El cambio es el camino sensato
Tatiana Maillard
Fotografía de Diego Berruecos
Un perfil de Daniel Giménez Cacho
Durante tres décadas, Daniel Giménez Cacho se ha consolidado como uno de los actores más destacados de la escena mexicana. Estudió física, pero descubrió que no estaba hecho para las ciencias exactas. Encontró en la actuación un lugar de pertenencia. Ha trabajado con directores de la talla de Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Pedro Almodóvar. Y en el teatro se formó con Juan José Gurrola y Hugo Hiriart. Ahora participa en la segunda película de Gael García Bernal, Chicuarotes. El actor habla de las diferentes etapas de su extensa carrera y explica por qué no lo desvelan los premios.
Podría comenzar por escribir qué pantalones viste Daniel Giménez Cacho y qué camisa, de qué material y color. La ropa, como extensión de la persona y como la manifestación de sus gustos, tendría que expresar algo sobre el sujeto que la usa. Es un mensaje que espera ser descifrado por el ojo, una declaración sin palabras; además, un elemento común de la manufactura periodística.
Una veintena de sacos, pantalones, camisas, así como una variedad de zapatos, reposan en un clóset portátil a la espera de ser usados durante esta sesión fotográfica, y en un lapso de cincuenta minutos, Daniel Giménez Cacho se ha cambiado al menos siete veces. Pantalones grises o negros, una camisa de algodón estilo Polo, una camisa blanca de manga larga, un saco de pana beige. Toda esta ropa, ¿en verdad revela algo sobre él? ¿Es posible explorar las profundidades del alma a partir de la elección de un color o de un tipo de tela?
Además de la ropa, Daniel cambia de cigarrillo con frecuencia. Cuando se consume uno, enciende otro. Con la colilla apretada entre el índice y el pulgar, acerca cada pequeño incendio hasta la comisura de su boca y fuma con una expresión parecida al placer. Un placer matón, similar al de Clint Eastwood en las películas de Sergio Leone.
—¡Cambio! —grita alguien del crew. La voz resuena en la casona de principios del siglo XX que alberga a la galería José García, en el corazón de la Santa María la Ribera, colonia de caserones soberbios de otros tiempos, de fondas y talleres de oficios, sobre la que pende constantemente la amenaza de la gentrificación.
Tras el grito que anuncia la siguiente rotación de vestimenta, Daniel relaja la pose que hasta hace medio segundo ofrecía a las cámaras, para caminar silbando hacia el vestidor, donde se probará otro conjunto.
“¡Cambio!” debe ser la orden más sensata jamás expresada con fuerza pulmonar, porque enfatiza que nada permanece. Y esta cualidad dúctil del tiempo, del espacio y de la Vida, en mayúsculas, es el material con el que trabaja el actor.
***
—Creo que siempre es importante hablar de los temas que duelen y que nos incomodan —dice Daniel Giménez Cacho, con una vibración parecida al ronroneo de un tigre, gutural y profunda, adquirida a golpes de tabaco.
Recargado sobre el barandal de un pasillo que da al patio de esta casona exhala humo, a la espera de que empiece de nuevo el llamado para las fotos. Hace tres días, acompañado de su hijo Lucio, vio por primera vez la película Chicuarotes, dirigida por Gael García Bernal y protagonizada por los actores Benny Emmanuel, Dolores Heredia y él mismo.
Cuando se le pregunta su opinión sobre la película, responde:
—La peli me gustó… sí me gustó, pero me dejó… desconcertado.
El segundo largometraje de García Bernal, con guion de Augusto Mendoza, es la sórdida historia de El Cagalera (Benny Emmanuel), un adolescente sumido en un entorno donde la violencia no sólo es la única forma de vida: es la natural. El alcoholismo, las agresiones sexuales, el secuestro y el linchamiento público son las maneras con las que se relacionan los personajes de esta cinta. Para escapar de esa condena existencial, El Cagalera planeará estrategias desesperadas desde lo único que conoce: más violencia.
—Me hizo acordarme de esa película dirigida por Ettore Scola: Feos, sucios y malos —agrega Giménez Cacho, quien interpreta a El Chillamil, un sociópata expresidiario de trato cábula e intenciones torcidas—. Hubo una época donde estos temas incómodos no se tocaban en el cine, a menos de que se tratara de Los hijos de Sánchez (Hall Barlett, 1978). Ahora se abordan bastante. Está bien, porque ésa es la función más importante del cine, del arte, y de la vida, tratar los temas duros.
Tanto en el teatro como en el cine o la televisión, Giménez Cacho ha encarnado a personajes en los que se manifiestan las pulsiones oscuras. Pese a esta familiaridad, a Daniel le inquietó lo que leyó en el guion de Chicuarotes, así como la naturaleza de El Chillamil.
Gael García Bernal, director de la película, rememora en entrevista que percibió cierta incomodidad cuando habló con Daniel para proponerle su participación en la cinta: “Le dije, ‘Oye, Daniel, ya sé lo que me vas a decir sobre esta película, y tendrás toda la razón. Pero creo que debemos hacerla’. Él leyó el guion y me preguntó muy consternado si yo estaba seguro de querer filmarla, porque la historia era muy cabrona. Le dije que lo sabía, pero también era necesario abordar esos temas de frente”.
Gael no tardó en convencerlo. Explica: “Lo maravilloso de trabajar con Daniel es que tenemos una especie de telepatía donde ambos sabemos cómo va a reaccionar el otro. Gozamos trabajar juntos, y aunque yo sea el director, ambos trabajamos como actores: descartamos elementos, proponemos otros… y en cierto modo, los dos somos un poco aprensivos”.
Entre el quinto y el sexto cambio de vestuario, le cuento a Daniel, como quien trae un chisme entre manos, lo que Gael ha dicho sobre su reacción al guion.
—¿Eso te dijo? ¿Que me saqué de onda? —Daniel deja escapar una carcajada que hace eco, como si saliera de las profundidades de una cueva—. No sé… cuando interpreté a El Chillamil lo hice con la intención de que fuera un villano en serio. Pero ahora que vi la película, lo percibí como si fuera cualquier persona que anda por ahí, que a lo mejor no es tan villano, villano.
El personaje de El Chillamil, por cierto, intenta violar a una menor de edad.
—Eso es interesante, que no se vea tan villano, pero haga esas cosas. Es como una normalización de la violencia. Para él, violar a una menor es un asunto menor, no es un evento dramático, es casi un trámite, como ir al baño, lo cual lo hace mucho peor.
Daniel coincide en algo con Gael: es importante hablar de los temas incómodos. Chicuarotes no es una cinta complaciente. Salvo el personaje de Sugheili (interpretado por Leidi Gutiérrez), una adolescente de una bondad atípica en el universo de esta trama, el resto de los adolescentes-casi-niños y de los adultos se rigen por dinámicas alejadas de la redención. Para nadie hay salida. Y los sueños de un futuro mejor no se cumplen.
***
Daniel tenía sueños. Sueños de juventud.
—Desde que empecé a actuar han pasado ¿qué? ¿Treinta años? No los he contado. Ha sido todo un proceso, he pasado por distintas etapas —expresa, con la mirada fija en el techo de la galería, exhalando una bocanada de humo.
Cada etapa va marcada por el signo del cambio. Lo que está vivo, se transforma. Y Daniel Giménez Cacho, el actor de 58 años, nacido en Madrid, ganador de varios premios Ariel y un Goya, el que ha trabajado bajo las órdenes de Pedro Almodóvar, el que incursionó en la dirección televisiva con la serie Crónica de castas y el que mantiene una enérgica actividad política y cultural desde la sociedad civil, no se parece al joven que a finales de los setenta estudiaba física en la Facultad de Ciencias de la unam, sin comprender una palabra, ni un cálculo ni una operación de las que se explicaban en clase.
En diversas entrevistas el actor ha mencionado dos eventos que fueron decisivos para aceptar que su camino no era el de las ciencias exactas. El primero fue un viaje en hongos que realizó acompañado de otros estudiantes, en el Estado de México. Cuando regresó a las clases supo con una certeza imposible de evadir que aquel no era su lugar. El segundo elemento que modificó la ruta de su vida fue un taller de actuación impartido los sábados por José Luis Ibáñez, donde, a diferencia de su experiencia en los salones de la facultad, la sensación de pertenencia se despertó con la fuerza de lo evidente.
—En un principio, la actuación era una manera de ser yo mismo. De liberarme a través de los personajes. Cuando empiezas, se sabe, tienes tus ideales. Estás lleno de ilusiones y visiones. Pero al paso de los años vas cambiando —dice Giménez Cacho.
Porque una cosa son los sueños y otra muy distinta es el choque con la realidad. Daniel podía sentirse a gusto con el hobby recién adquirido, pero conforme avanzaba en el trayecto tenía que demostrar si de verdad tenía talento.
También existía otro obstáculo que vencer: la figura paterna. Don Luis Giménez Cacho, quien junto con su esposa, la pintora Julia García Casado, salió de España durante la Guerra Civil para exiliarse en Nueva York.
El matrimonio, que se había conocido cuando ambos eran actores de la compañía de teatro La Barraca (fundada por Federico García Lorca), regresó a Madrid, donde nació Daniel. Al poco tiempo, la familia se mudó a México y Luis pondría en marcha una fábrica de acero de corte socialista, en la que todos los empleados eran dueños de la misma. La empresa cerró, sin embargo, después de cinco años de operación. Luis se dedicó a otros negocios y el recuerdo de su fugaz paso por el teatro se diluyó cada vez más, conforme se iban sumando los años.
Entonces, para horror de Luis, el menor de sus seis hijos comenzó a mostrar interés por las artes escénicas. Daniel estaba interesado por la danza. Por la actuación. Por el teatro.
—Por supuesto, mi papá no me apoyaba. A él lo educaron así. A mi abuelo tampoco le habría pasado por la cabeza apoyarlo para ser actor o filósofo. Teníamos que emplearnos en algo que generara dinero. Y eso se acentuaba porque mis padres venían de la guerra, de sobrevivir.
Cuenta Daniel que tenía 26 años cuando realizó su primera audición teatral, invitado por el actor y director Eligio Meléndez. Se trataba de una obra dirigida por Juan José Gurrola. Al verlo en escena, Gurrola lo paró en seco con un “¡No!”, y señaló con el dedo el hombro derecho del joven actor:
—Aquí, tienes a tu padre. Es una voz que te está diciendo lo que tienes que hacer. Vete. Cuando te lo quites de encima, regresas —le dijo.
Él quedó aturdido con esa sentencia que colindaba con lo psicomágico y que, además, era certera.
—Gurrola tenía razón: yo traía a cuestas la voz de mi papá. Él me dirigía a distancia. A los quince días de la audición regresé con Gurrola y le dije que ya me había quitado a mi padre de encima. Claro que era una mentira. Pero a partir de ese momento comencé a ser más consciente de eso.
***
En casa de Daniel Giménez Cacho no hay un espacio destinado para exhibir los premios y reconocimientos. Todos se encuentran en la colonia Juárez, al interior del Teatro El Milagro.
Inaugurado en 2008 por Daniel, Pablo Moya, David Olguín y Gabriel Pascal, el teatro El Milagro honra su nombre: es un prodigio que no apareció de un día al otro, sino que tomó más de una década. Representa la lenta materialización de una de esas “ilusiones y visiones” de juventud que menciona el actor.
En 1991 la directora teatral Lorena Maza, la diseñadora de vestuario escénico Tolita Figueroa y Daniel fundaron la Asociación Cultural El Milagro, dedicada a la promoción y difusión de las artes escénicas. La idea era crear una editorial especializada en dramaturgia y, además, construir un teatro.
Para conseguir el financiamiento que permitiera la existencia de estos proyectos decidieron abrir en 1992 el Bar Milán, ubicado en el número 18 de la calle homónima, en la casa que antes albergaba a la Galería de Arte Mexicano y que Mariana Pérez Amor les cedió. El bar se colocó rápidamente como una de las opciones hype de la vida nocturna de la Ciudad de México y la editorial no tardó en ver la luz. En cambio, tomó 16 años para que el teatro lograra, por fin, abrir sus puertas en el número 24 de la misma calle.
Es ahí, al interior de la oficina de Daniel, donde están los cinco Arieles, el Goya; los galardones que le han otorgado en festivales en México, los que le han entregado en diversas ciudades de América Latina, en España y en Nueva York. Uno tras otro, en un despliegue abundante, pero también aburrido de enumerar, se encuentran los cúmulos de estatuillas, de diplomas, de placas grabadas con el nombre y los apellidos del actor.
“La primera vez que acompañé a Daniel al Teatro El Milagro, pasamos por su oficina. Me sorprendió ver que ahí tiene todos sus premios amontonados”, dice Baltimore Beltrán, actor nominado al Ariel 2019 por su interpretación de Mario Aburto en la película Mente revólver, y amigo de Daniel desde hace más de un lustro.
El actor explica: “Me llamó la atención que los tuviera ahí empolvados, casi oxidándose. Yo creo que Daniel recibe sus premios con respeto, pero no basa su vida en ellos. También detesta los halagos. En su círculo más cercano de afectos no le gusta que alimentemos la idea de ‘El Personaje, El Actor’. Y eso le da una libertad que pocos artistas tienen, porque a veces los premios y los halagos te meten en un costal”.
—¿Qué tanto te importan los premios? —le pregunto a Daniel cuando lo veo en persona.
—No son algo que yo busque, la verdad. No son mi objetivo en el trabajo, pero se agradecen. Son reconocimientos que te hace la comunidad… son halagos… son bonitos. Yo los tengo en la oficina como los dentistas tienen sus diplomas en los consultorios.
Existe un consenso general, que no se discute y del que no se duda: Daniel Giménez Cacho es uno de los actores más importantes de la escena mexicana contemporánea. En sus inicios teatrales, estuvo bajo la dirección de los renombrados Juan José Gurrola y Hugo Hiriart.
Pocos años después, al inicio de la década de los noventa, una generación de jóvenes comenzó a dar forma a lo que entonces se bautizó como Nuevo Cine Mexicano, un movimiento que daba la espalda a las temáticas picarescas del llamado Cine de ficheras (que desde los setenta abarcaba casi toda la producción cinematográfica del país), para inclinarse por temas, narrativas y lenguajes visuales distintos.
Directores debutantes, que hoy en día se erigen como los grandes monstruos de la industria a nivel internacional, eligieron a Giménez Cacho como parte del elenco de sus películas. Así, el tres veces ganador del Oscar, Alfonso Cuarón, le brindó su primer protagónico en Sólo con tu pareja (1991) y Guillermo del Toro (también con dos premios Oscar) lo puso en la mira del Ariel con La invención de Cronos (1993), película por la que Giménez Cacho fue reconocido como Mejor Actor de Reparto. Ése fue su primer galardón.
“Daniel tiene un rango espectacular de interpretación. Es como un Stradivarius: su virtuosismo tiene esa finura”, expresa Gabriel Ripstein, director, productor y guionista, quien dirigió a Daniel en las series Un extraño enemigo y Aquí en la tierra.
Ripstein acepta que no sabe definir cuál es esa extraña cualidad por la cual un actor consigue transformarse en otra persona. No hay métodos infalibles ni manuales paso a paso. La actuación tiene sus reglas, pero también juega el misterio.
“Al interpretar un personaje, el actor fluye de forma natural por un talento que es indescriptible para mí”, agrega Ripstein. “Pero en el caso de Daniel, también hay agudeza, un entendimiento que va más allá de lo que se tiene que resolver en escena. Él sabe qué se requiere para que funcione el cuento que estamos narrando”.
Gabriel es hijo del director cinematográfico Arturo Ripstein, quien trabajó con Giménez Cacho en las películas Profundo Carmesí (1996) y El Coronel no tiene quien le escriba (1999). De la experiencia de ver a Daniel actuar con su padre y posteriormente, de trabajar con él mismo, destaca:
“Con Daniel se trabaja muy bien, porque se genera un vínculo de comunicación y confianza. Eso ayuda a que todos estemos en el mismo tono y que contemos el mismo cuento, pues ocurre muy seguido que cada actor jale por su lado. En cambio, Daniel es colaborativo. Funciona mejor cuando tiene un actor que lo reta, porque es cuando provoca que salga lo mejor de él y de los demás”.
***
—¿Cuál será el defecto de Daniel?
Después de pensarlo por varios segundos, Gabriel Ripstein responde:
—El defecto de Daniel es que no tiene defectos.
—No me lo puedo creer.
—¿Qué quieres que te diga? Es un gran actor y, además, también dirige, lo cual le da agudeza y sensibilidad.
—¿Ni uno solo?
—A ver, para darme una idea de respuesta: ¿Cuáles te han dicho que son los defectos de Daniel?
Hago un repaso en la memoria. La productora Mónica Lozano, quien es amiga suya desde hace más de dos décadas, comentó:
—Me cuesta trabajo saber qué decir, porque yo lo veo como un ser de luz. Quizá en algún momento fue impulsivo y un poquito irracional. Pero es algo que ha modificado con el tiempo.
En cambio, Gael García expresó con una sonrisa enternecida:
—El defecto de Daniel es que se emociona.
—¡Eso no es un defecto!
—¡Es una dificultad hermosa! Porque esa emoción hace que Daniel se desboque y a mí me divierte ser cómplice en eso, porque me inspira a seguirlo.
Con Gabriel Ripstein esperando pacientemente al teléfono, sigo tratando de rememorar algún defecto que alguien me haya revelado del actor.
—Es divertido y respetuoso. También tiene un lado audaz y juguetón —fue lo único que expresó la actriz Karina Gidi, con quien compartió el rol protagónico en Los adioses (2018).
Baltimore Beltrán, quien conoció a Daniel cuando fue su asistente de dirección durante el montaje de la obra El dragón de oro, de Roland Schimmelpfenning, tampoco pudo mencionar claramente un defecto:
—La mayor virtud de Daniel es la intuición, pero también es su mayor defecto.
—¿Cómo es que la intuición puede ser un defecto?
—Porque en el escenario, la intuición de Daniel puede llevar a hallazgos creativos, pero también puede generar caos. No es una persona organizada, ni metódica. Hay quienes apuntan en una libreta, estudian, tienen las cosas memorizadas y muy claras. Daniel, no.
Y ahora que Gabriel Ripstein me pregunta qué defectos han mencionado de Daniel, no sé qué contestar, porque sus conocidos hacen referencia a ellos con palabras tan suaves y los mencionan con tanta delicadeza en la voz, que da la sensación de que no enuncian una desvirtud, sino que le hacen un halago.
***
—En la actuación, a mí me ha servido mucho el tema de ‘La sombra’ —dice Daniel Giménez Cacho, mientras acaricia su barbilla—. Ese concepto de psicología que manejaba Carl Jung y que se refiere a las cosas que no queremos asumir, porque creemos que somos buenas personas. Requiere un gran esfuerzo aceptar y hablar con las cosas malas que uno tiene. Resolverlas, ¡no negarlas!
Para hablar de los defectos de Giménez Cacho, nadie como la fuente primigenia de los mismos. Con la cabeza vuelta de perfil y ligeramente ladeada, Daniel dirige una mirada de escrutinio a quien lo entrevista, y parece que mide el peso de cada palabra.
—¿Y cuál es tu sombra?
—Bueno, digamos que hay un personaje predominante, que quiere ser solidario y estar al servicio de los demás. Me ha costado trabajo aprender a decir “No” y a defenderme. Siempre me pongo en último lugar. Entonces voy acumulando sentimientos. Luego, está el alcohol, que se vuelve una válvula por donde escapa un personaje maléfico que dice: “¿Todos pensaban que yo era muy buena onda?, ¡pues no!”. Mi lado oscuro sale de una manera agresiva y desordenada que domina y destruye. Es algo que he tenido que trabajar.
—¿Cómo?
—Tratando de entender enojos que escondo y que, obviamente, con el alcohol salen. Te sientes muy mal y haces cosas que no has querido hacer. El defecto es una característica humana. Nos cuesta ver la realidad, y aceptar que somos algo bien lindo, pero también somos este pedazo de caca.
Hasta el 5 de mayo, en el teatro El Milagro se presentó la obra ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, del dramaturgo estadounidense Edward Albee. La trama gira en torno a un matrimonio aparentemente sólido y feliz, que en una velada con amigos comienza a revelar las fisuras, fragmentaciones y feroces odios que han acumulado durante décadas, todos ellos, potenciados por el alcohol.
—Esa puesta en escena ha sido muy fuerte para mí, porque son temas que se relacionan con el alcohol —expresa Daniel—. En la obra, quien tiene un severo problema de alcoholismo es una mujer. En mi casa, soy yo. No quiero que quede la impresión de que es severo, porque no lo es. Y como no lo es, parece que no importa, pero sí. Es algo que siempre tengo que cuidar. No desaparece. Ahí está.
***
Siempre nos estamos yendo hacia otra parte. A veces, sin despedirnos, nos movemos. El cambio nos atraviesa y el rumbo se modifica. A los 37 años y en plena función teatral, Daniel se dio cuenta de que había cambiado de lugar. La actuación ya no era razón de vida o vocación. Mientras el resto de los actores interpretaban sus líneas y ofrendaban el cuerpo entero al servicio de la obra, Daniel permanecía en silencio, porque así lo requería su personaje. Y en medio del movimiento de escena, descubrió que estaba aburrido.
—Fue una sensación que me duró dos años. Me caía gordo, me veía en el espejo y me decía: “¡Cómo me aburres!, llevas 20 años contando el mismo chiste. Es… fran-ca-men-te… aburrido”.
El actor lo atribuye a la crisis de la mediana edad.
—Es cuando empiezas a cuestionar tus ideales y anhelos. Te preguntas si realmente querías lo que tienes. Había cosas que ya no deseaba, pero tampoco sabía cuál era el nuevo Daniel que debía aparecer.
La actuación no se le había otorgado como un don innato y natural. En sus inicios, había trabajado para lograr personajes convincentes. En esa profesión que parece colindar con la locura, donde hombres y mujeres interpretan sentimientos que no son suyos y emulan vidas que no les pertenecen, Daniel se sentía en desventaja y durante más de un lustro dudó en llamarse actor.
“El talento de Daniel es exorbitante”, recalca Gabriel Ripstein. “Hay actores muy vivenciales, pero él no pertenece a ese grupo. A Daniel le dices ¡Corte! y sale de su interpretación para ser él mismo. Nada de que se queda trabado en su personaje”.
No siempre fue así. Daniel rememora que, aunque estaba convencido de su vocación, todo el proceso fue lento, complicado, difícil. Hasta que en alguna ocasión fue testigo de cómo la actriz española Victoria Abril entraba y salía de su personaje con la facilidad con la que alguien enciende y apaga un switch.
—Fue a partir de ese momento que me propuse ser más eficaz. Ése era mi reto. He descubierto que es una cuestión de la mente, se trata de decir: “Sí. Va a suceder. Ahora mismo. Porque yo lo decido”. La mente tiene un poder brutal, sólo que nos cuesta mucho entenderla por nuestra inseguridad y falta de concentración. Al paso de los años, he visto que es tan sencillo y complicado como decir: “Va a suceder ahora”. Es afirmar, en vez de negar.
Después de convencerse a sí mismo, convenció a los otros. Principalmente a Luis, su padre.
—Con el tiempo, mi papá se relajó. El teatro que se hacía en México no le gustaba. Él tenía sus estándares europeos. Prefería obras del Siglo de Oro, de Shakespeare. En cambio, mencionarle a Emilio Carballido le hacía poner un gesto de “¿Qué es eso?”. Sentía un poco de desprecio. Pero como a mí me empezó a ir bien y eso se traduce en reconocimiento social, se relajó.
A mediados de los ochenta Daniel y su entonces pareja, Tolita Figueroa, llegaron a Italia para residir. Además de la actuación, a Daniel le interesaba prepararse en el canto.
—Me fui con la promesa de una beca para entrar al conservatorio estatal, pero cuando llegamos, se cancelaron las becas. Fue un desastre. Las cosas se pusieron difíciles en lo económico y terminé por estudiar en una academia muy mala.
La academia a la que se refiere es el Studio Fersen di Arti Sceniche.
—¿Qué tal eras para el canto?
—Bueno. Comencé a estudiar, pero lo dejé. Una maestra, Olga Baldassari, que en paz descanse, me metió en un dilema absurdo: o era cantante o era actor. Le hice caso, porque era la maestra y le creí, aunque muchos me dijeron que no abandonara el canto. No me arrepiento de mi decisión, aunque todavía tengo la fantasía de hacer una comedia musical… por lo menos.
La música es algo que ha estado presente desde épocas tempranas. José Luis Paredes Pacho, exbaterista de La Maldita Vecindad y director del Museo Universitario de El Chopo, recuerda que Daniel solía tocar la guitarra e interpretar canciones folclóricas en los tiempos donde ambos eran estudiantes de la Escuela Secundaria Técnica Escuela Nueva:
“Era una escuela cargada a la literatura, las artes y a la música. En ese entonces se llamaban Escuelas Activas. El postulado era que ahí se enseñaba a pensar, no a memorizar. Habían muchos hijos de intelectuales. Estábamos en el mismo salón y Daniel era de los alumnos aplicados. Sacaba mejores calificaciones que yo. En ese momento yo ya me inclinaba por el rock y recuerdo que Daniel tocaba con sus amigos en las fiestas de aquel entonces. Era carismático, inteligente, sobresaliente, líder. Quizá eso tenga que ver con lo que hace ahora”.
Por otro lado, el músico y periodista Fernando Rivera Calderón menciona que, en alguna noche perdida a mediados de la primera década del dos mil, en un hoyo fonki del Centro Histórico de la Ciudad de México, coincidió con Giménez Cacho durante una tocada que ofrecieron Las Ultrasónicas y El Palomazo informativo, el extinto grupo de rock y sátira política liderado por Fernando:
“Estábamos en los camerinos y Daniel entró a saludar. Como a las dos horas, cuando El Palomazo estaba tocando, Daniel se subió, tomó el micrófono que yo estaba usando y empezó a improvisar una canción loquísima, con una energía alucinante. Los músicos seguían en lo suyo, pero con cara de estar sacadísimos de onda. A mí se me hizo superchido: recitaba, gritaba, cantaba”.
Fue justo durante su residencia en Italia que llegó la oportunidad para dar salida a su trabajo como cantante. De 1985 a 1987 Daniel fue parte del elenco de Doña Giovanni, puesta en escena dirigida por Jesusa Rodríguez, basada en la ópera donjuanesca de Mozart. Él estaba fascinado por el trabajo de
Jesusa. En México, comenzaron a planear un proyecto juntos: un espectáculo que jamás se concluyó, que trataba sobre un grupo de personas que atestigua el fin del mundo desde un centro comercial. Posteriormente, Daniel dejó el país, pero el tiempo de su residencia en Italia coincidió con la gira europea de Doña Giovanni. Giménez Cacho se integró a la obra como productor y también interpretó al personaje de Don Octavio. Por su parte, Tolita Figueroa realizó el diseño de vestuario.
—Estábamos tan mal de lana, que nos cayó de perlas que Jesusa nos invitara a la obra. ¡Puta! Fueron tres años sensacionales de andar de gira. ¡Una gran época! Mi padre nos fue a ver en Salzburgo, en una función que dimos en uno de esos teatros enormes. Recuerdo que él estaba muy feliz. También actuamos en el Festival Internacional Cervantino y fue un escándalo. La gente se salió y en una reseña de periódico destacaron que en el teatro se había percibido olor a marihuana. ¡Qué México éramos!
Daniel habla de aquellos años con la exaltación del que rememora una época irrepetible. Con Doña Giovanni llegó
a cantar en Bellas Artes, durante el cierre de temporada de la obra. Después renunció al canto, inició su camino en paralelo entre el teatro y el cine, e incluso llegó a participar en telenovelas como Teresa (1989) y Demasiado corazón (1998).
Pero con los años la euforia se disolvió. El teatro dejó de ser esa experiencia extática, merecedora de recuerdos formidables y anécdotas exaltadas.
Todavía no cumplía 40 años y Daniel se sentía cansado. Estaba en escena, pero su mente se había movido hacia otro lado. El público atestiguaba lo que le ocurría a los personajes, sin conocer las verdaderas emociones que traspasaban a los actores. Y en el caso de Daniel, era un aburrimiento demoledor.
***
Después de su periodo de crisis, Daniel Giménez Cacho comenzó a abrir su marco de acción hacia otros intereses. En 2014 dirigió su primera serie televisiva, Crónica de castas, para Canal 11. También ha mantenido una constante presencia política desde la colectividad artística, a través de grupos como El Grito Más Fuerte y el Movimiento Colectivo por la Cultura y el Arte de México (Moccam).
“Conocí a Daniel hace más de 20 años y desde entonces estaba muy involucrado con generar acciones para mejorar las condiciones de su entorno social y de la cultura”, así lo dice Mónica Lozano, productora cinematográfica que ha trabajado con Giménez Cacho en cintas como Voces inocentes, Ella es Ramona y Arráncame la vida, así como en la serie Crónica de castas. El actor y la productora se conocieron en la década de los ochenta, cuando ella trabajaba en la desaparecida Dirección de Acción Social Cívica y Cultural (Socicultur) del extinto Departamento del Distrito Federal (DDF).
Daniel sabe del poder que otorga la fama, sin embargo, no ignora que esta misma cualidad puede ser una trampa:
—Puedes usar tu reconocimiento, o tu popularidad, para dar voz a una causa. Aunque siempre estás en riesgo de caer en situaciones ególatras. Por eso hay que estar muy atento. Además, cuando perteneces a un colectivo hay ciertas reglas y tus mismos compañeros te ayudan a poner los pies en la tierra.
Y aquí es cuando hacen su aparición las preguntas: ¿para qué actuar? ¿Por esa necesidad vital que unos llaman vocación? ¿Por el aplauso y la fama? Era el tipo de cuestiones que se formulaba Giménez Cacho. Pero la inquietud (que el actor define más bien como “neurosis”) se incrementó cuando residió con su familia en España durante la primera década del dos mil.
—Llegué a Madrid, donde nadie me conocía. Cuando eres Nadie, el ego se lastima. Pero entonces ocurría que iba algún amigo o familiar de visita y yo asistía al aeropuerto de Barajas a recogerlo. Los mexicanos comenzaban a salir en el área destinada a los arribos y entonces sí, varios me reconocían.
Daniel suelta otra de esas carcajadas expansivas:
—Ésa es una buena terapia: cuando tu ego de actor está pisoteado, date una vuelta al aeropuerto.
En ese tiempo, quien le ayudó a poner los pies en la tierra fue su pareja, la multipremiada fotógrafa y documentalista Maya Goded, directora del documental Plaza de la Soledad.
—Ella fue sumamente importante en ese tiempo, donde hasta la Navidad era un problema porque yo tenía una idea rígida de cómo debían ser las cosas y si no se cumplían, estallaba. Maya siempre ha sido muy importante para que me dé cuenta de las cosas. Con ella, cuento con una persona que desde el lado del cariño me confronta y que me enseña otras formas de ser, desde lo pacífico.
Es difícil vencer los monstruos que nos habitan. A lo más que podemos aspirar es a domarlos. Daniel Giménez Cacho asegura que, en todo este acontecer de giros y cambios y mutaciones que es la Vida, no se siente vencedor de ninguna batalla:
—No es que tenga las cosas resueltas, pero estoy en el camino. He descubierto que todo en la vida es un camino sin metas. No llegas a ningún lado. No dominas nada. Ahora estoy más en armonía conmigo mismo. Hay menos lucha. Y eso se traduce en menos ruido mental a la hora de trabajar —concluye. //
Fotografías de Diego Berruecos
Locación — joségarcía, mx / Coordinador de moda — Salvador Cosío R. / Maquillaje y peinado — Davo Sthebané para Givenchy
Tatiana Maillard estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién. Es fundadora de la revista Emeequis, donde se desempeñó como reportera y editora. Ha publicado en medios como Más por Más, Expansión, Vice, Correo del libro, Forbes y el diario ABC de España. Obtuvo el segundo lugar de la IX edición del premio Rostros de la Discriminación. Participó en el libro colectivo Ayotzinapa. La travesía de las Tortugas, semblanza de los 43 estudiantes de Ayotzinapa (Ediciones Proceso) y es autora de la novela Agosto (Enjambre Literario). Actualmente es reportera del programa televisivo Me canso ganso, en Canal 22.
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