Tiempo de lectura: 6 minutosEs difícil definir la autoría cinematográfica. Durante los años cincuenta, los críticos de Cahiers du cinéma sentenciaron que los directores eran tan autónomos como los novelistas, ignorando que muchas veces obedecían a las necesidades comerciales de los productores, o que a menudo los guionistas y los editores ayudaban a definir los estilos de las películas. Sin embargo es verdad que la colaboración no diluye la perspectiva, y que muchísimos cineastas, de Méliès a Schanelec, poseen, al menos, la mayoría de sus imágenes.
Una película de Bong Joon-ho nunca va a hablar bien del capitalismo, y una de Almodóvar jamás va a celebrar el franquismo porque ambos, autores innegables, emplean el cine como un medio de expresión formal y filosófica, a veces variable, pero nunca contradictorio. En cambio, se me dificulta asumir como autores a formalistas que a lo largo de sus carreras sostienen una coherencia estilística pero evitan explorar sus preocupaciones, como si trabajaran solamente por encargo.
Denis Villeneuve representa esto último, aunque no siempre fue así. Sus primeros largometrajes son el producto de un cineasta desquiciado y provocador que, en Maelström (2000), por ejemplo, nos enseñó cómo un pez horroroso contaba una historia de amor salpicada de aborto, homicidio y destino. Antes de esa película realizó Un 32 août sur terre (1998), protagonizada por una modelo que, después de un accidente, decide embarazarse de su mejor amigo en un planeta Tierra donde las fechas llegan no sólo al 32 sino hasta el 38 de agosto. Los largos meses, por alguna razón, no trastocan la trama. A pesar de sus deficiencias, estos primeros pasos del director quebequés son igualmente excéntricos y revelan un interés por el destino, palpable en choques automovilísticos y en los afectos inesperados que provocan. El montaje caótico apenas le da claridad a las tramas, pero por torpes que sean, las películas muestran una convicción revoltosa y original.
A partir de Polytechnique (2008), una película de encargo, se notó una diferencia: Villeneuve comenzó a narrar de manera más convencional y a abandonar los guiones originales. Quizá debido al éxito posterior de Incendies (2010), un melodrama complejo sobre exiliados árabes en Canadá, el director empezó a escoger guiones laberínticos de distintos géneros —sobre todo crimen y ciencia ficción—, capturados por la cámara con una rigidez peculiar, abundante en claroscuros y planos prolongados que apaciguaran los giros de tuerca. Sólo Enemy (2013), basada en El hombre duplicado, de José Saramago, evoca los primeros trabajos de Villeneuve, aunque eso no demerita sus otras películas. Por ejemplo, Arrival (2016) y Blade Runner 2049 (2017) me parecen especímenes notables de la ciencia ficción hollywoodense actual, aunque ni por compartir el mismo género llevan tatuada una perspectiva uniforme. Puedo extender la misma observación a todo el periodo hollywoodense de Villeneuve, que empezó con Prisoners (2013) y que quizá no acabe nunca.
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Dune (2021), a punto de estrenarse en salas de cine el próximo 22 de octubre, corrobora mis sospechas y crea nuevas desilusiones. Si Blade Runner 2049 se atrevió a narrar con sosiego y a contemplar espacios afligidos que podrían prescindir de sus protagonistas, Dune se manifiesta como una respuesta antagónica, motivada probablemente por el desastre financiero de su predecesora, que terminó perdiendo 80 millones de dólares.
No hay desviaciones significativas entre la película de Villeneuve y la novela original de Frank Herbert: ambas siguen a Paul Atreides (Timothée Chalamet), un joven duque asediado por intrigas políticas y visiones extrañas en una sociedad feudal situada veinte mil años en el futuro. Su padre ha sido designado protector del planeta Arrakis, valioso para el imperio porque provee una droga, llamada la “especia”, que permite el viaje y el comercio interestelares; pero el privilegio de los Atreides en realidad es una trampa del emperador, que pretende favorecer a los Harkonnen, un clan rival. Orbitando alrededor de este ajedrez, una sociedad tribal espera la llegada de un mesías arquetípico e intenta sobrevivir a las imposiciones de los forasteros en su planeta.
La sinopsis debe emocionar a los admiradores más dogmáticos del novelista y a los adversarios de la lectura: nada cambia y no hay que leer más que los subtítulos. Por sí mismo, este resumen no plantea ninguna desviación en la carrera de Villeneuve porque hasta ahora el director ha sabido narrar historias fascinantes, pero sobre todo iluminarlas y montarlas de forma desobediente. El problema es que, tras un fracaso importante en taquilla, Villeneuve tuvo que irse a la segura para seguir siendo un favorito de Hollywood, y eso fue lo que hizo.
El puro elenco lo demuestra: Dune es protagonizada por Chalamet, el estereotipo de belleza masculina más compartido de Twitter, y por la promesa de Zendaya, que tiene un efecto similar; hablo de promesa porque aparece poco tiempo pero su imagen, repartida en pósteres y tráileres, funciona como seducción comercial. Pasa lo mismo con Jason Momoa y Dave Bautista, que prometen acción, y Oscar Isaac, Josh Brolin, Rebecca Ferguson, Stellan Skarsgård y Javier Bardem, que traen consigo el prestigio. Lamentablemente, las expectativas se cumplen: Zendaya es idealizada en planos apropiados para anunciar perfume, Momoa rebana villanos de forma espectacular y Dune termina siendo predecible, aséptica: el producto de un estudio obsesionado con mimar a la audiencia para venderle todos los boletos que pueda.
En los años setenta, Alejandro Jodorowsky planeó una adaptación de Dune que incluiría a Orson Welles y a Salvador Dalí; que sería musicalizada por Pink Floyd y Magma, y que contaría con diseños de H.R. Giger. El costo llegó a ser tan exorbitante en la preproducción que los inversionistas salieron huyendo y la película no se realizó. Más adelante el productor italiano Dino de Laurentiis compró los derechos y, después de un intento fallido con Ridley Scott, le dio el proyecto a David Lynch, que realizó en los Estudios Churubusco una versión dramáticamente fiel al libro, pero expresamente subversiva en su estética queer: los planos registraban obsesivamente el cuerpo de Sting y rebosaban de alusiones homoeróticas que ocasionaron un tono bobo pero adverso a la conservadora sociedad estadounidense de 1984.
Villeneuve ni siquiera intenta sublevarse y quizá por eso Rafael Montemayor, del sitio collider.com, llamó a Dune la nueva Star Wars. Lo tomo como un apropiado insulto porque también es una franquicia —Dune apenas cubre la primera mitad de la novela— que parte de un éxito calculado con base en el monomito de Joseph Campbell; es decir, la película habla de un héroe que, como en los tropos mitológicos, ignora su poder y emprende una aventura donde terminará restaurando el orden universal. Una buena parte del cine de acción, aventura y fantasía proviene de esas mismas raíces, y por eso el mito heroico vive ya en el agotamiento. Dune es anticuada pero además arcaica al retener el orientalismo de la novela, que ve a la sociedad tribal de Arrakis, los Fremen, como bárbaros iluminados.
Originalmente inspirados por los beduinos, los Fremen de Herbert son nómadas que viven esquivando al imperio y a los gusanos de cuatrocientos metros que habitan el planeta desértico. Bardem interpreta a su líder en la versión de Villeneuve para recordarnos, con su fuerte acento español, que estos son los otros, los distintos, quienes encuentran en Paul Atreides, un hombre blanco, al mesías descrito por sus leyendas. Ya la de Herbert fue una interpretación exótica del Oriente, pero en medio de las reivindicaciones culturales de la actualidad, conservar esos lugares comunes no puede ser entendido más que como una necedad y una sumisión innecesaria ante la novela.
Hasta ahora he hablado de lo narrativo, que incuestionablemente forma parte del espectro cinematográfico, pero la pulpa del cine son las imágenes. Villeneuve podría haber salvado la película con ellas, y aunque sus composiciones son típicas de su estilo, el montaje parece apresurado por contar la historia de manera estimulante y nos impide contemplar las naves que parecen órganos, la pesadumbre de los protagonistas y las ausencias del desierto. Incluso hay aspectos tan carentes de originalidad que terminan remitiendo a Star Wars, como las formaciones de soldados, que una vez tras otra se paran en fila frente a sus amos para satisfacer su orgullo militar. En su tiempo, George Lucas usó imágenes similares basándose en la documentalista favorita del nazismo, Leni Riefenstahl, y así es que otro elemento anticuado y cuestionable se mete aquí, en Dune, como las enseñanzas de un abuelo perverso.
El último diálogo en la película es sintomático de unas intenciones complacientes y hasta burdas. Poco antes de que aparezcan los créditos, un personaje dice: “Esto es sólo el comienzo”. Entendida literalmente, la frase describe la aventura de Paul Atreides, pero también le encuentro más significados: uno es la invitación a ver la inevitable secuela y el otro es el sometimiento de su director. En Dune podría acabarse la duda sobre si Villeneuve es un discutible autor que retiene su identidad a partir de la forma o si es un empleado del estudio que se adapta a cada película hasta obedecer a las necesidades de sus patrones. Quizá sea pronto para saberlo, pero es oportuno temer que Hollywood recluya a su mejor cineasta en la jaula de las franquicias.