«Fallen Leaves», una historia de amor finlandesa
Lejos de la pornomiseria con la que se suele mirar a la clase trabajadora, el gran autor finlandés Aki Kaurismäki estrena en salas de cine en México esta celebrada película que, a pesar de un estilo tieso, mínimo, como el carácter finlandés, busca conmovernos con una tierna historia de amor.
Me gustaría invitar al público a ver la nueva película de Aki Kaurismäki diciendo que, sin él, probablemente no tendríamos a Jim Jarmusch o a Wes Anderson, aunque tal vez el argumento no sirva de mucho. Anderson fue convertido en un meme de colores vivos, retratos tiesos y canciones tocadas con un clavicordio que, entre más se intenta zafar de esta imagen, más reta a sus espectadores. Jarmusch siempre ha intentado sabotear su popularidad con decisiones tan extrañas como ponerle un vestido a Iggy Pop o hacer una película de zombis y extraterrestres con un inexpresivo Bill Murray; no es inaccesible pero sí lo suficientemente excéntrico para evadir el éxito masivo. La extravagancia de estos directores demuestra la influencia de Kaurismäki en cineastas queridos por cierta parte de la audiencia, pero quizás el rechazo a la fama de estos descendientes acabe por ahuyentar a la otra parte del público. Urge, entonces, darlo a conocer, entre quien no sepa su nombre, como un entretenedor romántico y borrachón, parco pero dulce, sin olvidar tampoco que su extensa filmografía se ha ganado un lugar gracias a la forma de sus películas, tan esencial como la generosidad de su mirada. Aki Kaurismäki es, en resumen, un buen tipo que hace buenas películas sobre buenas personas.
A lo largo de su carrera, el director finlandés ha contemplado a sus compatriotas obreros sin caer en una mirada pornomiserable que los represente con miedo y distanciamiento. Antes de hacer películas lavó platos y construyó edificios con ellos; fue a sus bares a escuchar su música y a tomar su aguardiente, y por ello no los ve hacia abajo o a lo lejos; los ve de frente. No hay salvajes que coman basura en Shadows in Paradise (1986), sino románticos atropellados por la vida que los obliga a recoger desperdicios a bordo de un camión; Ariel (1988) no pretende horrorizarnos ante las condiciones que empujan a un par de hombres a asaltar un banco, sino alegrarnos porque al fin una cosa les sale más o menos bien; Le Havre (2011) y The Other Side of Hope (2017) no son crónicas migratorias sobre los muertos que se amontonan en las playas de Europa, sino recuentos de unos personajes bien vivos que encuentran compasión —aunque también acoso— en su nuevo hogar.
Así como desafía la representación, Aki Kaurismäki es atípico en la forma: en sus películas no hay dramaturgia convencional, explicaciones psicológicas y a veces ni movimiento en el cuadro porque su intención no es representar la realidad como existe. Kaurismäki parte del descubrimiento cinéfilo de que no se puede vivir a través del cine, inevitablemente falso, pero se puede representar algo esencial de la vida mediante la ficción. En Fallen Leaves (2023), su más reciente película, esta cinefilia se expresa en decisiones discretas pero ingeniosas, y en alusiones a cineastas como Robert Bresson, Jean-Luc Godard y el amigo Jarmusch.
La trama, sobre el amor entre una mujer recién despedida de un supermercado y un alcohólico que brinca de un trabajo a otro hasta que le descubren el vicio, remite a su propia Shadows in Paradise por los trabajos de las protagonistas y por sus tensas relaciones con los hombres, que van y vienen entre una consumación inminente y la posibilidad de no verse nunca más. A pesar de la rigidez de su estilo, Kaurismäki transmite esta historia con una ternura que evita la frialdad de minimalistas más radicales.
Las canciones clásicas finlandesas, el rockabilly y los tangos argentinos atraviesan las nubes de humo en los bares como dardos que aterrizan en la nostalgia. En Fallen Leaves hay una añoranza de otros tiempos, de otros cines: desde los clásicos de Hollywood hasta el vanguardismo conmovedor del cine francés. En una escena, los protagonistas ven la cinta The Dead Don’t Die (2019), de Jarmusch, y saliendo de la sala otros dos espectadores hablan de las influencias de Bresson y Godard que encuentran en ella. El propio Aki Kaurismäki las demuestra en la imagen de una importante hojita de papel, parecida a los objetos en el cine de Bresson, aislados de todo como si poseyeran una trascendencia inexplicable, o en el contraste de rojos y azules, típico en las películas de Godard, que reaparece de vez en cuando en Fallen Leaves.
Ni Ansa (Alma Pöysti) ni Holappa (Jussi Vatanen) usan teléfonos celulares aunque viven en nuestro tiempo, ya que su historia de encuentros predestinados no podría suceder con smartphones y redes sociales que les permitieran hallarse fácilmente. Fallen Leaves no pretende buscar grandes soluciones narrativas ni tampoco engañarnos; a menudo nos recuerda que es solo una película, como alguna otra con Jack Lemmon y Shirley MacLaine: una imagen que recuerda a otras más.
El clasicismo romántico de Aki Kaurismäki se extiende a la risa que da un amigo de Holappa, obsesionado por verse joven, o el momento en que Ansa le pide a su perrita contestar el teléfono. También los romances en el cine hollywoodense de Frank Capra y Billy Wilder se movían en paralelo con el humor. En Fallen Leaves los personajes se quedan inmóviles, pero más todavía que aquellos del cine clásico, arrebatados en poses melodramáticas; de hecho, casi no gesticulan, pero porque son una parodia amorosa del carácter nórdico. Esto último adquiere una carga política cuando Ansa, trabajando en el supermercado, se lleva a casa algunos productos que acaban de expirar. Un guardia —gracioso por su mirada exageradamente rabiosa y su aparición abrupta en el montaje— la mira. Ansa, como sus compatriotas, vive en una sociedad de vigilancia que la castiga con un despido, pero Aki Kaurismäki no invierte su tiempo en citar a Michel Foucault para reflexionar sobre el abuso. El chiste es suficiente. Para denunciar otras condiciones laborales de los protagonistas basta mostrar a Holappa recogiendo carbón en uno de sus varios empleos, y hablando de que morirá a una edad temprana por respirarlo diario; Ansa convive con el fastidio de trabajar en un bar que paga derecho de piso a la mafia.
Las menciones de la invasión a Ucrania en la radio son otro aspecto político en Fallen Leaves pero, de nuevo, son apenas un signo —¿de solidaridad o de preocupación?— en la periferia del enamoramiento entre Ansa y Holappa. Es la mirada —sobre todo en las primeras veces que coinciden— la que parece decir más. Los ojos de ambos se animan conforme vamos de un plano de ella a uno de él o viceversa, y sus caras rectilíneas se empiezan a curvear con sonrisas bajo la emoción de haber encontrado alguien con quien ir al cine. Es cursi, por supuesto, y Kaurismäki lo sabe, pero al ver a Ansa, a Holappa y a la perrita de nombre cinéfilo —para qué arruinar la sorpresa— caminando juntos hacia un cielo inusualmente rosado, la vida, por un momento apartada de la guerra, del desempleo, del crimen y de la falta de solidaridad, parece fácil. Amar, para Aki Kaurismäki, no es necesariamente una solución ni una forma de posponer el mal pero sí de soportarlo. De nuevo, su cine es el de un buen tipo que, pudiendo generar más angustia, produce esperanza.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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