Oscar Murillo y la titularidad de la violencia
Con una carrera plástica entre el Reino Unido y Colombia, Oscar Murillo es una de las voces más relevantes del arte contemporáneo en Latinoamérica. Ha explorado temas como la colectividad y la cultura compartida. Hasta el próximo 31 de mayo, cuestiona la opresión histórica a través de una instalación en el Museo de Arte de la Universidad de Colombia.
En un video de circulación libre que data de 2019, el artista británico-colombiano Oscar Murillo (Valle del Cauca, Colombia, 1986), entonces candidato al premio Turner de Inglaterra, comentaba con sarcasmo que existe una historia del arte occidental impartida en escuelas y universidades y otra que corre en paralelo. Murillo es un artista de obra procesual, inclasificable como Abraham Cruzvillegas (no en balde comparten la galería Kurimanzutto), que se ha caracterizado por el abordaje crítico de temáticas sociales o históricas relacionadas con las marcas del colonialismo y que suele trabajar de manera colaborativa con artistas y comunidades. A juzgar por su incisivo trabajo itinerante, esta observación pareciera enunciar su principio poético más que una crítica académica al universalismo que ha dado origen y fundamento a la historia del arte como una disciplina que regula el acervo patrimonial de lo que “debe” ser exhibido, guardado y estudiado para preservarse del olvido y la destrucción.
Con una licenciatura en arte en la University of Westminster y una maestría en el Royal College of Art, ambos en Londres, su postura combativa en relación al statu quo alude a la manera en la que se ha construido el canon historiográfico occidental, cosido a modalidades de la estética, brazo teórico de aquello que desde las postrimerías del siglo XVIII elabora la definición de aquello que constituye un tipo de conocimiento que se proyecta en objetos artísticos, ideas y formas o expresiones visuales cosmopolitas y desinteresadas que a veces no escapan al capricho de la moda y el gusto. Si los museos occidentales fueron edificados a partir de una ideología que data de varios siglos, su consenso ha venido resquebrajándose desde hace más de treinta años atrás, cuando la teoría poscolonial arremetió contra dichos relatos de poder aún vigentes. En el mundo anglosajón que formó a Murillo bastaría leer al pensador poscolonial Homi Bhabha para emprender un camino diferente a aquel que se conforma de la relación entre el centro y las periferias.
Si bien algunas figuras de los modernismos del hoy llamado “sur global” lograron ingresar al panteón de los museos de las grandes capitales del mundo, muchas otras quedaron rezagadas al recodo del final de la fila, atascadas a la espera de una palmadita que nunca llegó o alcanzaron sólo la gloria de la celebridad en el umbral de su muerte. Uso deliberadamente el femenino plural, pues muchas artistas mujeres que, por razones diversas dejaron sus países de origen, quedaron excluidas del campo del genio creativo y, en tiempos recientes, unas pocas han sido agregadas al catastro feminista o sujetas al reconocimiento tardío.
En octubre del 2021 visité la gran instalación de Murillo en el Museo de Arte de la Universidad Nacional en Bogotá, exposición pospuesta por la pandemia de covid-19 que pudo ser finalmente inaugurada durante la feria ArtBO hasta mediados de diciembre (y que estará abierta hasta el próximo 21 de mayo del 2022). Allí Murillo, junto a la curadora y directora del museo, María Belén Sáenz de Ibarra, ha elaborado un potente trabajo transdisciplinario compuesto de una amalgama de elementos escultóricos, pictóricos, cinematográficos y sonoros que no sólo propone un contragolpe a las estructuras de autoridad en la polaridad geográfica de la historia, sino que busca trastocarlas mediante una puesta en imagen apoyada en el ataque frontal a dos ejes simbólicos: el estado y la religión.
No sería la primera vez que el artista escoge estos frentes para disparar contra aquello que considera “excrecencias institucionales” de la cultura occidental, que ha producido un modelo universal de violencia al excluir a las minorías de la titularidad ciudadana. Tampoco es casual que la muestra se llame Oscar Murillo. Condiciones aún por titular, con lo que establece, además, una continuidad en el tiempo con otra exhibición homónima que previamente presentó en esos mismos espacios, también en mancuerna con Sáenz Ibarra. La condición de hijo de madre inmigrante de clase trabajadora en el Reino Unido pareciera haber otorgado a Murillo un campo de articulación que le permite agitar más el agua de los tiempos que corren.
Valiéndose de un explosivo discurso ateo y anarquista propio del Cabaret Voltaire en la trastienda punk, Murillo produce una mise en image que se desdobla en una mise en abyme, donde las partes y el todo producen una experiencia orgánicamente tejida desde las tensiones que se desprenden de los objetos en su confrontación con lo real y con la audiencia. Murillo nos sitúa ante la disyuntiva de no poder discernir cual sería el original o la copia, si la pandemia reeditada de la Gripe Española de 1918 o la realidad caótica de un país empobrecido aún más por la violencia estructural.
Oscar Murillo utilizó un conjunto de muebles dotados de una historia propia, largos bancos de madera eclesiásticos que transportó de Europa a Colombia para agruparlos en los patios externo e interno de la galería principal del Museo. Se trata del viaje inverso de Fitzcarraldo. En el núcleo instalado en la galería principal, a los bancos eclesiásticos agregó líneas de telas monocromas negras de gran tamaño suspendidas desde el techo, telas negras dobladas en pilas en el suelo, andamios de hierro con extrañas formas de camillas médicas adosadas, dos videos colocados en diferentes puntos del espacio expositivo y una pintura enmarcada que fue colgada en un rincón, que evocan las limitaciones ontológicas de la pintura como espacio bidimensional contenido en un lienzo enmarcado. Dichas pinturas trazan una repartición constructiva del espacio que sólo el caos del piso destruido y los muebles eclesiásticos logran desarticular. Algunos bancos fueron colocados de manera vertical, como un ejercicio de reposicionamiento tridimensional.
Por contraste, en el patio externo, los bancos atravesados por fierros hacen un guiño oblicuo a la obra temprana de la colombiana Doris Salcedo, quien ha producido un importante cuerpo de trabajo temprano sobre la violencia encapsulada en las cosas (muebles, ropa, zapatos). Pero si bien la obra de Salcedo refería a la violencia pronunciada desde la opacidad del espacio doméstico, los bancos de iglesia escogidos por Murillo se desplazan hacia un ámbito público donde se proyectan las esferas de la fe y la pedagogía, dos pilares del mundo colonial superpuestos desde 1492. No en balde el Museo pertenece y está situado en el campus de la universidad pública de la capital de Colombia. A los bancos de madera que transmiten la memoria del ritual católico en un país donde éste aún representa la fidelidad devota de millones de creyentes y las enormes telas monocromas negras desplegadas como pendones lúgubres a lo largo del espacio expositivo, se suma la descarga psicológica propinada por dos videos realizados en el pueblo de La Paila, Valle del Cauca. Uno de ellos muestra una hilera de 250 “años viejos” (muñecos de trapo de tamaño natural, de confección artesanal que alegorizan el paso del tiempo y que son quemados al finalizar en enero o el último día del año en las provincias de Colombia) colocados dentro de una zanja que el artista hizo explotar con una fuerte carga explosiva de pólvora. El otro video, situado en el rincón más oscuro de la galería, muestra una escena cotidiana, filmada a manera de cinema verité, de la interacción caótica y espontánea entre personas en el pueblo durante una feria. Un dispositivo acústico de sonidos bajos, leves e inquietantes abarca el radio de la galería principal y funciona como unificador de los fragmentos que componen la gran instalación. Éste se superpone a los sonidos directos de los videos monocanal.
Junto al patio exterior, el rectángulo del jardín del museo fue transformado en una suerte de trinchera decimonónica, y aun siendo un rincón siniestro por desfamiliarizar la naturaleza domesticada de un jardín interior con un diseño de maleza y zanjas, invita al público a explorarlo. La Sala 2, adyacente al jardín y desprovista de vidrios en las ventanas, muestra un conjunto de pinturas de gran formato instaladas en parales contiguos, alineados a manera de depósito o reserva técnica. Éstas pinturas de Murillo, en cambio, fueron intervenidas por niños en talleres que el artista realizó en La Paila, pueblo de donde proviene su familia y donde él nació antes de migrar a Inglaterra con su madre. Esta colaboración entre los niños y Murillo se inició en 2013. A diferencia de los grandes monocromos negros de la galería principal, en estas pinturas se observan colores estridentes, atisbos expresivos, garabatos, dibujos y textos, muchas veces explícitamente críticos. Esta sección, más parecida a las formas de collage colaborativo del cadáver exquisito surrealista, corresponde a la muestra precedente que Murillo realizó años atrás en el Museo, para establecer una línea de trabajo que compromete al artista expatriado y bicultural con el contexto colombiano.
El Museo de la Universidad Nacional intervenido en su totalidad por Murillo luce como un paisaje después de la batalla, cuya desolación era aún más pronunciada después de la cuarentena por covid-19, cuyas secuelas han ido apareciendo como piezas de un enorme puzle aún por armar. La atmosfera que produce la combinación exacerbada de objetos dilapidados y gestos grandilocuentes es operática y condiciona el recorrido de la muestra a la producción de imágenes que conectan con la devastación que produce una guerra convencional, tal y como se la representa en el cine tópico de ficción o en la fotografía directa modernista. Pero pareciera que Murillo busca escenificar una versión milenarista de un gran lienzo de pintura histórica, enmarcada en la destrucción que dejó la maquinaria bélica de la modernidad en un país profundamente marcado por la guerra entre diferentes facciones que dividió Colombia (FARC, Paramilitares, Ejército), en el período anterior al mundo digital que precedió a los drones y a la mirada satelital. Este enfoque le permite desplegar muchos otros episodios locales que incluyen los efectos sociales que modelaron las rutas de la esclavitud y la imposición del monoteísmo católico en sociedades segmentadas racialmente y atravesadas por el animismo de sus pobladores originarios.
Oscar Murillo. Condiciones aún por titular ofrece una cantera intertextual y barroca que a ratos roza el pastiche, pero que logra salir airada de la trampa ficcional de su propio ensimismamiento valiéndose de operaciones de extrañamiento donde el público logra ver los efectos creados por la instalación y que potencia el montaje de elementos disociados entre sí. En la entrada de la galería principal, Murillo colocó una serie de sacos utilizados en el comercio para transportar granos, café y otros productos de materia prima agrícolas es uno de esos momentos brechtianos donde la realidad logra salir del torbellino de la ficción (de la historia). Otro discreto, pero decisivo intervalo de extrañamiento se abre con una pintura enmarcada que recuerda los límites de la propia pintura, esos límites que dejan perplejo al propio Murillo ante las calamidades del racismo y la pobreza y, sobre todo, de su violencia.
Gabriela Rangel (Venezuela/E.U.A.) es curadora independiente.
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