Tener acceso a máquinas de ejercicio, alberca o pesas se ha convertido en un privilegio. Solo un grupo selecto de personas pueden costearlo y otros muchos carecen del tiempo libre suficiente para cuidar de su cuerpo. ¿Es el ejercicio el nuevo estándar de la desigualdad?
Un fantasma recorre el mundo: lleva licras, tenis y audífonos bluetooth. Bebe malteadas de proteína y registra datos biométricos en un reloj inteligente. Avanza a paso firme por los camellones, las avenidas y los parques. Hace pesas en los gimnasios, crossfit frente a una tableta electrónica, y estiramientos de yoga en clases colectivas. Baila al ritmo de la zumba en los parques públicos y al ritmo del techno en una bicicleta estacionaria. Es el fantasma del homo fitness, ciudadano que promueve una tendencia creciente en las sociedades contemporáneas: la práctica del ejercicio.
El deseo de una sociedad por practicar más deporte es, en principio, loable. De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Salud, el ejercicio beneficia la salud, en particular el sistema cardiovascular, y ayuda a prevenir enfermedades como cáncer y diabetes. Si se practica con regularidad, incluso puede reducir la ansiedad y mejorar la salud mental. Algunos de sus beneficios inciden en el terreno de lo filosófico: un estudio de 2021 sugiere que quienes se ejercitan hallan un mayor sentido vital que quienes no. En un país como México —uno de los más afligidos por enfermedades como la diabetes y por condiciones que afectan la salud a nivel poblacional, como la obesidad— incrementar la práctica del ejercicio podría tener un impacto positivo en la salud de poblaciones enteras.
En la actualidad, el ejercicio no es un simple hábito del dominio privado, sino una praxis que se anuncia al mundo: quien asista a un gimnasio en 2024 descubrirá usuarios que se filman haciendo pesas, sentadillas y abdominales para luego compartir estos “contenidos” en sus redes sociales. Detrás de esto, hay un deseo por mostrar una suerte de moral virtuosa: declararse persona que se ejercita parece demostrar fuerza de voluntad, energía y vigor. En tanto que se asocia con una colección de accesorios costosos, también sirve para señalar estatus social: quien camine por zonas acomodadas de cualquier ciudad verá que la ropa de ejercicio, que alguna vez fue poco más que pants y camisetas roídas, consiste hoy en prendas hi-tech. Los yoga pants de la marca de moda, por ejemplo, pueden valer tanto como un traje sastre.
Los discursos que pregonan la importancia del ejercicio se acompañan con frecuencia de llamados a la “responsabilidad personal”. Y en ese sentido, la sociedad no solo ensalza a quienes hacen ejercicio, sino también lo contrario: quien no hace ejercicio es visto como alguien que fracasa no solo física, sino moralmente: un individuo sin fuerza de voluntad, que descuida su mente y su cuerpo; alguien que no le “echa ganas” a la vida, irresponsable y holgazán. Esta forma de pensar no es nueva: la religión católica considera la pereza como un pecado mortal y, en ciertas interpretaciones teológicas, el ejercicio representa una forma edificante de uso del tiempo libre. El capitalismo también considera al ejercicio como una de tantas formas “productivas” de aprovechar el tiempo, sobre todo porque tener buena salud y mejores niveles de energía puede ayudarnos a trabajar más.
Sin embargo, las visiones individualistas que estigmatizan a quienes no hacen ejercicio suelen soslayar que el acceso a espacios para el deporte —llámense gimnasios, albercas e incluso áreas públicas para la recreación, como parques y áreas naturales— están vinculados a factores de clase e, incluso, de género. Esto es muy patente en un país como México, donde el costo de hacer ejercicio en espacios privados llega a ser más alto que en países ricos. De acuerdo con datos obtenidos por The Manual en febrero 2023, el costo de una membresía en Equinox, el gimnasio más exclusivo de Estados Unidos oscila entre los 100 dólares por membresía y una mensualidad de 168 dólares (unos 2 800 pesos). Esto resulta una verdadera ganga si se le compara con el Junior Club en Ciudad de México, donde la membresía vale 10 000 pesos y la mensualidad cuesta 3 500. O incluso el Sports World de Patriotismo, un gimnasio ubicado en una céntrica zona de clase media, en el que un mes de acceso a un club que incluye máquinas, clases, alberca, vapor y regaderas cuesta alrededor de 2 700 pesos al mes.
Esta carestía no se limita a los clubes de lujo, pues los gimnasios de “bajo costo” en México son notables, también, por sus altos precios. En Estados Unidos la cadena Planet Fitness, ofrece una membresía con mensualidad de diez dólares que permite uso ilimitado de instalaciones. Su equivalente en México, Smart Fit, cadena de gimnasios de origen brasileño que se ha expandido por toda América Latina persiguiendo un modelo similar al de Planet Fitness, cobra en México mensualidades entre los 399 y 599 pesos, dependiendo del número de clubes a los que se acceda. Una comparación en la página de Smart Fit permitió observar que los costos de mantener una membresía en países como Colombia y Brasil son menores que en México.
En otras palabras, el acceso a máquinas de ejercicio, albercas, pesas, etc. en ciudades mexicanas suele ser más costoso que en ciudades mucho más prósperas del norte global, o incluso que en otras capitales latinoamericanas. ¿A qué se debe?
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Hubo un tiempo en el que construir espacios para el deporte y el ejercicio era misión de Estado. El gobierno mexicano de mediados del siglo XX creía que, como parte de su misión benefactora, debía procurar no solo la educación y la atención médica de la población, sino también su acceso al deporte. Esto se consolidó en los años de la modernidad arquitectónica, cuando los centros educativos incorporaron patios y gimnasios para la recreación. Lo mismo sucedió en los proyectos de vivienda: edificios como el Conjunto Urbano Presidente Alemán —el primer multifamiliar del ISSTE, que en 1949 ofreció vivienda asequible y céntrica para trabajadores del Estado— contaba con alberca techada y una cancha de basquetbol. El Conjunto Habitacional Independencia, inaugurado en 1960 en el sur de la Ciudad de México, se diseñó con una abundancia de áreas verdes, e incorporó una gran piscina al aire libre resguardada por el águila del IMSS.
La construcción desde el Estado de espacios deportivos alcanzó su punto más alto en los años del “milagro mexicano”. Las Olimpiadas de México 1968, en específico, fueron el pretexto ideal para erigir una serie de obras de gran costo y ambición, incluyendo el Estadio Universitario y el Palacio de los Deportes —que nació como cancha de basquetbol—así como el Velódromo Olímpico Agustín Melgar y la Alberca Olímpica Francisco Márquez, entre otros. Luego del fin del certamen, muchas de estas obras se convirtieron en espacios para uso de la Comisión Olímpica Mexicana y sus deportistas, pero otras —notablemente la Alberca Olímpica— se integraron a la infraestructura deportiva que atiende a la población de la Ciudad de México.
Lo que ocurriría en décadas siguientes —el comienzo del fin— es bien sabido, pero vale la pena recapitular: con el advenimiento del neoliberalismo en los años ochenta, los gobiernos nacionales, sobre todo en América Latina, comenzaron un proceso de reducción de funciones sociales, y eso implicó delegar buena parte de sus tareas a la iniciativa privada. Así, servicios otrora públicos, como la telefonía, pero también la salud, se volvieron privados. Detrás de ese cambio económico hubo, a su vez, uno ideológico: ciertas tareas que habían sido del Estado —como la promoción del deporte— dejaron de ser de interés público. Eso abrió las puertas para convertirlas en otra cosa: un negocio.
Aunque la desinversión del Estado fue general, su abandono de la infraestructura para el deporte y el ejercicio fue particularmente notable. Esto queda de manifiesto en los escuetos espacios recreativos que se construyeron en las décadas siguientes: las herrumbrosas barras de los camellones y las solitarias máquinas para ejercicio al aire libre, que se llenan de hollín bajo los puentes vehiculares, palidecen si se les contrasta con los ambiciosos palacios y ciudades de los deportes de hace medio siglo. Y ni hablar de la idea –alguna vez clasemediera– de un edificio con alberca. Quien busque hoy la clase de amenidades deportivas de la vivienda social de hace medio siglo deberá adquirir o rentar un apartamento en un complejo de “alta gama”, ideado por constructoras privadas con fines de lucro máximo. Este alto precio por hacer ejercicio es nada menos que un triunfo neoliberal: refleja una concepción del deporte como bien escaso —o sea, un “lujo”— y no como un derecho o una prerrogativa para la población en general.
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Aunque en años recientes el neoliberalismo ha sido cuestionado, algunas de sus lógicas siguen tan vivas como siempre. Las percepciones individualistas en torno al cuidado personal, por ejemplo, han tomado fuerza en años recientes. Una de sus manifestaciones más claras es el auge del wellness, una suerte de filosofía despolitizada de la salud que pregona bienestar para aquellos capaces de pagar toda una serie de costosos productos: suplementos alimenticios, rutinas de belleza, alimentos orgánicos, entre otros. El mercado del wellness es tan grande –y su regulación es tan nula— que ha dado pie a un negocio millonario de mercancías de dudosa efectividad, y que otrora se conocían como productos milagro (por ejemplo, botellas de agua con cristales curativos).
A pesar de los discursos en torno al body positivity y la aceptación del físico, lo cierto es que vivimos en una sociedad profundamente consciente del cuerpo. Y aunque cada vez es más frecuente ver siluetas XL en las publicidades de algunas marcas de ropa y productos de belleza, es innegable que hay una predilección por cuerpos atléticos convencionales. Para comprobarlo, basta abrir Instagram: las redes sociales nos bombardean con imágenes de influencers, modelos y aspirantes a tales, la gran mayoría de ellos delgados y bellos, que nos comparten sus rutinas de ejercicio y sus suplementos alimenticios predilectos. Algunas figuras como Mariana Rodríguez han dado el salto del wellness a la política. Otras como Bárbara de Regil han hecho fortunas con videos que prometen ejercicios que tonificarán tu cuerpo y, no está de más señalarlo, vendiendo suplementos alimenticios cuya calidad ha sido cuestionada expertos. Con los hombres sucede algo similar. Multimillonarios como Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos nos demuestran que el “cerdo capitalista”, que solía caricaturizarse como un hombre de frac, monóculo y barriga generosa, es hoy un atlético macho que practica jiu jitsu, tiene abdomen marcado y sigue rigurosos tratamientos para el cuidado de la piel.
En otras palabras: la sociedad se divide cada vez más no solo entre ricos y pobres, sino entre quienes tienen acceso al deporte y quienes no. Y con frecuencia cada vez mayor, hay una correspondencia entre poder adquisitivo y actividad física.
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Además de la barrera económica que supone una membresía de gimnasio, es importante notar que en México el acceso a espacios públicos donde es posible ejercitarse gratuitamente —como áreas verdes— es poco equitativa. Los urbanistas reconocen que el acceso desigual a estos espacios es un importante factor de injusticia en las ciudades, y eso obliga a reconocer que no es lo mismo ser corredor en los camellones de la icónica avenida Ámsterdam en la colonia Condesa, una zona segura y arbolada, que serlo en la calzada Hank González en el Estado de México o en un suburbio controlado por el crimen organizado. No es lo mismo andar en bicicleta en carril confinado, que hacerlo en una avenida llena de baches donde los peseros no tienen mayor problema en arrollarte. No es lo mismo vivir a unos pasos de un parque o bosque urbano, que hacerlo en una colonia donde hay más semáforos que árboles.
Hay estudios que sugieren que esta realidad se reproduce en distintas ciudades el país. Una investigación de Víctor Manuel Herrera Correa y María de Lourdes Romo Aguilar centrada en Ciudad Juárez, por ejemplo, señala que los habitantes de las zonas con “alto” índice socioeconómico tienen en promedio 16.7 m2 de áreas verdes per cápita, mientras que aquellas con “muy bajo” índice tienen apenas 2.1 m2. En ese sentido, el acceso a espacios verdes para la recreación es un importante diferenciador social.
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Tomé conciencia de lo oneroso que resultaba hacer ejercicio en México luego de una temporada en Europa. La primera vez que me acerqué a una de las piscinas públicas en la pequeña ciudad alemana donde vivía con mi pareja, mi expectativa era encontrar un muro infranqueable de burocracia germana. En México, las albercas se manejaban con severidad marcial y tenían toda clase de reglas ridículas: exigían gorras, anteojos y justificante médico. En un club deportivo llegué incluso a ser increpado por llevar una toalla naranja, pues en algún lugar del reglamento decía que solo se permitían las toallas blancas; en otro, me regañaron por no llevar un traje tipo speedo. En Alemania, país famoso por su rigidez, imaginé que las reglas serían más severas aún.
Para mi sorpresa, descubrí que la alberca era un servicio público con espíritu incluyente; es decir: asemejaba más una biblioteca pública que una secundaria militarizada. Era un espacio donde cualquiera podía pagar la cuota de uso —cinco euros en aquel entonces, un precio módico para casi cualquier alemán— y nadar. No exigían gorra, cromática ni examen médico. Había fallas: los horarios eran un tanto erráticos y uno debía llevar su propio jabón y champú. Pero el lugar funcionaba: era un espacio compartido por gente de todas las clases sociales, de distintas edades, y estaba abierto a personas con discapacidad.
Con los años, descubrí modelos similares de piscinas públicas en varios países de Europa. Estos espacios eran funcionales y agradables, y jamás me enfrenté a uno que me presentara las mismas exigencias que una alberca mexicana, cuyas reglas podrían parecer inconvenientes menores —exceso de celo de algún administrador— pero también son síntoma de otra cosa: el instinto de los espacios deportivos en México por excluir a cuanto usuario sea posible, por la razón que sea.
Durante la última década y media, algunos gobiernos locales parecen haberse percatado de esta limitación. El de la Ciudad de México, por ejemplo, ha promovido programas como “Ponte pila” o el paseo ciclista, que consisten en clases de ejercicio al aire libre o cierres de avenidas para realizar rodadas en bicicleta, respectivamente. A pesar de que se trata de programas de gran acogida y que subsanan en cierta medida la falta de infraestructura deportiva, estos tienen sus límites: no todos los usuarios cuentan con la capacidad física o la compatibilidad de horarios para sacar provecho de ellos. No es casual, entonces, que algunos gobernantes ya empiecen a retomar la construcción de infraestructura deportiva para un público más amplio. Uno de los proyectos insignia de la alcaldía Iztapalapa, por ejemplo, ha sido la construcción de gimnasios y albercas olímpicas y semiolímpicas, todos ellos públicos y gratuitos, esto como parte de las Utopías, una serie de centros culturales y comunitarios construidos desde 2019 a lo largo de Iztapalapa. El éxito de estos centros ha servido nada menos que para catapultar a Clara Brugada, la ex alcaldesa de Iztapalapa, a la candidatura a jefa de gobierno en 2024.
Pero no basta que exista la infraestructura. El éxito de un espacio recreativo —llámese alberca, cancha, parque o zona natural— recae también en que el usuario tenga tiempo para hacer ejercicio: en México, además de los altos costos y el limitado acceso, las interminables jornadas de trabajo nos dejan con poco tiempo libre para la recreación. Entre países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), ninguno trabaja más que México. En 2019, el mexicano promedio dedicaba 2 137 horas por año al trabajo (versus 1 380 horas en Dinamarca, por ejemplo). Si a esto se le suman los onerosos tiempos de traslado que padecen los usuarios en urbes como Guadalajara y Ciudad de México, no es de extrañarse que la gente tenga poco tiempo —y ni se diga, poca energía—para dedicárselo a la actividad física al final de una larga jornada.
Por ello, y dado el ímpetu capitalista que busca maximizar ganancias a costa de todo, incluyendo la salud de un país, no es buena idea dejar el ejercicio puramente en manos de empresas privadas. Contrario a lo que aseguran los vendedores de zapatillas, a veces no basta apelar al just do it para que la sociedad cambie de hábitos: para ello requerimos replantear el acceso a la ciudad, incrementar la inversión pública en espacios deportivos públicos, incrementar el derecho al tiempo libre en la sociedad y hasta repensar las relaciones de género en contextos de deporte.
Si queremos que más personas experimenten las bondades del ejercicio no podemos recurrir únicamente a las soluciones individualistas que ofrecen los gimnasios privados y los gurúes del wellness, sino que debemos intentar algo más ambicioso todavía: hacer que el ejercicio sea tan omnipresente y accesible que deje de ser un lujo. Para lograr eso, quizá podemos hacerle caso al capitalismo neoliberal que nos metió en este embrollo: hay que incrementar la oferta, reducir los costos.
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