En 2022, tres exhibiciones en Venecia, Madrid y la Ciudad de México reunieron la obra de artistas venezolanos con el solo propósito de explorar la retórica presente en el régimen de su país. Estas revelan, sin embargo, dos visiones opuestas. El imaginario social y político de toda propaganda y la crítica a los símbolos identitarios que lo han generado.
Para la 59.ª Bienal de Arte de Venecia, Venezuela participó con “Tierra, país, casa, cuerpo”, una muestra curada por Zacarías García, director general del Instituto de las Artes de la Imagen y el Espacio, de Venezuela, en la que se expuso la obra de los artistas Jorge Luis Recio, Palmira Correa y el dúo conformado por Mila Quast y César Vázquez. Sin embargo, la forma en que se montó fue peculiar. El pabellón abría con la obra de Recio —fotógrafo herido de bala que quedó en silla de ruedas luego de las manifestaciones por el golpe de Estado de 2002 que sufrió Hugo Chávez—, una selección de fotografías (Sucesos de abril) hechas antes y después de aquel 11 de abril que muestran indigentes durmiendo en bancas de parque, rostros de personas por las calles, marchas políticas y objetos diversos.
Seguía La casa de Palmira, exhibición de pinturas y objetos de Correa —como el caballete o la silla con los que ella trabaja—, una artista que se autodenomina “popular” y que tiene un impedimento físico que la obliga a usar muletas para caminar. Sus lienzos de formatos pequeños revelan cuerpos esquemáticos, voluminosos y morenos que, entre otras cosas, representan la bandera venezolana, las torres petroleras y a Simón Bolívar, con una técnica pictórica en la que las formas se aplanan con colores intensos. Correa aprendió a pintar hace poco en los talleres para artistas que ofrece el Gobierno venezolano. Recibió mucha atención por parte de la prensa y las redes sociales de Venezuela, no solo por la singularidad de sus pinturas, sino por lo que implicaba que su obra representara a su país en la Bienal: una mujer, marginada por su físico, por su edad y por su clase social, que pinta los logros de la revolución bolivariana a través de una “pintura popular” y muestra la resistencia del régimen chavista. Un régimen, acusan los organizadores, que no ha podido consolidar un bienestar nacional por culpa del bloqueo estadounidense.
Por último, al fondo, en un espacio aparte, el pabellón cerraba con una jaula donde se proyectaba Dislexia, obra de Quast y Vázquez, una reflexión visual y sonora sobre lo ocurrido durante la pandemia, un relato anecdótico, pero lleno de referencias a las tensiones políticas y económicas que vive Venezuela con Estados Unidos.
Simultáneamente a la Bienal, otras dos exhibiciones de artistas de Venezuela se llevaron a cabo en otras partes del mundo: Alexander Apóstol con “Postura y geometría en la era de la autocracia tropical”, en el Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid, y Déborah Castillo con “Desafiando al coloso: tres actos”, en el Museo Universitario del Chopo de la Ciudad de México. Además de tratarse de dos venezolanos en el exilio, las exposiciones tuvieron un elemento en común: una crítica a los símbolos identitarios de su país y al poder represivo que ha generado un imaginario social y político a partir de la propaganda.
La exposición de Apóstol —una retrospectiva de media carrera— mostraba, a través de fotografías y videos, las formas en las que la construcción de una identidad ha codificado los cuerpos de manera histórica, pero también el espacio social y urbano. Como el título de su muestra lo sugiere, las imágenes exponen, por un lado, los cuerpos estereotipados por la historia y el poder, y por otro, las maneras en que el arte geométrico generó un canon artístico durante los años sesenta y setenta en Venezuela, lo que produjo una imagen de modernización local en un momento de auge económico y de movimientos como el arte óptico y cinético de Jesús Soto y Alejandro Otero, que afectaron el espacio público de Caracas. Los cuerpos que fotografía Apóstol también son morenos y son producto de un estereotipo, como las pinturas de Correa y las fotos de Recio, con la gran diferencia de que acá se hace referencia a la manera en que ese imaginario es producido por el poder local.
Castillo también cuestiona los símbolos del poder, pero a través de la crisis contemporánea de los monumentos y la representación que estos implican. Su obra reúne tres bustos de gobernantes latinoamericanos, hechos de barro suave, que estuvieron involucrados en masacres estudiantiles: Gustavo Díaz Ordaz, de México; Nicolás Maduro, de Venezuela, y Jorge Rafael Videla, de Argentina. La artista, vestida con un overol negro que dice “Desobediente” en la espalda, agrede las esculturas con golpes, cachetadas y mordiscos hasta que quedan desfiguradas. Maduro aparece como el dictador represivo que no permite la libertad de expresión y ejerce violencia sobre las libertades individuales, por lo que su efigie debe ser destruida.
Lo interesante de estas tres exhibiciones es que, de forma transversal, muestran imaginarios completamente antagónicos a los mismos hechos, provocando diferentes formas de comprender el presente de Venezuela y haciendo evidente cómo la cultura se ha configurado por condiciones políticas (o dictatoriales) en el país. Entonces, surge la pregunta: ¿cómo es posible que la misma situación produzca dos imaginarios tan diferentes, pero que reivindican los mismos principios de inclusión, resistencia y crítica al poder?
Dejando de lado la obviedad de que la muestra en Venecia es pura propaganda del régimen, y que las acciones de Apóstol y Castillo son entendidas como un ejercicio crítico de libertad de expresión en países con democracias estables, me gustaría señalar cómo es que la diversidad, enunciada tantas veces por el arte contemporáneo, puede ser usada, a través del discurso, por regímenes autoritarios para su propia legitimidad. O para ponerlo en otras palabras, siempre hay una manipulación discursiva tanto de las prácticas artísticas como de los sujetos, porque la relación discurso-práctica-sujeto produce un imaginario de Venezuela que puede ser usado como propaganda. Y hay que considerar dos elementos que sirven a la retórica: el primero tiene que ver con el tiempo y el segundo con el espacio, dos variables que permiten configurar el discurso a conveniencia y, en definitiva, son lo que construye la noción de identidad en estas exhibiciones.
Luego de la crisis de identidad que trajo consigo la globalización y de las teorías de lo posmoderno, lo poscolonial y decolonial, en tiempos recientes se ha comenzado a cuestionar cómo se producen las identidades, sobre todo las subalternas, en relación con las diferentes formas de poder. Lo que ha traído consigo esta reivindicación de la diferencia es una reflexión del tiempo como una condición fundamental para entender al otro. Si lo que ocurrió con la colonización y la modernización fue una intervención de tiempos locales para someter a otros territorios a temporalidades modernas que implicaban un desarrollo y una identificación colectiva común occidental, dejando por fuera de la representación todo lo que no cabía en dichas ideas, lo que ha ocurrido recientemente es el reconocimiento de otro tiempo, que sigue otra tradición y que a la vez reivindica otras subjetividades fuera del imaginario colectivo.
Lo que traen esas otras temporalidades son, de hecho, diferentes formas de entender los espacios y a los sujetos, porque los arraiga o desarraiga de tiempos posibles, lo que permite una pluralidad de formas de representación. El arte contemporáneo, entendido como un sistema de distribución, ha reconocido y reivindicado esas otras temporalidades, supuestamente desregulando el canon occidental moderno y permitiendo la circulación del discurso de la diferencia en eventos masivos, como la Bienal. A pesar de que las obras de Correa y Apóstol apelan a esta diversidad temporal, lo hacen de manera diferente. Lo curioso es que circulan simultáneamente en el ámbito del arte contemporáneo, aunque no en las mismas instituciones.
La obra de Correa, que es lo que solía conocerse como arte naíf, se logra insertar en un circuito de arte contemporáneo, algo que ya había ocurrido en el siglo XIX con artistas como El Aduanero Rousseau: una persona que no está entrenada ni académica ni institucionalmente para hacer arte, pero que logra presentar su trabajo en uno de los eventos artísticos más importantes del mundo. Lo curioso es que los organizadores venezolanos del pabellón, sirviéndose de la misma retórica de la Bienal, la hacen aparecer como una práctica de resistencia en varios sentidos: no es arte contemporáneo como el que se presenta afuera, en otras instancias de la Bienal, sino arte que se produce desde las mismas lógicas populares de la revolución bolivariana; además, es una práctica resistente al colonialismo y al embargo estadounidense. Los cuerpos que Correa representa en sus obras, “coloridos y auténticos”, en “verdaderos” paisajes venezolanos, se homologan a las dificultades corporales de la artista, a su género, a su clase, a su casa, y a una Venezuela que, luego de la revolución chavista, ha logrado producir no solo su propio arte, sino su propio tiempo resistente para continuar por su propio camino.
Este tiempo es el de La casa de Palmira, y por eso hay que traer el caballete y la silla en que pinta. En este caso, el tiempo predetermina las condiciones espaciales de la instalación. Lo que ocurre al referir ese tiempo mítico y heroico que se manifiesta en la supuesta autenticidad de las pinturas es que la diferencia se usa con fines propagandísticos pero adecuados a los parámetros discursivos que la misma Bienal había propuesto. En ese sentido, Correa aparece como la verdadera representante del pueblo venezolano, porque es ella quien puede predeterminar su propio tiempo y su propio cuerpo frágil de mujer racializada, pobre pero resistente y resiliente.
Muchas de las piezas de Apóstol también aluden a la forma en que el tiempo y el poder han configurado los cuerpos y sujetos en Venezuela, que han sido usados para la representación nacional, pero desde una perspectiva completamente diferente. Apóstol hace referencia a la forma en que la historia produce estereotipos corporales, pero reconoce que es parte del mismo proceso de modernización. Es el poder venezolano el que hace posible la configuración de los cuerpos y de los espacios a través del tiempo, y eso trae consigo esos imaginarios específicos de raza, género y clase. Además, lo hace a través de fotografías y videos, y no de pinturas, en una suerte de escenificación que torna evidente la construcción ideologizada de los cuerpos. Sin embargo, lo que se reivindica en la correlación cuerpo-obra de Correa, por la manera en que hay una identificación de una cosa con la otra, en la obra de Apóstol aparece como una crítica de la representación, al poner de manifiesto la operación que produce el imaginario.
Finalmente, la obra de Castillo hace referencia al tiempo, pero desde otra perspectiva: tiene que ver con la forma en que las temporalidades son enunciadas por los monumentos y cómo es que estos pueden asociarse a momentos específicos de la historia. En ese sentido, la efigie es la representación de hechos históricos en su forma monumental y celebratoria. Por supuesto, al violentar las esculturas, Castillo hace una suerte de venganza tanto del suceso que representa la escultura como del poder que ejerce. Es un acto de iconoclasia manifiesta a través de la violencia. Sin embargo, ¿adónde se expulsa el cuerpo del otro en esta obra?, ¿cómo aparece? Ese otro cuerpo es el de la artista “desobediente” que realiza la acción. Marginada de su país de origen por las condiciones de precariedad a las que lo ha llevado el régimen de Maduro, Castillo solo tiene la posibilidad de señalar esa otredad en su país de residencia, México.
Estos tres casos, cada uno a su manera, procuran reivindicar al otro, pero con fines completamente diferentes, coexistiendo en el mundo del arte contemporáneo, aunque con consecuencias opuestas. Sin embargo, se usa la retórica de la otredad como una moneda que responde a diferentes formas de ideología. Es muy significativo cómo en el presente las retóricas sobre “los otros” pueden ser retorcidas y usadas, incluso por regímenes autoritarios como el venezolano, para legitimar lo que llaman “lucha” y “resistencia”, un par de conceptos que, dicho sea de paso, también son usados por algunos discursos del arte en el presente. Lo más interesante, sin embargo, es la multiplicidad de sentidos que pueden adquirir la marginalidad y la inclusión para fundar mitos identitarios que, a su vez, justifican la explotación, la represión y la censura. Por eso hay que ver con mucho cuidado las formas en que se articulan el discurso y la identidad, porque muchas veces, como lo ha demostrado la historia, esas ideologías conducen a imaginarios que usan a los sujetos con fines propagandísticos.
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