La infancia en la selección oficial del FICM
El Festival Internacional de Cine de Morelia vuelve en su edición número diecinueve. Entre su competencia oficial, encontramos historias que cuestionan duramente el mundo que hemos construido para las infancias. Diana Cardozo, Rodrigo Plá y Joaquín del Paso, entre otros, parecen hacer de la forma fílmica un acto político de reivindicación.
Es inevitable que el cine mexicano represente la desgracia. Vivimos en un país donde abundan el hambre, la necesidad, la violencia, y por eso nuestras imágenes hablan seguido de las marcas que deja tanta zozobra en el cuerpo y en la imaginación. Su fin no es meramente propagar las heridas de la realidad sino tantear en el corazón de la audiencia para encontrar empatía y, tal vez, cambio. Por supuesto, este es un fin subordinado a la subjetividad que mira la pantalla, es decir, cada espectador responde como puede, como quiere. A pesar de ello, los mejores cineastas, los que evaden la contemplación sentimental o un entendimiento exótico la miseria, pelean por hacer de la forma fílmica un acto político que reivindique y ayude, como se pueda, a los miembros más lastimados de nuestra sociedad.
La competencia de este año en el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), a realizarse del 27 de octubre al 1 de noviembre de forma híbrida, incluye varias películas donde la infancia aparece como el depositario más injusto de nuestros errores. En imágenes de niños que se esconden para no ser lastimados o que, dirigidos por el pensamiento perverso de las élites, destruyen a otros, las ficciones que están en competencia cuestionan duramente la casa descompuesta que le hemos construido a la infancia.
Las imágenes más directas al respecto vienen de Estación catorce (2021), dirigida por Diana Cardozo. Apenas en la primera escena las mujeres, niños y hombres de un pueblo comienzan a esconderse porque se acerca, como un tornado, un grupo de sicarios. La imagen de los niños vaciando su escuela por miedo a morir es sólo el preámbulo de una historia donde uno de ellos, de siete años, se convierte en el testigo renuente de un mundo enloquecido y de un padre deshonroso que aprovecha el caos provocado por los asaltantes para robar un sillón. En vez de disfrutar su inocencia, el niño la irá perdiendo cuando acompañe a su padre a venderlo y observe la humillación a la que lo someta un posible comprador. El solo viaje desde el pueblo a la ciudad, con el sillón atado a una bicicleta, es un trauma en gestación seguido por otros que parecen no acabar. Crecer en la marginalidad, parece decirnos Cardozo, es una herida que no se cura.
Al otro lado de la frontera con Estados Unidos, El otro Tom (2021), de Rodrigo Plá y Laura Santullo, plantea una opresión más discreta de la infancia. Si Cardozo muestra una sociedad donde la catástrofe colectiva hace a todos iguales ante la ley —es decir, invisibles—, Plá y Santullo contemplan cómo la obsesión con la normalidad y la pulcritud de otro entorno afecta de manera particular a un niño neurodivergente y a su madre.
Tom es incontrolable: corre, grita, rompe cosas, se las lleva sin pedir permiso. Lo que para algunos podría ser un niño inusualmente travieso, para las instituciones de Estados Unidos es un problema a resolver con el milagro de la medicina. Su mamá, una inmigrante mexicana de segunda generación, es algo caótica y a veces inadecuada, pero amorosa, y prefiere al Tom hiperactivo, incluso violento, que al otro. Este nuevo Tom, amansado por los medicamentos que es forzado a consumir para funcionar en la escuela, es un fantasma cuyo letargo nos habla de cómo la obsesión por la salud termina atropellando a los individuos. Sin embargo, en un momento de la película, descubrimos que tal vez no sea el deseo de perfección sino el negocio de las farmacéuticas el que hace al Estado tan entrometido. Así es como El otro Tom hace una compleja observación de la sociedad estadounidense que, si bien se va orientando al optimismo, atempera el sentimiento con un minimalismo que impide respuestas o moralizaciones fáciles.
La que es posiblemente la mejor película, en la competencia de ficción del FICM, es mucho más cruel. Joaquín del Paso ya había hecho una observación pesimista y demencial de una pequeña sociedad en Maquinaria panamericana (2016), donde nos mostró a los obreros de una fábrica descender a un estado primario al descubrir que la bancarrota de su empresa les impediría cobrar una pensión. Ahora, en El hoyo en la cerca (2021), Del Paso observa a un grupo de niños privilegiados en un retiro religioso y logra un agudo ataque al discurso que, preocupado por el rencor de la clase baja, minimiza la perversidad de las élites.
Del Paso evita los protagonismos para observar las dinámicas colectivas y se concentra, para empezar, en las fobias de los niños. Entre una mayoría blanca, descendiente de empresarios y funcionarios de alto nivel, hay un niño moreno, becado, que es sometido a insultos raciales. La homofobia también será usada en su contra cuando sus compañeros lo descubran nadando con su único amigo. En general, las conversaciones de los niños demuestran un miedo al pueblo que rodea el campamento y, a partir de ello, Del Paso hace una exploración brillante de los prejuicios y la suspicacia de la clase dominante.
Los profesores, todos ellos caricaturas formidables de las figuras en escuelas católicas, se obsesionan con inyectarle su pensamiento a los estudiantes y observan como con hambre a los niños desde una torre de vigilancia. ¿No serán ellos a quienes haya que temer? Del Paso remueve las expectativas de la audiencia con insinuaciones pero mantiene la tensión hasta que finalmente todo explota y descubrimos el peligro de educar con miedo y odio.
Finalmente, me gustaría agregar a estas ficciones del cine mexicano sobre la niñez un largometraje documental que se acerca a ella de manera indirecta pero que la describe como un espacio mental que provoca una tensión entre las idealizaciones del pasado y la desilusión del presente.
En Las hostilidades (2021) Sebastián Molina regresa a Santa Lucía, el lugar donde creció. Ahora, hecho un joven cineasta, vuelve a aquella utopía de la niñez para ver cómo se encuentra pero la reunión es devastadora. Molina se topa con un lugar violento donde no es difícil conocer la historia de alguien que se haya unido al crimen o donde salir de noche puede terminar en un encuentro inquietante con la policía. Su estilo, que a veces parece filmar clandestinamente, sugiere temor al espacio y a algunos personajes pero, en otras ocasiones, Molina encuentra la poesía en unos fuegos artificiales y en la familiaridad del hogar. La infancia, entonces, puede ser también un recuerdo para refugiarse de los cadáveres y la corrupción; un lugar esperanzador al que no basta volver en la memoria sino que debe ser reconstruido en la realidad.
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