Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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Una de las tantas formas en que puede terminar una noche de música y drogas.
Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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Una de las tantas formas en que puede terminar una noche de música y drogas.
Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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Una de las tantas formas en que puede terminar una noche de música y drogas.
Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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Una de las tantas formas en que puede terminar una noche de música y drogas.
Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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Se lleva a cabo por séptima ocasión el Festival Ceremonia, ubicado en un descampado realtivamente cercano a la ciudad de Toluca. A pesar de haber contado en años anteriores con cabezas de cartel como Björk o Beck, parecería que no termina de cuajar, y este año hubo fuertes rumores sobre una supuesta cancelación de la principal atracción, Massive Attack. Ahora que está por celebrarse una nueva edición , han vuelto los recuerdos de una de las noches más extrañas de mi vida, misma que Carlos Velázquez rememoró en una épica crónica aparecida en la revista Altair. Sin embargo, por razones que se explican por sí mismas, no necesariamente se le puede considerar un testigo fiable de lo acontecido. Ofrezco entonces mi versión particular de los hechos, para tratar de armar el rompecabezas y extraer las lecciones necesarias producidas por un episodio tan extremo.
La Ruloneta zarpaba de la calle Mazatlán, colonia Condesa, alrededor de la una de la tarde. De último momento, se nos comunicó que debíamos esperar la llegada de quien en ese momento nadie sospechaba se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la noche, el Holandés Errante. Cuando finalmente hizo su aparición este joven holandés de veintipocos años, rubio, espigado, con barba de leñador y semblante jovial, la Ruloneta se encontraba lista para partir rumbo a Toluca, para depositarnos en el Ceremonia. Instintivamente, el Marrano (así se le dice de cariño a Carlos Velázquez), el Doctor, Lila, Herrera y yo nos acomodamos en la parte posterior, entregados al consumo de cerveza y de un Sotol que el Marrano había traído desde Torreón, especialmente para la ocasión.
Casi de inmediato, también, el doctor comenzó a repartir las primeras dosis de ajo que consumiríamos como parte de las festividades. Como suele suceder, se realizaron en silencio cálculos relacionados con la cantidad disponible, divididos entre el número de miembros de la expedición, para saber si las reservas alcanzarían para toda la velada. Y es que seguramente más tarde aparecerían algunos encestados que vencerían la timidez inicial para terminar por sumarse al acid team. Pero, por suerte, el Marrano traía un as bajo la manga que nos revelaría hasta la entrada del festival: unos Cosmic Shiva que se revelaron en su momento como sumamente potentes.
Del festival, previo al concierto de Beck, no recuerdo gran cosa, salvo que el Marrano logró corromper al pobre Holandés Errante para que perdiera su virginidad acidística: le recetó un cuartito que a la postre lo llevaría a deambular durante horas solo por el festival, hasta que ya de madrugada consiguió inexplicablemente encontrar la Ruloneta antes de que partiéramos de regreso. Beck estuvo magistral, y de milagro al Marrano no le dio un infarto por la exaltación con la que vivió “Sexx Laws”. Terminando el concierto, ya completamente hasta la madre, caminábamos angustiados porque se habían terminado tanto los ajos del Doctor como los Cosmic Shiva del Marrano, cuando éste se encontró a no sé quién que providencialmente le regaló una oreja de 2CB (yo la verdad ni siquiera sabía lo que era, y al principio comíamos pequeños pedazos de lóbulo, pero acabamos devorándola sin piedad) que nos acabó de rematar a los tres.
El camino de regreso estuvo marcado por el colapso del Doctor, que se la pasó hecho bolita y volviendo el estómago durante todo el trayecto. Llegamos a comer tacos y en algún momento el Marrano sugirió que fuéramos a mi casa a terminar la noche en santa paz, fumándonos unos gallos y tomándonos unas cervezas mientras escuchábamos un poco de rock pop suave de contenido para cerrar la noche. Ignorábamos lo que estaba por venir. Pedí un Uber y nos subimos el Marrano, Lila, yo y el Holandés Errante, pues la casa donde vivía durante su estancia mexicana se encontraba bastante cerca de la mía. En algún punto de Avenida Coyoacán le solicitamos al conductor que por favor se parara en un Seven-Eleven para comprar unas cervezas, y el Marrano se bajó solícito por ellas. Volvió en breve con una caja de Coronita Light, y según recuerdo sí nos contó que no había dependiente alguno a quien efectuar el pago, por lo cual había tomado la polémica decisión de salir sin pagarlas. No habíamos digerido la noticia cuando se nos emparejó una patrulla hecha la chingada, con las luces encendidas y la sirena sonando. En dos segundos se bajaron los policías, desenfundaron, y uno apuntó su pistola hacia el Marrano, que venía sentado en medio en el asiento de atrás, y el otro encañonó muy de cerca al conductor del Uber, que obviamente no entendía qué pasaba, y por cuya mente con toda certeza cruzó algo mucho peor que el asunto en cuestión. Entre insultos y amenazas, los policías le gritaron al Marrano que se bajara (“Tú, el de gorra, bájate hijo de la chingada, y no te muevas que sí te quiebro”), cuestión que afortunadamente realizó con gran docilidad, pues los policías se encontraban muy exaltados. Lo sometieron contra el coche, pateándole las piernas para abrírselas y esposarlo, para llevárselo sin mayor explicación al asiento trasero de la patrulla. Jamás olvidaré su gesto de “Ya valió madres” cuando pasó a mi costado en la ventana del Uber. Esperé un momento antes de bajarme, pues insisto en que los policías habían irrumpido con gran violencia, y no quedaba claro que no pudieran en cualquier momento realizar una estupidez.
Me bajé también yo muy despacio, sumamente confundido tanto por los efectos del atasque en el Ceremonia como por lo inverosímil de la escena, a preguntarle a uno de los agentes cuál era el problema. De inmediato se refirió al robo de las cervezas, pues según él habían sido alertados por la activación de la alarma del Seven-Eleven, y comenzó a ennumerar la letanía de delitos de la que acusarían al Marrano. Yo en ese momento creía que él traía encima la bolsa de mariguana que pretendíamos fumarnos, por lo que pensaba que en cuanto lo catearan la situación se agravaría. Ante la pregunta por la profesión del inculpado, tuve la brillante idea de responder que era periodista, pues pensé que eso podía disuadir a los policías de continuar con el excesivo despliegue de violencia ante la relativa nimiedad del delito (no me parece que robarse unas cervezas de un Seven-Eleven amerite ser encañonado en plena calle). Error garrafal. Mi revelación los puso más a la defensiva, y me amenazaron con que si acaso los grabábamos o escribíamos algo al respecto, tendrían ya nuestras direcciones y nos cargaría la chingada. Al poco tiempo llegó otra patrulla, también frenando espectacularmente para anunciar su entrada, y bajó otro agente aún más agresivo, pues dieron comienzo a la vieja rutina de “Good cop/bad cop”, donde el recién llegado abogaba por ir ya al Ministerio Público a que encerraran al Marrano, mientras que el primero le decía que se tranquilizara, que intentáramos ver si se podía solucionar de alguna otra manera.
No defiendo en absoluto el soborno, y entiendo que es una práctica que simboliza muchos de los problemas más graves de este país, pero sinceramente ante esa situación, me parecía que nos encontrábamos más ante un acto de extorsión que otra cosa. Si tan sólo acusaran al Marrano por el robo de las cervezas, la situación no debía ser tan grave, pero era altamente probable que le sembraran algo más (cuestión que en ese momento yo pensaba que de todos modos no hubiera hecho falta), por lo que de plano comencé a negociar para que no se lo llevaran. Con la habilidad que me caracteriza, mi primera oferta fue de 7 mil pesos, todo lo que podía sacar en ese momento en mi tarjeta de débito (a causa de mis deudas bancarias, normalmente no cuento con un saldo así, pero acababan de pagarme un anticipo de un libro hacía muy poco). Los policías realizaron la pantomima de exigir más, y señalaron al pobre Holandés Errante (que estaba más pálido que Gasparín, sin abrir la boca, en el asiento delantero del Uber), pero les expliqué que no traíamos más y accedieron al monto pactado, seguramente extasiados de haberse topado con un negociador tan imbécil como yo. El siguiente problema consistía en la logística para efectuar la transacción.
Con toda razón, el conductor del Uber se encontraba entre muerto de miedo y furioso con nosotros, y había llamado a un par de amigos suyos para que acudieran en su auxilio. En algún momento había llegado ya también otra patrulla, con lo cual partimos en una caravana de seis vehículos, encabezada por la patrulla donde llevaban esposado al Marrano, hacia un cajero automático donde los policías consideraban que las cámaras de seguridad no los delatarían (“En ese cajero no hay tantos ojos, pareja”). Me bajé con uno de ellos y por un momento se invirtieron los papeles, pues obviamente si yo fuera asaltado, se quedarían sin el dinero, por lo cual el policía me aseguraba que no tenía de qué preocuparme, que él estaría pendiente de cualquier cosa. Saqué el monto convenido y todavía, ante las quejas del policía de que él tendría que pagar las cervezas robadas, añadí 200 pesos que llevaba en la bolsa, para que dejara de quejarse. Contó el dinero y se comunicó en clave con su compañero, que procedió a liberar y quitarle las esposas al Marrano. Supongo que presionado por la situación, el conductor de Uber todavía accedió a llevarnos a mi casa, y lo único rescatable de todo es que aún contábamos con las cervezas.
Cuando llegamos, el Marrano le pidió si por favor le abría la cajuela, y tras hurgar un poco en ella encontró triunfal la bolsa de mariguana que alcanzó a aventar hacia atrás cuando apareció la policía. Lo que sí es que el conductor se negó a llevar a su casa al Holandés Errante, quien por educación entró a la mía y le dio un par de tragos a una cerveza (las Coronitas Light más caras de la historia, sin duda), antes de marcharse en otro Uber a su casa. El Marrano se reprochaba sin cesar haber caído en una trampa tan burda como la que le habían tendido los policías. Todavía juramos solemnemente cumplir nuestro pacto con la ley y no escribir ni una sola palabra de lo sucedido. Él lo rompió primero con su crónica de Altair. Un año después, me siento con la obligación moral de ofrecer mi versión de lo sucedido.
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