Cualquier cinéfilo empedernido sabe que el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) comienza sus actividades con una vistosa premiere atiborrada de medios, invitados de lujo, flashazos y una alfombra roja. En ocasiones pasadas, la película inaugural fue Coco, del estudio Pixar, o Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino. Pero en 2003, cuando el festival nació, optaron por una película mexicana de gran expectativa: Nicotina, dirigida por Hugo Rodríguez y protagonizada por Diego Luna, Daniel Giménez Cacho y Rosa María Bianchi.
Por una variedad de razones, ni los populares protagonistas o el director pudieron asistir. Así lo confiesa irónicamente, y entre risas, Daniela Michel, directora general y artística del festival —el cual se ha convertido en uno de los más importantes no sólo del país, sino en América Latina—, en una entrevista para Gatopardo, a un par de semanas de que arranque la edición número 17.
Quienes sí estaban entre el público de esta función inaugural eran dos personalidades del cine mundial: Barbet Schroeder, afamado director francés conocido por su versatilidad con el cine de autor y los trabajos hollywoodenses, junto a Werner Herzog, reverenciado y controvertido autor alemán tan talentoso y arriesgado como poco ético. La presencia de ambos, consagrados en la ficción y maestros del cine documental, daría las pistas en los años por venir de una profunda conexión de Morelia con el género documental, una forma cinematográfica cuyo interés recae en explorar la realidad en cualquier presentación: desde simples historias de veteranos hasta relatos de dictadores genocidas.
Daniela Michel reconoce la necesidad de esta exploración: “En los primeros cinco años había nada más competencia de cortometraje de ficción, animación y largometraje documental”, cuenta sobre el festival que fundó junto con Alejandro Ramírez y Cuauhtémoc Cárdenas Batel.
El FICM se originó de las Jornadas de Cortometraje, organizadas por Michel entre 1994 y 2002, una época en la que jóvenes cineastas no tenían mucho escaparate para hacer películas de largo aliento y a veces mucho menos para un corto. Los noventa fueron un periodo oscuro para la cinematografía nacional. Entre 1996 y 1997, el Instituto Mexicano de Cinematografía (imcine) reportó la producción de 25 películas nada más, número diametralmente opuesto a las 186 que reportó en 2018, de las cuales 79 fueron documentales. Las de Jornadas, no obstante, permitieron mezclar cine de ficción, documental, experimental, y cualquier otro género en un hervidero de talento en bruto, en una época en la que urgía un reflector así.
Daniela Michel le propuso a Ramírez, hoy CEO de Cinépolis, que estas Jornadas dieran el salto hacia Morelia, convertidas en un pequeño festival. Ramírez respondió afirmativamente, propuso remodelar salas y le dejó muy claro una cosa: la necesidad de incluir el documental.
Los documentales fueron los primeros trabajos de larga duración en exhibirse y, durante 17 años de existencia, la competencia documental ha demostrado tener una fina selección de la cinematografía mexicana más innovadora, cuyo impacto desborda los límites del festival, da seguimiento a cineastas y continúa edificando una comunidad.
Tempestad (2016) dirigida por Tatiana Huezo.
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Everardo González, autor del extraordinario análisis de la violencia en México con La libertad del diablo, está convencido de que los documentalistas son otra especie de directores: “Somos perfiles muy distintos a los otros géneros de cine. Lo que nosotros hacemos no debería responder sólo al ego; eso cambia y hace que nuestra comunicación sea más franca, porque lo que a veces nos hermana son las causas, que en ocasiones son mayores a las carreras personales de los cineastas. Eso se mantiene desde la producción, dirección y hasta promoción y exhibición de una película. En general, es un mercado con cierta calidad moral”. Esta calidad moral es algo que también remite a otro artista que cambió la comunidad cinematográfica de México en más de una forma.
Eugenio Polgovsky es autor de Trópico de Cáncer y Los herederos, obras que cosecharon una variedad de premios y nominaciones alrededor del mundo, incluyendo tres Arieles, una selección en el 65º Festival de Venecia y dos veces el premio Joris Evens en el festival Cinéma du Réel. La relevancia de Polgovsky no es sólo en su manufactura, en la que balancea la denuncia social, la pobreza sistemática y la exploración rural con una experta sensibilidad artística, narrativa y audiovisual, sino que también ayudó a detonar un movimiento hoy clave para la difusión del documental mexicano. “Justamente cuando ganó Eugenio con Trópico de Cáncer comenzamos a hablar con Diego Luna y Gael García Bernal sobre cómo podríamos hacer un festival documental, y de alguna forma el origen de Ambulante es el festival de Morelia”, recuerda con optimismo Daniela Michel.
Trópico de Cáncer estrenó durante el segundo FICM (2004) y ganó el premio al Mejor Documental, continuando el precedente del primer año en el que Eva Aridjis triunfó con Niños de la calle, un vistazo a las condiciones diarias de cuatro niños sin hogar en la Ciudad de México. Dotado de profundo acceso a la vida de estos personajes, así como a la más adversa realidad social que enfrentan, donde las drogas y enfermedades como el cáncer o VIH son problemas diarios, Niños de la calle es un trabajo que —junto con Trópico de Cáncer— perpetúa una narrativa clásica y necesaria del cine documental: la denuncia social, el retrato de la injusticia y los desposeídos.
En Morelia, trabajos de esta estirpe serían primordiales para la selección documental. En 2009, por ejemplo, el premio en esta categoría lo ganó Presunto culpable, un relato sobre el corrupto aparato judicial del país, que en vez de ofrecer justicia a las víctimas, más bien castiga a las personas inocentes. Presunto culpable se convirtió en un fenómeno nacional, aunado a su complicado proceso de distribución, en el que una jueza detuvo legalmente la exhibición en 2011, año de su estreno en salas comerciales. La película, no obstante, batió récords de asistencia para un documental (y para un documental mexicano) y llevó este arte a un muy afortunado estrato de consumo masivo.
El documental de Tatiana Huezo, Tempestad, seleccionado en Morelia en 2016 y ganador de tres Arieles (incluidos mejor director, documental y sonido), no sólo fue un éxito coyuntural, sino que fue reconocido en el mundo cinematográfico por su tratamiento de la atroz violencia que atraviesa México, así como por la fotografía de Ernesto Pardo, que lo hizo acreedor del Premio Documental en el festival polaco Camerimage. Sin embargo, quizá otro elemento triunfador de Tempestad es lo empática que resulta su sencilla forma narrativa, en la que un recorrido en autobús está ominosamente relatado por dos mujeres, cuyos escalofriantes relatos son un recordatorio de la espantosa realidad invisible del país.
Presunto Culpable (2008) dirigida por Roberto Hernández y Geoffrey Smith.
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A Nuria Ibáñez, dos veces ganadora del premio al Mejor Documental en el FICM, le gusta remarcar que los retratos documentales no tienen que ajustarse al corte social, ésa es una de muchas piezas que componen, lo que denomina “una realidad social compleja”. “No sólo se están haciendo películas de denuncia, otras tienen que ver con el retrato íntimo de la familia, un abuelo, un hermano o una autobiografía. No únicamente se reduce a documentales expositivos que buscan contar una tesis clara, sino películas mucho más abiertas, en las que se expresa un sentimiento, una situación, las relaciones humanas, la complejidad del ser humano, y nada viene explicado”, dice.
A pesar de que el documental mexicano tiene una tradición importante de denuncia social, reducirlo a esta categoría sería ignorar a toda una ola de directores y narradores que buscan contar otro tipo de historias. María José Cuevas y su relato sobre las vedettes más icónicas del México de antaño, Bellas de noche, es tan rebosante de empatía que ganó el premio al Mejor Documental en la competencia de 2016. Nuria Ibáñez es otro ejemplo. Su primer triunfo llegó en 2013 con El cuarto desnudo, un trabajo sobre niños en un hospital psiquiátrico, y en 2018 por Una corriente salvaje, sobre la relación de dos amigos pescadores.
Pedro González Rubio es otro realizador que ha ganado más de una vez en Morelia. La primera fue en 2005 por codirigir Toro negro con Carlos Armella, cinta sobre la autodestructiva y violenta vida de un torero maya en el sureste mexicano; y en 2012 por Inori, relato de un pueblo japonés y su relación con la brecha generacional, las nuevas tecnologías y el olvido. Ambos son trabajos íntimos, cotidianos y de estilo personal, en los que se favorece estudiar a las personas y sus vidas diarias, dejando al espectador libre para armar la película. Estas cintas también son piezas de un país compuesto de muchas realidades, e Ibáñez lo expone así: “Yo no hago documentales explicativos que tengan un objetivo, sino que van hacia la experiencia personal, y la cuento de una manera más sutil, donde cada quien pueda sentirse identificado sin explicar lo que deben sentir”.
Bellas de noche (2016) dirigida por María José Cuevas.
Para Michel, también supervisora de la programación del FICM, esta selección variada, en la que existe más de un tipo de forma documental, es clave para un festival plural: “Queremos un foco sobre qué es lo que pasa en México, del norte al sur, este y hasta el oeste del país; en zonas urbanas, zonas rurales, con la comunidad gay, no gay, estudiantes, ancianos, niños. Tenemos que construir un mosaico de México”.
Michel, capaz de recomendar y de explicar con detalle qué hace especial a la selección documental de este 2019, es una campeona de apostar por la diversidad y calidad de los trabajos de este género, el cual es una curiosa amalgama de perspectivas e intersecciones, donde la denuncia social, la pobreza, la intimidad y el interés por las personas, tanto como por los problemas del país, están presente en una sola película.
Desde 2003, en 16 competencias de largometraje documental en Morelia, nueve mujeres se han llevado el premio principal en esta sección. Directoras como Lucía Gajá, Christiane Burkhard o Luciana Kaplan hablan de un cine no necesariamente con perspectiva de género, pero sí con exploraciones que resaltan los temas que el grueso de la población mexicana tal vez no conoce, a pesar de que forman parte de la vida diaria.
“Lo que es interesante es que el documental es quizá el más descentralizado de los géneros, porque no te obliga a estar dentro del país, y es el que tiene más equidad de género. Si vemos el volumen de mujeres haciendo documentales, están rebasando a los hombres. Es una forma muy democrática de hacer cine. ¿Cómo no celebrar una comunidad haciendo visible lo que el resto no quiere ver?”, concluye Everardo González.