Santurbán podría dejar de existir por cuenta del oro que sus montañas guardan. En los pueblos aledaños al páramo dicen que El Dorado, el lugar ficticio que perturbó la imaginación de los conquistadores españoles, se encuentra allí. Es posible que sea la mina de oro más grande de Colombia; también de plata, cobre y uranio. Muchas empresas mineras han codiciado este lugar de gran riqueza, rodeado de bosque andino y altoandino. En 1908 la Francia Gold and Silver Limited se instaló en la zona y, desde entonces, le siguieron compañías inglesas, japonesas y canadienses. En Colombia la minería está regulada por un código de 2001 y una serie de decretos y sentencias posteriores que prohíben cualquier tipo de actividad minera en los páramos. Para emprender un ciclo minero —es decir, para explorar, construir, explotar y cerrar una mina— es necesario contar con un permiso o título que otorga la Agencia Nacional de Minería, así como con una licencia de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA). Sin embargo, es urgente aumentar los estándares de protección frente a la industria minera en el país, ante los numerosos títulos otorgados en ecosistemas protegidos, y que negar una licencia no sea inusual.
Aunque las comunidades de Vetas y California, vecinas de Santurbán, se dedican a la minería desde hace cuatrocientos años, su trabajo de subsistencia y a pequeña escala no puede compararse con un megaproyecto como el que quiso hacer la multinacional canadiense Greystar en 1995. Llamado Angostura, iba a ser una mina a cielo abierto de la que se sacarían doce toneladas de oro al año. Una mina a cielo abierto es un cráter que se amplía a medida que se extrae el mineral con el uso de sustancias químicas tóxicas que contaminan el aire, las aguas superficiales y subterráneas, y afectan a animales, plantas y personas. En el caso de la mina Angostura, el río Suratá, que abastece a Bucaramanga, iba a ser el vertedero de toneladas de residuos.
Cuando Mayerly López, lideresa ambiental de 31 años, era bachiller, un profesor organizó una visita a este páramo con los alumnos. Viajaron tres horas por carretera y escucharon a la guía decir que las montañas estaban en riesgo de desaparecer. Fue una explicación sencilla, eficaz: Greystar buscaba oro, lo que suponía destruir la tierra y contaminar el agua. Poco después, como estudiante de Trabajo Social en la Universidad Industrial de Santander, Mayerly asistió a un foro sobre el impacto ambiental que causaría la mina Angostura. Entonces pensó en la falta del agua. Fue un golpe, un despertar, y quizás el comienzo de una vocación. “Tras ese foro, varias compañeras y compañeros organizamos un comité universitario en defensa de Santurbán que se replicó en otras universidades. Hicimos trabajo en barrios y colegios, pedagogías, firmatones. Éramos muy activos”, dice Mayerly con voz risueña.
Greystar llegó a tener un título de treinta mil hectáreas en Santurbán, pero no pasó de la fase de exploración. Su historia de tres lustros en Colombia incluyó la suspensión de operaciones en 2000 debido a la presencia de las FARC en la región; su regreso en 2003, con la custodia del ejército y el respaldo de una política nacional que incentivaba la inversión extranjera, y denuncias por monopolizar el territorio en detrimento de la economía local lo que, junto con el conflicto entre grupos armados, terminó por desplazar a una parte de la población. En 2010, cuando Greystar planeaba iniciar las fases de construcción y explotación de la mina, presentó un estudio de impacto ambiental insuficiente que provocó una protesta liderada por el sindicato del Acueducto Metropolitano de Bucaramanga.
Cincuenta personas salieron a una primera marcha para exigir que le revocaran el título minero. Otras se fueron sumando y de ahí surgió, ese año, el Comité para la Defensa del Agua y el Páramo de Santurbán, que hoy es una plataforma cívica conformada por organizaciones, líderes estudiantiles, ambientales y ciudadanos; una amalgama de voluntarios que trabajan para impedir los proyectos de megaminería. En diez años el Comité ha tenido dos grandes victorias: en 2011 logró que el Ministerio de Ambiente negara la licencia a la minera canadiense, que se retiró, no sin antes demandar al Estado colombiano por 764 millones de dólares. La segunda fue haber conseguido que la ciudadanía conociera y defendiera el páramo: 97% de la población en Bucaramanga y su área metropolitana sabe que toma agua gracias a Santurbán.
“Los dos últimos alcaldes de la ciudad se han manifestado en contra de la megaminería y cuando hay elecciones una pregunta obligada en los debates es: ‘¿Usted qué piensa de Santurbán?’. Es tal la presión social que ningún político quiere asumir el costo de aprobar una licencia a una multinacional porque, si lo hace, muere políticamente en Santander”, dice Mayerly, que del comité universitario pasó al recién fundado Comité para la Defensa del Agua y el Páramo de Santurbán. Con ellos ha organizado plantones, interpuesto acciones legales de participación ciudadana, viajado a foros internacionales y realizado una labor incalculable de divulgación. Ante la amenaza de un proyecto minero, hoy 150 mil personas salen a la calle a gritar: “¡El agua es un tesoro y vale más que el oro!”, “¡Agua sí, oro no!”.
Aun así, una nueva multinacional acecha el páramo. Se trata de Mubadala Investment Company, un fondo de inversión del emirato árabe de Abu Dabi registrado en Colombia con el engañoso nombre de Sociedad Minera de Santander (Minesa). En 2014 solicitó un título para su proyecto aurífero Soto Norte, una mina subterránea, que abriría túneles al interior de las montañas; éstos interrumpirían el curso del agua que penetra por las rocas y desemboca en los ríos. Si una mina a cielo abierto luce como un tajo reseco, una mina subterránea es un queso agujereado. Mayerly da unas cifras difíciles de imaginar: 780 metros de profundidad, dos mil metros de largo y novecientos metros de ancho para remover cerca de 68 millones de toneladas de roca que producirán 34 millones de toneladas de residuos tóxicos que irán a dar a la subcuenca del río Suratá, es decir, al agua de los bumangueses. “Nos van a dejar pasivos ambientales a perpetuidad. ¿Quién va a asumir ese costo? Pues nosotros”, dice Mayerly. Hoy Soto Norte está en pausa, que no es lo mismo que denegado.
Mayerly sabe exactamente lo que Santurbán significa: “Es el futuro mío, de mi familia y mis amigos. Es el futuro del territorio donde nací y donde quiero seguir viviendo. El páramo es nuestra única fuente de agua. No tenemos plan B”.