No me verás arrodillado
Leila Guerriero
Fotografía de Sebastián Arpesella
Fito Páez, que dio a fines de 2018 un concierto consagratorio en el Carnegie Hall, de Nueva York, es una de las grandes estrellas de la música en español y el autor de algunos de los discos más exitosos de su país, entre ellos El amor después del amor, el más vendido en la historia del rock argentino.
Con una experiencia vital por momentos tormentosa —quedó huérfano de madre a los ocho meses y parte de su familia fue asesinada cuando él apenas comenzaba su carrera—, Fito Páez es un artista multifacético y curioso, siempre dispuesto a tomar riesgos como lo hizo cuando comenzó a dirigir cine o a escribir novelas.
Ninguna de las cosas que suceden cuando una estrella de rock cruza una calle —ese chisporroteo que produce cada una de sus partículas singularísimas al entrar en contacto con el aire común, esa reverberación de las esquirlas de su fama— sucede cuando Fito Páez baja de un taxi a las cinco de la tarde del 12 de agosto de 2018 frente a la puerta de Museum, la discoteca del barrio de San Telmo, Buenos Aires, donde esa noche dará un concierto presentando su último disco, La ciudad liberada, y cruza. Llega a la hora exacta en que empezará la prueba de sonido, usando un pantalón gris de gimnasia, una campera negra y gafas de sol, aunque no hay sol y hace un frío violento. Camina con el mentón alzado, sacando pecho, como si el torso estuviera sostenido desde lo alto por un hilo invisible. El pelo corto, la barba más clara en el mentón, el rostro montado duramente sobre sus huesos, tiene el aspecto que cualquier persona podría tener un sábado en la tarde. No lleva el apresuramiento paranoico que sirve para evitar fans, ni la mirada fija en el frente como estrategia para evadir curiosos. Antes de abrazar a dos o tres personas de su equipo que están en la puerta —pegadas a sus teléfonos celulares, con el rostro que denota prisa y tensión que se utiliza a modo de uniforme de trabajo— se quita los anteojos. Después entra en Museum y no queda nada que indique que una de las mayores estrellas de rock de América Latina ha pasado por allí.
Guadalupe Rodríguez es la personal manager de Fito Páez, una chica joven de pelo lacio, ojos claros y esa capacidad de emanar mensajes mudos que sólo tienen quienes están habituados a evitar molestias a personas ocupadísimas o famosas: puede eyectar, sin moverse y con gran clase, a cualquier sujeto que esté, y no deba estar, a menos de un metro de la persona para la cual trabaja. A las cinco y un minuto de la tarde del sábado 12 de agosto, de pie en la puerta de Museum, saluda y dice:
—Pasá, vamos adentro, así escuchás la prueba. Fito acaba de llegar.
—Sí, lo vi cruzar la calle.
El sitio está casi vacío, salvo por los músicos en el escenario. En medio de la pista, una consola de sonido en la que Fito Páez conversa con un técnico.
—Ahí está Fito…
—Sí, igual ahora no lo molestemos —dice Guadalupe.
Pero entonces una voz inconfundible —agudos y graves rozados por cierta aspereza, vocales sumamente abiertas— grita:
—¡¡¡Leila queridaaa!!!
Fito Páez corre desde la consola de sonido. Tiene la misma energía acromegálica que despliega en los escenarios y al hablar mueve las manos en un alboroto alegre.
—Ponete por ahí, que vamos a probar un poquito.
Con un paso que más que un paso es una opinión —trancos decididos, un balanceo coqueto—, sube al escenario donde están los músicos —Juan Absatz en los teclados; Juani Agüero en la guitarra; Diego Olivero en el bajo; Gastón Baremberg en la batería— y se sienta al teclado sin protocolos.
—Llegó la gendarmería musical —dice, y se coloca los anteojos a modo de vincha—. Un, dos, tres…
La alusión sarcástica a una fuerza del orden —gendarmería— no es casual: se dice que tiene con sus músicos un trato “tiránico”. Apenas han sonado los primeros acordes de una de esas canciones que cientos de miles corean desde hace décadas —“Giros”—, cuando se pone de pie e indica a los músicos que se detengan. Se lleva las manos a la cintura, mueve la cabeza en señal de asentimiento, se rasca el mentón.
—Podría ser mucho peor —dice, en tono histriónico, con una punzada de sarcasmo.
Agita los dedos como si se sacudiera gotas de agua o ajustara los volúmenes de un equipo de música y le dice al guitarrista Juani Agüero:
—No te vayas antes. Irse antes es una tendencia. Imaginate si estás acabando y te vas antes.
Juani Agüero es muy joven, el mejor amigo de Eugenia Kolodziej, la pareja de Páez desde hace cuatro años y medio, y siempre responde a las indicaciones con un “Okey” humilde. Páez pide la letra impresa de “Los cerezos blancos”, una canción del último disco.
—Vos —dice señalando a alguien a un lado del escenario—. Buscame “Los cerezos blancos” en cinco minutos.
—Eso toma tiempo —dice el hombre.
—Cinco minutos es mucho tiempo —dice Páez—. Bueno. “Gente sin swing”.
Se sienta ante el teclado muy erguido, las piernas abiertas en ve. Al cantar, mueve la cabeza hacia atrás y hacia adelante, de manera que las palabras parecen salir a puñetazos mientras cierra los ojos en una expresión cristiana, como si le doliera algo o estuviera en éxtasis sexual. Alguien, mientras tanto, deja las hojas con la canción impresa en un atril. Cuando el tema termina, Páez se pone de pie y dice:
—Stage manager, vení.
Alejandro Avalis, su amigo desde los años ochenta, sube al escenario. Es voluminoso y todo en él expresa que ya sabe lo que le van a decir y cómo solucionarlo. Páez le señala la letra, que ha mirado por encima.
—Antes que nada, quisiera preguntar quién escribió la letra —dice, exhibiendo el papel, y se ríe como si lo que sucede fuera muy gracioso pero, también, una enorme desgracia.
—La bajaron de internet —dice Avalis.
—¿Y cómo puede ser que bajada de internet falte la mitad? ¿No sería más profesional poner a alguien que la copiara del álbum? Es una vergüenza.
Avalis toma las hojas y se va. Páez se sienta al teclado, se refriega los muslos y suspira en un gesto que sugiere la idea de “no hay caso, así no se puede”. Después indica, seco y serio:
—“El amor después del amor”.
Y canta, como si nada hubiera sucedido, esa canción que lo cambió todo. A las seis y quince la prueba termina y los músicos bromean imitando los vicios y tics de una orquesta de jazz. Él se ríe, ellos también.
—Una chantada. Parecen jazzistas y no son nada ¡Son La chant session!
Después baja del escenario.
—We are ready, my love. Me voy a cambiar, vuelvo en un rato.
Atraviesa la pista tal como llegó, sin nada. Cuando vuelva, habrá más de dos mil personas esperando por él.
***
Dos días después del show en Museum, el 14 de agosto a las tres de la tarde, suena el timbre en un piso alto de un edificio de estilo francés ubicado en Retiro, frente a la plaza San Martín, una de las zonas más elegantes de Buenos Aires. Una voz dice:
—Ya pido que le abran.
Un portero de saco y corbata se acerca y abre. Después de un palier silencioso, bañado por la luz adormecida de una lámpara, hay un ascensor antiguo que sube rápidamente hasta el piso donde una mujer, en la puerta del departamento de Páez, espera.
—Pase, Fito ya viene —dice Mimí, que trabaja desde hace cinco años en la casa ocupándose de los dos hijos de Páez y haciendo toda clase de tareas.
El recibidor lleva a una sala pequeña, rodeada por puertas de madera y vidrio, con una ventana que da a la calle. En el centro hay una mesa oval y sillas Tulip blancas. Las paredes están cubiertas por bibliotecas donde los libros se disponen sin orden aparente: un volumen con la poesía de Juan L. Ortiz junto a otro sobre el cine de Adolfo Aristarain. Parecen muy usados e igualan en cantidad a las películas en VHS que llenan los estantes. Todo está bañado por luz, en medio de un silencio transparente. Fito Páez llega de inmediato, usando un pantalón de gimnasia, un buzo amarillo.
– Linda casa.
—Es mi primera casa. La compré hace dos años.
—¿Nunca tuviste casa propia?
—No —dice, y se ríe echando la cabeza hacia atrás—. ¡No tenía plata! Estuve trabajando hasta recién en el guion de la película.
—¿Qué película?
—La próxima.
Siempre hay algo. Un disco, una película, un libro, un concierto a beneficio del colegio al que va su hijo: algo. El movimiento —que iba a ser perpetuo— comenzó en los ochenta y trajo hasta hoy, además de tres libros y tres películas, veintitrés álbumes de estudio y cuatro en vivo, uno de los cuales es, con más de un millón de copias, el más vendido del rock argentino.
***
—Estamos flojos de privacidad —dice, en una zona que está detrás del escenario de Museum, el guitarrista Juani Agüero.
Falta poco para que comience el show y en ese espacio ínfimo hay al menos treinta personas. Músicos de la banda, amigos. Son las nueve y veinte de la noche y la pista está repleta. Alejandro Avalis, en ese VIP improvisado, se acerca con la ofuscación pintada en el rostro a Guadalupe Rodríguez.
—No puede ser —dice Avalis—. Hay veinticinco personas acá. Él no sabe que pasa esto, pero es un kilombo.
Se escuchan los sonidos de alguien haciendo ejercicios de voz. La única evidencia de que Fito Páez está cerca son esos gargarismos extraños.
***
—Ahora esto parece Buckingham, pero cuando estoy trabajando es un basurero. Partituras, canciones, pianos, teclados —dice Páez, y se toma la cabeza con las manos que, después, desliza por las mejillas en un gesto que reitera siempre que quiere subrayar el carácter maravilloso, caótico de alguna cosa.
Trabaja en un estudio contiguo en el que hay un piano, una batería, guitarras, una biblioteca pequeña y un escritorio. Vive aquí con Eugenia, su pareja, y sus dos hijos, Martín, de 19, de su matrimonio con la actriz Cecilia Roth, y Margarita, de 14, de su relación con la actriz Romina Ricci.
—Los chicos están más acá que en casa de las madres. Igual, cuando entro en zona de laburo, las madres me dicen “Tranquilo”, y se llevan a los chicos. Hay cosas que las encontrás rápido, y entonces es “Y dale alegría a mi corazón”. Pero tenés temas como “Cadáver exquisito”, que fueron seis meses de tortura. Te pegás latigazos. “Ya está”. “No, no está”. Pero no me voy hasta que gané la batalla.
Se recuesta en la silla y repite en un susurro:
—No sé si me tengo tanto respeto. Pero sí le tengo mucho respeto a lo que hago. Supongo que soy un payaso. Pero cuando me siento delante de un grupo de músicos, cuidado con eso.
***
Ajeno a los disgustos que le produce a Alejandro Avalis el amontonamiento de gente detrás del escenario, Fito Páez sale de su camarín con una chaqueta negra de cuero, anteojos de sol redondos. Se abraza con los músicos como en la previa de un partido de rugby y después suben. Apenas pone un pie en el escenario la gente aúlla. Él avanza hacia el teclado como diciendo “Sé que están ahí. Allá vamos”.
***
No hay muchos rastros del hombre de largos rizos con raya al medio que, durante los noventa, llegó a atar en un enorme rodete —adelantadísimo para su época: el pelo recogido en los hombres se hizo moda en Sudamérica recién entrado el siglo XXI—, y, aunque conserva los mismos gestos lánguidamente desarticulados de entonces, ahora en los ojos circula una electricidad distinta: por momentos se hunden en una opacidad de calvario. Pero antes y ahora lo que más hace es reírse. Una risa sarcástica con un punto de perfidia está unida a ciertas ideas relacionadas con el desprecio; una risa amarga sirve como comentario resignado a lo que no se puede cambiar; una risa acuática, como si se hubiera abierto una compuerta, corona lo que le hace gracia y siempre termina en una tos. Habla de manera arbórea: una conversación acerca de la película en cuyo guion trabaja deriva en el escritor argentino Ricardo Piglia y en una llamada que recibió del escritor argentino Rodolfo Fogwill y en reflexiones acerca de qué es correcto y qué no en el arte. Cuando menciona a Piglia o a Fogwill no los llama por sus apellidos. Dice Ricardo y Quique —el apodo de Fogwill—, y de igual manera dice Luis (por el músico argentino Luis Alberto Spinetta), o Gerardo (por el compositor argentino Gerardo Gandini), un hábito con el que parece querer acentuar la familiaridad que siente con ellos.
—¿Cómo conociste a Piglia?
—A Ricardo lo conocí… Dejame pensar… Por Liliana.
—¿Herrero?
—Sí. Ah, no. El contacto fue por Gerardo.
—Gandini.
—Sí. Yo estaba fascinado con Ricardo, y le dije… qué torpe…
Ésta podría ser la historia de un chico criado por su padre y sus abuelas. Un chico que a los 19 tocaba en la banda de un prócer del rock nacional, que se hizo solista, que tuvo éxito, que trató de tú a tú a Ricardo y a Quique y a Gerardo y a Luis. Que el 28 de septiembre hará un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York. Podría ser esa historia. Sólo que hay que tener en cuenta toda esa muerte, toda esa sangre derramada.
***
El 13 de marzo de 1963, cuando nació en la ciudad de Rosario, a 350 kilómetros de Buenos Aires, Margarita Zulema Ávalos, su madre, tenía 33 años. Estaba casada con Rodolfo Páez, empleado municipal de cierta jerarquía.
—Estaba sana. Pero cuando nazco no le sacan bien la placenta. Eso es lo que le genera la mola. Una masa de células de la placenta que se convierten en tumor. Fue cuestión de meses. A la vez, la mola tiene el efecto del embarazo. Pero ella se sentía cada vez peor. Claro. Le estaba creciendo un alien. Que no era un ser. Es una masa celular horrorosa.
Al morir su madre no hubo cambios radicales: su padre se quedó en la casa donde ya vivían, en la calle Balcarce, junto a su propia madre —Delia Zulema, apodada Belia— y su tía Josefa, apodada Pepa.
—Se muere la madre de este chico y queda como una nube negra en esa casa. Que es la muerte. Literal. Y crían a ese chico con amor. Llevando ese dolor encima. Me hipermimaron. Porque no tenía mamá. Ohhh, pobrecito. Y cuando sucedieron las cosas que sucedieron después, sin ese blindaje amoroso no sé si hubiera podido salir adelante.
Margarita Páez murió cuando Fito Páez tenía ocho meses, pero su muerte ha seguido viva todos estos años, más de medio siglo después.
***
En Museum, cuando han transcurrido dos horas de show, se despide y baja del escenario. Guadalupe lo espera con una toalla blanca, pero él no le hace caso. Está transpirado y respira con dificultad. Desde la sala, el público empieza a cantar: “Y dale alegría, alegría a mi corazón”. Páez escucha, la mano levantada para impedir que le hablen. Alguien del equipo dice “Listo, Fito”. Él tiene la expresión de quien olisquea el aire para diagnosticar la felicidad de la caza o la inminencia del peligro. Su equipo insiste: hay que terminar. Sin mirar a nadie, seco y serio, dice:
—Just a second, my friend.
Guadalupe susurra:
—No puede respirar y dice “just a second”.
Entonces Páez levanta la cabeza con un gesto de pájaro letal, se enfrenta a los escalones que llevan al escenario y, mientras los sube, les dice a los músicos por encima del hombro:
—Vamos. Alegría.
Apenas después suenan los acordes de “Y dale alegría a mi corazón”, ese tema que grabó en 1990 cuando ya todos los desastres habían desovado dentro suyo.
***
La casa de su infancia no era linda ni grande. En el zaguán se leía una inscripción que, con los años, se reveló como un látigo de fuego.
—El lema fatídico del Martín Fierro: “Nadie sabe en qué rincón se oculta el que es su enemigo”. Que marcó después la tragedia de la casa.
A la derecha estaba el living comedor, de color verde, donde dormía la tía Pepa y donde se disponían el tocadiscos y la colección de discos de Rodolfo padre, abundante y ecléctica: Gershwin, Piazzolla, Tom Jobim. La habitación contigua, pintada de amarillo, era el dormitorio en el que durmió con su abuela Belia hasta los 16 años. Al lado, el cuarto del padre, rojo.
—Posiblemente en esa muerte de mi madre haya habido una especie de espada de Damocles que dice: “Nunca te vas a olvidar de lo que es importante”. Y lo importante es el amor y la ausencia de las personas amadas. Pero también te da la idea del sinsentido.
—¿Nunca te gana el sinsentido?
—Es que vivo con él. Supongamos que se llama Jhonny Sin Sentido. Jhonny without sense. Un detective chanta. Le decís “Okey, man, not with my childs”. Y el tipo te respeta, sabe que ahí no se puede meter. Yo no quiero transmitirles a mis hijos mi conocimiento macabro del mundo de Jhonny without sense. Hablo con él en secreto. Y a la vez nos ayuda. Porque nos dice “Che, guarda, porque esto se acaba”. Yo le digo “Todo bien. Mientras tanto, no te metas con mis hijos, porque te cago a piñas”. ¿Y sabés cómo lo cagamos a piñas? Haciendo discos, tocando. Está acogotado, eh. Está agobiado.
Después, con una risa amarga, como si él mismo no creyera en lo que dice:
—Se quiere ir.
***
A las doce menos cuarto de la noche, sobre el escenario de Museum, Páez abre los brazos como un gladiador que acaba de conseguir un día más de vida. Al bajar, se arroja dentro de la toalla que le ofrece Guadalupe y entra a una sala donde se guarda el equipo técnico. Minutos más tarde, sin que se sepa cómo ni por dónde, desaparece.
***
—Yo iba al cementerio dos veces por mes, con mi papá.
Echado hacia atrás en la silla se ríe sin ganas, como si todo fuera un poco ridículo.
—Era como un búnker de guerra. Estaba en un subsuelo. Se rezaba. Mi padre creo que en eso fue sano. Me lo puso en la cara. La muerte le da estatura a todo. Mis excesos también tienen que ver con ese llamado de mi madre. Pero para eso tengo un método. Fumo sólo cuando bebo, y bebo una vez por semana, si no tengo ni ensayo ni show. Y como un cosaco. Desde las siete, ocho de la noche, hasta la mañana siguiente. Me gusta beber con los amigos, la fiesta pagana. Hay algo ahí, derivado de mi madre. En los excesos está la ida al ataúd, al llamado de ella. En mi fantasía me llama. Pero difícil que tenga un exceso cuando estoy laburando. Porque me gusta mucho tocar. Me gusta estar clean a la hora de conectar con los demás.
En Rosario no había abundancia. Se comía carne barata, la ropa era de segunda marca, pero había derechos adquiridos: cada sábado acompañaba a su padre a comprar uno o dos discos y todas las semanas iban al cine.
—En la casa de Balcarce me fui mudando de lugares. De la cama de mi abuela a un camastro y después al cuarto de las mucamas.
—¿Dormías con tu abuela en la misma cama?
—Sí. No me trajo ningún problema erótico. Yo he tenido experiencias con Felipa, una chica que me criaba. Un día se puso en pedo y se me subió encima y me violó. En un sentido. Porque yo lo viví con mucha alegría. Siete, ocho años tendría. Es una situación que podría ser traumática para cualquier niño, porque es un chico violado. Pero yo tenía una intimidad de amor con ella. Por supuesto que pienso que podría ser una escena muy salvaje. Sin embargo, para mí fue un despertar erótico hermoso. Es algo muy serio el sexo. Hay algo que se revela cuando te sacás la camisa. Es “Ah, estábamos en un mundo civilizado pero en bambalinas sucede esto”. Okey. A mí me gustan las bambalinas.
La puerta de la sala se abre y aparece Mimí, con una taza humeante.
—Le traje su tecito.
—Gracias, Mimí. Qué ejército hermoso tengo —dice, y revuelve el té de jengibre endulzado con miel.
La vida como lector de Fito Páez no se hizo evidente hasta que, en los noventa, empezó a citar en las entrevistas a algunos autores como Charles Bukowski, lo cual produjo la idea de que había comenzado a interesarse en la lectura avanzados sus treinta y que, además, estaba fascinado por escritores que resultan atractivos sobre todo en la primera juventud. Lo cierto es que leía desde pequeño, cuando su padre le compraba una colección de clásicos que él engrosó por las suyas, deslumbrándose primero con Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, hasta ser hoy alguien que lee —en libros que traga de una sola sentada— tanto a Borges como a Puig, como a los más jóvenes narradores latinoamericanos. Hizo la primaria en un colegio público y la secundaria en uno privado, el Dante Alighieri, que nunca terminó: todavía debe inglés y matemáticas. Mientras, tomaba clases de piano con Scarafia, el mismo maestro que había tenido su madre.
—Yo no leía música. Tenía buen oído. Lo que no tenía era paciencia. Quería subirme a un escenario. Él tocaba y yo anotaba los dedos. Creía que yo leía y un día me dice “A ver, repita el compás ciento nueve”. Para mí era todo igual, todo negro lleno de notas. Se dio cuenta y me cerró la tapa del piano en los dedos.
—¿Y cómo aprendiste a leer música?
—No, no leo.
La foto del día en que Fito Páez tomó la comunión lo muestra con traje, una cruz al cuello, una Biblia, el pelo muy lacio. Poco después era un adolescente con el pelo largo y ondulado, ropa desmañada y anteojos a lo Lennon.
—El momento en el que dije “Es esto” tenía 13 años. Fue el 7 de agosto de 1976 en la fila 7 de la fundación Astengo viendo La máquina de hacer pájaros, la banda de Charly García. Cuando se abre el telón y sale Charly me acuerdo que sentí adrenalina, y pensé que podía haber violencia en ese momento. Una sensación muy linda, que siempre quise volver a sentir. Nunca había estado en un lugar donde hubiera gente con esa energía. En mi casa era todo Padre nuestro que estás en los cielos, tomé la comunión, hice catequesis… Yo me quería escapar de ahí. Me aburría. Por suerte apareció Charly.
Ese día Charly García y su máquina de fabricar peligro transformaron al niño sin madre en un pequeño Jekyll que había probado sangre y que ya no descansaría hasta hacerla su alimento principal.
A los 16 años creó una formación llamada Neolalia. En 1980 formó Staff. Era un tecladista dotado y Juan Carlos Baglietto, un músico rosarino que terminaría por ser de los más destacados de la Argentina, lo convocó para que formara parte de su banda. Tocaba junto a músicos que le llevaban más de siete años —a una edad en que esa diferencia importa— y componía temas —como “La vida es una moneda”— que no parecían salidos de la cantera de un adolescente sino de un adulto que ya había vivido mucho.
—Pero el objetivo trazado para mí era que yo fuera a la universidad. Cuando mi viejo me preguntó qué iba a estudiar, pensé en la facultad de Agronomía, que estaba a la vuelta de mi casa, y dije “Agronomía”. No fui nunca.
A principios de los ochenta, con la vocación ya instalada y cierto renombre entre los músicos de Rosario, decidió mudarse a Buenos Aires.
—Vine en tren. Había quedado con Lalo de los Santos, un músico, para que me fuera a buscar a la estación de Retiro. Me fue a buscar un día después. Y yo dormí una noche en la estación con el Rodhes, el piano, que pesa como doscientos kilos. No tenía plata, ni a quién llamar. Estaba asustado como un pichoncito. Al otro día, a la mañana, llegó Lalo. Me dijo “Hola, man”. Como si nada. Igual, no tengo un mal recuerdo. Cierta angustia por lo chiquito que era, esa intemperie. Pero una vez que vino Lalo, se terminó el problema.
En 1982, aún en plena dictadura, lo convocaron para hacer el servicio militar, por entonces obligatorio. Con el paso de los años, abrió varios frentes de batalla: contra la corrección política (aunque apoya valiosas causas inscriptas en ese concepto, como la legalización del aborto o la ley de matrimonio igualitario); contra lo que denomina “decadencia cultural” (en 2010 señaló que el hecho de que el público llenara treinta y cinco Luna Park para ver a Ricardo Arjona y sólo dos para ver a Charly García era una evidencia de “valores aniquilados”); pero quizás su mayor bandera sea la defensa de una libertad cerril que se despliega bestialmente cuando algo intenta imponerse contra su voluntad. Al ser convocado para el servicio militar le ordenó a un dentista que le sacara todas las muelas de una vez: “Fueron meses con la boca hinchada. Mi momento más feliz fue cuando en la revisación el médico me dijo: ‘Pérdida de superficie masticatoria. No estás apto para el servicio militar. Andá’”.
***
Fena Della Maggiora, músico y uno de sus mejores amigos, vive en un departamento de despojo estudiantil. En una de las paredes de la sala hay una pequeña repisa con libros y contra la otra, dejando un amplio espacio desierto, una mesa y dos sofás.
—Lo conocí en 1983. Vino con Charly García a un bar. Tocó un poco el piano y me pareció maravilloso, adorable, porque era muy humilde, timidón. Muy diferente al Fito de hoy. Parecía un chico del interior a la expectativa de que lo aceptaran. Ya era un niño genio. Un tipo con una capacidad musical superior.
***
—Vivía en un departamento de La Boca. Comía caramelos Mentholiptus, Gancia y mate. Ése era el menú. Cero peso. Y me llama un productor y me dice “Charly te quiere ver porque va a hacer una banda”. Y le digo “¿Estás seguro, man? ¿A mí?”. Y dice “Sí. Mañana a las dos de la tarde”. Fui a la oficina al día siguiente. Y García estaba allí, allí.
Hace pendular el brazo señalando un rincón, como si estuviera viendo la figura de ese héroe que había escrito la banda de sonido de su adolescencia.
—Nos llevó a su casa, a escuchar Clics modernos. Yo no lo podía creer. Pero en los ensayos nadie me daba bolilla. Nadie me miró. Ni me saludó. Yo me sentía completamente humillado. Y a la vez atento. Tenía que estar ahí. La primera vez que se me acercó Charly fue el viernes de la primera semana, día cinco. Yo estaba tocando con cuatro dedos, me levantó dos y me dijo: “Es así”. Y eso fue todo.
Después se enamoró. Siempre fue igual: enamorarse como quien se cae en un estanque. Fabiana Cantilo era una música experimentada, consumidora de sustancias fuertes. Se conocieron en la banda de García y Páez le dijo “Me parece que me enamoré de vos”. Ella inspiró muchas de sus canciones —“Tres agujas”, “Fue amor”, “Brillante sobre el mic”—, y la relación, que estuvo lejos de ser serena, duró cinco años. Pero hasta hoy, cuando le preguntan por ella, Páez dice que Cantilo —de quien es amigo— fue una gran musa y repite: “Sin Fabi no soy nada”. Eran tiempos veloces: en 1984 grabó su primer álbum solista, Del 63, que fue elegido el mejor del año por la revista Pelo; y en 1985, el segundo —Giros—, con el gen indestructible de hits como “11 y 6” o “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, que la crítica puso por los cielos. Lo presentó el 6 de diciembre en el Luna Park, un recinto consagratorio, ante miles de personas. Tenía veintidós años. Estaba empezando a brillar y a punto de quedarse solo.
***
—El Luna Park fue el 6 de diciembre y mi papá muere el 23. Él estaba ya muy enfermo. Mi tío Carrizo, el esposo de mi tía Charito, me llama y me dice “Rodolfo, se está muriendo tu padre, vení para Rosario”. Y no le doy bola. A las dos horas me vuelve a llamar. “Se está muriendo tu padre, man, venís ya para acá”. Me caga a pedos. Y terminé yendo. Cuando llego pasó una cosa muy hermosa. Veo eso allí…
Señala la superficie de la mesa usando el canto de la mano como si fuera un hacha, los ojos llenos de un pudor triste.
—Era mi papá. Entonces, pum, lo abrazo. Y siento un pequeño temblor. Y cuando me retiro veo una lágrima. No tenía actividad cerebral. Pero el cuerpo registró algo y largó una lágrima. Y a la media hora falleció. Y al año fue el asesinato.
—En poco tiempo te quedaste…
—En un año.
En octubre de 1986 había grabado un disco, La la la, con un músico venerado, Luis Alberto Spinetta, y temas compuestos por ambos. El periodista Carlos Polimeni dijo que era un “encuentro cumbre que roza el carácter de obra maestra”. En noviembre de ese año, Páez estaba en Río de Janeiro, tocando. El día 7 su abuela Delia, de 76 años, su tía abuela Josefa, de 80, y la empleada doméstica Fermina Godoy, de 33 y embarazada de seis meses, aparecieron asesinadas en la casa de la calle Balcarce. No hay nada de todo eso que no haya sido dicho: Páez rompiendo el cuarto de hotel; los medios contando que la policía había encontrado marihuana en un cajón de la casa, que se trataba de un ajuste de cuentas y, como consecuencia, los tíos y él mismo serían interrogados como sospechosos.
—En un momento fui a buscar a la hinchada de Rosario Central para que me ayudaran a encontrar al que las había matado. Yo estaba armado con una 22. Quería ir a buscarlo y vengarme. Una época muy trash. Pero muy pronto entendí que abrazarte a la idea del amor es infinitamente más poderosa.
El 25 de agosto de 1987 una serie de casualidades llevaron a la policía a dar con el asesino, Walter Giusti. Giusti y Páez se habían conocido en el colegio secundario. El lema que regía desde el zaguán —“Nadie sabe en qué rincón se oculta el que es su enemigo”— crujía siniestro desde las paredes y, quizás, sembraba en él un estado de alerta endémico: la convicción de que los peores ataques pueden venir del bando conocido. Giusti fue condenado a cadena perpetua y murió de VIH en 1998.
—La situación fue brutal, pero yo no creo en ningún tipo de castigo que sea humano. Ni divino. ¿La cárcel? Okey. Una cosa no equipara la otra. Una vez muertas mis abuelas, no las tengo más. Pero cómo no vas a entender a las familias que intentan apaciguar el dolor de la muerte de un familiar pidiendo la cárcel para el que lo hizo. Me gustaría poder compartirlo. Pero no puedo.
La puerta de la sala se abre y Pedro, un perro pug, llega corriendo y se abalanza sobre una de las sillas.
—Pedro, hijo, no.
En la casa hay otros animales: la gata Olivia, que llegó con Eugenia, y el gato Pantaleón, que encontraron en un viaje por el interior y que lleva el nombre de un tío abuelo suyo, con cuya muerte dice haber recibido un regalo fastuoso.
—Era el aristócrata de la familia. Yo tendría unos diez años. Y él muere. Estábamos en el living verde de la casa de Balcarce. Veníamos del entierro. Fue un momento de silencio… y ya está. Ya estás armado. Fue incorporar el sinsentido y la certeza de la muerte. Es casi un tesoro. A mí siempre me criticaron, me dijeron de todo. Pero después de eso, todo te da risa. Las horas que me paso escribiendo y con el piano borran el martillo implacable de la muerte. El ruido de la muerte golpeando la mesa con el martillo. Que es todo el día.
Entonces la risa, como un chorro de luz negra, aniquila toda sombra de drama.
—¡Pero no es angustioso! Sería una escena más Woody Allen. La madre persiguiéndolo por las calles de Nueva York diciéndole “¡Sos un pelotudo!”, y el tipo huyendo y diciendo “¡¡¡Nooo!!!”. ¿Qué hora es?
—Las seis.
—Me tengo que ir a ver a un tipo.
Tenía poco más de 20 cuando compuso ese tema que decía: “¿Quién dijo que todo está perdido? / Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Apenas dos años después, toda la familia aniquilada, compuso un álbum llamado Ciudad de pobres corazones. La canción que le da título dice “En esta puta ciudad todo se incendia y se va. / Matan a pobres corazones. / ¿Qué es lo que quieren de mí, qué es lo que quieren saber? / No me verás arrodillado”. Si estuvo arrodillado, nadie lo vio.
***
Alejandro Avalis llegó a Buenos Aires en los primeros ochenta desde un pueblo del interior con la intención de jugar al básquet e ir a tantos conciertos de rock como pudiera, pero empezó a trabajar haciendo sonido, formó parte de la gira de Clics modernos, de Charly García, y ya no cambió de profesión.
—Lo conocí a Fito en la gira de Charly. Cuando él presentó su primer disco, Del 63, me fui a trabajar con él. Yo estaba en Río cuando fue lo de las abuelas. Para mí es una zona en blanco. Creo que hicimos un duelo en estado entre lisérgico y barbitúrico.
Páez habitaba un universo zombie. Se había separado de Fabiana Cantilo, vivía en un estudio de grabación. Un día miró el mapamundi, puso el dedo en cualquier parte y cayó sobre Tahití. Le dijo a Avalis: “Vamos”. Arrastró, hasta ese mar de cristal, el infierno que llevaba dentro. Allí compuso el disco que crecía en él como una araña rabiosa. El chico de Rosario que hablaba de ofrecer su corazón ahora cantaba “Vino todo el mundo, la radio y la TV / Vino el comisario, los ángeles también / Todos quieren algo, sangre o no sé qué”, en un disco que desorientó a las discográficas y al público, habituado a la energía voltaica que emanaban sus canciones. Las radios se negaban a pasar el corte porque el verso “En esta puta ciudad” contenía la palabra puta. En Rosario se ofendieron porque la canción hablaba “mal” de su lugar de origen. Páez empezó a estrenar una figura pública decidida a decirlo todo sin cautela. El 11 de diciembre de 1987 fue telonero de Sting en el Estadio de River. Sting cantó “Danza con ellas” e invitó a las Madres de Plaza de Mayo a subir al escenario. Días después, Páez le señalaba a un periodista algo que entonces parecía un desplante y que dos décadas después es un lugar común: la demagogia de las estrellas de rock del primer mundo que viajan por América Latina abrazando causas relacionadas con los derechos humanos: “¡A los 40 años se da cuenta que están torturando gente en el mundo! ¿Quién de nosotros se puede permitir esa misma ingenuidad?”. En 1988 entregó su siguiente disco, Ey!, y en la EMI le dijeron: “No vemos ni un solo tema acá”. Editaron a regañadientes esa placa —que contenía canciones como “Polaroid de locura ordinaria”, celebrada como una de las mejores de su larga vida compositiva— y le anularon el contrato.
—La disquera no le dio apoyo —dice Avalis—. Grabó Tercer mundo sin compañía en un estudio donde nos dijeron “Graben y después vemos cómo se paga”.
Sin embargo, la Warner se interesó, le pagaron un adelanto con el que canceló deudas y le propuso a Avalis otra huida hacia adelante.
—Era agosto de 1990. Y dijo “Vamos a Francia, España, Londres, a ver si la Warner lo edita ahí también”. Pero ni pelota nos dieron. Estábamos en España, sin un peso, y nos llaman de la Warner desde Buenos Aires: “¡Vendiste treinta mil discos en veinte días! Volvé, así lo presentás en un teatro”.
Cuando regresó a Buenos Aires, la ciudad estaba empapelada con su rostro anunciando el concierto en un teatro, pero él vivía en una casa derruida, usando un cajón de manzanas como mesa de luz. Entonces, magia: atravesó el Río de la Plata hacia Punta del Este en una marcha que empezó sin gloria y terminó triunfal.
***
Es 21 de agosto, tres de la tarde, y al otro lado de las puertas del departamento se escucha el sonido de un piano. Mimí abre la puerta y Páez aparece con un movimiento elástico, como si se dispusiera a saltar.
—Estaba haciendo algunas escalas —dice, sentándose—. El fin de semana estuve en Rosario. Después de 55 años logré juntar a mi familia materna y mi familia paterna. Hubo un conflicto hace cincuenta y cinco años y habían quedado como los Montescos y los Capuletos. Ahora a mis hijos les van a quedar más personas en el mundo. ¿Tocar en el Carnegie Hall? Menos importante que esto. Yo tenía que darles a mis hijos la parte de la familia que faltaba. Ahora hay happy end. Me encantan los finales felices. Las hermanas de mi madre viven. Y primos, y nietos.
—¿Ellos se acercaron cuando fue lo de tus abuelas?
—Sí. Pero si aparecieron, no los vi. Yo era el agente de Cipol. Componiendo, pero encerrado. Ahí sí que la muerte estaba descarada viviendo en la casa. Es como estar en una guerra. Empiezan a poner los cuerpos mutilados al lado tuyo. Igual, las víctimas fueron ellas. Nosotros somos sobrevivientes pasivos de una tragedia.
***
Es probable que en el año 1991 no hubiera una ciudad más alejada del universo Páez que Punta del Este, un balneario uruguayo frecuentado por la clase alta argentina y la nobleza europea. Sin embargo, en el verano de ese año aceptó ir allí con Fena Della Maggiora. Cecilia Roth, una actriz que había pasado una década de exilio en España, había regresado a la Argentina y se había transformado en alguien con quien todos querían trabajar. Ese año estaba en Punta del Este. El 11 de febrero se hizo una fiesta de disfraces en la que coincidieron. Apenas se conocían pero hablaron durante horas. Al día siguiente la llamó y la invitó al cine.
La historia de amor de Páez y Roth fue como el encuentro de capas tectónicas, y produjo un efecto similar. En 1992, un año después, Warner editaba un disco llamado El amor después del amor del que se hicieron treinta mil copias estimando que se venderían en dos meses. Se vendieron en tres días. Páez, que solía hacer treinta conciertos por año, hizo más de ciento cincuenta. Con más de un millón de copias, el disco se transformó en el más vendido de rock nacional. Se arregló la dentadura, empezó a viajar con cocinero y profesor de francés. Su nombre aparecía en revistas como Teleclic bajo el título “La bella y el rockero”. La crítica especializada lo trataba bien (Víctor Hugo Ghitta escribía en La Nación: “Fito es ya el gran heredero de la mejor tradición del rock argentino […] en una obra artística contemporánea como pocas”), pero la felicidad empezó a ser imperdonable. En 1995, el periodista Germán Arrascaeta publicó en el diario La voz del interior: “desde que el rosarino concibió El amor después del amor, o si se prefiere desde que conoció a Cecilia Roth, inauguró su etapa más exitosa y dejó de ser, por el efecto mismo de la cultura de masas, ese artista venerado y respetado por intelectuales y universitarios. […] el ‘canalla más tierno del planeta’ convoca […] a los adolescentes”. En 1998, la revista Rolling Stone resumía los reproches que, seis años después, aún se le hacían: para “los fundamentalistas que prefieren ‘Ciudad de pobres corazones’ a ‘Un vestido y un amor’ […] que Fito se haya metido con Cecilia Roth […] y coma en Morizono les hace verlo como a Judas tirando la túnica de La última cena y metiéndose en un levitón de Armani”.
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—Hay un momento de todo ese delirio que te toma. Tenés a las fans en la puerta de tu casa cantándote tus canciones. Y no sé si no empezás a creerte algo. En el momento en que te quedás ahí, sos el muñequito de torta Fito Páez. Yo me corrí.
La gira de El amor después del amor se cerró en el estadio de Vélez, donde entran cuarenta mil personas, el 24 y 25 de abril de 1993. Él agregó otra fecha y donó todo lo recaudado (se habla de un millón de dólares) a Unicef.
—El manager, Fernando Moya, no quiso donar el dinero. Pero los demás lo donamos. Porque cuando te va bien no te vas a tu casa y te comés todos los chocolates solo. Hay que repartir.
—¿Te sentías creativo después de El amor después del amor?
—No. Ahí vino una crisis fabulosa que duró años. Con El amor después del amor había hecho doscientos conciertos en un año y medio, una cosa delirante. Le digo a la discográfica: “No puedo más”. Y la discográfica y Fernando Moya me dicen “No, tenés que grabar otro disco por contrato”. Me obligan. Lo que considero un gesto de una violencia impresionante en pos del vil metal. Pero yo, totalmente vacío y con esa presión encima, descubro en mí una fuerza inhumana. Sabés que vas a perder la guerra y decís “Tengo una sola bala, pero si organizo mis fuerzas voy a hacer un disco… como Circo beat. Y va a ser una bomba”. Y así fue.
Circo Beat se lanzó en 1994, vendió 250 mil copias y tenía canciones como “Mariposa tecknicolor”, “Dejarlas partir”, “She´s mine”, “Tema de Piluso”: clásicos sobre clásicos sobre clásicos. Para entonces tenía prestigio, popularidad, dinero. Y decidió dirigir películas.
—Margarita, hija, ¿qué hacés acá, no tendrías que estar en casa de tu madre?
Margarita atraviesa la sala contigua con paso de duende, saludando desde lejos, como si no quisiera molestar.
—Ya vamos a hablar vos y yo —dice Páez, en tono de broma—. Los chicos me rebancan. Pero las madres me ayudan muchísimo.
Todos se refieren a Cecilia Roth y Romina Ricci como Las Madres. Entre Páez y Las Madres hay relaciones afectuosas cuyos efectos benéficos se hacen extensivos a otras ex, como Fabiana Cantilo, y a su actual pareja, que dice que “las madres son buenas minas, buena onda”.
—A Martín lo adoptamos en el 99. Llegó sobre el final de la relación. Pero fueron unos años hermosos. Cecilia jugaba en las altas ligas. Yo estaba entrando.
Roth parecía no tener techo —filmaba con Almodóvar, con Adolfo Aristarain— y Páez, que ya había alcanzado alturas siderales, pasaba noches viendo Cukor, Von Stroheim, Ford, Bergman, estudiando recursos técnicos. A fines de los noventa empezó a rodar Vidas privadas, un proyecto en el que invirtió buena parte de lo que había ganado (el resto lo invirtió en el estudio de grabación Circo Beat, que tuvo que vender en 2013 acosado por deudas). La película cuenta la historia de una mujer que es torturada durante la dictadura argentina, que da a luz en cautiverio a un hijo al que cree muerto, que se exilia y regresa a su país en democracia, cuando contrata a un taxi boy para que le lea relatos eróticos. El chico es hijo de desaparecidos pero no lo sabe y la historia termina en incesto.
—Estaba filmando mi Edipo con mi madre muerta representado por quien era mi mujer, Cecilia. Se estrenó el film en San Sebastián y no pasó un año y ya estábamos separados. No podés filmar el Edipo con tu mamá muerta, con tu mujer haciendo de tu mamá. Saltó todo por los aires.
Cuando se estrenó en San Sebastián, en 2001, el diario El País, de España, publicó una reseña: “todas las expectativas naufragaron […] por un guion torpe […]; un libreto que acumula situaciones de tensión insoportable cuya falta de gradación las va anulando sistemáticamente una tras otra”.
—La hicieron mierda en el ámbito oficial. Clarín, La Nación, Página. El mainstream. Por suerte, con los años tuve devoluciones de ámbitos más eruditos, académicos, gente vinculada a un cine no tan mainstream. Igual, tampoco lo viví con pesar. Es lo que le toca a una persona que es libre y encima le va bien. Yo fui sistemáticamente apaleado, sobre todo después de la consagración con El amor después del amor. Pero creo que hay que estar muy orgulloso de eso.
En 2007 estrenó su segundo largometraje, De quién es el portaligas. La revista Rolling Stone dijo: “es demasiado almodovariana, sobre todo teniendo en cuenta que no la dirige Pedro Almodóvar. […]”, pero en general obtuvo críticas benévolas. Clarín, por ejemplo, decía que “aun en sus puntos menos logrados, transmite su energía, su descontractura, su celebración de los buenos viejos tiempos”.
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—Cuando llega el día de la madre yo le digo a Fito “Feliz día de la madre” —dice Mimí un día en la casa vacía, con Páez de gira en Colombia—. Nunca vi a un hombre que se preocupe tanto por sus hijos. Es un corazón con patas. Es ordenado como una mujer. Llega al vestidor y se saca la ropa y la deja en una percha. Pero con la cocina, no. Un día le dejé un guiso de lentejas. Le digo “Fito, cuando lo vaya a comer prenda el fuego bien bajito”. Y me dice “¡Pero Mimí, qué te pensás, que no sé prender una cocina!”. Me voy. A las nueve y media de la noche me manda un audio: “Mimí, ¿cómo me dijiste que tengo que prender la cocina?”. Le digo “Fito, ¿se acuerda el botón que le dije? Cuenta tres y el botón que está ahí lo hace para su derecha y se va a prender solo. Póngalo bajito”. Yo sé que lo puede hacer, pero necesita que esté alguien. Es como un chico: te ata a su vida y quiere llevarte a todos lados.
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—En un momento vivíamos en un departamento pegado a la vía —dice Fena Della Maggiora—. Abajo del sillón donde él dormía, guardaba veinte cajas de casetes con puchos de cigarrillos apagados. Era un kilombo.
—Ahora dicen que es muy ordenado.
—Lo ordenan. Tiene un ejército de secretarios y sirvientes. Tiene vida de súper estrella. Y se la merece. Es un clásico que se va a recordar por siglos. Pero como director de una banda es un tirano. Yo lo llamo Máximo Romano. Es un emperador. Trata a los músicos como el orto. Pero el noventa por cierto se lo banca. Porque la compensación es grande. Viajes, mucha guita, prestigio. Pero su tiranía está avalada por el lugar que ocupa.
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—La construcción de una obra requiere de elementos que muchas veces no están ligados al hedonismo sino a la disciplina —dice Páez en su casa—. Me dicen tirano y no sé si soy tan tirano. Prefiero que me teman, igual. Cuando todo el mundo dice “Ya está”, yo digo “No, está muy lejos de lo que quiero”. Pero no admiro a ninguna persona que no haya sido tildada de tirana. Vamos bajando que tengo que ir a grabar una canción con Fena.
Sale de la sala y reaparece en dos minutos con pantalones negros y un suéter de cuello alto. Toma una llave y se acerca a la puerta.
—¡Arreglen comida sanita para la noche!
Sale, cierra y, mientras espera el ascensor, dice:
—Dios. Nunca pensé que iba a tener que decir una cosa así.
***
Después de editar dos discos —Euforia y Enemigos íntimos, una tortuosa colaboración con Joaquín Sabina—, a fines de los noventa editó Abre. Siguieron Rey sol, de 2000; Naturaleza sangre, de 2003; Mi vida con ellas, de 2004; Moda y pueblo, de 2005; El mundo cabe en una canción, de 2006; Rodolfo, de 2007; No sé si es Baires o Madrid, de 2008; Confía, de 2010; Canciones para aliens, de 2011. Hubo premios: entre 2007 y 2009 recibió tres Grammy consecutivos: mejor álbum de rock vocal, por El mundo cabe en una canción; mejor álbum de cantautor por Rodolfo y mejor álbum vocal pop masculino por No sé si es Baires o Madrid. Pero las megaventas y los megaestadios no se repitieron, y pareció instalarse la idea de que eran los discos que no habían funcionado bien —Ciudad de pobres corazones, Ey!, Tercer mundo—, la cumbre de un talento que se había tornado menguante. En su blog Il Corvino, Martín Zariello escribió en 2013: “una tradición de la rockología argentina es reclamarle a Páez que vuelva a ser quien ya no es y quien, tal vez, ¡nunca fue! […] En todo caso Páez […] fue un músico que pasó una experiencia trágica y la volcó, especialmente, en uno de sus discos (Ciudad de pobres corazones) […] Pero ¿qué indica que un público le pida a un compositor que vuelva a ser quien fue en el peor momento de su vida?”.
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Liliana Herrero vive con su pareja, Horacio González, escritor, exdirector de la biblioteca nacional, amigo de Páez, en el barrio de Boedo, y prepara desde hace un año un disco con canciones de Páez seleccionadas y cantadas por ella. Él produjo su primer disco en 1988, y Herrero se transformó en una de las voces más respetadas de la Argentina.
—Cuando fue lo de la muerte de las viejas, estaba en un estado de ausencia, de extravío. Al mismo tiempo tenía un volcán interno extraordinario. Creo que eso está dicho claramente en la canción “Dejarlas partir”.
En “Dejarlas partir”, Páez hace una enumeración arbitraria, por momentos críptica, de cosas de gran peso simbólico en su vida: “La moneda en la vida de Juan / Chico Buarque, los lentes, la estatua de sal / el suicida y su gato irreal. / Lo que fue, lo que es, lo que ya no será. / Si pudiera explicar, si pudiera explicar. / Lo hice para quebrar, lo hice para quebrar / lo hice
para quebrarme a mí”.
—Es como si dijera “Éste es el horizonte trágico de mi vida, y a partir de ahí empecemos a hablar”. La prensa, que es siempre muy menor, no ha comprendido montones de cosas de Fito. La obra de Fito es un libro y hay que leerlo. Yo llevo un año leyéndola. Te voy a hacer escuchar algo.
Camina hasta la computadora y aprieta play. En su voz, “Dejarlas partir” ya no es una canción sino la vida de una persona transformada en ruego, en llanto, en llaga. Como si Herrero hubiera metido las manos dentro de esos versos y les hubiera arrancado, a golpes y abrazos, todo lo que tenían para decir y nunca habían dicho.
***
Está sentada con las piernas sobre el apoyabrazos de una silla, tomando agua directamente de una botella de dos litros. El apellido paterno de Eugenia es Martínez, pero usa el materno, Kolodziej, que le resulta más adecuado para su profesión de actriz. Tiene 28 años, el pelo corto casi platinado con una textura que recuerda a las plumas de un ave, una piel que parece porcelana cerrada, y se refiere a Páez como “Rodolf” o “mi novio”.
—Yo no era su fan. Lo seguía por Facebook y un día subió un álbum de fotos y comenté: “Matás”. Me escribió: “Hola, Eugenia, soy Fito, gracias por el comentario”. Arrancó la charla. Pasaron meses. En junio me dice “Bueno, juntémonos a tomar una cerveza”. Para mí fue un flash. Mientras iba para la casa pensaba “Por ahí voy y el tipo está con gente y no conozco a nadie, o si estamos solos flashea que voy para garchar”. Pero desde el momento en que me abrió sentí que era mi amigo. Y nos pusimos a charlar cuatro horas, tomando birra. En un momento puso una sinfonía de Mahler, y me agarró la mano y sentí que estaba en casa. La energía de su mano era como, uy, de hogar. Al otro día nos volvimos a ver. Y nunca más nos separamos. Era junio de 2014. Hubo algo que nos unió mucho. Estábamos en Cuba y yo empecé a sentir un dolor abdominal insoportable. Fito me llevó a un hospital y tenía un quiste hemorrágico en un ovario. El médico me dijo que me tenía que operar urgente, porque si no la sangre se me iba a ir a los órganos. Yo le dije: “No hay chance, acá no me operan”. Rodolf me decía “Euge, son tres tajitos, mamá, no pasa nada”. Lo vi a Fito tan convencido, diciendo “Va a estar todo bien”, que dije okey. Fito tenía una gira por Estados Unidos, y suspendió todo para quedarse ahí. Después me dijo que había tenido un cagazo importantísimo y que estaba reangustiado. Pero yo todo eso no lo recibí. Y eso es lo que sentí la primera vez que le di la mano: hogar, familia, amor.
***
Los ensayos para el concierto del Carnegie Hall se llevan a cabo durante cinco días en el estudio Santito, en un barrio muy alejado de su casa pero, a pesar de la distancia, Páez llega siempre puntual, en torno a las cuatro. El primer día usa un pantalón de gimnasia, una camiseta y una campera azul de tela polar. Durante toda la semana llevará diversas versiones de lo mismo. Al llegar, se dirige directamente al estudio donde los músicos y la cantante Ana Álvarez de Toledo ensayan desde temprano. Cada vez que entra, el aire parece contraerse, como si llegara rodeado por su leyenda (como si allí, mucho más que en cualquier otro sitio, fuera todas las portadas de sus discos y todos sus recitales multitudinarios). Se sienta al piano y no demora más de un minuto en empezar a tocar. En Nueva York tocarán con una orquesta de veintiún músicos, y la insistencia de Páez en la regulación del volumen para que banda y orquesta se acoplen correctamente es una doma lenta y precisa. El segundo día, cuando han arrancado con el tema “Cadáver exquisito”, Páez los detiene.
—A ver, Juani, tocalo solo.
Se queda de pie delante del guitarrista que intenta dos, tres veces sin lograrlo. Entonces levanta un brazo y señala la puerta.
—Andá a estudiar. Lo quiero en quince minutos.
—Sí, sí —dice Agüero, que siempre responde dócil a los señalamientos de Páez.
Después de las dos primeras horas de ensayo, marca una pausa de quince minutos durante la cual repasa el guion de la película o habla por teléfono con alguno de sus hijos mientras los músicos toman té y comen galletitas. Ninguno de ellos le dice Fito, sino Rodolfo.
—¿Rodolfo, puedo ir al baño? —pregunta un día el baterista.
—Andá —le dice Páez.
De regreso, antes de sentarse frente al instrumento, el baterista chequea su teléfono.
—Era para el baño, no para el teléfono.
Esas intervenciones no tienen un tono de reconvención, pero señalan una desprolijidad, un desvío en el camino hacia lo impecable. El viernes, a partir de las ocho, se realiza una pasada del concierto tal como se tocará en el Carnegie. En la sala hay un silencio contrito, como si algo sagrado estuviera por suceder. Páez camina con las manos detrás de la cintura haciendo ejercicios de voz. Cuando empiezan a tocar, como criaturas atraídas por un hechizo, llegan Alejandro Avalis, Guadalupe, algunos amigos. Cada vez que un tema termina se hace un silencio cauteloso, inmóvil. Cincuenta minutos más tarde, Páez pregunta:
—¿Cuántos minutos de música van?
—Cincuenta y dos minutos, Rodolfo —responde un técnico.
—Ahora tenemos veinte minutos de freno, que son los veinte minutos de intervalo que vamos a tener entre la primera y la segunda parte del concierto.
Nadie se mueve de su sitio, nadie dice nada. Páez camina despacio, como un jaguar que otea el horizonte buscando la inminencia de la caza, la irrupción de la felicidad o del peligro.
***
El miércoles 22 de agosto a las tres de la tarde está en su casa, en pijama a rayas blancas y azules.
—¿Vos comiste? Terminé de escribir hace veinte minutos, así que voy a comer.
Mimí llega con un plato. En el centro hay algo redondo, rojo.
—¡No! No me hagas comer esto, Mimí.
—Va a tener que comer —dice Mimí.
—¿Esto son remolachas?
—Eso son verduras. Usted no pregunte.
—¡No, no, no! No, Mimí. No quiero comer esto. Ay, no, por favor. Qué asco.
—Piense en el traje que le va a quedar divino en el Carnegie.
Mimí desaparece, dejando sobre la mesa el plato, el círculo rojo, una ensalada, un vaso de agua.
—Me quieren bajar cuatro o cinco kilos para el Carnegie. Estoy muy panzón. Flaco con panza es lo peor.
Si ya había sido un cinéfilo que sintió la pulsión de dirigir, devino un lector que sintió la pulsión de escribir y, en 2007, publicó la novela La puta diabla (Mansalva); en 2017, Diario de viaje (Planeta), y en 2018 la novela Los días de Kirchner (Planeta).
—Quiero problemas nuevos. No hay nada que perder. En mi vida fueron dos picos. El amor después del amor y Circo Beat. Después todo fue pelea. Hasta hoy. Me encanta tener que llegar a fin de mes. Acá hemos pasado momentos, este año y el año pasado, de economía de guerra. Charla familiar, se come tal cosa, no hay taxis.
En 2010 había sacado un disco —Confía— y tocado para una multitud en un concierto por el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Entonces, en 2011, Mauricio Macri ganó las elecciones a jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires con el 47 por ciento de los votos sobre el candidato kirchnerista, la fuerza política que gobernaba el país. Fito Páez escribió un texto que fue publicado por Página/12: “Da asco la mitad de Buenos Aires […] Buenos Aires quiere un gobierno de derechas”. La reacción fue inmediata: las redes sociales explotaron con comentarios como “artista en decadencia”, “espantapájaros con un ataque de epilepsia” y, desde ese momento, cada una de sus acciones, en un país fuertemente dividido entre quienes apoyaban al gobierno kirchnerista y quienes no, fue inspeccionada con lente de aumento: se generó una polémica por el cachet que cobró para tocar en actos públicos conmemorativos de fechas patrias; se generó una polémica porque descalificó a estudiantes argentinos que, en Harvard, habían hecho preguntas incómodas a la presidenta Fernández de Kirchner (“no me interesa nada lo que piensen esos pibes […] pobrecitos, andá a saber qué quilombos tienen en la vida”).
—Se armó un kilombo bárbaro. Pero ahí hay algo simpático. Todo estos años me paseé por la calle sintiendo la energía de la gente que pensaba: “sos un falopero, sos una mierdita”. Ahora, cuando me cruces por la calle, vas a saber lo que pienso de vos. Pero mi asco está ligado al rock and roll, no a la vida política. Hay algo de la máquina que no entiende eso.
***
—Si yo le hago una crítica sobre su obra, y no es del todo positiva, capaz que la descarta —dice Fena Della Maggiora—. Te dice “No entendiste nada”. Descalifica. Entonces uno a veces termina por decir que está buenísimo. Creo que se arrepintió de eso que escribió. Cuando estaba con Julia Mengolini estaba muy definido por la administración kirchnerista.
Fito Páez y la abogada y periodista Julia Mengolini, que adhiere al kirchnerismo, salieron brevemente, a fines de 2012. La relación entre ambos terminó a fines de 2013, aparentemente por deseo de Mengolini. En 2014 Páez editó un disco, Rock and roll revolution. La canción que le da título dice: “Vos pensás en tu revolución / Yo pienso que te falta mucho rock and roll / Qué mierda son tus batallas culturales […] A vos te gusta que haya buenos, que haya malos / Yo creo que todos somos héroes y villanos”. Hacía más de un año que no estaban juntos, y ella escribió en Twitter: “Mierda que quedaste despechado”. Todos sus amigos señalan a Páez como alguien incapaz de sentir rencor pero su obra parece, en ocasiones, el sitio elegido para drenar encono. Su novela Los días de Kirchner cuenta la relación entre La china, 29 años, abogada, periodista y militante kirchnerista, y El Mono, 52 años, periodista y escritor, peronista descreído. La China le tiende al Mono una trampa —logra grabarlo teniendo sexo con una menor—, y El Mono va preso. Aunque Páez no ha dicho que La china esté inspirada en Julia Mengolini, el símil es obvio. El final de la novela invierte el de la relación en la vida real: cuando ella lo visita en la cárcel para ofrecerse a liberarlo, él le hace un desplante de novela de mosqueteros.
—La relación con Julia fue importantísima —dice Fena—. Yo lo vi sufrir como nunca. Creo que le clavó un puñal en el ego, porque no se dejó seducir por el mundo de glamour que puede ofrecer Fito. Es galante, tiene guita, te puede hacer una canción maravillosa y cantarla delante de cincuenta mil personas. A Julia todo eso ni le picaba.
Páez, a lo largo de semanas y de varias entrevistas, no la mencionará jamás.
***
La ciudad liberada fue editado en 2017 y recibió muy buenas críticas. La revista Rolling Stone publicó un texto que, bajo el título “Por qué La ciudad liberada es el mejor disco de Fito Páez en 20 años”, decía: “Son 18 canciones […] un camino arduo y también un ego-trip de miradas múltiples sobre el estado de las cosas cruzado por una intención oculta: el amor después de la grieta es una vía posible para acceder a una obra desmesurada pero no menos valiosa dentro de un mercado mainstream tan correcto como previsible”.
—Buena crítica, pero también capciosa —dice en su casa, riéndose—. El mejor disco de Fito Páez en los últimos veinte años. Es como decir “Hace veinte años que no hace un buen disco”. Me hizo reír igual. Sé que no soy tan bueno como creo, ni tan malo. Al final, todo es para intentar llevar una vida más linda, y hacerle pasar a los que están al lado tuyo una vida más linda. Sin obviar, por supuesto, la maldad, el terror, todo lo que también convive en nuestra casa. Esto… —dice, abriendo los brazos— es el palacio del horror y también de la belleza.
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El 28 de septiembre de 2018, Fito Páez se presentó en el Carnegie Hall, de Nueva York. Llegó a la ciudad acompañado por sus hijos, Eugenia, y algunos amigos a los que les pagó el viaje. Salió al escenario con un ambo color calipso de Paul Smith, botas anaranjadas, y dio un recital fulminante ante una sala repleta. Cuando terminó, fueron todos a un bar y, más tarde, regresaron al hotel para continuar celebrando, pero descubrieron que el room service no servía alcohol después de las dos de la mañana. Entonces, él y sus amigos recorrieron los cuartos en los que estaban hospedados recolectando botellas de whisky y vodka de los frigobares para mezclarlas con gaseosa. Mientras, en todas partes, la prensa decía que había dado un recital consagratorio.
En noviembre, el tema “Tu vida, mi vida”, de La ciudad liberada, ganó el Grammy latino a mejor canción de rock, el sexto de su carrera. Pero él nunca menciona los premios ni conjuga en primera persona verbos como “ganar” o “tocar”: los usa en tercera —ganó— o en plural: tocamos.
***
—Cuando pienso en mi vida en el escenario… Si bajás el volumen y lo ves al tipo cantando, lo único que hay es un tipo que está diciendo: “¡Mamá, mamá, mamá”. Eso es todo. De eso se trató toda mi vida. De gritar. ¡Uaaaaaa! Gritar en todos los textos, en todas las canciones. Sacales la letra, poneles “mamá”: funciona igual. De qué manera mi madre me está llamando hacia la muerte en mis arranques autodestructivos. En qué momento yo fantaseo con que ella me está llamando, en qué momento siento que me protege. Y las teorías y las preguntas: ¿mi mamá se fue por culpa mía, hice algo que no le gustó? ¿La maté yo a mi mamá?
*Una versión más corta de este artículo fue publicada en enero de 2019 por El Mercurio, de Chile.
LEILA GUERRIERO nació en Argentina. Su trabajo se publica en La Nación y Rolling Stone, de Argentina; El País, Gatopardo y El Mercurio, entre otros. Es autora de los libros Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2004); Frutos extraños (Aguilar, Alfaguara, 2009); Plano americano (Ediciones Universidad Diego Portales, 2013; Anagrama, 2018); Una historia sencilla (Anagrama, 2013); Zona de obras (Círculo de Tiza, Anagrama, 2014), y Opus Gelber (Anagrama, 2019). En 2010 su texto “El rastro en los huesos” recibió el premio CEMEX+FNPI. Desde 2011 realiza tareas de edición para Ediciones Universidad Diego Portales, de Chile. Es editora para América Latina de esta revista y dirige la colección Mirada Crónica, de editorial Tusquets argentina. Es maestra de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano, fundada por Gabriel García Márquez, y forma parte de su consejo rector desde 2018. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués, italiano y polaco.
SEBASTIAN ARPESELLA nació en Buenos Aires en 1971. Es fotógrafo y músico. Su trabajo fotográfico se reparte entre el retrato, la publicidad, la moda, el cine y el teatro. En el mundo de la música ha fotografiado a Charly García, Fito Páez, Gustavo Cerati, Luis Alberto Spinetta, Soda Stereo, Andrés Calamaro, Cristian Castro, Vicentico, por mencionar algunos, y en el mundo editorial ha colaborado para Rolling Stone, Playboy, D’Mode, Cinemanía, El Planeta Urbano, Página 12, Gatopardo, Zona de Obras de España, Soho de Colombia, OhLaLá, 90+10 y Los Inrockuptibles, entre otras.
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