Archivo Gatopardo

Emperatriz de una esquina

Emperatriz de una esquina

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
17
.
08
.
18
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la CDMX. Es cálida y amable, pero no conviene estar en su lista negra.

Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la CDMX. Es cálida y amable, pero no conviene estar en su lista negra.

Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la CDMX. Es cálida y amable, pero no conviene estar en su lista negra.

Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la CDMX. Es cálida y amable, pero no conviene estar en su lista negra.

Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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Nos conocemos por primera vez en Bellas Artes, cruzamos la calle para colarnos al baño de un Sanborns y platicamos con la intimidad de dos amigas de la infancia. Me saluda como a alguien de su familia, me apretuja contra su cuerpo con fuerza y me mantiene ahí unos segundos. “Lo puedo catalogar de muchas formas, pero en mis propias palabras me agrada amar… este amor solamente lo damos las mujeres y con este amor me identifico”, me responde cuando le pregunto qué significa para ella ser mujer. Su abrazo es más que suficiente para confirmarme el amor al que se refiere. Su pelo largo, teñido y sus pestañas de envidia son solamente pistas de quién realmente es. Kenya es una mujer transgénero, activista y trabajadora sexual en la Ciudad de México. Es cálida y amable, pero no recomiendo estar en su lista negra. Es una guerrera, después de todo.

Salió de su casa a los nueve años, y como muchos niños en nuestro país tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces. Justo por donde estamos, en la Alameda, dormía en las coladeras. Abandonó su hogar después de que su abuela, la única que entendía su identidad, falleciera. En su segundo día fuera de casa conoció a una sexo servidora transgénero y Kenya recuerda haberse visto en un espejo en ese momento. “Yo quiero ser así”, se dijo a sí misma. Y no hubo vuelta atrás.“Sí, estaba chica de edad pero siempre he sido muy alta. Me iba bien…ahí empecé a conocer lo que es la vida”, me dice con una sonrisa sutil. Tiene una cicatriz arriba de la ceja derecha, se ve aparatosa de origen. La menciona como parte de una de las muchas batallas que ha peleado. No se detiene a contarme los detalles porque eso “ya pasó”. Y yo no insisto. “La violencia empieza desde uno mismo”, menciona refiriéndose a su proceso de transformación. Me explica que su vida ha sido como ir contra el mar, no contra la corriente, sino contra todo el mar.

En esa lucha marítima, Kenya cumplió una sentencia de diez años en la penitenciaría de Santa Martha por supuesto robo después de un altercado. “En ese entonces no teníamos ni voz ni voto, así que era robo y hasta jonrón…”, explica sobre su proceso. Kenya se percató que dentro de la penitenciaría había muchas carencias para las mujeres trans y más aún para las personas VIH positivas.“Las personas llegaban con VIH y se morían. Llegaban recién diagnosticadas, dos o tres meses después se iban al hospital y en una semana ya habían muerto”, relata. “Eso a mí me daba mucho pesar, así que levanté la voz sin importar que me castigaran y es ahí cuando entra la Clínica Especializada Condesa para saber qué estaba pasando con las personas con VIH”.[read more]Con ayuda de organizaciones como Movimiento Mexicano de Ciudadanía Positiva y el entonces existente PSI México, Kenya comienza su trabajo dentro de la penitenciaría. Ya con un conocimiento más amplio de la inclusión y el activismo, regresa a la libertad trabajando a favor de las personas enfermas de VIH y a raíz del asesinato de su amiga Paola, de la seguridad de las sexoservidoras transgénero.Ahora la visito en su oficina. Sus piernas son como carreteras envueltas en medias de red. Camino a su lado en silencio, escucho el golpeteo constante de los tacones plateados en el asfalto mientras avanzan sobre Puente de Alvarado. Se detiene al llegar a Juan Aldama, justo frente el Museo Nacional de San Carlos. En esa misma esquina, bajo el letrero rojo e incandescente de Nissan, Paola recibió dos balazos en el pecho el 30 de Septiembre del 2016.El culpable fue detenido en ese momento, ante al menos cuatro testigos, pero liberado dos días después por “falta de elementos concluyentes”. A partir de la muerte de Paola, la vida de Kenya fue un hilo constante de misas, velorios, marchas, misas, velorios y marchas. “A mí me consta que él la mató, lo hizo a 20 centímetros de mi cara”, reclama con desesperación. Con el asesino libre, Kenya estaba en peligro pero gracias a su trabajo como activista, tiene una carta de defensora de Derechos Humanos y por eso ha logrado algunas medidas de seguridad, como un botón de pánico en el Estado de México, donde vive.Kenya se fuma un cigarro en el marco de una ventana blanca. Son las nueve de la noche y el trabajo para ella apenas comienza. Es miércoles y la clientela es lenta. Me dice que en un rato saca para la comida de mañana, que los de siempre aún no han llegado. Le dice a una de sus compañeras que se “saque el toque”. Entre risas, toques de marihuana y tragos de anís, se van quitando el frío. Insisten en llamarme señorita reportera aunque les digo mi nombre. Ríen y chismean.Kenya se construyó desde cero, sus kilómetros de piel morena transpiran autoestima. La parte favorita de su cuerpo son sus senos, que son relativamente nuevos. Los luce en un brasier negro, un top de lycra y nada más. Sus ojos decorados con azul brillante están alertas, cualquier transeúnte es un cliente potencial. Kenya le pide un cigarro a unos turistas japoneses, bromea con ellos a pesar de la barrera del lenguaje y saluda a los policías con ánimos. Llegan otras muchachas, unas solo a saludar y otras a trabajar. Ella es la emperatriz de esta esquina y nadie lo puede negar.

Un día voy a su casa, me menciona que sólo yo y otros pocos periodistas sabemos dónde está. Me siento halagada y confundida. Creo que me ve cara de niña y por eso confía en mí. Kenya y su amiga Claudia –una exsexo servidora trans que ahora es estilista– acaban de abrir un salón de belleza en el portón de su casa. Kenya está pensando regresar a trabajar aquí por su casa, dice que es más tranquilo. Vive una vida casi normal de lunes a jueves, pero el viernes llega la hora de salir a trabajar, porque el dinero no alcanza. A veces disfruta su trabajo, otras no… como todos.De regreso en su esquina Kenya me comenta que se quiere cambiar el look, que todo lo de Paola la ha dejado agotada y sin tiempo para cuidarse. Se siente renovada porque acaba de ir a recibir a la primavera en Teotihuacán y mañana tiene cita en el salón. Está pensando en rubio. Me despido porque sé que soy un obstáculo en su trabajo, me abrazan como si no me fueran a ver otra vez. Ella es la viva imagen de quien no necesita un trono o una corona para ser una reina. Ella, desde su esquina, es María Antonieta y Grace Kelly, pero es sobre todo Kenya.[/read]

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