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El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Una tarde cualquiera de julio, la Policía Bolivariana de Venezuela irrumpió en un spa. Con engaños, los funcionarios se llevaron a 33 hombres y los detuvieron en una sede policial. El caso se ha vuelto un botón de muestra de la violencia estatal que vive la población LGBT+ en aquel país. Esta es su historia.

Christopher Borrero tenía ganas de irse de rumba. Había cobrado y quería bailar, beber algo, compartir con amigos después de una semana de largas jornadas de trabajo, pero estaba tan agotado que prefirió quedarse en casa. Esa noche, la del 22 de julio de 2023, se acostó a dormir temprano en la habitación que alquila. De 33 años, es un hombre acostumbrado a su soledad. Hace tiempo su familia migró a México, donde él nació. Tenía cuatro años cuando sus papás lo trajeron en brazos a Venezuela, y aquí se instalaron. Del Distrito Federal recuerda poco: apenas flashes. Una vez que comió dulces picantes, otra vez que tomó gaseosas que allá se venden en bolsitas de plástico.

Hizo su vida en Valencia, estado de Carabobo, una ciudad industrial en el noroccidente de Venezuela. Trabajó como reportero, pero el hostigamiento a la prensa lo motivó a abandonar su carrera (tan solo en 2022 el Instituto Prensa y Sociedad registró 373 violaciones a las garantías informativas de periodistas, medios y ciudadanos). Decidió, mejor, dar clases de marketing, inglés, redes sociales y dibujo en varios institutos, y de eso vive.

Al mediodía del domingo 23 de julio pidió un taxi que lo llevó al centro de la ciudad. Se bajó frente a una quinta de dos plantas, en cuya fachada unos trazos dibujan el torso desnudo de un hombre y en una sopa de letras aparecen marcadas las que forman el nombre del local: A V A L O N.

En sus visitas anteriores, Christopher se hizo amigo de Guillermo, el dueño del spa, y de su novio Jesús, el recepcionista. Al llegar pagó los seis dólares que cuesta la entrada y, como quien se sienta en la sala de su casa, se acomodó en la barra a conversar con el bartender hasta que llegó Armando Mota, otro amigo suyo.

Cuando lo conoció México apareció en sus primeras conversaciones porque Armando vivió ocho años en Monterrey, trabajando como arquitecto.

—Yo soy mexicano, pero no he vuelto desde que llegué a Venezuela —le dijo Christopher.

Armando le contó que regresó a Venezuela cuando la empresa donde trabajaba no renovó su contrato. En el spa, este hombre circunspecto, de 45 años, le dijo que estaba aburrido en casa porque su familia había salido de viaje, que estaba solo y había venido a distraerse un poco.

Al rato ambos irían al cuarto de vapor seco. Ahí estaban cuando llegaron al spa los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana.

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—Yo les di clases a policías como esos —dirá Iván Valero.

Él, ciertamente, no tenía vocación pedagógica cuando años atrás llegó a las aulas. En realidad, había estudiado Relaciones Internacionales, pero en 2014, nomás graduándose de la Universidad Central de Venezuela, se enteró de que su novia estaba embarazada y, en parte por eso, prefirió quedarse en Caracas a trabajar y no devolverse a Carache, el pueblo apacible del estado de Trujillo, en los Andes venezolanos, donde nació en 1993 y donde vive su familia.

Logró conseguir un puesto fijo en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en el despacho donde había realizado sus prácticas profesionales. Ahí descubrió el mundo de los derechos humanos: una de sus principales tareas era velar por los presos extranjeros en Venezuela y acompañar al personal consular que iba a las cárceles a visitarlos.

Fue por su experiencia que en 2017 le pidieron que asumiera el rol de profesor en la Universidad Nacional de la Seguridad, esa en la que se forman los policías de Venezuela. Les habló a sus alumnos de lo que él mismo había aprendido: la importancia de respetar el debido proceso, de garantizar los derechos fundamentales, de tratar a las personas con dignidad. Comenzó a repetirse que si alguno —aunque fuera uno solo— de esos jóvenes policías ejercía su profesión apegado a esas ideas, se daría por bien pagado. Era su principal motivación pues el sueldo se le iba haciendo aguas. Cada quincena recibía unos cuantos bolívares que le alcanzaban para menos en un país sumido en una demoledora hiperinflación.

Ahí estuvo, entre el ministerio y la universidad, hasta que, cansado de que el dinero no le rindiera y sintiéndose un tanto estancado en la burocracia, renunció en abril de 2023 y se mudó a Valencia, a tres horas por carretera de Caracas.

Fue otro Iván el que hizo ese viaje, había cambiado mucho durante su estancia en la capital. Menos tímido, seguro de sí mismo, le contó a su familia que es gay. Algunos se sorprendieron, porque había tenido relaciones amorosas con mujeres y hasta un hijo con una de ellas, pero no lo cuestionaron, más bien, lo acogieron con afecto y con respeto.

En Valencia quería dedicarse a otras cosas. Comenzó a impartir clases de oratoria y un amigo lo contrató para que asesorara a las candidatas de un certamen de belleza, que proliferan en Venezuela. Al salir de una de esas sesiones, el domingo 23 de julio, a eso de las 4:30 de la tarde, decidió ir al spa Avalon.

Se estaba tomando un refresco cuando llegaron los policías.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

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A lo largo de sus 34 años Guillermo Cifuentes ha llevado un rumbo zigzagueante. Él sí pensó que lo suyo era la docencia, pero después de graduarse como profesor decidió no ejercer. Se convirtió en chef, aunque terminó dedicándose a la construcción civil.

En sus ratos libres frecuentaba dos spas de ambiente en Valencia y cuando se enteró de que los dueños iban a cerrarlos, vio una oportunidad en el mercado: ¿qué tal si él montaba uno?, ¿y si invertía en ese negocio el dinero que tenía ahorrado? Pasó unos ocho meses remodelando la quinta de dos plantas que rentó para materializar la idea que fue tomando forma en su mente.

Por aquellos días, a través de unos amigos, conoció a un chico: Jesús Araujo, entonces de veintidós años, técnico radiólogo. Se hicieron novios y compartieron la ilusión de inaugurar el spa. Estaban juntos cuando Avalon abrió sus puertas el 12 de noviembre de 2021. Jesús comenzó a trabajar como recepcionista del lugar. Por eso fue él quien recibió a los policías la tarde del 23 de julio de 2023.

Jesús contará que el oficial jefe, Deivis Meneses, le pidió los papeles del establecimiento. Enseguida llamó a Guillermo, que estaba en casa, a unos cinco minutos:

—Vente, vente, vente que aquí están unos policías.

Contará también que Guillermo tuvo el tino de entrar grabando con su celular para registrar lo que estaba sucediendo en el spa y que los policías le preguntaron por qué lo hacía.

—Porque es mi derecho —respondió.
—¿Pero tú acaso eres abogado?
—No, pero conozco mis derechos… ¿cómo van a entrar sin una orden de allanamiento?
—No la necesitamos porque es una inspección de rutina.
—Pero no pueden entrar así a un lugar privado.
—Es que este es un sitio clandestino.
—No, no lo es. Tenemos redes sociales. Aquí está toda la documentación en regla.
—Es que esto es una actividad ilegal. Ahí hay hombres sin ropa, en toallas, debe ser porque están haciendo orgías.
—Están sin ropa porque hay un sauna.
—Pero en estos documentos no dice que este es un spa gay.
—No, no podríamos poner que es un spa gay; dice que es un spa para caballeros. Eso somos.

Jesús y Guillermo dirán que la conversación se tornó álgida. Los oficiales insistían en entrar pese a no tener la orden de allanamiento. Pero ese cruce de palabras no aparecerá en el acta que levantaron los policías.

La versión de los funcionarios es distinta: que fueron al local porque, mientras patrullaban por la zona, una mujer, que prefirió no identificarse, los abordó para decirles que en Avalon se reunían hombres a hacer orgías, consumir droga y alcohol, y a escuchar música a todo volumen; que recorrieron las instalaciones y encontraron 31 teléfonos celulares, un envase con poppers, dos frascos de lubricantes, 36 preservativos de distintas marcas, cervezas, refrescos, una corneta; que procedieron a notificarles a los 33 hombres que estaban dentro que quedaban detenidos por tener relaciones sexuales en el spa.

Christopher, Armando, Iván, Guillermo, Jesús y el resto de los 33 dirán que las cosas sucedieron de otro modo. Después de inspeccionar el spa, los funcionarios les pidieron que los acompañaran a la estación de policía de Los Guayos, a unos quince minutos, para que fueran testigos del altercado que había ocurrido entre ellos y Guillermo, y para verificar en el Sistema Integrado de Información Policial (SIIPOL) que no tuvieran cuentas pendientes con la justicia (cosa que, dijeron, no podían hacer allí mismo porque el sistema se había caído en ese momento).

Los policías —contarán muchos de los 33— no tenían suficientes patrullas para trasladar a tantas personas y les pidieron que quienes tuvieran vehículos aparcados en el local los usaran para llegar a la comandancia. Armando dirá que fue siguiendo a las patrullas hasta Los Guayos. Desde luego que se le pasó por la mente cambiar de ruta, escapar de ese embrollo que no entendía bien, pero no se atrevió. Después de todo, pensó, era cuestión de horas para que el mal rato acabara.

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Los 33 dirán que no eran 33. Dirán que en el grupo había tres más, pero de pronto, antes de que se desatara la vorágine, se esfumaron. Unos dirán que eran policías vestidos de civil que se habían infiltrado en el spa; otros, que eran clientes cercanos al gobierno de Venezuela o funcionarios y que pagaron para irse; algunos de los 33 dirán que a ellos también les dijeron que con dinero —a unos les hablaron de mil, a otros de cuatro mil dólares— podían salir, pero o se negaron o no tenían con qué pagar su libertad.

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En la comisaría, los policías les ordenaron que pusieran sus pertenencias en un rincón. Les decomisaron los celulares, les dijeron que los desbloquearan y comenzaron a revisar sus galerías personales: sus fotografías y videos íntimos.

—Miren, este lo tiene grande.
—¡Oh!, este lo tiene pequeño.
—Mira, mira cómo este hace cuando tiene sexo.

Las horas transcurrían entre burlas, y los 33 preguntaban hasta cuándo estarían ahí. Les respondían que tenían que esperar.

Finalmente, a eso de las once de la noche, les informaron que estaban detenidos.

—¡¿Pero detenidos por qué?! —se alteraron.

No recibieron respuestas claras, solo les dijeron que los habían capturado en flagrancia. Entre dientes, uno de los policías comentó que estaban esperando la respuesta del fiscal de guardia del Ministerio Público para saber cómo proceder.

Les devolvieron los teléfonos para que hicieran una llamada y uno a uno se fueron comunicando con sus familiares. Ni Armando ni Christopher pudieron hacerlo. El primero, porque había salido de su casa sin su celular; el segundo, porque se había quedado sin batería, así que le dio a una mujer policía el cargador que tenía en su bolso para que pusiera a cargar su teléfono.

Armando no podía comunicarse y se sentía desesperado, entonces se le ocurrió contactar a un vecino: a través del celular de otro de los 33, le escribió por Instagram. Le pidió que llamara a Luis Ruiz, un abogado penalista, amigo suyo. Cuando Ruiz supo por encima lo que estaba pasando, contactó a su socio, Óscar Triana. Juntos trataron de llevarle el pulso a los acontecimientos.

En algún momento de la noche, los policías los hicieron pararse frente a un backing institucional para tomarles fotos. Pensaron que era un requisito administrativo, un trámite sin trascendencia. Posaron.

Después les quitaron el dinero que tenían, según les dijeron, para evitar que, cuando los llevaran a los calabozos, otros presos les robaran. Recolectaron en total unos mil cuatrocientos dólares. Pero nunca los trasladaron a las celdas. Permanecieron en un salón de la sede policial.

A lo largo de la madrugada los 33 trataban de ser optimistas, se repetían que no habían cometido delito alguno, que pronto estarían en libertad. No solo compartieron cigarrillos, unos cuantos perros calientes y una hamburguesa que les dieron los oficiales, sino también sus historias y angustias.

Uno de ellos les confesó que no era gay ni bisexual, que había ido al spa Avalon por mera curiosidad:

—Y esta es una señal del destino para que no sea gay —dijo entre risas y todos estallaron en carcajadas.

Varios estaban preocupados porque sus familias no sabían de su orientación sexual, y el Estado de Venezuela los estaba sacando del clóset a la fuerza. Unos, en silencio, lloraban, pero juntos, como un cardumen de peces atrapados en una red, se sintieron más fuertes.

En esa red fuera del agua estaba Luis Augusto Estrada, de 52 años, quien había pasado veinte años dando clases en un colegio de monjas. No era de Valencia sino del vecino estado Portuguesa. Les habló de su despecho: el hombre con el que había compartido décadas de su vida había migrado, tratando de obtener el tratamiento para una enfermedad crónica que padecía. Ahora estaba solo. El “Profesor”, como comenzaron a llamarlo, les insistió con que no sintieran pena de ser quienes eran. Católico ferviente, les dijo que Dios los amaba. Les enseñó a rezar. El padrenuestro, el avemaría. Se fue asumiendo como el papá de todos. Por eso se preocupó cuando algunos empezaron a palidecer.

Armando toma ansiolíticos, bajo supervisión psiquiátrica, que le ayudan a dormir porque padece de ansiedad. Desde luego, no tenía consigo sus pastillas. Empezó a sentir demasiada pesadez, un hormigueo en la mitad de la cara, palpitaciones, le costaba respirar. Terminó desplomándose. Cuando se desvaneció, Alfredo corrió a ayudarlo: fue reflejo de médico. Alfredo es un doctor de treinta años que vive y trabaja en Miami. Estaba de paso en el país; decidió venir a visitar a sus amigos y familiares, aunque mucha gente le insistió en que no lo hiciera, diciéndole que Venezuela es un país retrógrado, “tercermundista”. Le tomó las pulsaciones a Armando, llamó a los oficiales para que le permitieran llevarlo a la enfermería. Respondieron que estaba cerrada. Entonces se las ingenió, haciendo maniobras, para estabilizarlo.

Iván, el joven que había sido maestro de policías, les exigió respeto y atención, pero no fue sino hasta la mañana del 24 de julio, muy temprano, cuando los uniformados, asustados ante lo que entendieron como una emergencia, llevaron a Armando a un centro médico cercano. Permitieron que Christopher, su amigo, lo acompañara. Cuando llegaron al dispensario de salud, escuchó que en la recepción alguien dijo:

—Ah, ellos son parte de los 33…

Y esa persona soltó una risita bufona. ¿Cómo lo sabía?, ¿por qué se reía?

Poco después Christopher se enteró. Desde el comando de Los Guayos o desde la fiscalía se filtró a la prensa la minuta con la versión de los policías y con las fotografías que les habían tomado la noche anterior.

Ese día, feriado en Venezuela por el natalicio de Simón Bolívar, la noticia comenzó a rodar desde temprano en los portales noticiosos. Fueron escabrosos los titulares:

“Agarraron a 33 hombres en un orgía”
“Policía detuvo a 33 hombres desnudos grabando porno gay”
“Fiesta gay: orgía, drogas, condones y una persona con VIH”

Todas, versiones de la chispa que encendió el morbo: una nota publicada por el periodista Alberto Ambrosino en el portal Hoy Noticias.

A Armando le dieron una pastilla en el ambulatorio para controlar su tensión.  Mientras tanto Christopher, quien ya tenía acceso a su teléfono, se enteró de todo lo que se estaba diciendo en Venezuela sobre ellos. Se asustó. Pensó en sus padres, que están en México, sobre todo en su madre, aquejada por un cáncer metastásico. Así estuvo unas dos horas, muy confundido, hasta que Armando se restableció.

Cuando volvieron a la comisaría, encontraron a sus compañeros con caras largas. Ya sabían que se habían convertido en el foco de una noticia viral porque les permitieron revisar sus teléfonos. Era como si los hubiesen dejado desnudos ante la multitud.

—Esoooo, están siendo famoooosas —les decían los policías—, ya todo el mundo sabe lo que estaban haciendo.

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La gente comentaba en el transporte público: “Es que la juventud no sirve.”
En panaderías: “Qué horror lo que pasó en Valencia, es que los gays son unos promiscuos.”
En salas de espera: “Asco, qué asco eso que pasó.”
En plazas: “Sodoma y Gomorra”, “el fin del mundo”, “los gays atentan contra el plan de Dios.”

Muchos aprovecharon la oportunidad para evocar un viejo refrán que reza: “Valencia es la ciudad de los hombres complacientes”.

Ese proverbio dice, desde el terreno del sarcasmo, que la mayoría de los hombres de la ciudad son gay. No está claro de dónde viene el dicho, pero hay versiones que le otorgan asidero histórico. Juan Vicente Gómez, el dictador que se mantuvo en el poder en Venezuela desde 1908 hasta que falleció en 1935, encarceló a cientos por motivos políticos: a muchos los mandó a la prisión que ordenó construir en la isla del Burro, la más grande de las veintidós que hay desperdigadas en el enorme lago de Valencia. Cuenta el historiador, también valenciano, Francisco Cariellon que el dictador Gómez confinaba allá a cualquier hombre que “pareciera gay” y cuando en la calle se topaba con alguno de cuya hombría dudara, se burlaba:

—Ay, usted como que se escapó de Valencia.

Cariellon dice que fue el propio Gómez quien acuñó el refrán. Otra versión dice que lo originó el humorista Rafael Guinand. A sabiendas de que el dictador era homofóbico, Guinand pronunció la frase en un evento para ganar puntos con él.

—Es que, claro, Valencia es el epicentro de los maricos, la laguna de los patos, la de los hombres complacientes —decía alguien, entre risas, en el pasillo de un centro comercial, viendo “la noticia” del 24 de julio.

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Los 33 durmieron una noche más en un salón de la comandancia de Los Guayos, sin que los dejaran ver a sus familiares ni a sus abogados. A las ocho de la mañana del martes 25 de julio los llevaron a un dispensario médico para que evaluaran su estado de salud y dejar constancia de que no los habían maltratado. Los 33 dirán que fue un trámite presuroso: los médicos ni los examinaron.

De allí los trasladaron al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación, donde sabrían si la fiscalía les imputaría algún delito. Les pidieron que se quitaran las trenzas de los zapatos y los hicieron caminar por un pasillo oscuro y nauseabundo que los condujo a una celda diminuta, en la que cupieron todos apretujados.

—Esoooo, llegaron las 33 —se mofaron otros presos cuando entraron.

Hacía calor, estaban sudados y, si querían ir al baño, debían usar una letrina a la vista de todos; evitaban tomar agua para que no les dieran ganas de orinar. Unos pensaron en el suicidio y los demás se volcaron a espantarles esos pensamientos.

Iván, quien tantas veces acompañó al personal diplomático a las cárceles de Venezuela, dirá que se sintió asqueado. Christopher recordará que en su época de reportero muchas veces le tocó cubrir pautas a las afueras del Palacio de Justicia, sobre todo cuando en 2017 los cuerpos de seguridad detenían a los jóvenes que protestaban contra el régimen de Maduro, también dirá que se sintió asqueado. Para los dos, esto era un déjà vu: paradójicamente, la vida los estaba poniendo del otro lado de la historia que tantas veces presenciaron.

Los 33 dirán que tuvieron la sensación de que estaban solos. Frente a la policía, los fiscales, la juez, el Estado de Venezuela.

Después de una espera que se prolongó ocho horas, llevaron a los detenidos a la sala de audiencias, en el segundo piso, donde pudieron ver a sus abogados: unos optaron por la defensa pública; otros, como Armando y Christopher, por la defensa privada, a cargo de Luis Ruiz y Óscar Triana.

El acto comenzó a eso de las ocho de la noche. La juez Marialba Villarreal dio inicio a la audiencia, pero luego de escuchar los alegatos de la defensa, a las 10:30 de la noche, difirió la sesión para el día siguiente. ¿El motivo?, que ya era muy tarde. La defensa protestó. Dijeron que podían pasar ahí toda la noche si era necesario, que era una falta de respeto suspender el acto después de ocho horas de espera. No lograron que cambiara de opinión.

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—Yo pensé que me iría con mi muchacho para mi casa.

Afuera del Palacio de Justicia, sentada en un rincón, Ana María lloró cuando supo que la audiencia se había aplazado. Ella es madre de Álvaro, otro de los 33, un chico de diecinueve años que sueña con ser cocinero.*

—Es que el tema de la homosexualidad de él ha terminado siendo un problema en casa, pero no porque yo lo rechace. Siempre tuve el pálpito de que a Álvaro le gustaban los hombres. Una, como madre, siempre sabe. Yo veía que los demás niños tenían noviecitas y él no, y lo veía muy entusiasmado con un amiguito del colegio, y me daba cuenta de que le llamaba la atención porque le brillaban los ojitos. Al principio me negué, pero después de ir al psicólogo entendí que no había nada que hacer y que no era algo malo. Entonces decidí esperar a que él se sintiera preparado para contármelo. Pensé que nunca lo haría. Hasta que hace como tres meses a mi esposo le dijeron que lo habían visto con un muchacho en el parque, que no estaban haciendo nada, pero que “¡ay, vale!, ¡se perdieron esos reales!”... tú sabes, con ese tonito burlón. Eso fue un golpe para el ego de mi marido que, debo decir, es un buen hombre, pero machista, salido de una familia machista, y por eso no le había contado nunca que sospechaba de la orientación sexual de nuestro hijo. Aquel día llegó a casa fúrico, gritando que él no quería maricos y trató muy mal a Álvaro. Le dijo cosas espantosas. Después se fue y entonces mi hijo, llorando, me dijo que era verdad: que estaba saliendo con un chamito, pero que él no le hacía daño a nadie. Yo lo abracé. Le dije: “Tranquilo, mi amor”. Ahora ocurrió esto… y no sé qué va a pasar. Creo que la vida nos está cambiando. Mi esposo me dijo que se quería morir. Ahorita solo quiero sacar a mi hijo de ahí. Es en lo único que pienso. Él no es un delincuente. Quizá el único delito que cometió es ser gay. Porque, sí, parece que en Venezuela ser así es un delito.

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Los 33 tuvieron que volver a la comandancia de Los Guayos tras la decisión de la juez. Ya era martes y desde el domingo traían puesta la misma ropa, sometidos a los 34 grados de temperatura que hacía en la ciudad. Se sentían empegostados, malolientes. Insistieron: necesitaban bañarse. Quizá porque el caso había ganado mucha visibilidad dentro y fuera de Venezuela, los policías comenzaron a ser un poco más amables. Les alcanzaron jabones y desodorantes que sus abogados les habían mandado... pero ¿y el baño? Los policías habilitaron un espacio en el estacionamiento de la comandancia, improvisaron paredes con el backing que habían usado para tomarles las fotos filtradas de su arresto, conectaron una manguera a un grifo.

Los 33 dirán que debieron ir pasando en grupos de cuatro: se quitaban la ropa, se echaban agua, ahí, a la vista de todos. Dirán que ya habían perdido el pudor, querían refrescarse, sentirse un poco más limpios, aunque tuvieran que ponerse las mismas prendas.

Guillermo, el dueño del spa, fue de los últimos. Cuando terminó de secarse, vio el reloj: eran las tres de la madrugada. Sintiéndose un poco culpable, le pidió perdón a su novio por lo que estaban viviendo.

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Dirán que amaneció muy pronto, que no descansaron, que les empezaron a doler los huesos, que se sentían aletargados, con el cuerpo entumecido. A las nueve de la mañana del 26 de julio otra vez llevaron a los 33 al Palacio de Justicia. Entraron en la misma celda y trataron de darse ánimo en esas horas lentas. Eran las dos, luego las cuatro de la tarde y ahí seguían. Hartos, empezaron a cantar a todo pulmón canciones de ambiente a modo protesta. Dentro de esa diminuta celda en Venezuela, entonaron a la Trevi:

Y me solté el cabello, me vestí de reina,
me puse tacones, me pinté y era bella
y caminé hacia la puerta y te escuché gritarme,
pero tus cadenas ya no pueden pararme,
y miré la noche, ya no era oscura, era de lentejuelas.

Los policías, los demás presos, se reían. Los 33 no pararon de hacer bulla hasta que los buscaron a eso de las seis de la tarde, nueve horas después, para que finalmente el proceso comenzara.

El fiscal del Ministerio Público había sido removido: el que estaba allí era distinto del que había acudido el día anterior, pero los imputó a todos por los delitos de agavillamiento —es decir, por asociación ilícita o criminal—, ultraje al pudor y contaminación sónica.

Cuando estudió en la Facultad de Derecho y después, cuando ejerció en bufetes, Óscar Triana aprendió que no hay causas imposibles. En la sala del juzgado se mantenía erguido, conocía bien las entrañas del sistema judicial de Venezuela y sospechaba que la juez Marialba Villarreal admitiría la acusación, por absurda que fuera. La fiscalía validaba una actuación policial prejuiciosa, pero Triana era como un boxeador: consciente de que sería noqueado, siguió hacia el cuadrilátero para dar la mejor pelea posible. Escuchó a sus colegas esgrimir argumentos que desmontaban los de la fiscalía mientras recordaba un tema del bolerista puertorriqueño Daniel Santos:

¿Por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa
de la realidad?

Cuando llegó su turno, a tono con la canción que no dejaba de reproducirse en su mente, alzó la voz:

—Quiero ponerle un título a mi defensa: “La esperanza perdida”.

Ante la juez Villarreal, citando la Constitución de Venezuela y otras leyes nacionales, se explayó en las fallas del procedimiento policial. Cuestionó que el expediente se filtrara a la prensa, con todo y fotos, violando la privacidad de los implicados. Solicitó que se investigara a la comisión de policías que participó en el operativo. Pidió que se desestimara la acusación de la fiscalía.

—Aquí están los protagonistas de esta historia, proteja sus derechos, su igualdad —concluyó.

Acto seguido, se cumplieron las sospechas de Triana. La juez Villarreal admitió los delitos planteados por la fiscalía. El proceso penal continuaría. El Ministerio Público debía comenzar una investigación que podría derivar en la solicitud de un juicio.

Villarreal ordenó la excarcelación de treinta de los detenidos, bajo régimen de presentación cada treinta días. Para que salieran los tres restantes —Guillermo y dos masajistas—, la defensa debía pagar una fianza. Lo hicieron una semana después.

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Llovían comunicados de cientos de instituciones de la sociedad civil.

La Comisión Interamericana instó a Venezuela a respetar los derechos humanos y a cesar la criminalización de las personas LGBTIQ+.

Volker Türk, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que en 2022 se registraron 97 casos de violencia física, incitación al odio y discriminación contra personas LGBTIQ+ en Venezuela (21 % atribuidos a agentes del Estado), y recomendó sancionar estos casos.

Las ONG Acceso a la Justicia y Venezuela igualitaria enumeraron las irregularidades del proceso.

Más de 130 organizaciones nacionales e internacionales rechazaron la actuación de las instituciones del Estado: “Que un grupo de personas mayores de edad se reúnan en un lugar privado, de manera privada, con fines lícitos, incluso sexuales, donde no se evidencie el ofrecimiento de material grabado de forma pública y a la venta, no constituye delito alguno [...]. Alertamos que las detenciones arbitrarias e irregulares y la judicialización de los 33 hombres en Venezuela, motivadas por su orientación sexual, se [pueden] convertir en un patrón criminalizador de la población LGBTIQ+”.

El Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela recordó que el periodismo debe examinar con rigor los derechos comprometidos en cualquier situación antes de reproducir, sin más, la versión oficial.

La tarde del viernes 28 de julio, cuatro decenas de integrantes de la comunidad LGBTIQ+ se manifestaron frente a la sede del Ministerio Público en Caracas para exigir el sobreseimiento del caso.

Es cierto que hubo una celeridad inusual en este proceso, pues en Venezuela suelen ser aún más lentos y tortuosos. El lunes 31 el fiscal general Tarek William Saab dijo: “El Ministerio Público está en una fase de investigación de estos hechos para, en base a la investigación, inclusive sobreseer esa causa”.

De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, para llevar a cabo ese trámite la fiscalía debe presentar la solicitud y el juez tiene la obligación de decidir en un lapso de 45 días. Tan solo catorce días después, el 14 de agosto, treinta de los 33 recibieron una llamada en la que les informaron que sus casos habían sido sobreseídos.

—¿En tan poco tiempo la fiscalía hizo una investigación y se dio cuenta de que no había delito? —se pregunta Triana—. Que se llegara a un acto conclusivo tan rápido es una muestra de que nunca hubo nada, y de la importancia del apoyo de las organizaciones y de la comunidad internacional.

Pero Guillermo y los dos masajistas seguirían bajo investigación.

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En la cuenta en Instagram de Avalon se publicó un comunicado que agradecía el apoyo: “Entendemos que el escarnio y la humillación son como agua vertida que no se puede recoger. Pero también entendemos que somos seres humanos que merecen respeto e inclusión. Nada ni nadie nos avergonzará por lo que somos”.

A poco más de un mes de que iniciara esta historia, el 1 de septiembre, el spa volvió a abrir sus puertas con una fiesta.

Los 33 del cardumen dicen que el trago amargo pasó, pero no lo han digerido. Tampoco les han devuelto el dinero que les quitaron en la comandancia. Tienen insomnio, andan por la calle con miedo, se sienten observados. Uno cuenta que iba caminando por el barrio donde vive y escuchó que le gritaron:

—¡Maricón! ¡Pedófilo! ¡Deberías estar preso!

Otro dice que al salir del Palacio de Justicia se fue a su casa, creyendo que esa noche dormiría en su cama, pero no lo dejaron entrar: encontró sus pertenencias empacadas, en la puerta. Sus familiares lo echaban, no solo por ser gay sino por la vergüenza que les hizo pasar por andar con sus “mariqueras”. Prefiere no hablar más del tema, y no es el único que decidió no dar entrevistas para no poner en riesgo su estabilidad emocional. Ellos, como otros de los 33, quieren olvidar estos días, guardar silencio, intentar retomar la vida que les truncó el Estado de Venezuela.

—Contar mi historia es lo único que me puede devolver mi dignidad. No quiero ser el centro de atención, pero he contado mi historia por mí, por mi familia, por mi hijo —Iván, el exinstructor de policías, salió queriendo alzar su voz.

Alfredo, el médico, no quiere volver a Venezuela y Armando, el arquitecto, piensa en irse del país.

Jesús Araujo, el recepcionista de Avalon, dice que le da miedo salir en las noches, pero que anda entusiasmado con esta nueva etapa del spa.

Guillermo y los dos masajistas esperan que sus casos sean sobreseídos pronto.

Christopher quiere volver a México, el país donde nació y donde están sus afectos. No cree que pueda hacerlo aún, porque debe reunir dinero.

Los 33 siguen en contacto, tienen un grupo de WhatsApp. Han pensado en reencontrarse y quizá brindar, bailar, volver a cantar las canciones que entonaron en la celda, ahora en libertad.

Yo soy así, así seguiré.
Nunca cambiaré…

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Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.

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* Los verdaderos nombres de Ana María y Álvaro fueron cambiados porque pidieron mantenerse en el anonimato.

Nota: El autor de este reportaje y Gatopardo decidimos no reproducir ni vincular la nota del portal que publicó la información filtrada por funcionarios porque revictimizó a los 33 y repitió acríticamente la versión oficial del Estado de Venezuela.

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Una tarde cualquiera de julio, la Policía Bolivariana de Venezuela irrumpió en un spa. Con engaños, los funcionarios se llevaron a 33 hombres y los detuvieron en una sede policial. El caso se ha vuelto un botón de muestra de la violencia estatal que vive la población LGBT+ en aquel país. Esta es su historia.

Christopher Borrero tenía ganas de irse de rumba. Había cobrado y quería bailar, beber algo, compartir con amigos después de una semana de largas jornadas de trabajo, pero estaba tan agotado que prefirió quedarse en casa. Esa noche, la del 22 de julio de 2023, se acostó a dormir temprano en la habitación que alquila. De 33 años, es un hombre acostumbrado a su soledad. Hace tiempo su familia migró a México, donde él nació. Tenía cuatro años cuando sus papás lo trajeron en brazos a Venezuela, y aquí se instalaron. Del Distrito Federal recuerda poco: apenas flashes. Una vez que comió dulces picantes, otra vez que tomó gaseosas que allá se venden en bolsitas de plástico.

Hizo su vida en Valencia, estado de Carabobo, una ciudad industrial en el noroccidente de Venezuela. Trabajó como reportero, pero el hostigamiento a la prensa lo motivó a abandonar su carrera (tan solo en 2022 el Instituto Prensa y Sociedad registró 373 violaciones a las garantías informativas de periodistas, medios y ciudadanos). Decidió, mejor, dar clases de marketing, inglés, redes sociales y dibujo en varios institutos, y de eso vive.

Al mediodía del domingo 23 de julio pidió un taxi que lo llevó al centro de la ciudad. Se bajó frente a una quinta de dos plantas, en cuya fachada unos trazos dibujan el torso desnudo de un hombre y en una sopa de letras aparecen marcadas las que forman el nombre del local: A V A L O N.

En sus visitas anteriores, Christopher se hizo amigo de Guillermo, el dueño del spa, y de su novio Jesús, el recepcionista. Al llegar pagó los seis dólares que cuesta la entrada y, como quien se sienta en la sala de su casa, se acomodó en la barra a conversar con el bartender hasta que llegó Armando Mota, otro amigo suyo.

Cuando lo conoció México apareció en sus primeras conversaciones porque Armando vivió ocho años en Monterrey, trabajando como arquitecto.

—Yo soy mexicano, pero no he vuelto desde que llegué a Venezuela —le dijo Christopher.

Armando le contó que regresó a Venezuela cuando la empresa donde trabajaba no renovó su contrato. En el spa, este hombre circunspecto, de 45 años, le dijo que estaba aburrido en casa porque su familia había salido de viaje, que estaba solo y había venido a distraerse un poco.

Al rato ambos irían al cuarto de vapor seco. Ahí estaban cuando llegaron al spa los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana.

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—Yo les di clases a policías como esos —dirá Iván Valero.

Él, ciertamente, no tenía vocación pedagógica cuando años atrás llegó a las aulas. En realidad, había estudiado Relaciones Internacionales, pero en 2014, nomás graduándose de la Universidad Central de Venezuela, se enteró de que su novia estaba embarazada y, en parte por eso, prefirió quedarse en Caracas a trabajar y no devolverse a Carache, el pueblo apacible del estado de Trujillo, en los Andes venezolanos, donde nació en 1993 y donde vive su familia.

Logró conseguir un puesto fijo en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en el despacho donde había realizado sus prácticas profesionales. Ahí descubrió el mundo de los derechos humanos: una de sus principales tareas era velar por los presos extranjeros en Venezuela y acompañar al personal consular que iba a las cárceles a visitarlos.

Fue por su experiencia que en 2017 le pidieron que asumiera el rol de profesor en la Universidad Nacional de la Seguridad, esa en la que se forman los policías de Venezuela. Les habló a sus alumnos de lo que él mismo había aprendido: la importancia de respetar el debido proceso, de garantizar los derechos fundamentales, de tratar a las personas con dignidad. Comenzó a repetirse que si alguno —aunque fuera uno solo— de esos jóvenes policías ejercía su profesión apegado a esas ideas, se daría por bien pagado. Era su principal motivación pues el sueldo se le iba haciendo aguas. Cada quincena recibía unos cuantos bolívares que le alcanzaban para menos en un país sumido en una demoledora hiperinflación.

Ahí estuvo, entre el ministerio y la universidad, hasta que, cansado de que el dinero no le rindiera y sintiéndose un tanto estancado en la burocracia, renunció en abril de 2023 y se mudó a Valencia, a tres horas por carretera de Caracas.

Fue otro Iván el que hizo ese viaje, había cambiado mucho durante su estancia en la capital. Menos tímido, seguro de sí mismo, le contó a su familia que es gay. Algunos se sorprendieron, porque había tenido relaciones amorosas con mujeres y hasta un hijo con una de ellas, pero no lo cuestionaron, más bien, lo acogieron con afecto y con respeto.

En Valencia quería dedicarse a otras cosas. Comenzó a impartir clases de oratoria y un amigo lo contrató para que asesorara a las candidatas de un certamen de belleza, que proliferan en Venezuela. Al salir de una de esas sesiones, el domingo 23 de julio, a eso de las 4:30 de la tarde, decidió ir al spa Avalon.

Se estaba tomando un refresco cuando llegaron los policías.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

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A lo largo de sus 34 años Guillermo Cifuentes ha llevado un rumbo zigzagueante. Él sí pensó que lo suyo era la docencia, pero después de graduarse como profesor decidió no ejercer. Se convirtió en chef, aunque terminó dedicándose a la construcción civil.

En sus ratos libres frecuentaba dos spas de ambiente en Valencia y cuando se enteró de que los dueños iban a cerrarlos, vio una oportunidad en el mercado: ¿qué tal si él montaba uno?, ¿y si invertía en ese negocio el dinero que tenía ahorrado? Pasó unos ocho meses remodelando la quinta de dos plantas que rentó para materializar la idea que fue tomando forma en su mente.

Por aquellos días, a través de unos amigos, conoció a un chico: Jesús Araujo, entonces de veintidós años, técnico radiólogo. Se hicieron novios y compartieron la ilusión de inaugurar el spa. Estaban juntos cuando Avalon abrió sus puertas el 12 de noviembre de 2021. Jesús comenzó a trabajar como recepcionista del lugar. Por eso fue él quien recibió a los policías la tarde del 23 de julio de 2023.

Jesús contará que el oficial jefe, Deivis Meneses, le pidió los papeles del establecimiento. Enseguida llamó a Guillermo, que estaba en casa, a unos cinco minutos:

—Vente, vente, vente que aquí están unos policías.

Contará también que Guillermo tuvo el tino de entrar grabando con su celular para registrar lo que estaba sucediendo en el spa y que los policías le preguntaron por qué lo hacía.

—Porque es mi derecho —respondió.
—¿Pero tú acaso eres abogado?
—No, pero conozco mis derechos… ¿cómo van a entrar sin una orden de allanamiento?
—No la necesitamos porque es una inspección de rutina.
—Pero no pueden entrar así a un lugar privado.
—Es que este es un sitio clandestino.
—No, no lo es. Tenemos redes sociales. Aquí está toda la documentación en regla.
—Es que esto es una actividad ilegal. Ahí hay hombres sin ropa, en toallas, debe ser porque están haciendo orgías.
—Están sin ropa porque hay un sauna.
—Pero en estos documentos no dice que este es un spa gay.
—No, no podríamos poner que es un spa gay; dice que es un spa para caballeros. Eso somos.

Jesús y Guillermo dirán que la conversación se tornó álgida. Los oficiales insistían en entrar pese a no tener la orden de allanamiento. Pero ese cruce de palabras no aparecerá en el acta que levantaron los policías.

La versión de los funcionarios es distinta: que fueron al local porque, mientras patrullaban por la zona, una mujer, que prefirió no identificarse, los abordó para decirles que en Avalon se reunían hombres a hacer orgías, consumir droga y alcohol, y a escuchar música a todo volumen; que recorrieron las instalaciones y encontraron 31 teléfonos celulares, un envase con poppers, dos frascos de lubricantes, 36 preservativos de distintas marcas, cervezas, refrescos, una corneta; que procedieron a notificarles a los 33 hombres que estaban dentro que quedaban detenidos por tener relaciones sexuales en el spa.

Christopher, Armando, Iván, Guillermo, Jesús y el resto de los 33 dirán que las cosas sucedieron de otro modo. Después de inspeccionar el spa, los funcionarios les pidieron que los acompañaran a la estación de policía de Los Guayos, a unos quince minutos, para que fueran testigos del altercado que había ocurrido entre ellos y Guillermo, y para verificar en el Sistema Integrado de Información Policial (SIIPOL) que no tuvieran cuentas pendientes con la justicia (cosa que, dijeron, no podían hacer allí mismo porque el sistema se había caído en ese momento).

Los policías —contarán muchos de los 33— no tenían suficientes patrullas para trasladar a tantas personas y les pidieron que quienes tuvieran vehículos aparcados en el local los usaran para llegar a la comandancia. Armando dirá que fue siguiendo a las patrullas hasta Los Guayos. Desde luego que se le pasó por la mente cambiar de ruta, escapar de ese embrollo que no entendía bien, pero no se atrevió. Después de todo, pensó, era cuestión de horas para que el mal rato acabara.

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Los 33 dirán que no eran 33. Dirán que en el grupo había tres más, pero de pronto, antes de que se desatara la vorágine, se esfumaron. Unos dirán que eran policías vestidos de civil que se habían infiltrado en el spa; otros, que eran clientes cercanos al gobierno de Venezuela o funcionarios y que pagaron para irse; algunos de los 33 dirán que a ellos también les dijeron que con dinero —a unos les hablaron de mil, a otros de cuatro mil dólares— podían salir, pero o se negaron o no tenían con qué pagar su libertad.

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En la comisaría, los policías les ordenaron que pusieran sus pertenencias en un rincón. Les decomisaron los celulares, les dijeron que los desbloquearan y comenzaron a revisar sus galerías personales: sus fotografías y videos íntimos.

—Miren, este lo tiene grande.
—¡Oh!, este lo tiene pequeño.
—Mira, mira cómo este hace cuando tiene sexo.

Las horas transcurrían entre burlas, y los 33 preguntaban hasta cuándo estarían ahí. Les respondían que tenían que esperar.

Finalmente, a eso de las once de la noche, les informaron que estaban detenidos.

—¡¿Pero detenidos por qué?! —se alteraron.

No recibieron respuestas claras, solo les dijeron que los habían capturado en flagrancia. Entre dientes, uno de los policías comentó que estaban esperando la respuesta del fiscal de guardia del Ministerio Público para saber cómo proceder.

Les devolvieron los teléfonos para que hicieran una llamada y uno a uno se fueron comunicando con sus familiares. Ni Armando ni Christopher pudieron hacerlo. El primero, porque había salido de su casa sin su celular; el segundo, porque se había quedado sin batería, así que le dio a una mujer policía el cargador que tenía en su bolso para que pusiera a cargar su teléfono.

Armando no podía comunicarse y se sentía desesperado, entonces se le ocurrió contactar a un vecino: a través del celular de otro de los 33, le escribió por Instagram. Le pidió que llamara a Luis Ruiz, un abogado penalista, amigo suyo. Cuando Ruiz supo por encima lo que estaba pasando, contactó a su socio, Óscar Triana. Juntos trataron de llevarle el pulso a los acontecimientos.

En algún momento de la noche, los policías los hicieron pararse frente a un backing institucional para tomarles fotos. Pensaron que era un requisito administrativo, un trámite sin trascendencia. Posaron.

Después les quitaron el dinero que tenían, según les dijeron, para evitar que, cuando los llevaran a los calabozos, otros presos les robaran. Recolectaron en total unos mil cuatrocientos dólares. Pero nunca los trasladaron a las celdas. Permanecieron en un salón de la sede policial.

A lo largo de la madrugada los 33 trataban de ser optimistas, se repetían que no habían cometido delito alguno, que pronto estarían en libertad. No solo compartieron cigarrillos, unos cuantos perros calientes y una hamburguesa que les dieron los oficiales, sino también sus historias y angustias.

Uno de ellos les confesó que no era gay ni bisexual, que había ido al spa Avalon por mera curiosidad:

—Y esta es una señal del destino para que no sea gay —dijo entre risas y todos estallaron en carcajadas.

Varios estaban preocupados porque sus familias no sabían de su orientación sexual, y el Estado de Venezuela los estaba sacando del clóset a la fuerza. Unos, en silencio, lloraban, pero juntos, como un cardumen de peces atrapados en una red, se sintieron más fuertes.

En esa red fuera del agua estaba Luis Augusto Estrada, de 52 años, quien había pasado veinte años dando clases en un colegio de monjas. No era de Valencia sino del vecino estado Portuguesa. Les habló de su despecho: el hombre con el que había compartido décadas de su vida había migrado, tratando de obtener el tratamiento para una enfermedad crónica que padecía. Ahora estaba solo. El “Profesor”, como comenzaron a llamarlo, les insistió con que no sintieran pena de ser quienes eran. Católico ferviente, les dijo que Dios los amaba. Les enseñó a rezar. El padrenuestro, el avemaría. Se fue asumiendo como el papá de todos. Por eso se preocupó cuando algunos empezaron a palidecer.

Armando toma ansiolíticos, bajo supervisión psiquiátrica, que le ayudan a dormir porque padece de ansiedad. Desde luego, no tenía consigo sus pastillas. Empezó a sentir demasiada pesadez, un hormigueo en la mitad de la cara, palpitaciones, le costaba respirar. Terminó desplomándose. Cuando se desvaneció, Alfredo corrió a ayudarlo: fue reflejo de médico. Alfredo es un doctor de treinta años que vive y trabaja en Miami. Estaba de paso en el país; decidió venir a visitar a sus amigos y familiares, aunque mucha gente le insistió en que no lo hiciera, diciéndole que Venezuela es un país retrógrado, “tercermundista”. Le tomó las pulsaciones a Armando, llamó a los oficiales para que le permitieran llevarlo a la enfermería. Respondieron que estaba cerrada. Entonces se las ingenió, haciendo maniobras, para estabilizarlo.

Iván, el joven que había sido maestro de policías, les exigió respeto y atención, pero no fue sino hasta la mañana del 24 de julio, muy temprano, cuando los uniformados, asustados ante lo que entendieron como una emergencia, llevaron a Armando a un centro médico cercano. Permitieron que Christopher, su amigo, lo acompañara. Cuando llegaron al dispensario de salud, escuchó que en la recepción alguien dijo:

—Ah, ellos son parte de los 33…

Y esa persona soltó una risita bufona. ¿Cómo lo sabía?, ¿por qué se reía?

Poco después Christopher se enteró. Desde el comando de Los Guayos o desde la fiscalía se filtró a la prensa la minuta con la versión de los policías y con las fotografías que les habían tomado la noche anterior.

Ese día, feriado en Venezuela por el natalicio de Simón Bolívar, la noticia comenzó a rodar desde temprano en los portales noticiosos. Fueron escabrosos los titulares:

“Agarraron a 33 hombres en un orgía”
“Policía detuvo a 33 hombres desnudos grabando porno gay”
“Fiesta gay: orgía, drogas, condones y una persona con VIH”

Todas, versiones de la chispa que encendió el morbo: una nota publicada por el periodista Alberto Ambrosino en el portal Hoy Noticias.

A Armando le dieron una pastilla en el ambulatorio para controlar su tensión.  Mientras tanto Christopher, quien ya tenía acceso a su teléfono, se enteró de todo lo que se estaba diciendo en Venezuela sobre ellos. Se asustó. Pensó en sus padres, que están en México, sobre todo en su madre, aquejada por un cáncer metastásico. Así estuvo unas dos horas, muy confundido, hasta que Armando se restableció.

Cuando volvieron a la comisaría, encontraron a sus compañeros con caras largas. Ya sabían que se habían convertido en el foco de una noticia viral porque les permitieron revisar sus teléfonos. Era como si los hubiesen dejado desnudos ante la multitud.

—Esoooo, están siendo famoooosas —les decían los policías—, ya todo el mundo sabe lo que estaban haciendo.

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La gente comentaba en el transporte público: “Es que la juventud no sirve.”
En panaderías: “Qué horror lo que pasó en Valencia, es que los gays son unos promiscuos.”
En salas de espera: “Asco, qué asco eso que pasó.”
En plazas: “Sodoma y Gomorra”, “el fin del mundo”, “los gays atentan contra el plan de Dios.”

Muchos aprovecharon la oportunidad para evocar un viejo refrán que reza: “Valencia es la ciudad de los hombres complacientes”.

Ese proverbio dice, desde el terreno del sarcasmo, que la mayoría de los hombres de la ciudad son gay. No está claro de dónde viene el dicho, pero hay versiones que le otorgan asidero histórico. Juan Vicente Gómez, el dictador que se mantuvo en el poder en Venezuela desde 1908 hasta que falleció en 1935, encarceló a cientos por motivos políticos: a muchos los mandó a la prisión que ordenó construir en la isla del Burro, la más grande de las veintidós que hay desperdigadas en el enorme lago de Valencia. Cuenta el historiador, también valenciano, Francisco Cariellon que el dictador Gómez confinaba allá a cualquier hombre que “pareciera gay” y cuando en la calle se topaba con alguno de cuya hombría dudara, se burlaba:

—Ay, usted como que se escapó de Valencia.

Cariellon dice que fue el propio Gómez quien acuñó el refrán. Otra versión dice que lo originó el humorista Rafael Guinand. A sabiendas de que el dictador era homofóbico, Guinand pronunció la frase en un evento para ganar puntos con él.

—Es que, claro, Valencia es el epicentro de los maricos, la laguna de los patos, la de los hombres complacientes —decía alguien, entre risas, en el pasillo de un centro comercial, viendo “la noticia” del 24 de julio.

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Los 33 durmieron una noche más en un salón de la comandancia de Los Guayos, sin que los dejaran ver a sus familiares ni a sus abogados. A las ocho de la mañana del martes 25 de julio los llevaron a un dispensario médico para que evaluaran su estado de salud y dejar constancia de que no los habían maltratado. Los 33 dirán que fue un trámite presuroso: los médicos ni los examinaron.

De allí los trasladaron al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación, donde sabrían si la fiscalía les imputaría algún delito. Les pidieron que se quitaran las trenzas de los zapatos y los hicieron caminar por un pasillo oscuro y nauseabundo que los condujo a una celda diminuta, en la que cupieron todos apretujados.

—Esoooo, llegaron las 33 —se mofaron otros presos cuando entraron.

Hacía calor, estaban sudados y, si querían ir al baño, debían usar una letrina a la vista de todos; evitaban tomar agua para que no les dieran ganas de orinar. Unos pensaron en el suicidio y los demás se volcaron a espantarles esos pensamientos.

Iván, quien tantas veces acompañó al personal diplomático a las cárceles de Venezuela, dirá que se sintió asqueado. Christopher recordará que en su época de reportero muchas veces le tocó cubrir pautas a las afueras del Palacio de Justicia, sobre todo cuando en 2017 los cuerpos de seguridad detenían a los jóvenes que protestaban contra el régimen de Maduro, también dirá que se sintió asqueado. Para los dos, esto era un déjà vu: paradójicamente, la vida los estaba poniendo del otro lado de la historia que tantas veces presenciaron.

Los 33 dirán que tuvieron la sensación de que estaban solos. Frente a la policía, los fiscales, la juez, el Estado de Venezuela.

Después de una espera que se prolongó ocho horas, llevaron a los detenidos a la sala de audiencias, en el segundo piso, donde pudieron ver a sus abogados: unos optaron por la defensa pública; otros, como Armando y Christopher, por la defensa privada, a cargo de Luis Ruiz y Óscar Triana.

El acto comenzó a eso de las ocho de la noche. La juez Marialba Villarreal dio inicio a la audiencia, pero luego de escuchar los alegatos de la defensa, a las 10:30 de la noche, difirió la sesión para el día siguiente. ¿El motivo?, que ya era muy tarde. La defensa protestó. Dijeron que podían pasar ahí toda la noche si era necesario, que era una falta de respeto suspender el acto después de ocho horas de espera. No lograron que cambiara de opinión.

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—Yo pensé que me iría con mi muchacho para mi casa.

Afuera del Palacio de Justicia, sentada en un rincón, Ana María lloró cuando supo que la audiencia se había aplazado. Ella es madre de Álvaro, otro de los 33, un chico de diecinueve años que sueña con ser cocinero.*

—Es que el tema de la homosexualidad de él ha terminado siendo un problema en casa, pero no porque yo lo rechace. Siempre tuve el pálpito de que a Álvaro le gustaban los hombres. Una, como madre, siempre sabe. Yo veía que los demás niños tenían noviecitas y él no, y lo veía muy entusiasmado con un amiguito del colegio, y me daba cuenta de que le llamaba la atención porque le brillaban los ojitos. Al principio me negué, pero después de ir al psicólogo entendí que no había nada que hacer y que no era algo malo. Entonces decidí esperar a que él se sintiera preparado para contármelo. Pensé que nunca lo haría. Hasta que hace como tres meses a mi esposo le dijeron que lo habían visto con un muchacho en el parque, que no estaban haciendo nada, pero que “¡ay, vale!, ¡se perdieron esos reales!”... tú sabes, con ese tonito burlón. Eso fue un golpe para el ego de mi marido que, debo decir, es un buen hombre, pero machista, salido de una familia machista, y por eso no le había contado nunca que sospechaba de la orientación sexual de nuestro hijo. Aquel día llegó a casa fúrico, gritando que él no quería maricos y trató muy mal a Álvaro. Le dijo cosas espantosas. Después se fue y entonces mi hijo, llorando, me dijo que era verdad: que estaba saliendo con un chamito, pero que él no le hacía daño a nadie. Yo lo abracé. Le dije: “Tranquilo, mi amor”. Ahora ocurrió esto… y no sé qué va a pasar. Creo que la vida nos está cambiando. Mi esposo me dijo que se quería morir. Ahorita solo quiero sacar a mi hijo de ahí. Es en lo único que pienso. Él no es un delincuente. Quizá el único delito que cometió es ser gay. Porque, sí, parece que en Venezuela ser así es un delito.

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Los 33 tuvieron que volver a la comandancia de Los Guayos tras la decisión de la juez. Ya era martes y desde el domingo traían puesta la misma ropa, sometidos a los 34 grados de temperatura que hacía en la ciudad. Se sentían empegostados, malolientes. Insistieron: necesitaban bañarse. Quizá porque el caso había ganado mucha visibilidad dentro y fuera de Venezuela, los policías comenzaron a ser un poco más amables. Les alcanzaron jabones y desodorantes que sus abogados les habían mandado... pero ¿y el baño? Los policías habilitaron un espacio en el estacionamiento de la comandancia, improvisaron paredes con el backing que habían usado para tomarles las fotos filtradas de su arresto, conectaron una manguera a un grifo.

Los 33 dirán que debieron ir pasando en grupos de cuatro: se quitaban la ropa, se echaban agua, ahí, a la vista de todos. Dirán que ya habían perdido el pudor, querían refrescarse, sentirse un poco más limpios, aunque tuvieran que ponerse las mismas prendas.

Guillermo, el dueño del spa, fue de los últimos. Cuando terminó de secarse, vio el reloj: eran las tres de la madrugada. Sintiéndose un poco culpable, le pidió perdón a su novio por lo que estaban viviendo.

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Dirán que amaneció muy pronto, que no descansaron, que les empezaron a doler los huesos, que se sentían aletargados, con el cuerpo entumecido. A las nueve de la mañana del 26 de julio otra vez llevaron a los 33 al Palacio de Justicia. Entraron en la misma celda y trataron de darse ánimo en esas horas lentas. Eran las dos, luego las cuatro de la tarde y ahí seguían. Hartos, empezaron a cantar a todo pulmón canciones de ambiente a modo protesta. Dentro de esa diminuta celda en Venezuela, entonaron a la Trevi:

Y me solté el cabello, me vestí de reina,
me puse tacones, me pinté y era bella
y caminé hacia la puerta y te escuché gritarme,
pero tus cadenas ya no pueden pararme,
y miré la noche, ya no era oscura, era de lentejuelas.

Los policías, los demás presos, se reían. Los 33 no pararon de hacer bulla hasta que los buscaron a eso de las seis de la tarde, nueve horas después, para que finalmente el proceso comenzara.

El fiscal del Ministerio Público había sido removido: el que estaba allí era distinto del que había acudido el día anterior, pero los imputó a todos por los delitos de agavillamiento —es decir, por asociación ilícita o criminal—, ultraje al pudor y contaminación sónica.

Cuando estudió en la Facultad de Derecho y después, cuando ejerció en bufetes, Óscar Triana aprendió que no hay causas imposibles. En la sala del juzgado se mantenía erguido, conocía bien las entrañas del sistema judicial de Venezuela y sospechaba que la juez Marialba Villarreal admitiría la acusación, por absurda que fuera. La fiscalía validaba una actuación policial prejuiciosa, pero Triana era como un boxeador: consciente de que sería noqueado, siguió hacia el cuadrilátero para dar la mejor pelea posible. Escuchó a sus colegas esgrimir argumentos que desmontaban los de la fiscalía mientras recordaba un tema del bolerista puertorriqueño Daniel Santos:

¿Por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa
de la realidad?

Cuando llegó su turno, a tono con la canción que no dejaba de reproducirse en su mente, alzó la voz:

—Quiero ponerle un título a mi defensa: “La esperanza perdida”.

Ante la juez Villarreal, citando la Constitución de Venezuela y otras leyes nacionales, se explayó en las fallas del procedimiento policial. Cuestionó que el expediente se filtrara a la prensa, con todo y fotos, violando la privacidad de los implicados. Solicitó que se investigara a la comisión de policías que participó en el operativo. Pidió que se desestimara la acusación de la fiscalía.

—Aquí están los protagonistas de esta historia, proteja sus derechos, su igualdad —concluyó.

Acto seguido, se cumplieron las sospechas de Triana. La juez Villarreal admitió los delitos planteados por la fiscalía. El proceso penal continuaría. El Ministerio Público debía comenzar una investigación que podría derivar en la solicitud de un juicio.

Villarreal ordenó la excarcelación de treinta de los detenidos, bajo régimen de presentación cada treinta días. Para que salieran los tres restantes —Guillermo y dos masajistas—, la defensa debía pagar una fianza. Lo hicieron una semana después.

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Llovían comunicados de cientos de instituciones de la sociedad civil.

La Comisión Interamericana instó a Venezuela a respetar los derechos humanos y a cesar la criminalización de las personas LGBTIQ+.

Volker Türk, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que en 2022 se registraron 97 casos de violencia física, incitación al odio y discriminación contra personas LGBTIQ+ en Venezuela (21 % atribuidos a agentes del Estado), y recomendó sancionar estos casos.

Las ONG Acceso a la Justicia y Venezuela igualitaria enumeraron las irregularidades del proceso.

Más de 130 organizaciones nacionales e internacionales rechazaron la actuación de las instituciones del Estado: “Que un grupo de personas mayores de edad se reúnan en un lugar privado, de manera privada, con fines lícitos, incluso sexuales, donde no se evidencie el ofrecimiento de material grabado de forma pública y a la venta, no constituye delito alguno [...]. Alertamos que las detenciones arbitrarias e irregulares y la judicialización de los 33 hombres en Venezuela, motivadas por su orientación sexual, se [pueden] convertir en un patrón criminalizador de la población LGBTIQ+”.

El Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela recordó que el periodismo debe examinar con rigor los derechos comprometidos en cualquier situación antes de reproducir, sin más, la versión oficial.

La tarde del viernes 28 de julio, cuatro decenas de integrantes de la comunidad LGBTIQ+ se manifestaron frente a la sede del Ministerio Público en Caracas para exigir el sobreseimiento del caso.

Es cierto que hubo una celeridad inusual en este proceso, pues en Venezuela suelen ser aún más lentos y tortuosos. El lunes 31 el fiscal general Tarek William Saab dijo: “El Ministerio Público está en una fase de investigación de estos hechos para, en base a la investigación, inclusive sobreseer esa causa”.

De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, para llevar a cabo ese trámite la fiscalía debe presentar la solicitud y el juez tiene la obligación de decidir en un lapso de 45 días. Tan solo catorce días después, el 14 de agosto, treinta de los 33 recibieron una llamada en la que les informaron que sus casos habían sido sobreseídos.

—¿En tan poco tiempo la fiscalía hizo una investigación y se dio cuenta de que no había delito? —se pregunta Triana—. Que se llegara a un acto conclusivo tan rápido es una muestra de que nunca hubo nada, y de la importancia del apoyo de las organizaciones y de la comunidad internacional.

Pero Guillermo y los dos masajistas seguirían bajo investigación.

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En la cuenta en Instagram de Avalon se publicó un comunicado que agradecía el apoyo: “Entendemos que el escarnio y la humillación son como agua vertida que no se puede recoger. Pero también entendemos que somos seres humanos que merecen respeto e inclusión. Nada ni nadie nos avergonzará por lo que somos”.

A poco más de un mes de que iniciara esta historia, el 1 de septiembre, el spa volvió a abrir sus puertas con una fiesta.

Los 33 del cardumen dicen que el trago amargo pasó, pero no lo han digerido. Tampoco les han devuelto el dinero que les quitaron en la comandancia. Tienen insomnio, andan por la calle con miedo, se sienten observados. Uno cuenta que iba caminando por el barrio donde vive y escuchó que le gritaron:

—¡Maricón! ¡Pedófilo! ¡Deberías estar preso!

Otro dice que al salir del Palacio de Justicia se fue a su casa, creyendo que esa noche dormiría en su cama, pero no lo dejaron entrar: encontró sus pertenencias empacadas, en la puerta. Sus familiares lo echaban, no solo por ser gay sino por la vergüenza que les hizo pasar por andar con sus “mariqueras”. Prefiere no hablar más del tema, y no es el único que decidió no dar entrevistas para no poner en riesgo su estabilidad emocional. Ellos, como otros de los 33, quieren olvidar estos días, guardar silencio, intentar retomar la vida que les truncó el Estado de Venezuela.

—Contar mi historia es lo único que me puede devolver mi dignidad. No quiero ser el centro de atención, pero he contado mi historia por mí, por mi familia, por mi hijo —Iván, el exinstructor de policías, salió queriendo alzar su voz.

Alfredo, el médico, no quiere volver a Venezuela y Armando, el arquitecto, piensa en irse del país.

Jesús Araujo, el recepcionista de Avalon, dice que le da miedo salir en las noches, pero que anda entusiasmado con esta nueva etapa del spa.

Guillermo y los dos masajistas esperan que sus casos sean sobreseídos pronto.

Christopher quiere volver a México, el país donde nació y donde están sus afectos. No cree que pueda hacerlo aún, porque debe reunir dinero.

Los 33 siguen en contacto, tienen un grupo de WhatsApp. Han pensado en reencontrarse y quizá brindar, bailar, volver a cantar las canciones que entonaron en la celda, ahora en libertad.

Yo soy así, así seguiré.
Nunca cambiaré…

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Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.

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* Los verdaderos nombres de Ana María y Álvaro fueron cambiados porque pidieron mantenerse en el anonimato.

Nota: El autor de este reportaje y Gatopardo decidimos no reproducir ni vincular la nota del portal que publicó la información filtrada por funcionarios porque revictimizó a los 33 y repitió acríticamente la versión oficial del Estado de Venezuela.

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El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
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Una tarde cualquiera de julio, la Policía Bolivariana de Venezuela irrumpió en un spa. Con engaños, los funcionarios se llevaron a 33 hombres y los detuvieron en una sede policial. El caso se ha vuelto un botón de muestra de la violencia estatal que vive la población LGBT+ en aquel país. Esta es su historia.

Christopher Borrero tenía ganas de irse de rumba. Había cobrado y quería bailar, beber algo, compartir con amigos después de una semana de largas jornadas de trabajo, pero estaba tan agotado que prefirió quedarse en casa. Esa noche, la del 22 de julio de 2023, se acostó a dormir temprano en la habitación que alquila. De 33 años, es un hombre acostumbrado a su soledad. Hace tiempo su familia migró a México, donde él nació. Tenía cuatro años cuando sus papás lo trajeron en brazos a Venezuela, y aquí se instalaron. Del Distrito Federal recuerda poco: apenas flashes. Una vez que comió dulces picantes, otra vez que tomó gaseosas que allá se venden en bolsitas de plástico.

Hizo su vida en Valencia, estado de Carabobo, una ciudad industrial en el noroccidente de Venezuela. Trabajó como reportero, pero el hostigamiento a la prensa lo motivó a abandonar su carrera (tan solo en 2022 el Instituto Prensa y Sociedad registró 373 violaciones a las garantías informativas de periodistas, medios y ciudadanos). Decidió, mejor, dar clases de marketing, inglés, redes sociales y dibujo en varios institutos, y de eso vive.

Al mediodía del domingo 23 de julio pidió un taxi que lo llevó al centro de la ciudad. Se bajó frente a una quinta de dos plantas, en cuya fachada unos trazos dibujan el torso desnudo de un hombre y en una sopa de letras aparecen marcadas las que forman el nombre del local: A V A L O N.

En sus visitas anteriores, Christopher se hizo amigo de Guillermo, el dueño del spa, y de su novio Jesús, el recepcionista. Al llegar pagó los seis dólares que cuesta la entrada y, como quien se sienta en la sala de su casa, se acomodó en la barra a conversar con el bartender hasta que llegó Armando Mota, otro amigo suyo.

Cuando lo conoció México apareció en sus primeras conversaciones porque Armando vivió ocho años en Monterrey, trabajando como arquitecto.

—Yo soy mexicano, pero no he vuelto desde que llegué a Venezuela —le dijo Christopher.

Armando le contó que regresó a Venezuela cuando la empresa donde trabajaba no renovó su contrato. En el spa, este hombre circunspecto, de 45 años, le dijo que estaba aburrido en casa porque su familia había salido de viaje, que estaba solo y había venido a distraerse un poco.

Al rato ambos irían al cuarto de vapor seco. Ahí estaban cuando llegaron al spa los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana.

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—Yo les di clases a policías como esos —dirá Iván Valero.

Él, ciertamente, no tenía vocación pedagógica cuando años atrás llegó a las aulas. En realidad, había estudiado Relaciones Internacionales, pero en 2014, nomás graduándose de la Universidad Central de Venezuela, se enteró de que su novia estaba embarazada y, en parte por eso, prefirió quedarse en Caracas a trabajar y no devolverse a Carache, el pueblo apacible del estado de Trujillo, en los Andes venezolanos, donde nació en 1993 y donde vive su familia.

Logró conseguir un puesto fijo en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en el despacho donde había realizado sus prácticas profesionales. Ahí descubrió el mundo de los derechos humanos: una de sus principales tareas era velar por los presos extranjeros en Venezuela y acompañar al personal consular que iba a las cárceles a visitarlos.

Fue por su experiencia que en 2017 le pidieron que asumiera el rol de profesor en la Universidad Nacional de la Seguridad, esa en la que se forman los policías de Venezuela. Les habló a sus alumnos de lo que él mismo había aprendido: la importancia de respetar el debido proceso, de garantizar los derechos fundamentales, de tratar a las personas con dignidad. Comenzó a repetirse que si alguno —aunque fuera uno solo— de esos jóvenes policías ejercía su profesión apegado a esas ideas, se daría por bien pagado. Era su principal motivación pues el sueldo se le iba haciendo aguas. Cada quincena recibía unos cuantos bolívares que le alcanzaban para menos en un país sumido en una demoledora hiperinflación.

Ahí estuvo, entre el ministerio y la universidad, hasta que, cansado de que el dinero no le rindiera y sintiéndose un tanto estancado en la burocracia, renunció en abril de 2023 y se mudó a Valencia, a tres horas por carretera de Caracas.

Fue otro Iván el que hizo ese viaje, había cambiado mucho durante su estancia en la capital. Menos tímido, seguro de sí mismo, le contó a su familia que es gay. Algunos se sorprendieron, porque había tenido relaciones amorosas con mujeres y hasta un hijo con una de ellas, pero no lo cuestionaron, más bien, lo acogieron con afecto y con respeto.

En Valencia quería dedicarse a otras cosas. Comenzó a impartir clases de oratoria y un amigo lo contrató para que asesorara a las candidatas de un certamen de belleza, que proliferan en Venezuela. Al salir de una de esas sesiones, el domingo 23 de julio, a eso de las 4:30 de la tarde, decidió ir al spa Avalon.

Se estaba tomando un refresco cuando llegaron los policías.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

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A lo largo de sus 34 años Guillermo Cifuentes ha llevado un rumbo zigzagueante. Él sí pensó que lo suyo era la docencia, pero después de graduarse como profesor decidió no ejercer. Se convirtió en chef, aunque terminó dedicándose a la construcción civil.

En sus ratos libres frecuentaba dos spas de ambiente en Valencia y cuando se enteró de que los dueños iban a cerrarlos, vio una oportunidad en el mercado: ¿qué tal si él montaba uno?, ¿y si invertía en ese negocio el dinero que tenía ahorrado? Pasó unos ocho meses remodelando la quinta de dos plantas que rentó para materializar la idea que fue tomando forma en su mente.

Por aquellos días, a través de unos amigos, conoció a un chico: Jesús Araujo, entonces de veintidós años, técnico radiólogo. Se hicieron novios y compartieron la ilusión de inaugurar el spa. Estaban juntos cuando Avalon abrió sus puertas el 12 de noviembre de 2021. Jesús comenzó a trabajar como recepcionista del lugar. Por eso fue él quien recibió a los policías la tarde del 23 de julio de 2023.

Jesús contará que el oficial jefe, Deivis Meneses, le pidió los papeles del establecimiento. Enseguida llamó a Guillermo, que estaba en casa, a unos cinco minutos:

—Vente, vente, vente que aquí están unos policías.

Contará también que Guillermo tuvo el tino de entrar grabando con su celular para registrar lo que estaba sucediendo en el spa y que los policías le preguntaron por qué lo hacía.

—Porque es mi derecho —respondió.
—¿Pero tú acaso eres abogado?
—No, pero conozco mis derechos… ¿cómo van a entrar sin una orden de allanamiento?
—No la necesitamos porque es una inspección de rutina.
—Pero no pueden entrar así a un lugar privado.
—Es que este es un sitio clandestino.
—No, no lo es. Tenemos redes sociales. Aquí está toda la documentación en regla.
—Es que esto es una actividad ilegal. Ahí hay hombres sin ropa, en toallas, debe ser porque están haciendo orgías.
—Están sin ropa porque hay un sauna.
—Pero en estos documentos no dice que este es un spa gay.
—No, no podríamos poner que es un spa gay; dice que es un spa para caballeros. Eso somos.

Jesús y Guillermo dirán que la conversación se tornó álgida. Los oficiales insistían en entrar pese a no tener la orden de allanamiento. Pero ese cruce de palabras no aparecerá en el acta que levantaron los policías.

La versión de los funcionarios es distinta: que fueron al local porque, mientras patrullaban por la zona, una mujer, que prefirió no identificarse, los abordó para decirles que en Avalon se reunían hombres a hacer orgías, consumir droga y alcohol, y a escuchar música a todo volumen; que recorrieron las instalaciones y encontraron 31 teléfonos celulares, un envase con poppers, dos frascos de lubricantes, 36 preservativos de distintas marcas, cervezas, refrescos, una corneta; que procedieron a notificarles a los 33 hombres que estaban dentro que quedaban detenidos por tener relaciones sexuales en el spa.

Christopher, Armando, Iván, Guillermo, Jesús y el resto de los 33 dirán que las cosas sucedieron de otro modo. Después de inspeccionar el spa, los funcionarios les pidieron que los acompañaran a la estación de policía de Los Guayos, a unos quince minutos, para que fueran testigos del altercado que había ocurrido entre ellos y Guillermo, y para verificar en el Sistema Integrado de Información Policial (SIIPOL) que no tuvieran cuentas pendientes con la justicia (cosa que, dijeron, no podían hacer allí mismo porque el sistema se había caído en ese momento).

Los policías —contarán muchos de los 33— no tenían suficientes patrullas para trasladar a tantas personas y les pidieron que quienes tuvieran vehículos aparcados en el local los usaran para llegar a la comandancia. Armando dirá que fue siguiendo a las patrullas hasta Los Guayos. Desde luego que se le pasó por la mente cambiar de ruta, escapar de ese embrollo que no entendía bien, pero no se atrevió. Después de todo, pensó, era cuestión de horas para que el mal rato acabara.

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Los 33 dirán que no eran 33. Dirán que en el grupo había tres más, pero de pronto, antes de que se desatara la vorágine, se esfumaron. Unos dirán que eran policías vestidos de civil que se habían infiltrado en el spa; otros, que eran clientes cercanos al gobierno de Venezuela o funcionarios y que pagaron para irse; algunos de los 33 dirán que a ellos también les dijeron que con dinero —a unos les hablaron de mil, a otros de cuatro mil dólares— podían salir, pero o se negaron o no tenían con qué pagar su libertad.

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En la comisaría, los policías les ordenaron que pusieran sus pertenencias en un rincón. Les decomisaron los celulares, les dijeron que los desbloquearan y comenzaron a revisar sus galerías personales: sus fotografías y videos íntimos.

—Miren, este lo tiene grande.
—¡Oh!, este lo tiene pequeño.
—Mira, mira cómo este hace cuando tiene sexo.

Las horas transcurrían entre burlas, y los 33 preguntaban hasta cuándo estarían ahí. Les respondían que tenían que esperar.

Finalmente, a eso de las once de la noche, les informaron que estaban detenidos.

—¡¿Pero detenidos por qué?! —se alteraron.

No recibieron respuestas claras, solo les dijeron que los habían capturado en flagrancia. Entre dientes, uno de los policías comentó que estaban esperando la respuesta del fiscal de guardia del Ministerio Público para saber cómo proceder.

Les devolvieron los teléfonos para que hicieran una llamada y uno a uno se fueron comunicando con sus familiares. Ni Armando ni Christopher pudieron hacerlo. El primero, porque había salido de su casa sin su celular; el segundo, porque se había quedado sin batería, así que le dio a una mujer policía el cargador que tenía en su bolso para que pusiera a cargar su teléfono.

Armando no podía comunicarse y se sentía desesperado, entonces se le ocurrió contactar a un vecino: a través del celular de otro de los 33, le escribió por Instagram. Le pidió que llamara a Luis Ruiz, un abogado penalista, amigo suyo. Cuando Ruiz supo por encima lo que estaba pasando, contactó a su socio, Óscar Triana. Juntos trataron de llevarle el pulso a los acontecimientos.

En algún momento de la noche, los policías los hicieron pararse frente a un backing institucional para tomarles fotos. Pensaron que era un requisito administrativo, un trámite sin trascendencia. Posaron.

Después les quitaron el dinero que tenían, según les dijeron, para evitar que, cuando los llevaran a los calabozos, otros presos les robaran. Recolectaron en total unos mil cuatrocientos dólares. Pero nunca los trasladaron a las celdas. Permanecieron en un salón de la sede policial.

A lo largo de la madrugada los 33 trataban de ser optimistas, se repetían que no habían cometido delito alguno, que pronto estarían en libertad. No solo compartieron cigarrillos, unos cuantos perros calientes y una hamburguesa que les dieron los oficiales, sino también sus historias y angustias.

Uno de ellos les confesó que no era gay ni bisexual, que había ido al spa Avalon por mera curiosidad:

—Y esta es una señal del destino para que no sea gay —dijo entre risas y todos estallaron en carcajadas.

Varios estaban preocupados porque sus familias no sabían de su orientación sexual, y el Estado de Venezuela los estaba sacando del clóset a la fuerza. Unos, en silencio, lloraban, pero juntos, como un cardumen de peces atrapados en una red, se sintieron más fuertes.

En esa red fuera del agua estaba Luis Augusto Estrada, de 52 años, quien había pasado veinte años dando clases en un colegio de monjas. No era de Valencia sino del vecino estado Portuguesa. Les habló de su despecho: el hombre con el que había compartido décadas de su vida había migrado, tratando de obtener el tratamiento para una enfermedad crónica que padecía. Ahora estaba solo. El “Profesor”, como comenzaron a llamarlo, les insistió con que no sintieran pena de ser quienes eran. Católico ferviente, les dijo que Dios los amaba. Les enseñó a rezar. El padrenuestro, el avemaría. Se fue asumiendo como el papá de todos. Por eso se preocupó cuando algunos empezaron a palidecer.

Armando toma ansiolíticos, bajo supervisión psiquiátrica, que le ayudan a dormir porque padece de ansiedad. Desde luego, no tenía consigo sus pastillas. Empezó a sentir demasiada pesadez, un hormigueo en la mitad de la cara, palpitaciones, le costaba respirar. Terminó desplomándose. Cuando se desvaneció, Alfredo corrió a ayudarlo: fue reflejo de médico. Alfredo es un doctor de treinta años que vive y trabaja en Miami. Estaba de paso en el país; decidió venir a visitar a sus amigos y familiares, aunque mucha gente le insistió en que no lo hiciera, diciéndole que Venezuela es un país retrógrado, “tercermundista”. Le tomó las pulsaciones a Armando, llamó a los oficiales para que le permitieran llevarlo a la enfermería. Respondieron que estaba cerrada. Entonces se las ingenió, haciendo maniobras, para estabilizarlo.

Iván, el joven que había sido maestro de policías, les exigió respeto y atención, pero no fue sino hasta la mañana del 24 de julio, muy temprano, cuando los uniformados, asustados ante lo que entendieron como una emergencia, llevaron a Armando a un centro médico cercano. Permitieron que Christopher, su amigo, lo acompañara. Cuando llegaron al dispensario de salud, escuchó que en la recepción alguien dijo:

—Ah, ellos son parte de los 33…

Y esa persona soltó una risita bufona. ¿Cómo lo sabía?, ¿por qué se reía?

Poco después Christopher se enteró. Desde el comando de Los Guayos o desde la fiscalía se filtró a la prensa la minuta con la versión de los policías y con las fotografías que les habían tomado la noche anterior.

Ese día, feriado en Venezuela por el natalicio de Simón Bolívar, la noticia comenzó a rodar desde temprano en los portales noticiosos. Fueron escabrosos los titulares:

“Agarraron a 33 hombres en un orgía”
“Policía detuvo a 33 hombres desnudos grabando porno gay”
“Fiesta gay: orgía, drogas, condones y una persona con VIH”

Todas, versiones de la chispa que encendió el morbo: una nota publicada por el periodista Alberto Ambrosino en el portal Hoy Noticias.

A Armando le dieron una pastilla en el ambulatorio para controlar su tensión.  Mientras tanto Christopher, quien ya tenía acceso a su teléfono, se enteró de todo lo que se estaba diciendo en Venezuela sobre ellos. Se asustó. Pensó en sus padres, que están en México, sobre todo en su madre, aquejada por un cáncer metastásico. Así estuvo unas dos horas, muy confundido, hasta que Armando se restableció.

Cuando volvieron a la comisaría, encontraron a sus compañeros con caras largas. Ya sabían que se habían convertido en el foco de una noticia viral porque les permitieron revisar sus teléfonos. Era como si los hubiesen dejado desnudos ante la multitud.

—Esoooo, están siendo famoooosas —les decían los policías—, ya todo el mundo sabe lo que estaban haciendo.

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La gente comentaba en el transporte público: “Es que la juventud no sirve.”
En panaderías: “Qué horror lo que pasó en Valencia, es que los gays son unos promiscuos.”
En salas de espera: “Asco, qué asco eso que pasó.”
En plazas: “Sodoma y Gomorra”, “el fin del mundo”, “los gays atentan contra el plan de Dios.”

Muchos aprovecharon la oportunidad para evocar un viejo refrán que reza: “Valencia es la ciudad de los hombres complacientes”.

Ese proverbio dice, desde el terreno del sarcasmo, que la mayoría de los hombres de la ciudad son gay. No está claro de dónde viene el dicho, pero hay versiones que le otorgan asidero histórico. Juan Vicente Gómez, el dictador que se mantuvo en el poder en Venezuela desde 1908 hasta que falleció en 1935, encarceló a cientos por motivos políticos: a muchos los mandó a la prisión que ordenó construir en la isla del Burro, la más grande de las veintidós que hay desperdigadas en el enorme lago de Valencia. Cuenta el historiador, también valenciano, Francisco Cariellon que el dictador Gómez confinaba allá a cualquier hombre que “pareciera gay” y cuando en la calle se topaba con alguno de cuya hombría dudara, se burlaba:

—Ay, usted como que se escapó de Valencia.

Cariellon dice que fue el propio Gómez quien acuñó el refrán. Otra versión dice que lo originó el humorista Rafael Guinand. A sabiendas de que el dictador era homofóbico, Guinand pronunció la frase en un evento para ganar puntos con él.

—Es que, claro, Valencia es el epicentro de los maricos, la laguna de los patos, la de los hombres complacientes —decía alguien, entre risas, en el pasillo de un centro comercial, viendo “la noticia” del 24 de julio.

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Los 33 durmieron una noche más en un salón de la comandancia de Los Guayos, sin que los dejaran ver a sus familiares ni a sus abogados. A las ocho de la mañana del martes 25 de julio los llevaron a un dispensario médico para que evaluaran su estado de salud y dejar constancia de que no los habían maltratado. Los 33 dirán que fue un trámite presuroso: los médicos ni los examinaron.

De allí los trasladaron al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación, donde sabrían si la fiscalía les imputaría algún delito. Les pidieron que se quitaran las trenzas de los zapatos y los hicieron caminar por un pasillo oscuro y nauseabundo que los condujo a una celda diminuta, en la que cupieron todos apretujados.

—Esoooo, llegaron las 33 —se mofaron otros presos cuando entraron.

Hacía calor, estaban sudados y, si querían ir al baño, debían usar una letrina a la vista de todos; evitaban tomar agua para que no les dieran ganas de orinar. Unos pensaron en el suicidio y los demás se volcaron a espantarles esos pensamientos.

Iván, quien tantas veces acompañó al personal diplomático a las cárceles de Venezuela, dirá que se sintió asqueado. Christopher recordará que en su época de reportero muchas veces le tocó cubrir pautas a las afueras del Palacio de Justicia, sobre todo cuando en 2017 los cuerpos de seguridad detenían a los jóvenes que protestaban contra el régimen de Maduro, también dirá que se sintió asqueado. Para los dos, esto era un déjà vu: paradójicamente, la vida los estaba poniendo del otro lado de la historia que tantas veces presenciaron.

Los 33 dirán que tuvieron la sensación de que estaban solos. Frente a la policía, los fiscales, la juez, el Estado de Venezuela.

Después de una espera que se prolongó ocho horas, llevaron a los detenidos a la sala de audiencias, en el segundo piso, donde pudieron ver a sus abogados: unos optaron por la defensa pública; otros, como Armando y Christopher, por la defensa privada, a cargo de Luis Ruiz y Óscar Triana.

El acto comenzó a eso de las ocho de la noche. La juez Marialba Villarreal dio inicio a la audiencia, pero luego de escuchar los alegatos de la defensa, a las 10:30 de la noche, difirió la sesión para el día siguiente. ¿El motivo?, que ya era muy tarde. La defensa protestó. Dijeron que podían pasar ahí toda la noche si era necesario, que era una falta de respeto suspender el acto después de ocho horas de espera. No lograron que cambiara de opinión.

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—Yo pensé que me iría con mi muchacho para mi casa.

Afuera del Palacio de Justicia, sentada en un rincón, Ana María lloró cuando supo que la audiencia se había aplazado. Ella es madre de Álvaro, otro de los 33, un chico de diecinueve años que sueña con ser cocinero.*

—Es que el tema de la homosexualidad de él ha terminado siendo un problema en casa, pero no porque yo lo rechace. Siempre tuve el pálpito de que a Álvaro le gustaban los hombres. Una, como madre, siempre sabe. Yo veía que los demás niños tenían noviecitas y él no, y lo veía muy entusiasmado con un amiguito del colegio, y me daba cuenta de que le llamaba la atención porque le brillaban los ojitos. Al principio me negué, pero después de ir al psicólogo entendí que no había nada que hacer y que no era algo malo. Entonces decidí esperar a que él se sintiera preparado para contármelo. Pensé que nunca lo haría. Hasta que hace como tres meses a mi esposo le dijeron que lo habían visto con un muchacho en el parque, que no estaban haciendo nada, pero que “¡ay, vale!, ¡se perdieron esos reales!”... tú sabes, con ese tonito burlón. Eso fue un golpe para el ego de mi marido que, debo decir, es un buen hombre, pero machista, salido de una familia machista, y por eso no le había contado nunca que sospechaba de la orientación sexual de nuestro hijo. Aquel día llegó a casa fúrico, gritando que él no quería maricos y trató muy mal a Álvaro. Le dijo cosas espantosas. Después se fue y entonces mi hijo, llorando, me dijo que era verdad: que estaba saliendo con un chamito, pero que él no le hacía daño a nadie. Yo lo abracé. Le dije: “Tranquilo, mi amor”. Ahora ocurrió esto… y no sé qué va a pasar. Creo que la vida nos está cambiando. Mi esposo me dijo que se quería morir. Ahorita solo quiero sacar a mi hijo de ahí. Es en lo único que pienso. Él no es un delincuente. Quizá el único delito que cometió es ser gay. Porque, sí, parece que en Venezuela ser así es un delito.

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Los 33 tuvieron que volver a la comandancia de Los Guayos tras la decisión de la juez. Ya era martes y desde el domingo traían puesta la misma ropa, sometidos a los 34 grados de temperatura que hacía en la ciudad. Se sentían empegostados, malolientes. Insistieron: necesitaban bañarse. Quizá porque el caso había ganado mucha visibilidad dentro y fuera de Venezuela, los policías comenzaron a ser un poco más amables. Les alcanzaron jabones y desodorantes que sus abogados les habían mandado... pero ¿y el baño? Los policías habilitaron un espacio en el estacionamiento de la comandancia, improvisaron paredes con el backing que habían usado para tomarles las fotos filtradas de su arresto, conectaron una manguera a un grifo.

Los 33 dirán que debieron ir pasando en grupos de cuatro: se quitaban la ropa, se echaban agua, ahí, a la vista de todos. Dirán que ya habían perdido el pudor, querían refrescarse, sentirse un poco más limpios, aunque tuvieran que ponerse las mismas prendas.

Guillermo, el dueño del spa, fue de los últimos. Cuando terminó de secarse, vio el reloj: eran las tres de la madrugada. Sintiéndose un poco culpable, le pidió perdón a su novio por lo que estaban viviendo.

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Dirán que amaneció muy pronto, que no descansaron, que les empezaron a doler los huesos, que se sentían aletargados, con el cuerpo entumecido. A las nueve de la mañana del 26 de julio otra vez llevaron a los 33 al Palacio de Justicia. Entraron en la misma celda y trataron de darse ánimo en esas horas lentas. Eran las dos, luego las cuatro de la tarde y ahí seguían. Hartos, empezaron a cantar a todo pulmón canciones de ambiente a modo protesta. Dentro de esa diminuta celda en Venezuela, entonaron a la Trevi:

Y me solté el cabello, me vestí de reina,
me puse tacones, me pinté y era bella
y caminé hacia la puerta y te escuché gritarme,
pero tus cadenas ya no pueden pararme,
y miré la noche, ya no era oscura, era de lentejuelas.

Los policías, los demás presos, se reían. Los 33 no pararon de hacer bulla hasta que los buscaron a eso de las seis de la tarde, nueve horas después, para que finalmente el proceso comenzara.

El fiscal del Ministerio Público había sido removido: el que estaba allí era distinto del que había acudido el día anterior, pero los imputó a todos por los delitos de agavillamiento —es decir, por asociación ilícita o criminal—, ultraje al pudor y contaminación sónica.

Cuando estudió en la Facultad de Derecho y después, cuando ejerció en bufetes, Óscar Triana aprendió que no hay causas imposibles. En la sala del juzgado se mantenía erguido, conocía bien las entrañas del sistema judicial de Venezuela y sospechaba que la juez Marialba Villarreal admitiría la acusación, por absurda que fuera. La fiscalía validaba una actuación policial prejuiciosa, pero Triana era como un boxeador: consciente de que sería noqueado, siguió hacia el cuadrilátero para dar la mejor pelea posible. Escuchó a sus colegas esgrimir argumentos que desmontaban los de la fiscalía mientras recordaba un tema del bolerista puertorriqueño Daniel Santos:

¿Por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa
de la realidad?

Cuando llegó su turno, a tono con la canción que no dejaba de reproducirse en su mente, alzó la voz:

—Quiero ponerle un título a mi defensa: “La esperanza perdida”.

Ante la juez Villarreal, citando la Constitución de Venezuela y otras leyes nacionales, se explayó en las fallas del procedimiento policial. Cuestionó que el expediente se filtrara a la prensa, con todo y fotos, violando la privacidad de los implicados. Solicitó que se investigara a la comisión de policías que participó en el operativo. Pidió que se desestimara la acusación de la fiscalía.

—Aquí están los protagonistas de esta historia, proteja sus derechos, su igualdad —concluyó.

Acto seguido, se cumplieron las sospechas de Triana. La juez Villarreal admitió los delitos planteados por la fiscalía. El proceso penal continuaría. El Ministerio Público debía comenzar una investigación que podría derivar en la solicitud de un juicio.

Villarreal ordenó la excarcelación de treinta de los detenidos, bajo régimen de presentación cada treinta días. Para que salieran los tres restantes —Guillermo y dos masajistas—, la defensa debía pagar una fianza. Lo hicieron una semana después.

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Llovían comunicados de cientos de instituciones de la sociedad civil.

La Comisión Interamericana instó a Venezuela a respetar los derechos humanos y a cesar la criminalización de las personas LGBTIQ+.

Volker Türk, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que en 2022 se registraron 97 casos de violencia física, incitación al odio y discriminación contra personas LGBTIQ+ en Venezuela (21 % atribuidos a agentes del Estado), y recomendó sancionar estos casos.

Las ONG Acceso a la Justicia y Venezuela igualitaria enumeraron las irregularidades del proceso.

Más de 130 organizaciones nacionales e internacionales rechazaron la actuación de las instituciones del Estado: “Que un grupo de personas mayores de edad se reúnan en un lugar privado, de manera privada, con fines lícitos, incluso sexuales, donde no se evidencie el ofrecimiento de material grabado de forma pública y a la venta, no constituye delito alguno [...]. Alertamos que las detenciones arbitrarias e irregulares y la judicialización de los 33 hombres en Venezuela, motivadas por su orientación sexual, se [pueden] convertir en un patrón criminalizador de la población LGBTIQ+”.

El Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela recordó que el periodismo debe examinar con rigor los derechos comprometidos en cualquier situación antes de reproducir, sin más, la versión oficial.

La tarde del viernes 28 de julio, cuatro decenas de integrantes de la comunidad LGBTIQ+ se manifestaron frente a la sede del Ministerio Público en Caracas para exigir el sobreseimiento del caso.

Es cierto que hubo una celeridad inusual en este proceso, pues en Venezuela suelen ser aún más lentos y tortuosos. El lunes 31 el fiscal general Tarek William Saab dijo: “El Ministerio Público está en una fase de investigación de estos hechos para, en base a la investigación, inclusive sobreseer esa causa”.

De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, para llevar a cabo ese trámite la fiscalía debe presentar la solicitud y el juez tiene la obligación de decidir en un lapso de 45 días. Tan solo catorce días después, el 14 de agosto, treinta de los 33 recibieron una llamada en la que les informaron que sus casos habían sido sobreseídos.

—¿En tan poco tiempo la fiscalía hizo una investigación y se dio cuenta de que no había delito? —se pregunta Triana—. Que se llegara a un acto conclusivo tan rápido es una muestra de que nunca hubo nada, y de la importancia del apoyo de las organizaciones y de la comunidad internacional.

Pero Guillermo y los dos masajistas seguirían bajo investigación.

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En la cuenta en Instagram de Avalon se publicó un comunicado que agradecía el apoyo: “Entendemos que el escarnio y la humillación son como agua vertida que no se puede recoger. Pero también entendemos que somos seres humanos que merecen respeto e inclusión. Nada ni nadie nos avergonzará por lo que somos”.

A poco más de un mes de que iniciara esta historia, el 1 de septiembre, el spa volvió a abrir sus puertas con una fiesta.

Los 33 del cardumen dicen que el trago amargo pasó, pero no lo han digerido. Tampoco les han devuelto el dinero que les quitaron en la comandancia. Tienen insomnio, andan por la calle con miedo, se sienten observados. Uno cuenta que iba caminando por el barrio donde vive y escuchó que le gritaron:

—¡Maricón! ¡Pedófilo! ¡Deberías estar preso!

Otro dice que al salir del Palacio de Justicia se fue a su casa, creyendo que esa noche dormiría en su cama, pero no lo dejaron entrar: encontró sus pertenencias empacadas, en la puerta. Sus familiares lo echaban, no solo por ser gay sino por la vergüenza que les hizo pasar por andar con sus “mariqueras”. Prefiere no hablar más del tema, y no es el único que decidió no dar entrevistas para no poner en riesgo su estabilidad emocional. Ellos, como otros de los 33, quieren olvidar estos días, guardar silencio, intentar retomar la vida que les truncó el Estado de Venezuela.

—Contar mi historia es lo único que me puede devolver mi dignidad. No quiero ser el centro de atención, pero he contado mi historia por mí, por mi familia, por mi hijo —Iván, el exinstructor de policías, salió queriendo alzar su voz.

Alfredo, el médico, no quiere volver a Venezuela y Armando, el arquitecto, piensa en irse del país.

Jesús Araujo, el recepcionista de Avalon, dice que le da miedo salir en las noches, pero que anda entusiasmado con esta nueva etapa del spa.

Guillermo y los dos masajistas esperan que sus casos sean sobreseídos pronto.

Christopher quiere volver a México, el país donde nació y donde están sus afectos. No cree que pueda hacerlo aún, porque debe reunir dinero.

Los 33 siguen en contacto, tienen un grupo de WhatsApp. Han pensado en reencontrarse y quizá brindar, bailar, volver a cantar las canciones que entonaron en la celda, ahora en libertad.

Yo soy así, así seguiré.
Nunca cambiaré…

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Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.

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* Los verdaderos nombres de Ana María y Álvaro fueron cambiados porque pidieron mantenerse en el anonimato.

Nota: El autor de este reportaje y Gatopardo decidimos no reproducir ni vincular la nota del portal que publicó la información filtrada por funcionarios porque revictimizó a los 33 y repitió acríticamente la versión oficial del Estado de Venezuela.

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El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

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23
2023
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Una tarde cualquiera de julio, la Policía Bolivariana de Venezuela irrumpió en un spa. Con engaños, los funcionarios se llevaron a 33 hombres y los detuvieron en una sede policial. El caso se ha vuelto un botón de muestra de la violencia estatal que vive la población LGBT+ en aquel país. Esta es su historia.

Christopher Borrero tenía ganas de irse de rumba. Había cobrado y quería bailar, beber algo, compartir con amigos después de una semana de largas jornadas de trabajo, pero estaba tan agotado que prefirió quedarse en casa. Esa noche, la del 22 de julio de 2023, se acostó a dormir temprano en la habitación que alquila. De 33 años, es un hombre acostumbrado a su soledad. Hace tiempo su familia migró a México, donde él nació. Tenía cuatro años cuando sus papás lo trajeron en brazos a Venezuela, y aquí se instalaron. Del Distrito Federal recuerda poco: apenas flashes. Una vez que comió dulces picantes, otra vez que tomó gaseosas que allá se venden en bolsitas de plástico.

Hizo su vida en Valencia, estado de Carabobo, una ciudad industrial en el noroccidente de Venezuela. Trabajó como reportero, pero el hostigamiento a la prensa lo motivó a abandonar su carrera (tan solo en 2022 el Instituto Prensa y Sociedad registró 373 violaciones a las garantías informativas de periodistas, medios y ciudadanos). Decidió, mejor, dar clases de marketing, inglés, redes sociales y dibujo en varios institutos, y de eso vive.

Al mediodía del domingo 23 de julio pidió un taxi que lo llevó al centro de la ciudad. Se bajó frente a una quinta de dos plantas, en cuya fachada unos trazos dibujan el torso desnudo de un hombre y en una sopa de letras aparecen marcadas las que forman el nombre del local: A V A L O N.

En sus visitas anteriores, Christopher se hizo amigo de Guillermo, el dueño del spa, y de su novio Jesús, el recepcionista. Al llegar pagó los seis dólares que cuesta la entrada y, como quien se sienta en la sala de su casa, se acomodó en la barra a conversar con el bartender hasta que llegó Armando Mota, otro amigo suyo.

Cuando lo conoció México apareció en sus primeras conversaciones porque Armando vivió ocho años en Monterrey, trabajando como arquitecto.

—Yo soy mexicano, pero no he vuelto desde que llegué a Venezuela —le dijo Christopher.

Armando le contó que regresó a Venezuela cuando la empresa donde trabajaba no renovó su contrato. En el spa, este hombre circunspecto, de 45 años, le dijo que estaba aburrido en casa porque su familia había salido de viaje, que estaba solo y había venido a distraerse un poco.

Al rato ambos irían al cuarto de vapor seco. Ahí estaban cuando llegaron al spa los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana.

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—Yo les di clases a policías como esos —dirá Iván Valero.

Él, ciertamente, no tenía vocación pedagógica cuando años atrás llegó a las aulas. En realidad, había estudiado Relaciones Internacionales, pero en 2014, nomás graduándose de la Universidad Central de Venezuela, se enteró de que su novia estaba embarazada y, en parte por eso, prefirió quedarse en Caracas a trabajar y no devolverse a Carache, el pueblo apacible del estado de Trujillo, en los Andes venezolanos, donde nació en 1993 y donde vive su familia.

Logró conseguir un puesto fijo en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en el despacho donde había realizado sus prácticas profesionales. Ahí descubrió el mundo de los derechos humanos: una de sus principales tareas era velar por los presos extranjeros en Venezuela y acompañar al personal consular que iba a las cárceles a visitarlos.

Fue por su experiencia que en 2017 le pidieron que asumiera el rol de profesor en la Universidad Nacional de la Seguridad, esa en la que se forman los policías de Venezuela. Les habló a sus alumnos de lo que él mismo había aprendido: la importancia de respetar el debido proceso, de garantizar los derechos fundamentales, de tratar a las personas con dignidad. Comenzó a repetirse que si alguno —aunque fuera uno solo— de esos jóvenes policías ejercía su profesión apegado a esas ideas, se daría por bien pagado. Era su principal motivación pues el sueldo se le iba haciendo aguas. Cada quincena recibía unos cuantos bolívares que le alcanzaban para menos en un país sumido en una demoledora hiperinflación.

Ahí estuvo, entre el ministerio y la universidad, hasta que, cansado de que el dinero no le rindiera y sintiéndose un tanto estancado en la burocracia, renunció en abril de 2023 y se mudó a Valencia, a tres horas por carretera de Caracas.

Fue otro Iván el que hizo ese viaje, había cambiado mucho durante su estancia en la capital. Menos tímido, seguro de sí mismo, le contó a su familia que es gay. Algunos se sorprendieron, porque había tenido relaciones amorosas con mujeres y hasta un hijo con una de ellas, pero no lo cuestionaron, más bien, lo acogieron con afecto y con respeto.

En Valencia quería dedicarse a otras cosas. Comenzó a impartir clases de oratoria y un amigo lo contrató para que asesorara a las candidatas de un certamen de belleza, que proliferan en Venezuela. Al salir de una de esas sesiones, el domingo 23 de julio, a eso de las 4:30 de la tarde, decidió ir al spa Avalon.

Se estaba tomando un refresco cuando llegaron los policías.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

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A lo largo de sus 34 años Guillermo Cifuentes ha llevado un rumbo zigzagueante. Él sí pensó que lo suyo era la docencia, pero después de graduarse como profesor decidió no ejercer. Se convirtió en chef, aunque terminó dedicándose a la construcción civil.

En sus ratos libres frecuentaba dos spas de ambiente en Valencia y cuando se enteró de que los dueños iban a cerrarlos, vio una oportunidad en el mercado: ¿qué tal si él montaba uno?, ¿y si invertía en ese negocio el dinero que tenía ahorrado? Pasó unos ocho meses remodelando la quinta de dos plantas que rentó para materializar la idea que fue tomando forma en su mente.

Por aquellos días, a través de unos amigos, conoció a un chico: Jesús Araujo, entonces de veintidós años, técnico radiólogo. Se hicieron novios y compartieron la ilusión de inaugurar el spa. Estaban juntos cuando Avalon abrió sus puertas el 12 de noviembre de 2021. Jesús comenzó a trabajar como recepcionista del lugar. Por eso fue él quien recibió a los policías la tarde del 23 de julio de 2023.

Jesús contará que el oficial jefe, Deivis Meneses, le pidió los papeles del establecimiento. Enseguida llamó a Guillermo, que estaba en casa, a unos cinco minutos:

—Vente, vente, vente que aquí están unos policías.

Contará también que Guillermo tuvo el tino de entrar grabando con su celular para registrar lo que estaba sucediendo en el spa y que los policías le preguntaron por qué lo hacía.

—Porque es mi derecho —respondió.
—¿Pero tú acaso eres abogado?
—No, pero conozco mis derechos… ¿cómo van a entrar sin una orden de allanamiento?
—No la necesitamos porque es una inspección de rutina.
—Pero no pueden entrar así a un lugar privado.
—Es que este es un sitio clandestino.
—No, no lo es. Tenemos redes sociales. Aquí está toda la documentación en regla.
—Es que esto es una actividad ilegal. Ahí hay hombres sin ropa, en toallas, debe ser porque están haciendo orgías.
—Están sin ropa porque hay un sauna.
—Pero en estos documentos no dice que este es un spa gay.
—No, no podríamos poner que es un spa gay; dice que es un spa para caballeros. Eso somos.

Jesús y Guillermo dirán que la conversación se tornó álgida. Los oficiales insistían en entrar pese a no tener la orden de allanamiento. Pero ese cruce de palabras no aparecerá en el acta que levantaron los policías.

La versión de los funcionarios es distinta: que fueron al local porque, mientras patrullaban por la zona, una mujer, que prefirió no identificarse, los abordó para decirles que en Avalon se reunían hombres a hacer orgías, consumir droga y alcohol, y a escuchar música a todo volumen; que recorrieron las instalaciones y encontraron 31 teléfonos celulares, un envase con poppers, dos frascos de lubricantes, 36 preservativos de distintas marcas, cervezas, refrescos, una corneta; que procedieron a notificarles a los 33 hombres que estaban dentro que quedaban detenidos por tener relaciones sexuales en el spa.

Christopher, Armando, Iván, Guillermo, Jesús y el resto de los 33 dirán que las cosas sucedieron de otro modo. Después de inspeccionar el spa, los funcionarios les pidieron que los acompañaran a la estación de policía de Los Guayos, a unos quince minutos, para que fueran testigos del altercado que había ocurrido entre ellos y Guillermo, y para verificar en el Sistema Integrado de Información Policial (SIIPOL) que no tuvieran cuentas pendientes con la justicia (cosa que, dijeron, no podían hacer allí mismo porque el sistema se había caído en ese momento).

Los policías —contarán muchos de los 33— no tenían suficientes patrullas para trasladar a tantas personas y les pidieron que quienes tuvieran vehículos aparcados en el local los usaran para llegar a la comandancia. Armando dirá que fue siguiendo a las patrullas hasta Los Guayos. Desde luego que se le pasó por la mente cambiar de ruta, escapar de ese embrollo que no entendía bien, pero no se atrevió. Después de todo, pensó, era cuestión de horas para que el mal rato acabara.

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Los 33 dirán que no eran 33. Dirán que en el grupo había tres más, pero de pronto, antes de que se desatara la vorágine, se esfumaron. Unos dirán que eran policías vestidos de civil que se habían infiltrado en el spa; otros, que eran clientes cercanos al gobierno de Venezuela o funcionarios y que pagaron para irse; algunos de los 33 dirán que a ellos también les dijeron que con dinero —a unos les hablaron de mil, a otros de cuatro mil dólares— podían salir, pero o se negaron o no tenían con qué pagar su libertad.

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En la comisaría, los policías les ordenaron que pusieran sus pertenencias en un rincón. Les decomisaron los celulares, les dijeron que los desbloquearan y comenzaron a revisar sus galerías personales: sus fotografías y videos íntimos.

—Miren, este lo tiene grande.
—¡Oh!, este lo tiene pequeño.
—Mira, mira cómo este hace cuando tiene sexo.

Las horas transcurrían entre burlas, y los 33 preguntaban hasta cuándo estarían ahí. Les respondían que tenían que esperar.

Finalmente, a eso de las once de la noche, les informaron que estaban detenidos.

—¡¿Pero detenidos por qué?! —se alteraron.

No recibieron respuestas claras, solo les dijeron que los habían capturado en flagrancia. Entre dientes, uno de los policías comentó que estaban esperando la respuesta del fiscal de guardia del Ministerio Público para saber cómo proceder.

Les devolvieron los teléfonos para que hicieran una llamada y uno a uno se fueron comunicando con sus familiares. Ni Armando ni Christopher pudieron hacerlo. El primero, porque había salido de su casa sin su celular; el segundo, porque se había quedado sin batería, así que le dio a una mujer policía el cargador que tenía en su bolso para que pusiera a cargar su teléfono.

Armando no podía comunicarse y se sentía desesperado, entonces se le ocurrió contactar a un vecino: a través del celular de otro de los 33, le escribió por Instagram. Le pidió que llamara a Luis Ruiz, un abogado penalista, amigo suyo. Cuando Ruiz supo por encima lo que estaba pasando, contactó a su socio, Óscar Triana. Juntos trataron de llevarle el pulso a los acontecimientos.

En algún momento de la noche, los policías los hicieron pararse frente a un backing institucional para tomarles fotos. Pensaron que era un requisito administrativo, un trámite sin trascendencia. Posaron.

Después les quitaron el dinero que tenían, según les dijeron, para evitar que, cuando los llevaran a los calabozos, otros presos les robaran. Recolectaron en total unos mil cuatrocientos dólares. Pero nunca los trasladaron a las celdas. Permanecieron en un salón de la sede policial.

A lo largo de la madrugada los 33 trataban de ser optimistas, se repetían que no habían cometido delito alguno, que pronto estarían en libertad. No solo compartieron cigarrillos, unos cuantos perros calientes y una hamburguesa que les dieron los oficiales, sino también sus historias y angustias.

Uno de ellos les confesó que no era gay ni bisexual, que había ido al spa Avalon por mera curiosidad:

—Y esta es una señal del destino para que no sea gay —dijo entre risas y todos estallaron en carcajadas.

Varios estaban preocupados porque sus familias no sabían de su orientación sexual, y el Estado de Venezuela los estaba sacando del clóset a la fuerza. Unos, en silencio, lloraban, pero juntos, como un cardumen de peces atrapados en una red, se sintieron más fuertes.

En esa red fuera del agua estaba Luis Augusto Estrada, de 52 años, quien había pasado veinte años dando clases en un colegio de monjas. No era de Valencia sino del vecino estado Portuguesa. Les habló de su despecho: el hombre con el que había compartido décadas de su vida había migrado, tratando de obtener el tratamiento para una enfermedad crónica que padecía. Ahora estaba solo. El “Profesor”, como comenzaron a llamarlo, les insistió con que no sintieran pena de ser quienes eran. Católico ferviente, les dijo que Dios los amaba. Les enseñó a rezar. El padrenuestro, el avemaría. Se fue asumiendo como el papá de todos. Por eso se preocupó cuando algunos empezaron a palidecer.

Armando toma ansiolíticos, bajo supervisión psiquiátrica, que le ayudan a dormir porque padece de ansiedad. Desde luego, no tenía consigo sus pastillas. Empezó a sentir demasiada pesadez, un hormigueo en la mitad de la cara, palpitaciones, le costaba respirar. Terminó desplomándose. Cuando se desvaneció, Alfredo corrió a ayudarlo: fue reflejo de médico. Alfredo es un doctor de treinta años que vive y trabaja en Miami. Estaba de paso en el país; decidió venir a visitar a sus amigos y familiares, aunque mucha gente le insistió en que no lo hiciera, diciéndole que Venezuela es un país retrógrado, “tercermundista”. Le tomó las pulsaciones a Armando, llamó a los oficiales para que le permitieran llevarlo a la enfermería. Respondieron que estaba cerrada. Entonces se las ingenió, haciendo maniobras, para estabilizarlo.

Iván, el joven que había sido maestro de policías, les exigió respeto y atención, pero no fue sino hasta la mañana del 24 de julio, muy temprano, cuando los uniformados, asustados ante lo que entendieron como una emergencia, llevaron a Armando a un centro médico cercano. Permitieron que Christopher, su amigo, lo acompañara. Cuando llegaron al dispensario de salud, escuchó que en la recepción alguien dijo:

—Ah, ellos son parte de los 33…

Y esa persona soltó una risita bufona. ¿Cómo lo sabía?, ¿por qué se reía?

Poco después Christopher se enteró. Desde el comando de Los Guayos o desde la fiscalía se filtró a la prensa la minuta con la versión de los policías y con las fotografías que les habían tomado la noche anterior.

Ese día, feriado en Venezuela por el natalicio de Simón Bolívar, la noticia comenzó a rodar desde temprano en los portales noticiosos. Fueron escabrosos los titulares:

“Agarraron a 33 hombres en un orgía”
“Policía detuvo a 33 hombres desnudos grabando porno gay”
“Fiesta gay: orgía, drogas, condones y una persona con VIH”

Todas, versiones de la chispa que encendió el morbo: una nota publicada por el periodista Alberto Ambrosino en el portal Hoy Noticias.

A Armando le dieron una pastilla en el ambulatorio para controlar su tensión.  Mientras tanto Christopher, quien ya tenía acceso a su teléfono, se enteró de todo lo que se estaba diciendo en Venezuela sobre ellos. Se asustó. Pensó en sus padres, que están en México, sobre todo en su madre, aquejada por un cáncer metastásico. Así estuvo unas dos horas, muy confundido, hasta que Armando se restableció.

Cuando volvieron a la comisaría, encontraron a sus compañeros con caras largas. Ya sabían que se habían convertido en el foco de una noticia viral porque les permitieron revisar sus teléfonos. Era como si los hubiesen dejado desnudos ante la multitud.

—Esoooo, están siendo famoooosas —les decían los policías—, ya todo el mundo sabe lo que estaban haciendo.

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La gente comentaba en el transporte público: “Es que la juventud no sirve.”
En panaderías: “Qué horror lo que pasó en Valencia, es que los gays son unos promiscuos.”
En salas de espera: “Asco, qué asco eso que pasó.”
En plazas: “Sodoma y Gomorra”, “el fin del mundo”, “los gays atentan contra el plan de Dios.”

Muchos aprovecharon la oportunidad para evocar un viejo refrán que reza: “Valencia es la ciudad de los hombres complacientes”.

Ese proverbio dice, desde el terreno del sarcasmo, que la mayoría de los hombres de la ciudad son gay. No está claro de dónde viene el dicho, pero hay versiones que le otorgan asidero histórico. Juan Vicente Gómez, el dictador que se mantuvo en el poder en Venezuela desde 1908 hasta que falleció en 1935, encarceló a cientos por motivos políticos: a muchos los mandó a la prisión que ordenó construir en la isla del Burro, la más grande de las veintidós que hay desperdigadas en el enorme lago de Valencia. Cuenta el historiador, también valenciano, Francisco Cariellon que el dictador Gómez confinaba allá a cualquier hombre que “pareciera gay” y cuando en la calle se topaba con alguno de cuya hombría dudara, se burlaba:

—Ay, usted como que se escapó de Valencia.

Cariellon dice que fue el propio Gómez quien acuñó el refrán. Otra versión dice que lo originó el humorista Rafael Guinand. A sabiendas de que el dictador era homofóbico, Guinand pronunció la frase en un evento para ganar puntos con él.

—Es que, claro, Valencia es el epicentro de los maricos, la laguna de los patos, la de los hombres complacientes —decía alguien, entre risas, en el pasillo de un centro comercial, viendo “la noticia” del 24 de julio.

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Los 33 durmieron una noche más en un salón de la comandancia de Los Guayos, sin que los dejaran ver a sus familiares ni a sus abogados. A las ocho de la mañana del martes 25 de julio los llevaron a un dispensario médico para que evaluaran su estado de salud y dejar constancia de que no los habían maltratado. Los 33 dirán que fue un trámite presuroso: los médicos ni los examinaron.

De allí los trasladaron al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación, donde sabrían si la fiscalía les imputaría algún delito. Les pidieron que se quitaran las trenzas de los zapatos y los hicieron caminar por un pasillo oscuro y nauseabundo que los condujo a una celda diminuta, en la que cupieron todos apretujados.

—Esoooo, llegaron las 33 —se mofaron otros presos cuando entraron.

Hacía calor, estaban sudados y, si querían ir al baño, debían usar una letrina a la vista de todos; evitaban tomar agua para que no les dieran ganas de orinar. Unos pensaron en el suicidio y los demás se volcaron a espantarles esos pensamientos.

Iván, quien tantas veces acompañó al personal diplomático a las cárceles de Venezuela, dirá que se sintió asqueado. Christopher recordará que en su época de reportero muchas veces le tocó cubrir pautas a las afueras del Palacio de Justicia, sobre todo cuando en 2017 los cuerpos de seguridad detenían a los jóvenes que protestaban contra el régimen de Maduro, también dirá que se sintió asqueado. Para los dos, esto era un déjà vu: paradójicamente, la vida los estaba poniendo del otro lado de la historia que tantas veces presenciaron.

Los 33 dirán que tuvieron la sensación de que estaban solos. Frente a la policía, los fiscales, la juez, el Estado de Venezuela.

Después de una espera que se prolongó ocho horas, llevaron a los detenidos a la sala de audiencias, en el segundo piso, donde pudieron ver a sus abogados: unos optaron por la defensa pública; otros, como Armando y Christopher, por la defensa privada, a cargo de Luis Ruiz y Óscar Triana.

El acto comenzó a eso de las ocho de la noche. La juez Marialba Villarreal dio inicio a la audiencia, pero luego de escuchar los alegatos de la defensa, a las 10:30 de la noche, difirió la sesión para el día siguiente. ¿El motivo?, que ya era muy tarde. La defensa protestó. Dijeron que podían pasar ahí toda la noche si era necesario, que era una falta de respeto suspender el acto después de ocho horas de espera. No lograron que cambiara de opinión.

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—Yo pensé que me iría con mi muchacho para mi casa.

Afuera del Palacio de Justicia, sentada en un rincón, Ana María lloró cuando supo que la audiencia se había aplazado. Ella es madre de Álvaro, otro de los 33, un chico de diecinueve años que sueña con ser cocinero.*

—Es que el tema de la homosexualidad de él ha terminado siendo un problema en casa, pero no porque yo lo rechace. Siempre tuve el pálpito de que a Álvaro le gustaban los hombres. Una, como madre, siempre sabe. Yo veía que los demás niños tenían noviecitas y él no, y lo veía muy entusiasmado con un amiguito del colegio, y me daba cuenta de que le llamaba la atención porque le brillaban los ojitos. Al principio me negué, pero después de ir al psicólogo entendí que no había nada que hacer y que no era algo malo. Entonces decidí esperar a que él se sintiera preparado para contármelo. Pensé que nunca lo haría. Hasta que hace como tres meses a mi esposo le dijeron que lo habían visto con un muchacho en el parque, que no estaban haciendo nada, pero que “¡ay, vale!, ¡se perdieron esos reales!”... tú sabes, con ese tonito burlón. Eso fue un golpe para el ego de mi marido que, debo decir, es un buen hombre, pero machista, salido de una familia machista, y por eso no le había contado nunca que sospechaba de la orientación sexual de nuestro hijo. Aquel día llegó a casa fúrico, gritando que él no quería maricos y trató muy mal a Álvaro. Le dijo cosas espantosas. Después se fue y entonces mi hijo, llorando, me dijo que era verdad: que estaba saliendo con un chamito, pero que él no le hacía daño a nadie. Yo lo abracé. Le dije: “Tranquilo, mi amor”. Ahora ocurrió esto… y no sé qué va a pasar. Creo que la vida nos está cambiando. Mi esposo me dijo que se quería morir. Ahorita solo quiero sacar a mi hijo de ahí. Es en lo único que pienso. Él no es un delincuente. Quizá el único delito que cometió es ser gay. Porque, sí, parece que en Venezuela ser así es un delito.

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Los 33 tuvieron que volver a la comandancia de Los Guayos tras la decisión de la juez. Ya era martes y desde el domingo traían puesta la misma ropa, sometidos a los 34 grados de temperatura que hacía en la ciudad. Se sentían empegostados, malolientes. Insistieron: necesitaban bañarse. Quizá porque el caso había ganado mucha visibilidad dentro y fuera de Venezuela, los policías comenzaron a ser un poco más amables. Les alcanzaron jabones y desodorantes que sus abogados les habían mandado... pero ¿y el baño? Los policías habilitaron un espacio en el estacionamiento de la comandancia, improvisaron paredes con el backing que habían usado para tomarles las fotos filtradas de su arresto, conectaron una manguera a un grifo.

Los 33 dirán que debieron ir pasando en grupos de cuatro: se quitaban la ropa, se echaban agua, ahí, a la vista de todos. Dirán que ya habían perdido el pudor, querían refrescarse, sentirse un poco más limpios, aunque tuvieran que ponerse las mismas prendas.

Guillermo, el dueño del spa, fue de los últimos. Cuando terminó de secarse, vio el reloj: eran las tres de la madrugada. Sintiéndose un poco culpable, le pidió perdón a su novio por lo que estaban viviendo.

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Dirán que amaneció muy pronto, que no descansaron, que les empezaron a doler los huesos, que se sentían aletargados, con el cuerpo entumecido. A las nueve de la mañana del 26 de julio otra vez llevaron a los 33 al Palacio de Justicia. Entraron en la misma celda y trataron de darse ánimo en esas horas lentas. Eran las dos, luego las cuatro de la tarde y ahí seguían. Hartos, empezaron a cantar a todo pulmón canciones de ambiente a modo protesta. Dentro de esa diminuta celda en Venezuela, entonaron a la Trevi:

Y me solté el cabello, me vestí de reina,
me puse tacones, me pinté y era bella
y caminé hacia la puerta y te escuché gritarme,
pero tus cadenas ya no pueden pararme,
y miré la noche, ya no era oscura, era de lentejuelas.

Los policías, los demás presos, se reían. Los 33 no pararon de hacer bulla hasta que los buscaron a eso de las seis de la tarde, nueve horas después, para que finalmente el proceso comenzara.

El fiscal del Ministerio Público había sido removido: el que estaba allí era distinto del que había acudido el día anterior, pero los imputó a todos por los delitos de agavillamiento —es decir, por asociación ilícita o criminal—, ultraje al pudor y contaminación sónica.

Cuando estudió en la Facultad de Derecho y después, cuando ejerció en bufetes, Óscar Triana aprendió que no hay causas imposibles. En la sala del juzgado se mantenía erguido, conocía bien las entrañas del sistema judicial de Venezuela y sospechaba que la juez Marialba Villarreal admitiría la acusación, por absurda que fuera. La fiscalía validaba una actuación policial prejuiciosa, pero Triana era como un boxeador: consciente de que sería noqueado, siguió hacia el cuadrilátero para dar la mejor pelea posible. Escuchó a sus colegas esgrimir argumentos que desmontaban los de la fiscalía mientras recordaba un tema del bolerista puertorriqueño Daniel Santos:

¿Por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa
de la realidad?

Cuando llegó su turno, a tono con la canción que no dejaba de reproducirse en su mente, alzó la voz:

—Quiero ponerle un título a mi defensa: “La esperanza perdida”.

Ante la juez Villarreal, citando la Constitución de Venezuela y otras leyes nacionales, se explayó en las fallas del procedimiento policial. Cuestionó que el expediente se filtrara a la prensa, con todo y fotos, violando la privacidad de los implicados. Solicitó que se investigara a la comisión de policías que participó en el operativo. Pidió que se desestimara la acusación de la fiscalía.

—Aquí están los protagonistas de esta historia, proteja sus derechos, su igualdad —concluyó.

Acto seguido, se cumplieron las sospechas de Triana. La juez Villarreal admitió los delitos planteados por la fiscalía. El proceso penal continuaría. El Ministerio Público debía comenzar una investigación que podría derivar en la solicitud de un juicio.

Villarreal ordenó la excarcelación de treinta de los detenidos, bajo régimen de presentación cada treinta días. Para que salieran los tres restantes —Guillermo y dos masajistas—, la defensa debía pagar una fianza. Lo hicieron una semana después.

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Llovían comunicados de cientos de instituciones de la sociedad civil.

La Comisión Interamericana instó a Venezuela a respetar los derechos humanos y a cesar la criminalización de las personas LGBTIQ+.

Volker Türk, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que en 2022 se registraron 97 casos de violencia física, incitación al odio y discriminación contra personas LGBTIQ+ en Venezuela (21 % atribuidos a agentes del Estado), y recomendó sancionar estos casos.

Las ONG Acceso a la Justicia y Venezuela igualitaria enumeraron las irregularidades del proceso.

Más de 130 organizaciones nacionales e internacionales rechazaron la actuación de las instituciones del Estado: “Que un grupo de personas mayores de edad se reúnan en un lugar privado, de manera privada, con fines lícitos, incluso sexuales, donde no se evidencie el ofrecimiento de material grabado de forma pública y a la venta, no constituye delito alguno [...]. Alertamos que las detenciones arbitrarias e irregulares y la judicialización de los 33 hombres en Venezuela, motivadas por su orientación sexual, se [pueden] convertir en un patrón criminalizador de la población LGBTIQ+”.

El Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela recordó que el periodismo debe examinar con rigor los derechos comprometidos en cualquier situación antes de reproducir, sin más, la versión oficial.

La tarde del viernes 28 de julio, cuatro decenas de integrantes de la comunidad LGBTIQ+ se manifestaron frente a la sede del Ministerio Público en Caracas para exigir el sobreseimiento del caso.

Es cierto que hubo una celeridad inusual en este proceso, pues en Venezuela suelen ser aún más lentos y tortuosos. El lunes 31 el fiscal general Tarek William Saab dijo: “El Ministerio Público está en una fase de investigación de estos hechos para, en base a la investigación, inclusive sobreseer esa causa”.

De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, para llevar a cabo ese trámite la fiscalía debe presentar la solicitud y el juez tiene la obligación de decidir en un lapso de 45 días. Tan solo catorce días después, el 14 de agosto, treinta de los 33 recibieron una llamada en la que les informaron que sus casos habían sido sobreseídos.

—¿En tan poco tiempo la fiscalía hizo una investigación y se dio cuenta de que no había delito? —se pregunta Triana—. Que se llegara a un acto conclusivo tan rápido es una muestra de que nunca hubo nada, y de la importancia del apoyo de las organizaciones y de la comunidad internacional.

Pero Guillermo y los dos masajistas seguirían bajo investigación.

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En la cuenta en Instagram de Avalon se publicó un comunicado que agradecía el apoyo: “Entendemos que el escarnio y la humillación son como agua vertida que no se puede recoger. Pero también entendemos que somos seres humanos que merecen respeto e inclusión. Nada ni nadie nos avergonzará por lo que somos”.

A poco más de un mes de que iniciara esta historia, el 1 de septiembre, el spa volvió a abrir sus puertas con una fiesta.

Los 33 del cardumen dicen que el trago amargo pasó, pero no lo han digerido. Tampoco les han devuelto el dinero que les quitaron en la comandancia. Tienen insomnio, andan por la calle con miedo, se sienten observados. Uno cuenta que iba caminando por el barrio donde vive y escuchó que le gritaron:

—¡Maricón! ¡Pedófilo! ¡Deberías estar preso!

Otro dice que al salir del Palacio de Justicia se fue a su casa, creyendo que esa noche dormiría en su cama, pero no lo dejaron entrar: encontró sus pertenencias empacadas, en la puerta. Sus familiares lo echaban, no solo por ser gay sino por la vergüenza que les hizo pasar por andar con sus “mariqueras”. Prefiere no hablar más del tema, y no es el único que decidió no dar entrevistas para no poner en riesgo su estabilidad emocional. Ellos, como otros de los 33, quieren olvidar estos días, guardar silencio, intentar retomar la vida que les truncó el Estado de Venezuela.

—Contar mi historia es lo único que me puede devolver mi dignidad. No quiero ser el centro de atención, pero he contado mi historia por mí, por mi familia, por mi hijo —Iván, el exinstructor de policías, salió queriendo alzar su voz.

Alfredo, el médico, no quiere volver a Venezuela y Armando, el arquitecto, piensa en irse del país.

Jesús Araujo, el recepcionista de Avalon, dice que le da miedo salir en las noches, pero que anda entusiasmado con esta nueva etapa del spa.

Guillermo y los dos masajistas esperan que sus casos sean sobreseídos pronto.

Christopher quiere volver a México, el país donde nació y donde están sus afectos. No cree que pueda hacerlo aún, porque debe reunir dinero.

Los 33 siguen en contacto, tienen un grupo de WhatsApp. Han pensado en reencontrarse y quizá brindar, bailar, volver a cantar las canciones que entonaron en la celda, ahora en libertad.

Yo soy así, así seguiré.
Nunca cambiaré…

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Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.

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* Los verdaderos nombres de Ana María y Álvaro fueron cambiados porque pidieron mantenerse en el anonimato.

Nota: El autor de este reportaje y Gatopardo decidimos no reproducir ni vincular la nota del portal que publicó la información filtrada por funcionarios porque revictimizó a los 33 y repitió acríticamente la versión oficial del Estado de Venezuela.

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Ilustración de Fernanda Jiménez.

El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

El cardumen de los 33: ir a un spa gay y ser detenido en Venezuela

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Una tarde cualquiera de julio, la Policía Bolivariana de Venezuela irrumpió en un spa. Con engaños, los funcionarios se llevaron a 33 hombres y los detuvieron en una sede policial. El caso se ha vuelto un botón de muestra de la violencia estatal que vive la población LGBT+ en aquel país. Esta es su historia.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Christopher Borrero tenía ganas de irse de rumba. Había cobrado y quería bailar, beber algo, compartir con amigos después de una semana de largas jornadas de trabajo, pero estaba tan agotado que prefirió quedarse en casa. Esa noche, la del 22 de julio de 2023, se acostó a dormir temprano en la habitación que alquila. De 33 años, es un hombre acostumbrado a su soledad. Hace tiempo su familia migró a México, donde él nació. Tenía cuatro años cuando sus papás lo trajeron en brazos a Venezuela, y aquí se instalaron. Del Distrito Federal recuerda poco: apenas flashes. Una vez que comió dulces picantes, otra vez que tomó gaseosas que allá se venden en bolsitas de plástico.

Hizo su vida en Valencia, estado de Carabobo, una ciudad industrial en el noroccidente de Venezuela. Trabajó como reportero, pero el hostigamiento a la prensa lo motivó a abandonar su carrera (tan solo en 2022 el Instituto Prensa y Sociedad registró 373 violaciones a las garantías informativas de periodistas, medios y ciudadanos). Decidió, mejor, dar clases de marketing, inglés, redes sociales y dibujo en varios institutos, y de eso vive.

Al mediodía del domingo 23 de julio pidió un taxi que lo llevó al centro de la ciudad. Se bajó frente a una quinta de dos plantas, en cuya fachada unos trazos dibujan el torso desnudo de un hombre y en una sopa de letras aparecen marcadas las que forman el nombre del local: A V A L O N.

En sus visitas anteriores, Christopher se hizo amigo de Guillermo, el dueño del spa, y de su novio Jesús, el recepcionista. Al llegar pagó los seis dólares que cuesta la entrada y, como quien se sienta en la sala de su casa, se acomodó en la barra a conversar con el bartender hasta que llegó Armando Mota, otro amigo suyo.

Cuando lo conoció México apareció en sus primeras conversaciones porque Armando vivió ocho años en Monterrey, trabajando como arquitecto.

—Yo soy mexicano, pero no he vuelto desde que llegué a Venezuela —le dijo Christopher.

Armando le contó que regresó a Venezuela cuando la empresa donde trabajaba no renovó su contrato. En el spa, este hombre circunspecto, de 45 años, le dijo que estaba aburrido en casa porque su familia había salido de viaje, que estaba solo y había venido a distraerse un poco.

Al rato ambos irían al cuarto de vapor seco. Ahí estaban cuando llegaron al spa los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana.

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—Yo les di clases a policías como esos —dirá Iván Valero.

Él, ciertamente, no tenía vocación pedagógica cuando años atrás llegó a las aulas. En realidad, había estudiado Relaciones Internacionales, pero en 2014, nomás graduándose de la Universidad Central de Venezuela, se enteró de que su novia estaba embarazada y, en parte por eso, prefirió quedarse en Caracas a trabajar y no devolverse a Carache, el pueblo apacible del estado de Trujillo, en los Andes venezolanos, donde nació en 1993 y donde vive su familia.

Logró conseguir un puesto fijo en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en el despacho donde había realizado sus prácticas profesionales. Ahí descubrió el mundo de los derechos humanos: una de sus principales tareas era velar por los presos extranjeros en Venezuela y acompañar al personal consular que iba a las cárceles a visitarlos.

Fue por su experiencia que en 2017 le pidieron que asumiera el rol de profesor en la Universidad Nacional de la Seguridad, esa en la que se forman los policías de Venezuela. Les habló a sus alumnos de lo que él mismo había aprendido: la importancia de respetar el debido proceso, de garantizar los derechos fundamentales, de tratar a las personas con dignidad. Comenzó a repetirse que si alguno —aunque fuera uno solo— de esos jóvenes policías ejercía su profesión apegado a esas ideas, se daría por bien pagado. Era su principal motivación pues el sueldo se le iba haciendo aguas. Cada quincena recibía unos cuantos bolívares que le alcanzaban para menos en un país sumido en una demoledora hiperinflación.

Ahí estuvo, entre el ministerio y la universidad, hasta que, cansado de que el dinero no le rindiera y sintiéndose un tanto estancado en la burocracia, renunció en abril de 2023 y se mudó a Valencia, a tres horas por carretera de Caracas.

Fue otro Iván el que hizo ese viaje, había cambiado mucho durante su estancia en la capital. Menos tímido, seguro de sí mismo, le contó a su familia que es gay. Algunos se sorprendieron, porque había tenido relaciones amorosas con mujeres y hasta un hijo con una de ellas, pero no lo cuestionaron, más bien, lo acogieron con afecto y con respeto.

En Valencia quería dedicarse a otras cosas. Comenzó a impartir clases de oratoria y un amigo lo contrató para que asesorara a las candidatas de un certamen de belleza, que proliferan en Venezuela. Al salir de una de esas sesiones, el domingo 23 de julio, a eso de las 4:30 de la tarde, decidió ir al spa Avalon.

Se estaba tomando un refresco cuando llegaron los policías.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

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A lo largo de sus 34 años Guillermo Cifuentes ha llevado un rumbo zigzagueante. Él sí pensó que lo suyo era la docencia, pero después de graduarse como profesor decidió no ejercer. Se convirtió en chef, aunque terminó dedicándose a la construcción civil.

En sus ratos libres frecuentaba dos spas de ambiente en Valencia y cuando se enteró de que los dueños iban a cerrarlos, vio una oportunidad en el mercado: ¿qué tal si él montaba uno?, ¿y si invertía en ese negocio el dinero que tenía ahorrado? Pasó unos ocho meses remodelando la quinta de dos plantas que rentó para materializar la idea que fue tomando forma en su mente.

Por aquellos días, a través de unos amigos, conoció a un chico: Jesús Araujo, entonces de veintidós años, técnico radiólogo. Se hicieron novios y compartieron la ilusión de inaugurar el spa. Estaban juntos cuando Avalon abrió sus puertas el 12 de noviembre de 2021. Jesús comenzó a trabajar como recepcionista del lugar. Por eso fue él quien recibió a los policías la tarde del 23 de julio de 2023.

Jesús contará que el oficial jefe, Deivis Meneses, le pidió los papeles del establecimiento. Enseguida llamó a Guillermo, que estaba en casa, a unos cinco minutos:

—Vente, vente, vente que aquí están unos policías.

Contará también que Guillermo tuvo el tino de entrar grabando con su celular para registrar lo que estaba sucediendo en el spa y que los policías le preguntaron por qué lo hacía.

—Porque es mi derecho —respondió.
—¿Pero tú acaso eres abogado?
—No, pero conozco mis derechos… ¿cómo van a entrar sin una orden de allanamiento?
—No la necesitamos porque es una inspección de rutina.
—Pero no pueden entrar así a un lugar privado.
—Es que este es un sitio clandestino.
—No, no lo es. Tenemos redes sociales. Aquí está toda la documentación en regla.
—Es que esto es una actividad ilegal. Ahí hay hombres sin ropa, en toallas, debe ser porque están haciendo orgías.
—Están sin ropa porque hay un sauna.
—Pero en estos documentos no dice que este es un spa gay.
—No, no podríamos poner que es un spa gay; dice que es un spa para caballeros. Eso somos.

Jesús y Guillermo dirán que la conversación se tornó álgida. Los oficiales insistían en entrar pese a no tener la orden de allanamiento. Pero ese cruce de palabras no aparecerá en el acta que levantaron los policías.

La versión de los funcionarios es distinta: que fueron al local porque, mientras patrullaban por la zona, una mujer, que prefirió no identificarse, los abordó para decirles que en Avalon se reunían hombres a hacer orgías, consumir droga y alcohol, y a escuchar música a todo volumen; que recorrieron las instalaciones y encontraron 31 teléfonos celulares, un envase con poppers, dos frascos de lubricantes, 36 preservativos de distintas marcas, cervezas, refrescos, una corneta; que procedieron a notificarles a los 33 hombres que estaban dentro que quedaban detenidos por tener relaciones sexuales en el spa.

Christopher, Armando, Iván, Guillermo, Jesús y el resto de los 33 dirán que las cosas sucedieron de otro modo. Después de inspeccionar el spa, los funcionarios les pidieron que los acompañaran a la estación de policía de Los Guayos, a unos quince minutos, para que fueran testigos del altercado que había ocurrido entre ellos y Guillermo, y para verificar en el Sistema Integrado de Información Policial (SIIPOL) que no tuvieran cuentas pendientes con la justicia (cosa que, dijeron, no podían hacer allí mismo porque el sistema se había caído en ese momento).

Los policías —contarán muchos de los 33— no tenían suficientes patrullas para trasladar a tantas personas y les pidieron que quienes tuvieran vehículos aparcados en el local los usaran para llegar a la comandancia. Armando dirá que fue siguiendo a las patrullas hasta Los Guayos. Desde luego que se le pasó por la mente cambiar de ruta, escapar de ese embrollo que no entendía bien, pero no se atrevió. Después de todo, pensó, era cuestión de horas para que el mal rato acabara.

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Los 33 dirán que no eran 33. Dirán que en el grupo había tres más, pero de pronto, antes de que se desatara la vorágine, se esfumaron. Unos dirán que eran policías vestidos de civil que se habían infiltrado en el spa; otros, que eran clientes cercanos al gobierno de Venezuela o funcionarios y que pagaron para irse; algunos de los 33 dirán que a ellos también les dijeron que con dinero —a unos les hablaron de mil, a otros de cuatro mil dólares— podían salir, pero o se negaron o no tenían con qué pagar su libertad.

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En la comisaría, los policías les ordenaron que pusieran sus pertenencias en un rincón. Les decomisaron los celulares, les dijeron que los desbloquearan y comenzaron a revisar sus galerías personales: sus fotografías y videos íntimos.

—Miren, este lo tiene grande.
—¡Oh!, este lo tiene pequeño.
—Mira, mira cómo este hace cuando tiene sexo.

Las horas transcurrían entre burlas, y los 33 preguntaban hasta cuándo estarían ahí. Les respondían que tenían que esperar.

Finalmente, a eso de las once de la noche, les informaron que estaban detenidos.

—¡¿Pero detenidos por qué?! —se alteraron.

No recibieron respuestas claras, solo les dijeron que los habían capturado en flagrancia. Entre dientes, uno de los policías comentó que estaban esperando la respuesta del fiscal de guardia del Ministerio Público para saber cómo proceder.

Les devolvieron los teléfonos para que hicieran una llamada y uno a uno se fueron comunicando con sus familiares. Ni Armando ni Christopher pudieron hacerlo. El primero, porque había salido de su casa sin su celular; el segundo, porque se había quedado sin batería, así que le dio a una mujer policía el cargador que tenía en su bolso para que pusiera a cargar su teléfono.

Armando no podía comunicarse y se sentía desesperado, entonces se le ocurrió contactar a un vecino: a través del celular de otro de los 33, le escribió por Instagram. Le pidió que llamara a Luis Ruiz, un abogado penalista, amigo suyo. Cuando Ruiz supo por encima lo que estaba pasando, contactó a su socio, Óscar Triana. Juntos trataron de llevarle el pulso a los acontecimientos.

En algún momento de la noche, los policías los hicieron pararse frente a un backing institucional para tomarles fotos. Pensaron que era un requisito administrativo, un trámite sin trascendencia. Posaron.

Después les quitaron el dinero que tenían, según les dijeron, para evitar que, cuando los llevaran a los calabozos, otros presos les robaran. Recolectaron en total unos mil cuatrocientos dólares. Pero nunca los trasladaron a las celdas. Permanecieron en un salón de la sede policial.

A lo largo de la madrugada los 33 trataban de ser optimistas, se repetían que no habían cometido delito alguno, que pronto estarían en libertad. No solo compartieron cigarrillos, unos cuantos perros calientes y una hamburguesa que les dieron los oficiales, sino también sus historias y angustias.

Uno de ellos les confesó que no era gay ni bisexual, que había ido al spa Avalon por mera curiosidad:

—Y esta es una señal del destino para que no sea gay —dijo entre risas y todos estallaron en carcajadas.

Varios estaban preocupados porque sus familias no sabían de su orientación sexual, y el Estado de Venezuela los estaba sacando del clóset a la fuerza. Unos, en silencio, lloraban, pero juntos, como un cardumen de peces atrapados en una red, se sintieron más fuertes.

En esa red fuera del agua estaba Luis Augusto Estrada, de 52 años, quien había pasado veinte años dando clases en un colegio de monjas. No era de Valencia sino del vecino estado Portuguesa. Les habló de su despecho: el hombre con el que había compartido décadas de su vida había migrado, tratando de obtener el tratamiento para una enfermedad crónica que padecía. Ahora estaba solo. El “Profesor”, como comenzaron a llamarlo, les insistió con que no sintieran pena de ser quienes eran. Católico ferviente, les dijo que Dios los amaba. Les enseñó a rezar. El padrenuestro, el avemaría. Se fue asumiendo como el papá de todos. Por eso se preocupó cuando algunos empezaron a palidecer.

Armando toma ansiolíticos, bajo supervisión psiquiátrica, que le ayudan a dormir porque padece de ansiedad. Desde luego, no tenía consigo sus pastillas. Empezó a sentir demasiada pesadez, un hormigueo en la mitad de la cara, palpitaciones, le costaba respirar. Terminó desplomándose. Cuando se desvaneció, Alfredo corrió a ayudarlo: fue reflejo de médico. Alfredo es un doctor de treinta años que vive y trabaja en Miami. Estaba de paso en el país; decidió venir a visitar a sus amigos y familiares, aunque mucha gente le insistió en que no lo hiciera, diciéndole que Venezuela es un país retrógrado, “tercermundista”. Le tomó las pulsaciones a Armando, llamó a los oficiales para que le permitieran llevarlo a la enfermería. Respondieron que estaba cerrada. Entonces se las ingenió, haciendo maniobras, para estabilizarlo.

Iván, el joven que había sido maestro de policías, les exigió respeto y atención, pero no fue sino hasta la mañana del 24 de julio, muy temprano, cuando los uniformados, asustados ante lo que entendieron como una emergencia, llevaron a Armando a un centro médico cercano. Permitieron que Christopher, su amigo, lo acompañara. Cuando llegaron al dispensario de salud, escuchó que en la recepción alguien dijo:

—Ah, ellos son parte de los 33…

Y esa persona soltó una risita bufona. ¿Cómo lo sabía?, ¿por qué se reía?

Poco después Christopher se enteró. Desde el comando de Los Guayos o desde la fiscalía se filtró a la prensa la minuta con la versión de los policías y con las fotografías que les habían tomado la noche anterior.

Ese día, feriado en Venezuela por el natalicio de Simón Bolívar, la noticia comenzó a rodar desde temprano en los portales noticiosos. Fueron escabrosos los titulares:

“Agarraron a 33 hombres en un orgía”
“Policía detuvo a 33 hombres desnudos grabando porno gay”
“Fiesta gay: orgía, drogas, condones y una persona con VIH”

Todas, versiones de la chispa que encendió el morbo: una nota publicada por el periodista Alberto Ambrosino en el portal Hoy Noticias.

A Armando le dieron una pastilla en el ambulatorio para controlar su tensión.  Mientras tanto Christopher, quien ya tenía acceso a su teléfono, se enteró de todo lo que se estaba diciendo en Venezuela sobre ellos. Se asustó. Pensó en sus padres, que están en México, sobre todo en su madre, aquejada por un cáncer metastásico. Así estuvo unas dos horas, muy confundido, hasta que Armando se restableció.

Cuando volvieron a la comisaría, encontraron a sus compañeros con caras largas. Ya sabían que se habían convertido en el foco de una noticia viral porque les permitieron revisar sus teléfonos. Era como si los hubiesen dejado desnudos ante la multitud.

—Esoooo, están siendo famoooosas —les decían los policías—, ya todo el mundo sabe lo que estaban haciendo.

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La gente comentaba en el transporte público: “Es que la juventud no sirve.”
En panaderías: “Qué horror lo que pasó en Valencia, es que los gays son unos promiscuos.”
En salas de espera: “Asco, qué asco eso que pasó.”
En plazas: “Sodoma y Gomorra”, “el fin del mundo”, “los gays atentan contra el plan de Dios.”

Muchos aprovecharon la oportunidad para evocar un viejo refrán que reza: “Valencia es la ciudad de los hombres complacientes”.

Ese proverbio dice, desde el terreno del sarcasmo, que la mayoría de los hombres de la ciudad son gay. No está claro de dónde viene el dicho, pero hay versiones que le otorgan asidero histórico. Juan Vicente Gómez, el dictador que se mantuvo en el poder en Venezuela desde 1908 hasta que falleció en 1935, encarceló a cientos por motivos políticos: a muchos los mandó a la prisión que ordenó construir en la isla del Burro, la más grande de las veintidós que hay desperdigadas en el enorme lago de Valencia. Cuenta el historiador, también valenciano, Francisco Cariellon que el dictador Gómez confinaba allá a cualquier hombre que “pareciera gay” y cuando en la calle se topaba con alguno de cuya hombría dudara, se burlaba:

—Ay, usted como que se escapó de Valencia.

Cariellon dice que fue el propio Gómez quien acuñó el refrán. Otra versión dice que lo originó el humorista Rafael Guinand. A sabiendas de que el dictador era homofóbico, Guinand pronunció la frase en un evento para ganar puntos con él.

—Es que, claro, Valencia es el epicentro de los maricos, la laguna de los patos, la de los hombres complacientes —decía alguien, entre risas, en el pasillo de un centro comercial, viendo “la noticia” del 24 de julio.

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Los 33 durmieron una noche más en un salón de la comandancia de Los Guayos, sin que los dejaran ver a sus familiares ni a sus abogados. A las ocho de la mañana del martes 25 de julio los llevaron a un dispensario médico para que evaluaran su estado de salud y dejar constancia de que no los habían maltratado. Los 33 dirán que fue un trámite presuroso: los médicos ni los examinaron.

De allí los trasladaron al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación, donde sabrían si la fiscalía les imputaría algún delito. Les pidieron que se quitaran las trenzas de los zapatos y los hicieron caminar por un pasillo oscuro y nauseabundo que los condujo a una celda diminuta, en la que cupieron todos apretujados.

—Esoooo, llegaron las 33 —se mofaron otros presos cuando entraron.

Hacía calor, estaban sudados y, si querían ir al baño, debían usar una letrina a la vista de todos; evitaban tomar agua para que no les dieran ganas de orinar. Unos pensaron en el suicidio y los demás se volcaron a espantarles esos pensamientos.

Iván, quien tantas veces acompañó al personal diplomático a las cárceles de Venezuela, dirá que se sintió asqueado. Christopher recordará que en su época de reportero muchas veces le tocó cubrir pautas a las afueras del Palacio de Justicia, sobre todo cuando en 2017 los cuerpos de seguridad detenían a los jóvenes que protestaban contra el régimen de Maduro, también dirá que se sintió asqueado. Para los dos, esto era un déjà vu: paradójicamente, la vida los estaba poniendo del otro lado de la historia que tantas veces presenciaron.

Los 33 dirán que tuvieron la sensación de que estaban solos. Frente a la policía, los fiscales, la juez, el Estado de Venezuela.

Después de una espera que se prolongó ocho horas, llevaron a los detenidos a la sala de audiencias, en el segundo piso, donde pudieron ver a sus abogados: unos optaron por la defensa pública; otros, como Armando y Christopher, por la defensa privada, a cargo de Luis Ruiz y Óscar Triana.

El acto comenzó a eso de las ocho de la noche. La juez Marialba Villarreal dio inicio a la audiencia, pero luego de escuchar los alegatos de la defensa, a las 10:30 de la noche, difirió la sesión para el día siguiente. ¿El motivo?, que ya era muy tarde. La defensa protestó. Dijeron que podían pasar ahí toda la noche si era necesario, que era una falta de respeto suspender el acto después de ocho horas de espera. No lograron que cambiara de opinión.

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—Yo pensé que me iría con mi muchacho para mi casa.

Afuera del Palacio de Justicia, sentada en un rincón, Ana María lloró cuando supo que la audiencia se había aplazado. Ella es madre de Álvaro, otro de los 33, un chico de diecinueve años que sueña con ser cocinero.*

—Es que el tema de la homosexualidad de él ha terminado siendo un problema en casa, pero no porque yo lo rechace. Siempre tuve el pálpito de que a Álvaro le gustaban los hombres. Una, como madre, siempre sabe. Yo veía que los demás niños tenían noviecitas y él no, y lo veía muy entusiasmado con un amiguito del colegio, y me daba cuenta de que le llamaba la atención porque le brillaban los ojitos. Al principio me negué, pero después de ir al psicólogo entendí que no había nada que hacer y que no era algo malo. Entonces decidí esperar a que él se sintiera preparado para contármelo. Pensé que nunca lo haría. Hasta que hace como tres meses a mi esposo le dijeron que lo habían visto con un muchacho en el parque, que no estaban haciendo nada, pero que “¡ay, vale!, ¡se perdieron esos reales!”... tú sabes, con ese tonito burlón. Eso fue un golpe para el ego de mi marido que, debo decir, es un buen hombre, pero machista, salido de una familia machista, y por eso no le había contado nunca que sospechaba de la orientación sexual de nuestro hijo. Aquel día llegó a casa fúrico, gritando que él no quería maricos y trató muy mal a Álvaro. Le dijo cosas espantosas. Después se fue y entonces mi hijo, llorando, me dijo que era verdad: que estaba saliendo con un chamito, pero que él no le hacía daño a nadie. Yo lo abracé. Le dije: “Tranquilo, mi amor”. Ahora ocurrió esto… y no sé qué va a pasar. Creo que la vida nos está cambiando. Mi esposo me dijo que se quería morir. Ahorita solo quiero sacar a mi hijo de ahí. Es en lo único que pienso. Él no es un delincuente. Quizá el único delito que cometió es ser gay. Porque, sí, parece que en Venezuela ser así es un delito.

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Los 33 tuvieron que volver a la comandancia de Los Guayos tras la decisión de la juez. Ya era martes y desde el domingo traían puesta la misma ropa, sometidos a los 34 grados de temperatura que hacía en la ciudad. Se sentían empegostados, malolientes. Insistieron: necesitaban bañarse. Quizá porque el caso había ganado mucha visibilidad dentro y fuera de Venezuela, los policías comenzaron a ser un poco más amables. Les alcanzaron jabones y desodorantes que sus abogados les habían mandado... pero ¿y el baño? Los policías habilitaron un espacio en el estacionamiento de la comandancia, improvisaron paredes con el backing que habían usado para tomarles las fotos filtradas de su arresto, conectaron una manguera a un grifo.

Los 33 dirán que debieron ir pasando en grupos de cuatro: se quitaban la ropa, se echaban agua, ahí, a la vista de todos. Dirán que ya habían perdido el pudor, querían refrescarse, sentirse un poco más limpios, aunque tuvieran que ponerse las mismas prendas.

Guillermo, el dueño del spa, fue de los últimos. Cuando terminó de secarse, vio el reloj: eran las tres de la madrugada. Sintiéndose un poco culpable, le pidió perdón a su novio por lo que estaban viviendo.

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Dirán que amaneció muy pronto, que no descansaron, que les empezaron a doler los huesos, que se sentían aletargados, con el cuerpo entumecido. A las nueve de la mañana del 26 de julio otra vez llevaron a los 33 al Palacio de Justicia. Entraron en la misma celda y trataron de darse ánimo en esas horas lentas. Eran las dos, luego las cuatro de la tarde y ahí seguían. Hartos, empezaron a cantar a todo pulmón canciones de ambiente a modo protesta. Dentro de esa diminuta celda en Venezuela, entonaron a la Trevi:

Y me solté el cabello, me vestí de reina,
me puse tacones, me pinté y era bella
y caminé hacia la puerta y te escuché gritarme,
pero tus cadenas ya no pueden pararme,
y miré la noche, ya no era oscura, era de lentejuelas.

Los policías, los demás presos, se reían. Los 33 no pararon de hacer bulla hasta que los buscaron a eso de las seis de la tarde, nueve horas después, para que finalmente el proceso comenzara.

El fiscal del Ministerio Público había sido removido: el que estaba allí era distinto del que había acudido el día anterior, pero los imputó a todos por los delitos de agavillamiento —es decir, por asociación ilícita o criminal—, ultraje al pudor y contaminación sónica.

Cuando estudió en la Facultad de Derecho y después, cuando ejerció en bufetes, Óscar Triana aprendió que no hay causas imposibles. En la sala del juzgado se mantenía erguido, conocía bien las entrañas del sistema judicial de Venezuela y sospechaba que la juez Marialba Villarreal admitiría la acusación, por absurda que fuera. La fiscalía validaba una actuación policial prejuiciosa, pero Triana era como un boxeador: consciente de que sería noqueado, siguió hacia el cuadrilátero para dar la mejor pelea posible. Escuchó a sus colegas esgrimir argumentos que desmontaban los de la fiscalía mientras recordaba un tema del bolerista puertorriqueño Daniel Santos:

¿Por qué no me dejas
ahogar mis anhelos
en la amarga copa
de la realidad?

Cuando llegó su turno, a tono con la canción que no dejaba de reproducirse en su mente, alzó la voz:

—Quiero ponerle un título a mi defensa: “La esperanza perdida”.

Ante la juez Villarreal, citando la Constitución de Venezuela y otras leyes nacionales, se explayó en las fallas del procedimiento policial. Cuestionó que el expediente se filtrara a la prensa, con todo y fotos, violando la privacidad de los implicados. Solicitó que se investigara a la comisión de policías que participó en el operativo. Pidió que se desestimara la acusación de la fiscalía.

—Aquí están los protagonistas de esta historia, proteja sus derechos, su igualdad —concluyó.

Acto seguido, se cumplieron las sospechas de Triana. La juez Villarreal admitió los delitos planteados por la fiscalía. El proceso penal continuaría. El Ministerio Público debía comenzar una investigación que podría derivar en la solicitud de un juicio.

Villarreal ordenó la excarcelación de treinta de los detenidos, bajo régimen de presentación cada treinta días. Para que salieran los tres restantes —Guillermo y dos masajistas—, la defensa debía pagar una fianza. Lo hicieron una semana después.

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Llovían comunicados de cientos de instituciones de la sociedad civil.

La Comisión Interamericana instó a Venezuela a respetar los derechos humanos y a cesar la criminalización de las personas LGBTIQ+.

Volker Türk, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que en 2022 se registraron 97 casos de violencia física, incitación al odio y discriminación contra personas LGBTIQ+ en Venezuela (21 % atribuidos a agentes del Estado), y recomendó sancionar estos casos.

Las ONG Acceso a la Justicia y Venezuela igualitaria enumeraron las irregularidades del proceso.

Más de 130 organizaciones nacionales e internacionales rechazaron la actuación de las instituciones del Estado: “Que un grupo de personas mayores de edad se reúnan en un lugar privado, de manera privada, con fines lícitos, incluso sexuales, donde no se evidencie el ofrecimiento de material grabado de forma pública y a la venta, no constituye delito alguno [...]. Alertamos que las detenciones arbitrarias e irregulares y la judicialización de los 33 hombres en Venezuela, motivadas por su orientación sexual, se [pueden] convertir en un patrón criminalizador de la población LGBTIQ+”.

El Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela recordó que el periodismo debe examinar con rigor los derechos comprometidos en cualquier situación antes de reproducir, sin más, la versión oficial.

La tarde del viernes 28 de julio, cuatro decenas de integrantes de la comunidad LGBTIQ+ se manifestaron frente a la sede del Ministerio Público en Caracas para exigir el sobreseimiento del caso.

Es cierto que hubo una celeridad inusual en este proceso, pues en Venezuela suelen ser aún más lentos y tortuosos. El lunes 31 el fiscal general Tarek William Saab dijo: “El Ministerio Público está en una fase de investigación de estos hechos para, en base a la investigación, inclusive sobreseer esa causa”.

De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, para llevar a cabo ese trámite la fiscalía debe presentar la solicitud y el juez tiene la obligación de decidir en un lapso de 45 días. Tan solo catorce días después, el 14 de agosto, treinta de los 33 recibieron una llamada en la que les informaron que sus casos habían sido sobreseídos.

—¿En tan poco tiempo la fiscalía hizo una investigación y se dio cuenta de que no había delito? —se pregunta Triana—. Que se llegara a un acto conclusivo tan rápido es una muestra de que nunca hubo nada, y de la importancia del apoyo de las organizaciones y de la comunidad internacional.

Pero Guillermo y los dos masajistas seguirían bajo investigación.

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En la cuenta en Instagram de Avalon se publicó un comunicado que agradecía el apoyo: “Entendemos que el escarnio y la humillación son como agua vertida que no se puede recoger. Pero también entendemos que somos seres humanos que merecen respeto e inclusión. Nada ni nadie nos avergonzará por lo que somos”.

A poco más de un mes de que iniciara esta historia, el 1 de septiembre, el spa volvió a abrir sus puertas con una fiesta.

Los 33 del cardumen dicen que el trago amargo pasó, pero no lo han digerido. Tampoco les han devuelto el dinero que les quitaron en la comandancia. Tienen insomnio, andan por la calle con miedo, se sienten observados. Uno cuenta que iba caminando por el barrio donde vive y escuchó que le gritaron:

—¡Maricón! ¡Pedófilo! ¡Deberías estar preso!

Otro dice que al salir del Palacio de Justicia se fue a su casa, creyendo que esa noche dormiría en su cama, pero no lo dejaron entrar: encontró sus pertenencias empacadas, en la puerta. Sus familiares lo echaban, no solo por ser gay sino por la vergüenza que les hizo pasar por andar con sus “mariqueras”. Prefiere no hablar más del tema, y no es el único que decidió no dar entrevistas para no poner en riesgo su estabilidad emocional. Ellos, como otros de los 33, quieren olvidar estos días, guardar silencio, intentar retomar la vida que les truncó el Estado de Venezuela.

—Contar mi historia es lo único que me puede devolver mi dignidad. No quiero ser el centro de atención, pero he contado mi historia por mí, por mi familia, por mi hijo —Iván, el exinstructor de policías, salió queriendo alzar su voz.

Alfredo, el médico, no quiere volver a Venezuela y Armando, el arquitecto, piensa en irse del país.

Jesús Araujo, el recepcionista de Avalon, dice que le da miedo salir en las noches, pero que anda entusiasmado con esta nueva etapa del spa.

Guillermo y los dos masajistas esperan que sus casos sean sobreseídos pronto.

Christopher quiere volver a México, el país donde nació y donde están sus afectos. No cree que pueda hacerlo aún, porque debe reunir dinero.

Los 33 siguen en contacto, tienen un grupo de WhatsApp. Han pensado en reencontrarse y quizá brindar, bailar, volver a cantar las canciones que entonaron en la celda, ahora en libertad.

Yo soy así, así seguiré.
Nunca cambiaré…

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Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.

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* Los verdaderos nombres de Ana María y Álvaro fueron cambiados porque pidieron mantenerse en el anonimato.

Nota: El autor de este reportaje y Gatopardo decidimos no reproducir ni vincular la nota del portal que publicó la información filtrada por funcionarios porque revictimizó a los 33 y repitió acríticamente la versión oficial del Estado de Venezuela.

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