochocientos dólares”.
En la mochila a la que Iván hace referencia caben veinticinco kilos de mota que llegarán por medio de él a su destino en Arizona.
“Claro, si te llevas una mochila de coca hasta Chicago te pueden pagar unos siete mil dólares, pero yo no me arriesgo a tanto. Esto ya lo hice un par de veces cuando fui a visitar a mi familia en Jalisco. Además, si tienes permiso de los mafiosos, el cruce se hace mucho más fácil y seguro”.
Conforme se acerca el amanecer, el hotel se hace más tranquilo, silencioso. Pero en la oficina hay una lamparita prendida. Sergio Tamai está preparando la próxima marcha de sensibilización para que el gobierno de Estados Unidos y el mexicano empiecen a dar respuestas concretas a los problemas de las deportaciones.
“Hicimos una marcha de Tijuana a Mexicali hace algunos meses, nos demoramos días y fue un evento increíble. También fuimos a protestar varias veces a la frontera. Estamos acostumbrados a realizar iniciativas como éstas, pero lo que falta es la voluntad política de resolver la situación. Nuestro papel es seguir luchando, seguir levantando la voz y demostrando con los hechos que hasta con poco dinero se puede dar la justa atención a nuestros paisanos deportados. Finalmente, este movimiento es un grito de auxilio, un grito en el desierto que está reclamando justicia. En la frontera se están quedando miles de mexicanos que no se pueden trasladar a sus lugares de origen, porque ya no tienen ninguna raíz. Se quieren regresar a Estados Unidos, pero se quedan en las ciudades mexicanas y crean muchos problemas: alcoholismo, drogadicción, vandalismo, un círculo vicioso que nosotros queremos cambiar con la propuesta de reforma integral migratoria que hemos estado elaborando”. //
*Este reportaje se publicó en el número 129 de Gatopardo, en marzo de 2012.
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