Ya está en pantallas de cine la nueva película del director de Midsommar, Ari Aster. Aunque se trata de su largometraje más arriesgado, cae en muchos excesos típicos del cine de autor hollywoodense en la actualidad y termina reciclando lugares comunes propios y ajenos.
La amenaza de lo homogéneo incentiva la radicalidad; sin embargo no toda resistencia implica un progreso. Si nos vamos a la historia política, el temor de una cultura sometida por lo estadounidense provocó el auge de los ayatolás en Irán, pero con el tiempo la revolución llevó al descontento en un país donde el nuevo régimen acabó siendo más autoritario que el anterior. Algo similar pasa en el cine industrial estadounidense, ya sea el de las plataformas, el de los estudios clásicos o el de las compañías autodenominadas independientes a pesar de su hegemonía cultural. Quizá para distinguirse de sus productos de fabricación en masa, Netflix compró la fastuosa autoficción Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu; Paramount le dio carta blanca a Damien Chazelle para su excesiva épica sobre la caída del cine mudo, Babylon (2023), y ahora A24 le produjo a Ari Aster una desbocada película que resume la nueva política de cine autoral en la industria más poderosa del mundo.
Beau is afraid (2023), de Aster, rebasa a Bardo (2022) y Babylon de manera atómica: diminuta y hasta imperceptible. Las tres son películas exorbitantes desde la duración hasta el tono que buscan la diferencia pero terminan expresando lo mismo que supuestamente cuestionan, el espectáculo. El Hollywood de los setenta albergó también esta contradicción en las películas de Scorsese y Coppola, Altman y Cimino, pero algo impidió una excentricidad tan desaforada e incluso retrógrada como la que vemos ahora. Tal vez fue la cinefilia más nutrida de aquellos cineastas, combinada con presupuestos limitados y un ánimo de experimentar motivado por los contextos político y comercial, que produjeron un cine narrativo al mismo tiempo tradicional y revolucionario.
En la industria contemporánea, desesperada por competir con la recaudación del cine de superhéroes, se ha financiado a los cineastas de renombre para hacer lo que quieran pero nuestro tiempo de estimulación imparable, de TikTok, pues, exige desmesura.
Por ello Netflix lamenta haber apoyado una de las películas más sosegadas de Martin Scorsese, The Irishman (2019), y A24 no le ofrece millones de dólares a las minimalistas Joanna Hogg o Kelly Reichardt sino a su consentido, Ari Aster, que se ha ganado su lugar con imágenes de violencia e intensas escenas de gritos. Es inevitable que se imponga la lógica comercial pero contrasta con la etiqueta de independiente que porta A24, asociada antes con John Cassavetes, un cineasta comprometido con el cine renegado. Es difícil no concluir que nuestros autores hollywoodenses ofrecen lo mismo que las superproducciones pero con temas tradicionalmente considerados serios.
En Beau is afraid Ari Aster elige el complejo de castración para dar a la película abundantes símbolos literales, anecdóticos, que demuestran un imaginario freudiano ya bastante trillado. Beau (interpretado por Joaquin Pheonix y Armen Nahapetian) es un hombre miedoso y de voz aguda, silenciosa, que enfrenta un mundo producido por su consciencia: en las calles anda suelto un tipo desnudo que apuñala a quien se le ponga enfrente pero no es el único entre una vasta colección de psicóticos, personas sin hogar, vecinos vengativos y arañas letales. Incluso tomarse un medicamento psiquiátrico representa un peligro para Beau, pues ingerirlo sin agua puede matarlo. La causa de tanto temor es su madre, Mona (Patti LuPone, Zoe Lister-Jones), que le advirtió en su infancia de no tener sexo porque le quitaría la vida, igual que le sucedió a su padre. En secuencias, donde Beau recuerda un viaje de su niñez, aparece su liberadora potencial, Elaine (interpretada por Parker Posey y Julia Antonelli), una niña que le pidió esperarla antes de ser separados por sus madres. La figura paterna de Beau, que podría desintegrar el poder de la madre, se asoma en varios hombres pero nada parece destruir a la omnipotente Mona, salvo, un día, la muerte.
El malicioso sentido del humor de Aster se deshace de ella con un espantoso accidente tras el cual Beau se encamina al funeral que, según la costumbre judía, debe efectuarse en las 24 horas posteriores a la muerte. Desde que recibe la noticia, Beau es invadido, apuñalado, atropellado, timado, perseguido, baleado, engañado por el mundo del cual parece el centro gravitacional. Si la cantidad de desgracias ya nos da una idea de la saturación, hay que ver a las escenas extenderse como sermón dominical sin llegar a nada —a pesar de su clara intención de hacerlo, expresada en el lenguaje simbólico— para sentir, no el sufrimiento de su protagonista, sino el propio.
Ari Aster ha creado la versión judía de Bardo y esto se evidencia en una escena de nacimiento donde vemos la perspectiva del pequeño Beau, como en otra excesiva compra de Netflix que aspiraba al prestigio pero se hundió: Blonde (2022), de Andrew Dominik. Lo que liga a Beau is afraid con Bardo es la desesperanza que, en el caso de Aster, termina la escena en gritos y arrepentimiento materno, mientras que en González Iñárritu lleva a un bebé a regresarse al útero. Ambas son la clase de película que la prensa estadounidense se acelera en llamar surreal, aunque el surrealismo evadió la significación porque su origen marxista le exigía sabotear los significados del arte burgués hasta que las obras del movimiento acabaron siendo inversiones estratosféricas. Es más apropiado hablar, insisto, de un sueño freudiano en ambos casos, afectado seriamente por las muchas e incoherentes vueltas narrativas.
El periplo de Beau no solo abarca la maternidad sino la mentira del suburbio feliz, habitado, como el de Hereditary (2018), por hermanas malévolas y madres rabiosas, adicionado ahora con veteranos desequilibrados por las incursiones militares de Estados Unidos. La ciudad, mientras tanto, es un lugar de enajenación; el judaísmo, una cultura abrumadora para la individualidad, y el bosque un lugar de encuentro con la otra orilla que, si en las demás películas de Ari Aster se manifestaba en la forma de cultos diabólicos, aquí se aparece como un teatro itinerante donde el protagonista encuentra narradas sus vivencias y su futuro. El ático sigue siendo un lugar de encuentro con revelaciones perversas. Sería injusto atacar a Aster por regresar a sus temas y motivos —F. Scott Fitzgerald pensaba que todo narrador contaba siempre la misma historia— pero sus errores típicos, que se resumen en el intento de abarcar demasiado y sin mucha coherencia, se repiten a mayor escala en Beau is afraid. En otros momentos la película repite lo que ya han explorado otros.
Lo de Bardo puede ser coincidencia pero una escena de juicio en la que todos los argumentos de Beau son usados en su contra, parece recrear el tribunal de Pink Floyd – The Wall (1982), de Roger Waters —el verdadero autor, aunque no dirigió— y Alan Parker. Esa imaginación que no deja de volver al pasado para encontrar tierra firme, seguridad, como la que busca Beau, es la que somete a Aster, a González Iñárritu, a Chazelle y a sus productoras y distribuidoras a hacer solamente derivados de otras filmografías. El crítico literario Harold Bloom asumía, también bajo la influencia freudiana, que la lucha del poeta era construir su obra desde sus figuras paternas y forcejear por encontrar su identidad propia. El conservadurismo de Bloom le impedía pensar que la tradición podría ser reinventada, pero los poetas y los cineastas de más importancia son los que logran una operación que preserva y destruye —o perfecciona—simultáneamente. Ari Aster y sus colegas se quedan en la sola preservación, en el respeto al padre —en este caso la madre— y a la norma visual contemporánea, y demuelen los mitos publicitarios a su alrededor: nada de lo que hacen es insólito.