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En <i>La reina de espadas</i> (Lumen, 2024), Jazmina Barrera elabora un retrato de Elena Garro hilando con rigor fragmentos de sus obras, diarios, cartas, entrevistas y documentos de algunas de las carpetas de los <i>Elena Garro Papers</i> del archivo de Princeton.
Método de escritura
Es probable que haya sido con las monjas teresianas, en su infancia, por esa misma época en que se interesaba por el revés de las telas, que Elena aprendió a bordar. «Cuando iba de paseo, para evitar que yo cometiera destrozos, me ordenaba [su tía]: “Bordas cuatro rosas” en el mantel que hacía en la clase de labores manuales. Yo bordaba bien, pero cuatro rosas eran muchas rosas y me privaba de la libertad de jugar a las canicas o ejercitar la honda. Le enseñé a bordar a mi primo Poncho y entre los dos terminábamos rápidamente la tarea».
Su amor por el bordado y los textiles estaba ligado a su método de escritura. En una entrevista con Roberto Páramo dice: «Mi método de escribir es coser, cada vez que voy a escribir algo me pongo a bordar. A cada puntada que doy es como si escribiera una palabra, y conforme sigo la guía, la guirnalda o la margarita, voy construyendo la trama, la escena o la situación». «Si no bordara», dice, «no podría escribir».
Muchos personajes de sus obras aparecen bordando. En Los recuerdos del porvenir, por ejemplo, vemos a Ana Moncada varias veces con aguja y bastidor en mano. Ana Moncada dice que tiene nostalgia de las catástrofes: «¡Si tuviéramos un buen temblor de tierra!», y clava con ira su aguja en la tela. En los años cuarenta, Elena escribió en su diario que Octavio Paz no la dejaba bordar: «No debo bordar. Me lo prohíbe. Si llega, escondo el aro y el bordado».
¿Dónde leí que las cortinas en alguna de sus casas las había bordado enteras ella misma?
Soñar en cabeza ajena
He soñado varias veces con Elena Garro y de casi todos esos sueños me quedan imágenes inconclusas y breves: Elena Garro de pie con un traje sastre café, su imagen borrosa; Elena Garro y Bioy Casares riéndose de algo terrible y Octavio Paz preocupado. Una vez soñé que Elena entraba en una espiral de gusanos de tiempo y espacio que la llevaban desde Los Ángeles hasta San Francisco. Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore Girls.
Me encanta esa obra de teatro de Elena que se llama Benito Fernández, sobre un puesto de mercado en donde se venden cabezas. Ahí es posible comprar cabezas antiguas, quitarse la propia cabeza y ponerse la de un muerto. Las cabezas vienen con todo y memoria, y hay una, la de la señorita Ulloa, que soñaba mucho: «con estanques, con lagos, con violines, con veleros y hasta con cisnes». Cada uno de sus sueños se convierte en un cabello y al ponerse la cabeza el comprador puede habitarlos. «¿No quiere usted conocer los sueños de los muertos?», le pregunta el vendedor a un cliente potencial. «Son los verdaderos sueños y le ayudarán a conocer los suyos», insiste.
Que hubiera un puesto como ese en la Lagunilla donde vendieran la cabeza de Elena Garro. No para comprarla, pero sí para rentarla un ratito. Solo un ratito, porque debe pesar mucho ponerse una cabeza así, debe dar tortícolis de inmediato, migraña y quién sabe qué más. Yo aguantaría unos minutos, un par de horas cuando mucho, pero sí quisiera que me la rentaran, con todo y su cabellera rubia de sueños y de pesadillas. «Mis sueños siempre me aconsejan, y aunque la familia nunca lo creyó, siempre sucedieron», dice la protagonista de Sócrates y los gatos.
Fragmentos de Nueva York
Después de un tiempo en México, Elena quiso volver a San Francisco, pero (dice en su diario) Paz le pidió que no volviera, porque no les alcanzaba el dinero.
En 1945 se fue a Nueva York para trabajar y seguir pagando el hospital de su hermana, que estuvo siete años internada. Se fue, según su diario, en contra de los deseos de Paz. Allá encontró trabajo como editora en el periódico Hemisferio, que publicaba el American Jewish Committee. Vivía en el hotel Santa Lucía, en Bank Street, con una mujer llamada Ana Carner. Mientras tanto, Octavio Paz daba clases en Vermont, en el Middlebury College, y era amante de la chilena Carmen Figueroa.
Elena tuvo que dejar su trabajo en Nueva York porque Paz y Ramón Araquistáin, un amigo de Paz y amante de Elena, al que llamaban Finki, le insistieron en que se fuera a Vermont. Pero casi al momento en que llegó, Paz la echó de nuevo y tuvo que volver a Nueva York, con siete dólares en la bolsa, y suplicar que le devolvieran su trabajo. Luego Paz se fue a Nueva York, donde se hospedó aparte de Elena.
Había grandes tensiones entre los dos porque Paz no quería que su hija, que seguía en México, los alcanzara en Nueva York. Después de un «pleito feroz», Paz concedió el viaje de Helena Paz a Nueva York. Los fragmentos que quedan de sus diarios de esa época dicen: «Octavio no da el divorcio... Se echó a reír... “me quieres dar celos”... “Estoy embarazada”... Ahora busco alguien para abortar... No lo quiero. Me repugna Finki».
En sus Memorias, Helena cuenta que Finki había sido un amante muy tierno con Elena, pero que cuando quedó embarazada le dijo: «Mira que a mí no me vas a amarrar con eso; yo no quiero cargar con un paquete como el tuyo. A ver cómo te sacas eso del vientre».
El malestar va creciendo en las entradas del diario: «Pensé que me estoy volviendo loca de angustia... yo seguiré trabajando con los judíos por un sueldo miserable, ¿y quién cuidará a la niña? Volver con Octavio me da pavor». Pero al final volvieron, y Elena y su hija se fueron a París con él.
Feminismo o algo así
Elena no se consideraba feminista: «El día en que manejemos ideas propias entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista», dijo en una entrevista con Verónica Beucker, aunque en otras entrevistas utiliza la palabra feminista con más familiaridad, como en una de 1994, con Reynol Pérez Vázquez, cuando dijo que Cristo era feminista, porque primero se dejó ver por las mujeres y luego protegió y amparó a María Magdalena.
Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos.
Si hablamos de teoría, está claro que el pensamiento de Elena no venía del feminismo. Sin embargo, su obra está llena de denuncias de la violencia contra las mujeres, de protestas y críticas en contra de los abusos machistas. Hay una intuición en sus obras, una perspectiva que yo solo sé llamar feminista.
Varios de sus libros exponen la violencia física contra las mujeres. Los mejores ejemplos de esto son quizás sus obras de teatro Los perros y El rastro. Los perros cuenta la violación cíclica y sistemática de las mujeres de una familia: «Entonces se compró una pistola y con ella me golpeaba, y bañada en sangre me ocupaba. ¡Así me halló mi mamá! Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero». Es tal la magnitud de las agresiones en esta historia que a las mujeres lo único que les queda es una desgarradora resignación: «Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!».
El rastro narra el feminicidio de una mujer embarazada y el aprendizaje de la violencia, una maldición que se repite de generación en generación. «Cierren los ojos para que no contemplen la ingrata suerte de Adrián Barajas, aquí, sentado, igualito a su padre, que le clavaba espinas en las corvas y hacía que su madre se tragara su propia sangre»; no hay censura en esta obra, la violencia se describe cruda, explícita y devastadora.
En otras ocasiones, sus textos protestan contra la censura, la falta de libertad de expresión de las mujeres. Por ejemplo, en Los recuerdos del porvenir: «Recordaba a su padre y a su abuelo hablando sobre lo insoportables que eran las mujeres habladoras [...] “¡Chist! ¡Cállate, recuerda que en boca cerrada no entra mosca!” Y Conchita se quedaba de este lado de la frase sola y atontada, mientras su abuelo y su padre volvían a hablar interminables horas sobre la inferioridad de la mujer».
Critica en repetidas ocasiones los estereotipos que desacreditan la inteligencia de las mujeres. Por ejemplo, en Sócrates y los gatos le dice su padre a la protagonista: «¡Qué lástima que seas inteligente! Me das tanta pena, que podría llorar toda la eternidad. Las mujeres deben ser tontas... ¿No te lo había dicho? No. Siempre se me olvida avisarte que seas tonta...».
Aparece también en varios pasajes la idea de que la institución del matrimonio despoja a las mujeres de su humanidad y de su identidad. En Los recuerdos del porvenir dice la protagonista: «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».
En una entrevista con Rafael Luviano y Ricardo Pacheco, de 1991, dice Garro que las mujeres somos traidoras porque «tenemos que vivir de acuerdo con las ideas o la férula de un señor», y luego explica la importancia que para ella tenía la fuerza de voluntad para romper con las estructuras que las oprimen: «La mujer ha estado sometida, cierto, pero depende en gran parte de ella, porque si no le da la gana, no la somete nadie. Yo soy muy independiente, hay que tirar la casa por la ventana. Pero si te fijas, te cuesta mucho».
En cuanto a la escritura de las mujeres, en una carta a Gabriela Mora, Elena cuenta que la invitaron a un congreso para hablar de la «literatura femenina», y opina: «No está mal, ¿verdad? Podría decir: cuando la mujer escribe, muere. Es su sentencia de muerte».
Este adelanto del libro La reina de espadas, de Jazmina Barrera, se publica con autorización de Lumen.
En <i>La reina de espadas</i> (Lumen, 2024), Jazmina Barrera elabora un retrato de Elena Garro hilando con rigor fragmentos de sus obras, diarios, cartas, entrevistas y documentos de algunas de las carpetas de los <i>Elena Garro Papers</i> del archivo de Princeton.
Método de escritura
Es probable que haya sido con las monjas teresianas, en su infancia, por esa misma época en que se interesaba por el revés de las telas, que Elena aprendió a bordar. «Cuando iba de paseo, para evitar que yo cometiera destrozos, me ordenaba [su tía]: “Bordas cuatro rosas” en el mantel que hacía en la clase de labores manuales. Yo bordaba bien, pero cuatro rosas eran muchas rosas y me privaba de la libertad de jugar a las canicas o ejercitar la honda. Le enseñé a bordar a mi primo Poncho y entre los dos terminábamos rápidamente la tarea».
Su amor por el bordado y los textiles estaba ligado a su método de escritura. En una entrevista con Roberto Páramo dice: «Mi método de escribir es coser, cada vez que voy a escribir algo me pongo a bordar. A cada puntada que doy es como si escribiera una palabra, y conforme sigo la guía, la guirnalda o la margarita, voy construyendo la trama, la escena o la situación». «Si no bordara», dice, «no podría escribir».
Muchos personajes de sus obras aparecen bordando. En Los recuerdos del porvenir, por ejemplo, vemos a Ana Moncada varias veces con aguja y bastidor en mano. Ana Moncada dice que tiene nostalgia de las catástrofes: «¡Si tuviéramos un buen temblor de tierra!», y clava con ira su aguja en la tela. En los años cuarenta, Elena escribió en su diario que Octavio Paz no la dejaba bordar: «No debo bordar. Me lo prohíbe. Si llega, escondo el aro y el bordado».
¿Dónde leí que las cortinas en alguna de sus casas las había bordado enteras ella misma?
Soñar en cabeza ajena
He soñado varias veces con Elena Garro y de casi todos esos sueños me quedan imágenes inconclusas y breves: Elena Garro de pie con un traje sastre café, su imagen borrosa; Elena Garro y Bioy Casares riéndose de algo terrible y Octavio Paz preocupado. Una vez soñé que Elena entraba en una espiral de gusanos de tiempo y espacio que la llevaban desde Los Ángeles hasta San Francisco. Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore Girls.
Me encanta esa obra de teatro de Elena que se llama Benito Fernández, sobre un puesto de mercado en donde se venden cabezas. Ahí es posible comprar cabezas antiguas, quitarse la propia cabeza y ponerse la de un muerto. Las cabezas vienen con todo y memoria, y hay una, la de la señorita Ulloa, que soñaba mucho: «con estanques, con lagos, con violines, con veleros y hasta con cisnes». Cada uno de sus sueños se convierte en un cabello y al ponerse la cabeza el comprador puede habitarlos. «¿No quiere usted conocer los sueños de los muertos?», le pregunta el vendedor a un cliente potencial. «Son los verdaderos sueños y le ayudarán a conocer los suyos», insiste.
Que hubiera un puesto como ese en la Lagunilla donde vendieran la cabeza de Elena Garro. No para comprarla, pero sí para rentarla un ratito. Solo un ratito, porque debe pesar mucho ponerse una cabeza así, debe dar tortícolis de inmediato, migraña y quién sabe qué más. Yo aguantaría unos minutos, un par de horas cuando mucho, pero sí quisiera que me la rentaran, con todo y su cabellera rubia de sueños y de pesadillas. «Mis sueños siempre me aconsejan, y aunque la familia nunca lo creyó, siempre sucedieron», dice la protagonista de Sócrates y los gatos.
Fragmentos de Nueva York
Después de un tiempo en México, Elena quiso volver a San Francisco, pero (dice en su diario) Paz le pidió que no volviera, porque no les alcanzaba el dinero.
En 1945 se fue a Nueva York para trabajar y seguir pagando el hospital de su hermana, que estuvo siete años internada. Se fue, según su diario, en contra de los deseos de Paz. Allá encontró trabajo como editora en el periódico Hemisferio, que publicaba el American Jewish Committee. Vivía en el hotel Santa Lucía, en Bank Street, con una mujer llamada Ana Carner. Mientras tanto, Octavio Paz daba clases en Vermont, en el Middlebury College, y era amante de la chilena Carmen Figueroa.
Elena tuvo que dejar su trabajo en Nueva York porque Paz y Ramón Araquistáin, un amigo de Paz y amante de Elena, al que llamaban Finki, le insistieron en que se fuera a Vermont. Pero casi al momento en que llegó, Paz la echó de nuevo y tuvo que volver a Nueva York, con siete dólares en la bolsa, y suplicar que le devolvieran su trabajo. Luego Paz se fue a Nueva York, donde se hospedó aparte de Elena.
Había grandes tensiones entre los dos porque Paz no quería que su hija, que seguía en México, los alcanzara en Nueva York. Después de un «pleito feroz», Paz concedió el viaje de Helena Paz a Nueva York. Los fragmentos que quedan de sus diarios de esa época dicen: «Octavio no da el divorcio... Se echó a reír... “me quieres dar celos”... “Estoy embarazada”... Ahora busco alguien para abortar... No lo quiero. Me repugna Finki».
En sus Memorias, Helena cuenta que Finki había sido un amante muy tierno con Elena, pero que cuando quedó embarazada le dijo: «Mira que a mí no me vas a amarrar con eso; yo no quiero cargar con un paquete como el tuyo. A ver cómo te sacas eso del vientre».
El malestar va creciendo en las entradas del diario: «Pensé que me estoy volviendo loca de angustia... yo seguiré trabajando con los judíos por un sueldo miserable, ¿y quién cuidará a la niña? Volver con Octavio me da pavor». Pero al final volvieron, y Elena y su hija se fueron a París con él.
Feminismo o algo así
Elena no se consideraba feminista: «El día en que manejemos ideas propias entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista», dijo en una entrevista con Verónica Beucker, aunque en otras entrevistas utiliza la palabra feminista con más familiaridad, como en una de 1994, con Reynol Pérez Vázquez, cuando dijo que Cristo era feminista, porque primero se dejó ver por las mujeres y luego protegió y amparó a María Magdalena.
Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos.
Si hablamos de teoría, está claro que el pensamiento de Elena no venía del feminismo. Sin embargo, su obra está llena de denuncias de la violencia contra las mujeres, de protestas y críticas en contra de los abusos machistas. Hay una intuición en sus obras, una perspectiva que yo solo sé llamar feminista.
Varios de sus libros exponen la violencia física contra las mujeres. Los mejores ejemplos de esto son quizás sus obras de teatro Los perros y El rastro. Los perros cuenta la violación cíclica y sistemática de las mujeres de una familia: «Entonces se compró una pistola y con ella me golpeaba, y bañada en sangre me ocupaba. ¡Así me halló mi mamá! Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero». Es tal la magnitud de las agresiones en esta historia que a las mujeres lo único que les queda es una desgarradora resignación: «Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!».
El rastro narra el feminicidio de una mujer embarazada y el aprendizaje de la violencia, una maldición que se repite de generación en generación. «Cierren los ojos para que no contemplen la ingrata suerte de Adrián Barajas, aquí, sentado, igualito a su padre, que le clavaba espinas en las corvas y hacía que su madre se tragara su propia sangre»; no hay censura en esta obra, la violencia se describe cruda, explícita y devastadora.
En otras ocasiones, sus textos protestan contra la censura, la falta de libertad de expresión de las mujeres. Por ejemplo, en Los recuerdos del porvenir: «Recordaba a su padre y a su abuelo hablando sobre lo insoportables que eran las mujeres habladoras [...] “¡Chist! ¡Cállate, recuerda que en boca cerrada no entra mosca!” Y Conchita se quedaba de este lado de la frase sola y atontada, mientras su abuelo y su padre volvían a hablar interminables horas sobre la inferioridad de la mujer».
Critica en repetidas ocasiones los estereotipos que desacreditan la inteligencia de las mujeres. Por ejemplo, en Sócrates y los gatos le dice su padre a la protagonista: «¡Qué lástima que seas inteligente! Me das tanta pena, que podría llorar toda la eternidad. Las mujeres deben ser tontas... ¿No te lo había dicho? No. Siempre se me olvida avisarte que seas tonta...».
Aparece también en varios pasajes la idea de que la institución del matrimonio despoja a las mujeres de su humanidad y de su identidad. En Los recuerdos del porvenir dice la protagonista: «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».
En una entrevista con Rafael Luviano y Ricardo Pacheco, de 1991, dice Garro que las mujeres somos traidoras porque «tenemos que vivir de acuerdo con las ideas o la férula de un señor», y luego explica la importancia que para ella tenía la fuerza de voluntad para romper con las estructuras que las oprimen: «La mujer ha estado sometida, cierto, pero depende en gran parte de ella, porque si no le da la gana, no la somete nadie. Yo soy muy independiente, hay que tirar la casa por la ventana. Pero si te fijas, te cuesta mucho».
En cuanto a la escritura de las mujeres, en una carta a Gabriela Mora, Elena cuenta que la invitaron a un congreso para hablar de la «literatura femenina», y opina: «No está mal, ¿verdad? Podría decir: cuando la mujer escribe, muere. Es su sentencia de muerte».
Este adelanto del libro La reina de espadas, de Jazmina Barrera, se publica con autorización de Lumen.
En <i>La reina de espadas</i> (Lumen, 2024), Jazmina Barrera elabora un retrato de Elena Garro hilando con rigor fragmentos de sus obras, diarios, cartas, entrevistas y documentos de algunas de las carpetas de los <i>Elena Garro Papers</i> del archivo de Princeton.
Método de escritura
Es probable que haya sido con las monjas teresianas, en su infancia, por esa misma época en que se interesaba por el revés de las telas, que Elena aprendió a bordar. «Cuando iba de paseo, para evitar que yo cometiera destrozos, me ordenaba [su tía]: “Bordas cuatro rosas” en el mantel que hacía en la clase de labores manuales. Yo bordaba bien, pero cuatro rosas eran muchas rosas y me privaba de la libertad de jugar a las canicas o ejercitar la honda. Le enseñé a bordar a mi primo Poncho y entre los dos terminábamos rápidamente la tarea».
Su amor por el bordado y los textiles estaba ligado a su método de escritura. En una entrevista con Roberto Páramo dice: «Mi método de escribir es coser, cada vez que voy a escribir algo me pongo a bordar. A cada puntada que doy es como si escribiera una palabra, y conforme sigo la guía, la guirnalda o la margarita, voy construyendo la trama, la escena o la situación». «Si no bordara», dice, «no podría escribir».
Muchos personajes de sus obras aparecen bordando. En Los recuerdos del porvenir, por ejemplo, vemos a Ana Moncada varias veces con aguja y bastidor en mano. Ana Moncada dice que tiene nostalgia de las catástrofes: «¡Si tuviéramos un buen temblor de tierra!», y clava con ira su aguja en la tela. En los años cuarenta, Elena escribió en su diario que Octavio Paz no la dejaba bordar: «No debo bordar. Me lo prohíbe. Si llega, escondo el aro y el bordado».
¿Dónde leí que las cortinas en alguna de sus casas las había bordado enteras ella misma?
Soñar en cabeza ajena
He soñado varias veces con Elena Garro y de casi todos esos sueños me quedan imágenes inconclusas y breves: Elena Garro de pie con un traje sastre café, su imagen borrosa; Elena Garro y Bioy Casares riéndose de algo terrible y Octavio Paz preocupado. Una vez soñé que Elena entraba en una espiral de gusanos de tiempo y espacio que la llevaban desde Los Ángeles hasta San Francisco. Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore Girls.
Me encanta esa obra de teatro de Elena que se llama Benito Fernández, sobre un puesto de mercado en donde se venden cabezas. Ahí es posible comprar cabezas antiguas, quitarse la propia cabeza y ponerse la de un muerto. Las cabezas vienen con todo y memoria, y hay una, la de la señorita Ulloa, que soñaba mucho: «con estanques, con lagos, con violines, con veleros y hasta con cisnes». Cada uno de sus sueños se convierte en un cabello y al ponerse la cabeza el comprador puede habitarlos. «¿No quiere usted conocer los sueños de los muertos?», le pregunta el vendedor a un cliente potencial. «Son los verdaderos sueños y le ayudarán a conocer los suyos», insiste.
Que hubiera un puesto como ese en la Lagunilla donde vendieran la cabeza de Elena Garro. No para comprarla, pero sí para rentarla un ratito. Solo un ratito, porque debe pesar mucho ponerse una cabeza así, debe dar tortícolis de inmediato, migraña y quién sabe qué más. Yo aguantaría unos minutos, un par de horas cuando mucho, pero sí quisiera que me la rentaran, con todo y su cabellera rubia de sueños y de pesadillas. «Mis sueños siempre me aconsejan, y aunque la familia nunca lo creyó, siempre sucedieron», dice la protagonista de Sócrates y los gatos.
Fragmentos de Nueva York
Después de un tiempo en México, Elena quiso volver a San Francisco, pero (dice en su diario) Paz le pidió que no volviera, porque no les alcanzaba el dinero.
En 1945 se fue a Nueva York para trabajar y seguir pagando el hospital de su hermana, que estuvo siete años internada. Se fue, según su diario, en contra de los deseos de Paz. Allá encontró trabajo como editora en el periódico Hemisferio, que publicaba el American Jewish Committee. Vivía en el hotel Santa Lucía, en Bank Street, con una mujer llamada Ana Carner. Mientras tanto, Octavio Paz daba clases en Vermont, en el Middlebury College, y era amante de la chilena Carmen Figueroa.
Elena tuvo que dejar su trabajo en Nueva York porque Paz y Ramón Araquistáin, un amigo de Paz y amante de Elena, al que llamaban Finki, le insistieron en que se fuera a Vermont. Pero casi al momento en que llegó, Paz la echó de nuevo y tuvo que volver a Nueva York, con siete dólares en la bolsa, y suplicar que le devolvieran su trabajo. Luego Paz se fue a Nueva York, donde se hospedó aparte de Elena.
Había grandes tensiones entre los dos porque Paz no quería que su hija, que seguía en México, los alcanzara en Nueva York. Después de un «pleito feroz», Paz concedió el viaje de Helena Paz a Nueva York. Los fragmentos que quedan de sus diarios de esa época dicen: «Octavio no da el divorcio... Se echó a reír... “me quieres dar celos”... “Estoy embarazada”... Ahora busco alguien para abortar... No lo quiero. Me repugna Finki».
En sus Memorias, Helena cuenta que Finki había sido un amante muy tierno con Elena, pero que cuando quedó embarazada le dijo: «Mira que a mí no me vas a amarrar con eso; yo no quiero cargar con un paquete como el tuyo. A ver cómo te sacas eso del vientre».
El malestar va creciendo en las entradas del diario: «Pensé que me estoy volviendo loca de angustia... yo seguiré trabajando con los judíos por un sueldo miserable, ¿y quién cuidará a la niña? Volver con Octavio me da pavor». Pero al final volvieron, y Elena y su hija se fueron a París con él.
Feminismo o algo así
Elena no se consideraba feminista: «El día en que manejemos ideas propias entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista», dijo en una entrevista con Verónica Beucker, aunque en otras entrevistas utiliza la palabra feminista con más familiaridad, como en una de 1994, con Reynol Pérez Vázquez, cuando dijo que Cristo era feminista, porque primero se dejó ver por las mujeres y luego protegió y amparó a María Magdalena.
Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos.
Si hablamos de teoría, está claro que el pensamiento de Elena no venía del feminismo. Sin embargo, su obra está llena de denuncias de la violencia contra las mujeres, de protestas y críticas en contra de los abusos machistas. Hay una intuición en sus obras, una perspectiva que yo solo sé llamar feminista.
Varios de sus libros exponen la violencia física contra las mujeres. Los mejores ejemplos de esto son quizás sus obras de teatro Los perros y El rastro. Los perros cuenta la violación cíclica y sistemática de las mujeres de una familia: «Entonces se compró una pistola y con ella me golpeaba, y bañada en sangre me ocupaba. ¡Así me halló mi mamá! Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero». Es tal la magnitud de las agresiones en esta historia que a las mujeres lo único que les queda es una desgarradora resignación: «Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!».
El rastro narra el feminicidio de una mujer embarazada y el aprendizaje de la violencia, una maldición que se repite de generación en generación. «Cierren los ojos para que no contemplen la ingrata suerte de Adrián Barajas, aquí, sentado, igualito a su padre, que le clavaba espinas en las corvas y hacía que su madre se tragara su propia sangre»; no hay censura en esta obra, la violencia se describe cruda, explícita y devastadora.
En otras ocasiones, sus textos protestan contra la censura, la falta de libertad de expresión de las mujeres. Por ejemplo, en Los recuerdos del porvenir: «Recordaba a su padre y a su abuelo hablando sobre lo insoportables que eran las mujeres habladoras [...] “¡Chist! ¡Cállate, recuerda que en boca cerrada no entra mosca!” Y Conchita se quedaba de este lado de la frase sola y atontada, mientras su abuelo y su padre volvían a hablar interminables horas sobre la inferioridad de la mujer».
Critica en repetidas ocasiones los estereotipos que desacreditan la inteligencia de las mujeres. Por ejemplo, en Sócrates y los gatos le dice su padre a la protagonista: «¡Qué lástima que seas inteligente! Me das tanta pena, que podría llorar toda la eternidad. Las mujeres deben ser tontas... ¿No te lo había dicho? No. Siempre se me olvida avisarte que seas tonta...».
Aparece también en varios pasajes la idea de que la institución del matrimonio despoja a las mujeres de su humanidad y de su identidad. En Los recuerdos del porvenir dice la protagonista: «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».
En una entrevista con Rafael Luviano y Ricardo Pacheco, de 1991, dice Garro que las mujeres somos traidoras porque «tenemos que vivir de acuerdo con las ideas o la férula de un señor», y luego explica la importancia que para ella tenía la fuerza de voluntad para romper con las estructuras que las oprimen: «La mujer ha estado sometida, cierto, pero depende en gran parte de ella, porque si no le da la gana, no la somete nadie. Yo soy muy independiente, hay que tirar la casa por la ventana. Pero si te fijas, te cuesta mucho».
En cuanto a la escritura de las mujeres, en una carta a Gabriela Mora, Elena cuenta que la invitaron a un congreso para hablar de la «literatura femenina», y opina: «No está mal, ¿verdad? Podría decir: cuando la mujer escribe, muere. Es su sentencia de muerte».
Este adelanto del libro La reina de espadas, de Jazmina Barrera, se publica con autorización de Lumen.
En <i>La reina de espadas</i> (Lumen, 2024), Jazmina Barrera elabora un retrato de Elena Garro hilando con rigor fragmentos de sus obras, diarios, cartas, entrevistas y documentos de algunas de las carpetas de los <i>Elena Garro Papers</i> del archivo de Princeton.
Método de escritura
Es probable que haya sido con las monjas teresianas, en su infancia, por esa misma época en que se interesaba por el revés de las telas, que Elena aprendió a bordar. «Cuando iba de paseo, para evitar que yo cometiera destrozos, me ordenaba [su tía]: “Bordas cuatro rosas” en el mantel que hacía en la clase de labores manuales. Yo bordaba bien, pero cuatro rosas eran muchas rosas y me privaba de la libertad de jugar a las canicas o ejercitar la honda. Le enseñé a bordar a mi primo Poncho y entre los dos terminábamos rápidamente la tarea».
Su amor por el bordado y los textiles estaba ligado a su método de escritura. En una entrevista con Roberto Páramo dice: «Mi método de escribir es coser, cada vez que voy a escribir algo me pongo a bordar. A cada puntada que doy es como si escribiera una palabra, y conforme sigo la guía, la guirnalda o la margarita, voy construyendo la trama, la escena o la situación». «Si no bordara», dice, «no podría escribir».
Muchos personajes de sus obras aparecen bordando. En Los recuerdos del porvenir, por ejemplo, vemos a Ana Moncada varias veces con aguja y bastidor en mano. Ana Moncada dice que tiene nostalgia de las catástrofes: «¡Si tuviéramos un buen temblor de tierra!», y clava con ira su aguja en la tela. En los años cuarenta, Elena escribió en su diario que Octavio Paz no la dejaba bordar: «No debo bordar. Me lo prohíbe. Si llega, escondo el aro y el bordado».
¿Dónde leí que las cortinas en alguna de sus casas las había bordado enteras ella misma?
Soñar en cabeza ajena
He soñado varias veces con Elena Garro y de casi todos esos sueños me quedan imágenes inconclusas y breves: Elena Garro de pie con un traje sastre café, su imagen borrosa; Elena Garro y Bioy Casares riéndose de algo terrible y Octavio Paz preocupado. Una vez soñé que Elena entraba en una espiral de gusanos de tiempo y espacio que la llevaban desde Los Ángeles hasta San Francisco. Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore Girls.
Me encanta esa obra de teatro de Elena que se llama Benito Fernández, sobre un puesto de mercado en donde se venden cabezas. Ahí es posible comprar cabezas antiguas, quitarse la propia cabeza y ponerse la de un muerto. Las cabezas vienen con todo y memoria, y hay una, la de la señorita Ulloa, que soñaba mucho: «con estanques, con lagos, con violines, con veleros y hasta con cisnes». Cada uno de sus sueños se convierte en un cabello y al ponerse la cabeza el comprador puede habitarlos. «¿No quiere usted conocer los sueños de los muertos?», le pregunta el vendedor a un cliente potencial. «Son los verdaderos sueños y le ayudarán a conocer los suyos», insiste.
Que hubiera un puesto como ese en la Lagunilla donde vendieran la cabeza de Elena Garro. No para comprarla, pero sí para rentarla un ratito. Solo un ratito, porque debe pesar mucho ponerse una cabeza así, debe dar tortícolis de inmediato, migraña y quién sabe qué más. Yo aguantaría unos minutos, un par de horas cuando mucho, pero sí quisiera que me la rentaran, con todo y su cabellera rubia de sueños y de pesadillas. «Mis sueños siempre me aconsejan, y aunque la familia nunca lo creyó, siempre sucedieron», dice la protagonista de Sócrates y los gatos.
Fragmentos de Nueva York
Después de un tiempo en México, Elena quiso volver a San Francisco, pero (dice en su diario) Paz le pidió que no volviera, porque no les alcanzaba el dinero.
En 1945 se fue a Nueva York para trabajar y seguir pagando el hospital de su hermana, que estuvo siete años internada. Se fue, según su diario, en contra de los deseos de Paz. Allá encontró trabajo como editora en el periódico Hemisferio, que publicaba el American Jewish Committee. Vivía en el hotel Santa Lucía, en Bank Street, con una mujer llamada Ana Carner. Mientras tanto, Octavio Paz daba clases en Vermont, en el Middlebury College, y era amante de la chilena Carmen Figueroa.
Elena tuvo que dejar su trabajo en Nueva York porque Paz y Ramón Araquistáin, un amigo de Paz y amante de Elena, al que llamaban Finki, le insistieron en que se fuera a Vermont. Pero casi al momento en que llegó, Paz la echó de nuevo y tuvo que volver a Nueva York, con siete dólares en la bolsa, y suplicar que le devolvieran su trabajo. Luego Paz se fue a Nueva York, donde se hospedó aparte de Elena.
Había grandes tensiones entre los dos porque Paz no quería que su hija, que seguía en México, los alcanzara en Nueva York. Después de un «pleito feroz», Paz concedió el viaje de Helena Paz a Nueva York. Los fragmentos que quedan de sus diarios de esa época dicen: «Octavio no da el divorcio... Se echó a reír... “me quieres dar celos”... “Estoy embarazada”... Ahora busco alguien para abortar... No lo quiero. Me repugna Finki».
En sus Memorias, Helena cuenta que Finki había sido un amante muy tierno con Elena, pero que cuando quedó embarazada le dijo: «Mira que a mí no me vas a amarrar con eso; yo no quiero cargar con un paquete como el tuyo. A ver cómo te sacas eso del vientre».
El malestar va creciendo en las entradas del diario: «Pensé que me estoy volviendo loca de angustia... yo seguiré trabajando con los judíos por un sueldo miserable, ¿y quién cuidará a la niña? Volver con Octavio me da pavor». Pero al final volvieron, y Elena y su hija se fueron a París con él.
Feminismo o algo así
Elena no se consideraba feminista: «El día en que manejemos ideas propias entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista», dijo en una entrevista con Verónica Beucker, aunque en otras entrevistas utiliza la palabra feminista con más familiaridad, como en una de 1994, con Reynol Pérez Vázquez, cuando dijo que Cristo era feminista, porque primero se dejó ver por las mujeres y luego protegió y amparó a María Magdalena.
Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos.
Si hablamos de teoría, está claro que el pensamiento de Elena no venía del feminismo. Sin embargo, su obra está llena de denuncias de la violencia contra las mujeres, de protestas y críticas en contra de los abusos machistas. Hay una intuición en sus obras, una perspectiva que yo solo sé llamar feminista.
Varios de sus libros exponen la violencia física contra las mujeres. Los mejores ejemplos de esto son quizás sus obras de teatro Los perros y El rastro. Los perros cuenta la violación cíclica y sistemática de las mujeres de una familia: «Entonces se compró una pistola y con ella me golpeaba, y bañada en sangre me ocupaba. ¡Así me halló mi mamá! Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero». Es tal la magnitud de las agresiones en esta historia que a las mujeres lo único que les queda es una desgarradora resignación: «Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!».
El rastro narra el feminicidio de una mujer embarazada y el aprendizaje de la violencia, una maldición que se repite de generación en generación. «Cierren los ojos para que no contemplen la ingrata suerte de Adrián Barajas, aquí, sentado, igualito a su padre, que le clavaba espinas en las corvas y hacía que su madre se tragara su propia sangre»; no hay censura en esta obra, la violencia se describe cruda, explícita y devastadora.
En otras ocasiones, sus textos protestan contra la censura, la falta de libertad de expresión de las mujeres. Por ejemplo, en Los recuerdos del porvenir: «Recordaba a su padre y a su abuelo hablando sobre lo insoportables que eran las mujeres habladoras [...] “¡Chist! ¡Cállate, recuerda que en boca cerrada no entra mosca!” Y Conchita se quedaba de este lado de la frase sola y atontada, mientras su abuelo y su padre volvían a hablar interminables horas sobre la inferioridad de la mujer».
Critica en repetidas ocasiones los estereotipos que desacreditan la inteligencia de las mujeres. Por ejemplo, en Sócrates y los gatos le dice su padre a la protagonista: «¡Qué lástima que seas inteligente! Me das tanta pena, que podría llorar toda la eternidad. Las mujeres deben ser tontas... ¿No te lo había dicho? No. Siempre se me olvida avisarte que seas tonta...».
Aparece también en varios pasajes la idea de que la institución del matrimonio despoja a las mujeres de su humanidad y de su identidad. En Los recuerdos del porvenir dice la protagonista: «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».
En una entrevista con Rafael Luviano y Ricardo Pacheco, de 1991, dice Garro que las mujeres somos traidoras porque «tenemos que vivir de acuerdo con las ideas o la férula de un señor», y luego explica la importancia que para ella tenía la fuerza de voluntad para romper con las estructuras que las oprimen: «La mujer ha estado sometida, cierto, pero depende en gran parte de ella, porque si no le da la gana, no la somete nadie. Yo soy muy independiente, hay que tirar la casa por la ventana. Pero si te fijas, te cuesta mucho».
En cuanto a la escritura de las mujeres, en una carta a Gabriela Mora, Elena cuenta que la invitaron a un congreso para hablar de la «literatura femenina», y opina: «No está mal, ¿verdad? Podría decir: cuando la mujer escribe, muere. Es su sentencia de muerte».
Este adelanto del libro La reina de espadas, de Jazmina Barrera, se publica con autorización de Lumen.
En <i>La reina de espadas</i> (Lumen, 2024), Jazmina Barrera elabora un retrato de Elena Garro hilando con rigor fragmentos de sus obras, diarios, cartas, entrevistas y documentos de algunas de las carpetas de los <i>Elena Garro Papers</i> del archivo de Princeton.
Método de escritura
Es probable que haya sido con las monjas teresianas, en su infancia, por esa misma época en que se interesaba por el revés de las telas, que Elena aprendió a bordar. «Cuando iba de paseo, para evitar que yo cometiera destrozos, me ordenaba [su tía]: “Bordas cuatro rosas” en el mantel que hacía en la clase de labores manuales. Yo bordaba bien, pero cuatro rosas eran muchas rosas y me privaba de la libertad de jugar a las canicas o ejercitar la honda. Le enseñé a bordar a mi primo Poncho y entre los dos terminábamos rápidamente la tarea».
Su amor por el bordado y los textiles estaba ligado a su método de escritura. En una entrevista con Roberto Páramo dice: «Mi método de escribir es coser, cada vez que voy a escribir algo me pongo a bordar. A cada puntada que doy es como si escribiera una palabra, y conforme sigo la guía, la guirnalda o la margarita, voy construyendo la trama, la escena o la situación». «Si no bordara», dice, «no podría escribir».
Muchos personajes de sus obras aparecen bordando. En Los recuerdos del porvenir, por ejemplo, vemos a Ana Moncada varias veces con aguja y bastidor en mano. Ana Moncada dice que tiene nostalgia de las catástrofes: «¡Si tuviéramos un buen temblor de tierra!», y clava con ira su aguja en la tela. En los años cuarenta, Elena escribió en su diario que Octavio Paz no la dejaba bordar: «No debo bordar. Me lo prohíbe. Si llega, escondo el aro y el bordado».
¿Dónde leí que las cortinas en alguna de sus casas las había bordado enteras ella misma?
Soñar en cabeza ajena
He soñado varias veces con Elena Garro y de casi todos esos sueños me quedan imágenes inconclusas y breves: Elena Garro de pie con un traje sastre café, su imagen borrosa; Elena Garro y Bioy Casares riéndose de algo terrible y Octavio Paz preocupado. Una vez soñé que Elena entraba en una espiral de gusanos de tiempo y espacio que la llevaban desde Los Ángeles hasta San Francisco. Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore Girls.
Me encanta esa obra de teatro de Elena que se llama Benito Fernández, sobre un puesto de mercado en donde se venden cabezas. Ahí es posible comprar cabezas antiguas, quitarse la propia cabeza y ponerse la de un muerto. Las cabezas vienen con todo y memoria, y hay una, la de la señorita Ulloa, que soñaba mucho: «con estanques, con lagos, con violines, con veleros y hasta con cisnes». Cada uno de sus sueños se convierte en un cabello y al ponerse la cabeza el comprador puede habitarlos. «¿No quiere usted conocer los sueños de los muertos?», le pregunta el vendedor a un cliente potencial. «Son los verdaderos sueños y le ayudarán a conocer los suyos», insiste.
Que hubiera un puesto como ese en la Lagunilla donde vendieran la cabeza de Elena Garro. No para comprarla, pero sí para rentarla un ratito. Solo un ratito, porque debe pesar mucho ponerse una cabeza así, debe dar tortícolis de inmediato, migraña y quién sabe qué más. Yo aguantaría unos minutos, un par de horas cuando mucho, pero sí quisiera que me la rentaran, con todo y su cabellera rubia de sueños y de pesadillas. «Mis sueños siempre me aconsejan, y aunque la familia nunca lo creyó, siempre sucedieron», dice la protagonista de Sócrates y los gatos.
Fragmentos de Nueva York
Después de un tiempo en México, Elena quiso volver a San Francisco, pero (dice en su diario) Paz le pidió que no volviera, porque no les alcanzaba el dinero.
En 1945 se fue a Nueva York para trabajar y seguir pagando el hospital de su hermana, que estuvo siete años internada. Se fue, según su diario, en contra de los deseos de Paz. Allá encontró trabajo como editora en el periódico Hemisferio, que publicaba el American Jewish Committee. Vivía en el hotel Santa Lucía, en Bank Street, con una mujer llamada Ana Carner. Mientras tanto, Octavio Paz daba clases en Vermont, en el Middlebury College, y era amante de la chilena Carmen Figueroa.
Elena tuvo que dejar su trabajo en Nueva York porque Paz y Ramón Araquistáin, un amigo de Paz y amante de Elena, al que llamaban Finki, le insistieron en que se fuera a Vermont. Pero casi al momento en que llegó, Paz la echó de nuevo y tuvo que volver a Nueva York, con siete dólares en la bolsa, y suplicar que le devolvieran su trabajo. Luego Paz se fue a Nueva York, donde se hospedó aparte de Elena.
Había grandes tensiones entre los dos porque Paz no quería que su hija, que seguía en México, los alcanzara en Nueva York. Después de un «pleito feroz», Paz concedió el viaje de Helena Paz a Nueva York. Los fragmentos que quedan de sus diarios de esa época dicen: «Octavio no da el divorcio... Se echó a reír... “me quieres dar celos”... “Estoy embarazada”... Ahora busco alguien para abortar... No lo quiero. Me repugna Finki».
En sus Memorias, Helena cuenta que Finki había sido un amante muy tierno con Elena, pero que cuando quedó embarazada le dijo: «Mira que a mí no me vas a amarrar con eso; yo no quiero cargar con un paquete como el tuyo. A ver cómo te sacas eso del vientre».
El malestar va creciendo en las entradas del diario: «Pensé que me estoy volviendo loca de angustia... yo seguiré trabajando con los judíos por un sueldo miserable, ¿y quién cuidará a la niña? Volver con Octavio me da pavor». Pero al final volvieron, y Elena y su hija se fueron a París con él.
Feminismo o algo así
Elena no se consideraba feminista: «El día en que manejemos ideas propias entonces seré feminista, pero mientras manejemos intelecto masculino, no soy feminista», dijo en una entrevista con Verónica Beucker, aunque en otras entrevistas utiliza la palabra feminista con más familiaridad, como en una de 1994, con Reynol Pérez Vázquez, cuando dijo que Cristo era feminista, porque primero se dejó ver por las mujeres y luego protegió y amparó a María Magdalena.
Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos.
Si hablamos de teoría, está claro que el pensamiento de Elena no venía del feminismo. Sin embargo, su obra está llena de denuncias de la violencia contra las mujeres, de protestas y críticas en contra de los abusos machistas. Hay una intuición en sus obras, una perspectiva que yo solo sé llamar feminista.
Varios de sus libros exponen la violencia física contra las mujeres. Los mejores ejemplos de esto son quizás sus obras de teatro Los perros y El rastro. Los perros cuenta la violación cíclica y sistemática de las mujeres de una familia: «Entonces se compró una pistola y con ella me golpeaba, y bañada en sangre me ocupaba. ¡Así me halló mi mamá! Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero». Es tal la magnitud de las agresiones en esta historia que a las mujeres lo único que les queda es una desgarradora resignación: «Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!».
El rastro narra el feminicidio de una mujer embarazada y el aprendizaje de la violencia, una maldición que se repite de generación en generación. «Cierren los ojos para que no contemplen la ingrata suerte de Adrián Barajas, aquí, sentado, igualito a su padre, que le clavaba espinas en las corvas y hacía que su madre se tragara su propia sangre»; no hay censura en esta obra, la violencia se describe cruda, explícita y devastadora.
En otras ocasiones, sus textos protestan contra la censura, la falta de libertad de expresión de las mujeres. Por ejemplo, en Los recuerdos del porvenir: «Recordaba a su padre y a su abuelo hablando sobre lo insoportables que eran las mujeres habladoras [...] “¡Chist! ¡Cállate, recuerda que en boca cerrada no entra mosca!” Y Conchita se quedaba de este lado de la frase sola y atontada, mientras su abuelo y su padre volvían a hablar interminables horas sobre la inferioridad de la mujer».
Critica en repetidas ocasiones los estereotipos que desacreditan la inteligencia de las mujeres. Por ejemplo, en Sócrates y los gatos le dice su padre a la protagonista: «¡Qué lástima que seas inteligente! Me das tanta pena, que podría llorar toda la eternidad. Las mujeres deben ser tontas... ¿No te lo había dicho? No. Siempre se me olvida avisarte que seas tonta...».
Aparece también en varios pasajes la idea de que la institución del matrimonio despoja a las mujeres de su humanidad y de su identidad. En Los recuerdos del porvenir dice la protagonista: «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».
En una entrevista con Rafael Luviano y Ricardo Pacheco, de 1991, dice Garro que las mujeres somos traidoras porque «tenemos que vivir de acuerdo con las ideas o la férula de un señor», y luego explica la importancia que para ella tenía la fuerza de voluntad para romper con las estructuras que las oprimen: «La mujer ha estado sometida, cierto, pero depende en gran parte de ella, porque si no le da la gana, no la somete nadie. Yo soy muy independiente, hay que tirar la casa por la ventana. Pero si te fijas, te cuesta mucho».
En cuanto a la escritura de las mujeres, en una carta a Gabriela Mora, Elena cuenta que la invitaron a un congreso para hablar de la «literatura femenina», y opina: «No está mal, ¿verdad? Podría decir: cuando la mujer escribe, muere. Es su sentencia de muerte».
Este adelanto del libro La reina de espadas, de Jazmina Barrera, se publica con autorización de Lumen.
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