Adelanto de "Tiembla": Alguien moverá edificios enteros

Alguien moverá edificios enteros

Con la premisa de que leer también es ayudar, Editorial Almadía presenta Tiembla, una antología de crónicas sobre los terremotos de septiembre en México, coordinada por Diego Fonseca.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Esperar.

Cuando mi hija Naira nació, sentí cómo mis caderas se abrieron para dar espacio a su cabeza y sus tres kilos y medio de carne. No fue dolor, o al menos no lo recuerdo así. Más bien recuerdo una extraña sensación de fractura en mi cuerpo.

Desde que llegué a vivir a la Ciudad de México, hace poco más de una década, he esperado el temblor que marcaría mi vida. Crecí escuchando historias de tíos y primos sobre ese momento de 1985 en que la Tierra cimbró y desplomó, en unos cuantos segundos, vidas y edificios. Y una de mis primeras tareas como reportera en esta ciudad, fue contar los veinte años de ese sismo. Recuerdo a los topos de Tlatelolco, unos hombres nostálgicos vestidos en sus overoles naranja y en un oficio sin demanda, a una familia de damnificados que me hicieron sentir como en mi propia casa, cuando yo era una recién llegada sin pertenencia. Recuerdo a otra familia que aún vivía en campamento y al hijo haciendo su tarea bajo el alumbrado público. Recuerdo la fotografía de una niña sobre ruinas. Parecía jugar en un paisaje lunar.

Desde que llegué a vivir a Ciudad de México asumí que me tocaría mi temblor. Que todos quienes vivimos aquí debemos pagar una cuota con esa Tierra que tiembla, que se fractura, que se abre.

Y llegó. Llegó mientras atendía una junta de trabajo en una cafetería a pie de calle en la colonia Roma, con mi segunda hija, de ocho meses de edad. Ella jugaba con la azucarera cuando sentí un leve movimiento en el piso; pensé que un gran autobús había cruzado la calle y me asomé para comprobarlo. Entonces vi las capas de asfalto moverse como una aletargada ola.

* * *

Salvar.

Crecí confiada en que los brazos de mi madre eran el lugar más seguro del mundo. Aunque pasé mi infancia en un pueblo del centro de México, donde no tiembla, no hay huracanes y la última gran inundación ocurrió treinta años antes de que yo naciera, fui de la generación atemorizada por las profecías de Nostradamus. Las imágenes de la Tierra alebrestada y enfurecida estaban en mis miedos. Recuerdo las noches de tormentas eléctricas en que corría a las piernas de mi mamá para protegerme. La casa donde crecí, creció conmigo. Hasta hace pocos años dejó de estar en obra negra. Esas paredes de cemento y esas ventanas cubiertas con plásticos me hacían sentir vulnerable en el lugar que, por definición, debía darme seguridad. ¿Se sentía mi madre capaz de protegerme de todos mis miedos y pesadillas?

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