El cuerpo desnudo entra a la boca del reptil, poco a poco se introduce en la garganta, en el esófago. ¿Qué es lo que ve? y ¿a qué huele ahí adentro? Con un brazo se sostiene dentro de la mandíbula, avanza sobre lengua fibrosa. Su espalda roza el paladar, los colmillos, hay destreza en ese frágil equilibrio. Las fauces siguen abiertas, no hay prisa, el cocodrilo parece aguardar. ¿Aguardar qué? Se deja tocar, explorar, invita a ese humano a que palpe su interior. No se distingue si es un hombre o una mujer, eso no importa. Tampoco importa si el cuerpo sigue entrando o si, más bien, ha estado saliendo. Los pies están afuera y tocan el piso. Los músculos de las piernas se tensan, los glúteos; todo ha quedado para siempre ahí, en el blanco y negro de la foto que decora el perfil de Twitter de Mónica Ojeda.
—Para mí hay mucha sensualidad en la postura del cuerpo —comenta la escritora acerca de esa fotografía—. Hay un erotismo en esa simetría entre lo humano y la figura del cocodrilo. Para mí se puede ver lo salvaje, lo antiguo, lo primitivo. El miedo. Creo que encapsula todas las cosas que me hacen escribir.
Esa imagen se relaciona con un recuerdo indeleble de su infancia. Mónica Ojeda creció en Guayaquil, ciudad costeña del Ecuador, donde las lluvias persisten por días y no es inusual que los ríos se desborden. En más de una ocasión vio a los reptiles aparecer en lugares inesperados: en un jardín, en el asfalto, saliendo de un manglar.
—De niña los ves y te parece que estás ante un dinosaurio. Creo que se quedó en mí como el contacto con lo monstruoso. Me atraía y, al mismo tiempo, me daba miedo.
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En la construcción de sus textos, la autora acude a recursos literarios que se inscriben en lo que se conoce como gótico andino, un subgénero que comparte genes con el gótico sureño estadounidense.
Representado por autores como Carson McCullers, Flannery O’Connor, Reynolds Price, y William Faulkner, entre otros, el gótico sureño utiliza argumentos en los que el miedo es un ingrediente principal pero hay otros factores, en ocasiones igual o más importantes. Existe la interacción del individuo con su geografía, los espacios dentro de una casa, la luz y su ausencia; los lectores perciben la forma en que el paisaje es un crisol para el estado de ánimo de los personajes y esto sucede en dos direcciones porque un paraje desolado antes de la aurora puede reflejar la soledad de un protagonista y, a la vez, provocar un efecto en él. A menudo los personajes poseen alguna condición psicológica anómala, los vecinos los evitan o realizan prácticas desconocidas para la familia promedio estadounidense, por ejemplo, el vudú. Las casas son antiguas, muchas de ellas están en decadencia, se encuentran en vecindarios abandonados y con poca luz. Las tramas se tejen con base en temas derivados de la pobreza, el crimen o la violencia.
En el gótico andino de Mónica Ojeda, en cambio, se respira la tierra de montaña, se observa el cuello rugoso de un cóndor entrando a un cadáver, las plumas manchadas de sangre, se nos tiñe el rostro con ceniza de volcán. Todo ello mientras por los muslos sube el espíritu del terremoto. En la superficie de sus textos brotan las leyendas, los mitos de la región: las brujas andinas llamadas umas, hay mujeres indígenas que se convierten en lobos, también los gagones —perros que persiguen a los incestuosos y de un mordisco les arrancan las rótulas—. En su obra hay un interés artístico por utilizar una simbología que emerge del paisaje andino y que está cargada de una tensión vital que tira entre el horror y la belleza. Es la tensión del mundo natural.
—El cóndor tiene un vuelo hermoso pero es una ave carroñera. Ahí está esa pulsión de la vida y la muerte. Otro ejemplo es un volcán. Es bellísimo y luego te estalla.
El volcán es una estructura geológica que ha sido utilizada como recurso simbólico y literario durante siglos. Puede ser un portal que divida dos o más universos, como en la Eneida, donde Virgilio concibió la entrada al inframundo en los Campos Flégreos, un área volcánica cerca de Nápoles. También puede ser un espejo del mundo interior de un personaje, como en Panza de burro, la novela de la escritora canaria, Andrea Abreu. Con la reciente erupción del volcán Cumbre Vieja en La Palma no sería de extrañar que la presencia volcánica se vea amplificada en el imaginario creativo de artistas canarios.
A Ojeda los mitos le atraen no sólo como escritora. Uno de sus libros favoritos es Autobiografía de Rojo, de la escritora canadiense Anne Carson, una novela en verso que retoma de forma libre el mito de Gerión, un gigante alado de tres cabezas, seis manos y seis pies, que vivía en la isla de Eritea, en el archipiélago de las Gadeiras (un territorio al oeste de Grecia, específicamente, en Cadiz, España). Junto con el pastor Euritión y el perro Ortro, el gigante está encargado de proteger un ganado místico y de un bello color rojo. Heracles, por su parte, tiene la misión de enfrentarlo y robar su ganado. En Autobiografía de Rojo, el hermano de Gerión abusa sexualmente de él —otro tema que atrae a Ojeda es el incesto— y se refugia primero en la fotografía, luego en un romance complicado con un joven llamado Heracles, quien desaparece cuando la pasión arde al máximo en el corazón de Gerión. Años después, el protagonista lo encuentra por azar en Argentina, de la mano de un nuevo amante, Ancash. La tensión dramática aumenta pero Carson no da resolución a lo que ocurre o no en el triángulo amoroso.
—Además de que hay volcanes, el libro me abrió los ojos a la posibilidad de que se puede escribir una novela en verso. Y está el tema de la violencia intrafamiliar, hay abusos.
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En su literatura Mónica Ojeda explora dos emociones que podrían parecer opuestas pero que, para ella, son parte del mismo continuo: miedo y deseo. Una forma de entender esa dualidad, según la autora, es que siempre existe el temor ante la posibilidad de no obtener lo que se desea. Esa tensión puede funcionar en la dirección opuesta también.
—Eso me interesa incluso más. Me atrae mucho explorar los caminos en los que el miedo te genera un deseo. Ése es el otro lado de la ecuación.
—¿Podrías elaborar un poco?
—Es algo que a mí me obsesiona. Y creo que a todos nos pasa, es parte de la experiencia humana. Es colectiva. Es una emoción que ocurre desde tiempos primordiales. Por ejemplo, cuando los primeros hombres y mujeres veían el cadáver de su igual. Ahí estaba esa relación peculiar con la muerte de: “Me da miedo, me da terror, pero a la vez siento esa atracción fatal”. A unos más, a algunos menos, pero ahí está la fascinación por saber qué es la muerte.
A través del acto de la escritura, Mónica Ojeda parece estar en busca de “su tiniebla interior”, un concepto que descubrió en El mundo en el oído, libro escrito por el ensayista español Ramón Andrés. En él, Andrés recuenta cómo el filósofo alemán Friederich Nietzsche alguna vez afirmó que el oído es el órgano del miedo: “A la luz, el oído es menos necesario. Por eso el carácter de la música, como un arte de la noche y la penumbra”. Y es en esa zona de penumbra donde Ojeda encuentra las notas de una música coral que la invita a sumergirse en los ríos de lo perverso envuelto por lo sublime. Son las emociones que oxigenan su obra.
—¿Y cómo es tu tiniebla interior?
—Si supiera todo lo que hay allí, ya no sería tenebrosa. Lo interesante es que no la conoces. La conoces a medias o la intuyes. Es como andar en una habitación a oscuras. Cuando tus ojos se acostumbran a la oscuridad, ves siluetas. Pero nunca ves con claridad. Si supiera con certeza lo que hay, me volvería loca.
Esa motivación por desvelar su tiniebla interior no surgió de forma espontánea. La semilla existía desde antes, fue irrigada por otros textos, otros autores, uno de ellos el poeta chileno Enrique Lihn, quien acuñó el concepto de “zona muda”. Según el poeta, en la vida nos pueden atravesar vivencias que nos llevan a los límites de la expresión, a una zona muda. Son experiencias liminales.
—Para mí la escritura es un ejercicio de intensidad, de musculatura. Es un intento por salir de la zona muda. Son ejercicios de mucha dificultad.
Ojeda ha reflexionado a fondo sobre los límites del lenguaje, el alivio psicológico que la palabra escrita, bajo un ejercicio arduo, puede llegar a ofrecer. Cita a Walter Benjamin, quien en 1932 y 1933 se alejara del paisaje ominoso en su natal Alemania y buscara sosiego en Ibiza. En un ensayo de 1933, Experiencia y pobreza, Benjamin describe el retorno de los soldados que han sobrevivido a la Primera Guerra Mundial. Regresan taciturnos y con la mirada perdida, por dentro llevan trastornos que nadie conoce. Vuelven con un acervo mental rico en vivencias, pobre en experiencias. Las vivencias, dice Benjamin, sólo se transforman en experiencia cuando se les da un orden, cuando se pueden articular de forma narrativa.
—A través de tu ejercicio de escritura extrema, ¿qué vivencias has podido convertir en experiencias?
—Hay algunas que no puedo contar porque son muy íntimas, pero en mi novela Mandíbula yo estaba escribiendo sobre mi propia experiencia con la ansiedad a través de Clara, una de las protagonistas. No son las mismas causas que ella tiene en la novela, pero la experiencia física es algo que yo estaba viviendo.
—¿En tu escritura hay violencia?
—La etimología de la palabra violencia es: abundante en su fuerza. Me gusta cuando hay fuerza en el lenguaje. Es ese sentido más amplio de violencia, sí.
Ojeda es autora del libro de poesía El ciclo de las piedras (2015), de las novelas La desfiguración Silva (2017), Mandíbula (2019) y Nefando (2017, 2019), y del libro de cuentos Las voladoras (2020). En septiembre de este año, fue invitada por el Hay Festival de Querétaro para celebrar, entre otras cosas, el haber sido seleccionada por la revista Granta como una de las y los veinticinco escritores más prometedores de literatura en lengua española menores de 35 años. Ojeda se alegra de recibir el reconocimiento, el cual le permite ser más leída en Ecuador y muchos otros países, pero al mismo tiempo se muestra ambivalente ante ese tipo de etiquetas y categorías que pueden ser no sólo arbitrarias sino discriminatorias hacia escritores de otros perfiles o edades. “Incluso ahora, en este nuevo boom latinoamericano, me molesta que no haya ninguna escritora indígena, ni negra, ni que escriba en quichua. O, por ejemplo, ¿no están escribiendo mujeres de sesenta años en Latinoamérica, y libros buenos?”, dijo a El País Semanal.
La cultura popular ha sido objeto de su estudio minucioso, con la intención de identificar fracturas en la sociedad. Para el trabajo de caracterización en su novela Mandíbula, donde un grupo de niñas adolescentes exhibe conductas fuera de la norma, Mónica Ojeda se adentró en el mundo de las creepypastas, historias cortas de terror diseñadas para ser compartidas en internet. Existen en forma de imágenes, videos o videojuegos, y han atraído el interés de adolescentes en todo el mundo. En 2014 las creepypastas recibieron gran cobertura en los medios tras el “apuñalamiento Slender Man”, un incidente ocurrido en Wisconsin, Estados Unidos, en el cual una niña de doce años fue apuñalada varias veces por dos de sus compañeras. De forma milagrosa, la víctima sobrevivió y en los interrogatorios las dos adolescentes señalaron que una de sus intenciones era probarle a los escépticos que Slender Man era real. “Slender Man” es una creepypasta en la cual aparece un humanoide delgado y con traje negro, la cara sin rasgos. Acecha y traumatiza a la gente, en especial, a los niños.
—¿Cuál es la responsabilidad del artista cuando una obra que contiene actos violentos puede ser consumida por un público susceptible? ¿A qué decisiones o disyuntivas te has visto enfrentada en tu proceso de escritura extrema en este aspecto en particular?
—Yo creo que el mismo acto de escribir es violento. El arte siempre apunta a experiencias que están atravesadas por la violencia porque ¿qué emoción humana está libre de ella? Pienso en el amor y cómo este contiene formas violentas. La gente que lee y se siente turbada por el contenido de un libro ve todos los días cosas espantosas en los noticiarios. Estamos acostumbrados al horror, y ése es el horror. Yo creo que la literatura que trabaja con temas violentos suele ser bastante menos cruda que la realidad tangible. Mi ética de escritura implica no comedirme, no quedarme instalada en el tabú o en el eufemismo. Mi ética me lleva hacia las zonas oscuras y a trabajar directamente con ellas, eso sí, siempre con responsabilidad literaria, no moral. Esto quiere decir que no utilizo la violencia de manera efectista, sólo para llamar la atención, sino que estudio la violencia en las vidas y emociones humanas como podría estudiar cualquier otra cosa, sin prejuicios.
Mónica Ojeda también se ha adentrado en otro tema que le ocupa desde años el pensamiento: el horror y la feminidad. En sociedades como las latinoamericanas, donde existe una feminidad normativa para muchas mujeres, en específico, sobre sus cuerpos, hay una forma de opresión que empuja ya sea a la sumisión o a la rebeldía.
—Siempre me han fascinado las historias de terror de las mujeres que no responden a la feminidad normativa: brujas, femmes fatales, las sirenas, las gorgonas. Me encanta la historia de la teratología, es decir el estudio de los monstruos, en específico, los monstruos femeninos.
En su obra se percibe cómo la violencia ejercida por las estructuras patriarcales pueden dar paso a narraciones impregnadas de horror. Hay feminicidios, abusos cometidos por parientes o amistades cercanas, abortos a escondidas y en la ilegalidad. Aparece la figura de las aborteras, aquellas mujeres que viven en la clandestinidad, y que no escapan aún al estigma de antaño. “Es que es una pregunta casi obligada. Si tengo que sobrevivir ese tipo de violencia, cómo la sobrevivo si no me convierto en un monstruo. Es una parte perversa de la violencia, el cómo nos hace convertirnos en aquellas cosas que no querríamos ser”.
En Las voladoras, por ejemplo, hay un cuento llamado “Soroche” donde un hombre sube a internet un video mostrando la vida sexual con su exnovia. Las descripciones físicas son minuciosas, a veces cortantes. La prosa fluye por todas las oscuridades del cuerpo, no se detiene. Uno de los efectos que la autora consigue es que tanto lectores como lectoras experimenten la vergüenza que la chica siente con su cuerpo.
—¿Es lo que buscabas?
—Alguna vez lo dijo Mariana Enriquez: “No hay que tener miedo a contar demasiado”. A veces eso es lo que se tiene que hacer.
Mauricio Ruiz es periodista y narrador. Ha vivido en Bélgica, Estados Unidos y Noruega. Es autor de las colecciones de cuento Y sin querer te olvido (2015) y Silencios al sur (2017). Parte de su obra ha sido traducida al francés y al neerlandés.