<i>Armageddon time</i>, de James Gray: Neoliberalismo y autoficción

<i>Armageddon time</i>, de James Gray: Neoliberalismo y autoficción

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22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Llegó a las salas de cine la nueva película de quien podría ser el último gran autor de Hollywood. Su trama está basada en las propias experiencias de James Gray mientras crecía en los años previos a la presidencia de Ronald Reagan e intentaba sortear la mentalidad aspiracionista de su familia y la discriminación fuera de casa.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Armageddon Time (2022), James Gray.

Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

Los padres de Paul no parecen muy preocupados por el sufrimiento ajeno y, al contrario, insisten en mandar a su hijo a una escuela privada de donde egresó la familia Trump y en la que los niños usan sin siquiera un sentido de indecencia la palabra “nigger”; lo verdaderamente anormal para ellos sería llevarse con un niño afrodescendiente, como lo hace Paul. James Gray expresa el deseo de una familia judía de pertenecer a la clase media estadounidense tras una historia de huidas mediante una paleta de colores sin contraste, casi homogénea. El anhelo se ve más claramente en escenas en las que la familia observa casas mejores que la suya, soñando poder comprar alguna, y Paul aprende que leer The art of success le enseñará el único arte que debería importarle: el de ganar dinero. La diferencia entre Paul y su familia se concentra en un momento aparentemente influenciado por el cine de horror en el que el niño observa asustado la puerta del baño porque un monstruo, su propio padre, está pateándola para entrar a castigarlo. La familia no es un hogar, sino otra calle menos fría donde aguantar el desarraigo.

Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

Armageddon Time (2022), James Gray.

Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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Llegó a las salas de cine la nueva película de quien podría ser el último gran autor de Hollywood. Su trama está basada en las propias experiencias de James Gray mientras crecía en los años previos a la presidencia de Ronald Reagan e intentaba sortear la mentalidad aspiracionista de su familia y la discriminación fuera de casa.

Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

Los padres de Paul no parecen muy preocupados por el sufrimiento ajeno y, al contrario, insisten en mandar a su hijo a una escuela privada de donde egresó la familia Trump y en la que los niños usan sin siquiera un sentido de indecencia la palabra “nigger”; lo verdaderamente anormal para ellos sería llevarse con un niño afrodescendiente, como lo hace Paul. James Gray expresa el deseo de una familia judía de pertenecer a la clase media estadounidense tras una historia de huidas mediante una paleta de colores sin contraste, casi homogénea. El anhelo se ve más claramente en escenas en las que la familia observa casas mejores que la suya, soñando poder comprar alguna, y Paul aprende que leer The art of success le enseñará el único arte que debería importarle: el de ganar dinero. La diferencia entre Paul y su familia se concentra en un momento aparentemente influenciado por el cine de horror en el que el niño observa asustado la puerta del baño porque un monstruo, su propio padre, está pateándola para entrar a castigarlo. La familia no es un hogar, sino otra calle menos fría donde aguantar el desarraigo.

Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

Armageddon Time (2022), James Gray.

Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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Llegó a las salas de cine la nueva película de quien podría ser el último gran autor de Hollywood. Su trama está basada en las propias experiencias de James Gray mientras crecía en los años previos a la presidencia de Ronald Reagan e intentaba sortear la mentalidad aspiracionista de su familia y la discriminación fuera de casa.

Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

Los padres de Paul no parecen muy preocupados por el sufrimiento ajeno y, al contrario, insisten en mandar a su hijo a una escuela privada de donde egresó la familia Trump y en la que los niños usan sin siquiera un sentido de indecencia la palabra “nigger”; lo verdaderamente anormal para ellos sería llevarse con un niño afrodescendiente, como lo hace Paul. James Gray expresa el deseo de una familia judía de pertenecer a la clase media estadounidense tras una historia de huidas mediante una paleta de colores sin contraste, casi homogénea. El anhelo se ve más claramente en escenas en las que la familia observa casas mejores que la suya, soñando poder comprar alguna, y Paul aprende que leer The art of success le enseñará el único arte que debería importarle: el de ganar dinero. La diferencia entre Paul y su familia se concentra en un momento aparentemente influenciado por el cine de horror en el que el niño observa asustado la puerta del baño porque un monstruo, su propio padre, está pateándola para entrar a castigarlo. La familia no es un hogar, sino otra calle menos fría donde aguantar el desarraigo.

Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

Armageddon Time (2022), James Gray.

Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

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Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

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Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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Llegó a las salas de cine la nueva película de quien podría ser el último gran autor de Hollywood. Su trama está basada en las propias experiencias de James Gray mientras crecía en los años previos a la presidencia de Ronald Reagan e intentaba sortear la mentalidad aspiracionista de su familia y la discriminación fuera de casa.

Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

Los padres de Paul no parecen muy preocupados por el sufrimiento ajeno y, al contrario, insisten en mandar a su hijo a una escuela privada de donde egresó la familia Trump y en la que los niños usan sin siquiera un sentido de indecencia la palabra “nigger”; lo verdaderamente anormal para ellos sería llevarse con un niño afrodescendiente, como lo hace Paul. James Gray expresa el deseo de una familia judía de pertenecer a la clase media estadounidense tras una historia de huidas mediante una paleta de colores sin contraste, casi homogénea. El anhelo se ve más claramente en escenas en las que la familia observa casas mejores que la suya, soñando poder comprar alguna, y Paul aprende que leer The art of success le enseñará el único arte que debería importarle: el de ganar dinero. La diferencia entre Paul y su familia se concentra en un momento aparentemente influenciado por el cine de horror en el que el niño observa asustado la puerta del baño porque un monstruo, su propio padre, está pateándola para entrar a castigarlo. La familia no es un hogar, sino otra calle menos fría donde aguantar el desarraigo.

Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

Armageddon Time (2022), James Gray.

Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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Armageddon Time (2022), James Gray.

<i>Armageddon time</i>, de James Gray: Neoliberalismo y autoficción

<i>Armageddon time</i>, de James Gray: Neoliberalismo y autoficción

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Llegó a las salas de cine la nueva película de quien podría ser el último gran autor de Hollywood. Su trama está basada en las propias experiencias de James Gray mientras crecía en los años previos a la presidencia de Ronald Reagan e intentaba sortear la mentalidad aspiracionista de su familia y la discriminación fuera de casa.

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Hace unos meses, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, provocó una extraña pandemia verbal: se conociera su significado o no, se fuera un admirador o un enemigo del género, la campaña publicitaria y las muchas entrevistas con el director contagiaron al público de la palabra “autoficción”. Al escucharla una y otra vez comencé a preguntarme si el concepto no se quedaba corto ante las muchas definiciones posibles. La más elemental —convertirse en una ficción— supondría que González Iñárritu había contado su propia vida con la ayuda de herramientas imaginativas, pero su protagonista ni se llama como él ni comparte su profesión, aunque ambos se parecen físicamente y tienen dolores, perspectivas y sueños similares. En ese sentido, Biutiful (2010), Birdman (2014) y otras son también autoficciones, aunque nadie las llamó así. Luego me encontré con la idea de que la autoficción implica escarbar en la propia biografía sin justificaciones ni adornos, pero estoy convencido de que el arte no se trata primordialmente de los temas ni de las opiniones —aunque valga la pena siempre cuestionarlas—, sino de las formas. Jean-Luc Godard expresó con Pierrot le fou (1965) su rencor a su exesposa y protagonista, Anna Karina, que se dio cuenta de la venganza cuando vio la película terminada. Pierrot le fou es cruel, a diferencia de Bardo, que a lo mucho es negligente, pero es más admirable por la radicalidad de su imaginación.

A pesar de mi parcial formalismo, admiro la aparente sinceridad con la que el autor estadounidense James Gray observa su propia infancia en Armageddon time (2022). No puedo asegurar su honestidad porque solo él sabe cuánto de lo que dice es verdadero, pero en su trayecto contrario a la victimización, la irresponsabilidad y el narcisismo, que normalmente buscan convencer a las audiencias de un carácter intachable, Gray llega a una compleja crítica de sí mismo y del mundo que lo produjo. Armageddon time es al mismo tiempo una biografía de su creador y la historia breve, imprecisa —aunque aguda en lo esencial—, del auge neoliberal. También es una rareza en la filmografía del director, que se aleja de los giros melodramáticos y de las convenciones de género para contar algo más ordinario, aunque no sin eventos excepcionales.

Armageddon time no es la primera película en que James Gray explora los vecindarios neoyorquinos de los judíos rusos que llegaron huyendo de los pogromos, pero sí es la única cuyos protagonistas no son criminales, detectives o un suicida, sino un niño cuyas emociones más grandes comprenden las visitas de su simpático abuelo o un día de pinta en el que se va a comprar un disco de The Sugarhill Gang. Esta es una sorpresa por parte del último de los mohicanos, es decir, el último director que ha hecho un cine de alto presupuesto con estrellas hollywoodenses y una autonomía inexplicable. ¿Qué le deben los estudios a James Gray que le dan dinero todavía para filmar en la jungla o simular estaciones espaciales, aunque sus películas no le gustan al público masivo? No importa; ojalá nunca logren pagárselo.

Paul Graff (Banks Repeta), el álter ego del James Gray que creció en Queens a principios de los ochenta, es un personaje atípico de las autobiografías cinematográficas: ni Spielberg se resiste en The Fabelmans (2022) a hacer la hagiografía de un buen hijo y un soñador talentoso. Paul, por el contrario, es a menudo impertinente y, de manera trágica, miedoso; sus grandes sueños parecen siempre lejos de sus capacidades, y por ello James Gray filma con humor sus fantasías de ser un artista imprescindible: durante una visita al Guggenheim, el niño se imagina recibiendo de sus maestros el premio al mejor dibujo de un superhéroe jamás hecho, mientras que sus compañeros de toda la escuela aclaman su nombre. En la realidad, Paul les preocupa a sus padres, Irving (Jeremy Strong) y Esther (Anne Hathaway), quienes desean para él un futuro de seguridad económica y una carrera universitaria que no le dé aprendizaje o revelaciones, sino el camino a un empleo bien pagado. Por eso planean cambiarlo de escuela, aunque eso signifique para Paul perder a su único amigo, Johnny (Jaylin Webb), un niño negro que se lleva siempre peores castigos que él.

El espacio donde se mueve Paul es a veces más importante que sus problemas, y es a partir de esa decisión dramática que James Gray rebasa a quienes se miran el ombligo en la autoficción. En su historia y la de su medio social, el director busca algo más trascendente que la sanación o la pura nostalgia: un juicio sociohistórico. La película adquiere su nombre de una frase de Ronald Reagan, que durante una escena aparece en televisión hablando de cómo el fin de los valores estadounidenses traerá consigo el Armagedón. James Gray responde con la canción “Armagideon time”, en la versión de The Clash, para producir el contraste entre dos ideas apocalípticas: si para Reagan la inmoralidad seduce al fin de los tiempos, para Gray fue el propio candidato y luego presidente quien acabó con la solidaridad en el país más influyente del mundo. Como un lamento que viene del corazón de Paul, se oye a menudo a Joe Strummer aullando: “A lot of people won’t get no justice tonight”.

Los padres de Paul no parecen muy preocupados por el sufrimiento ajeno y, al contrario, insisten en mandar a su hijo a una escuela privada de donde egresó la familia Trump y en la que los niños usan sin siquiera un sentido de indecencia la palabra “nigger”; lo verdaderamente anormal para ellos sería llevarse con un niño afrodescendiente, como lo hace Paul. James Gray expresa el deseo de una familia judía de pertenecer a la clase media estadounidense tras una historia de huidas mediante una paleta de colores sin contraste, casi homogénea. El anhelo se ve más claramente en escenas en las que la familia observa casas mejores que la suya, soñando poder comprar alguna, y Paul aprende que leer The art of success le enseñará el único arte que debería importarle: el de ganar dinero. La diferencia entre Paul y su familia se concentra en un momento aparentemente influenciado por el cine de horror en el que el niño observa asustado la puerta del baño porque un monstruo, su propio padre, está pateándola para entrar a castigarlo. La familia no es un hogar, sino otra calle menos fría donde aguantar el desarraigo.

Afortunadamente para Paul, el abuelo Aaron (Anthony Hopkins) es otra cosa. Él es el único que no juzga a Irving por ser hijo de un plomero y le da un consejo revolucionario a Paul: sé siempre un mensch, es decir, un hombre íntegro y honorable, en yiddish. Su rol contrastante simboliza una conciencia que se apaga en el mundo aspiracionista. Otros hablan de integrarse a una sociedad que los recibe con antisemitismo, pero el abuelo le aconseja a Paul defenderse y cuidar de otros que sufren más; sin embargo, Armageddon time no es la historia convencional de un triunfo ni de un espíritu que se alza por encima de otros, sino la de un decepcionante fracaso que expone la frecuencia con que dejamos avanzar a la inequidad.

Armageddon Time (2022), James Gray.

Por estas razones hubo quien consideró a la película problemática, pero una parte de la crítica y los espectadores estadounidenses parecen olvidar que, si el cine produjera solo utopías, viviríamos en paz con nuestras desgracias como la familia de Paul, que existió en la realidad bajo el apellido Gray y es solo una de muchas, convencidas de que el triunfo de los buenos en la pantalla es un remedo de lo que pasa en la calle o en Vietnam, en Irak. Gray prefiere exponer la debilidad del niño que fue, y perdonarla, no en un intento de resignarse a la impotencia, sino de admitirla para no volverla a repetir. El último plano de Armageddon time nos muestra a Paul alejándose en la noche tras darle la espalda a Fred Trump mientras da un discurso; seguro ni lo nota. The Clash, la banda justiciera del punk inglés, suena en el fondo como el ruido de su conciencia, quizá porque Paul no puede cambiar el mundo, pero sí intenta por una vez cambiar su forma de enfrentarlo; un día eso lo motivará a contar su historia con sinceridad.

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