La nueva edición del Festival Internacional de Cine UNAM ofrece una programación que incluye la retrospectiva de una de las más grandes figuras del cine ucraniano y lo nuevo de un joven cineasta ruso distanciado de la propaganda del Kremlin. El pasaporte no mata la empatía o la imaginación.
Al cine se le dificulta cambiar el mundo. Las noticias, en cambio, definen nuestras imágenes y los rincones que las proyectan. Con los cierres de salas obligados por la pandemia y los boicots contra el cine ruso que Cannes, Glasgow y otros festivales más anunciaron a propósito de la invasión en Ucrania, estos espacios se han convertido en una zona de conflicto: hay tensión entre las necesarias proyecciones en línea y los ideales encuentros en salas; entre la fobia que asocia todo lo ruso a la figura de Putin y la libertad crítica que nos permite encontrar en las películas oposiciones a la voluntad criminal de invadir.
Este año el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM) participa en estos choques desde la resistencia y por ello ofrece funciones presenciales repartidas en la Ciudad de México, aunque agrega otras más en línea para quienes no pueden ir a las salas; también alberga la retrospectiva de una de las más grandes figuras del cine ucraniano, Larisa Shepitko, y un foco centrado en un prometedor cineasta ruso cuya humanidad demuestra su distancia del Kremlin: Vadim Kostrov.
La resistencia envuelve a toda la programación que, como siempre en FICUNAM, evade las convenciones del cine industrial, pero también define los temas de las películas que se podrán ver del 10 al 20 de marzo, empezando por dos clásicos dirigidos por Shepitko. El primero de ellos, Wings (1966), aborda la defensa del territorio ucraniano y la nación soviética como un presente detenido en la memoria. La protagonista, que fue piloto de combate durante la invasión de la Alemania nazi, enfrenta las dificultades de ser convertida en icono y de vivir con los traumas de la guerra. Ser mujer le complica más las cosas pero le permite también encontrar la solidaridad en otras camaradas; con una de ellas baila y canta en una escena conmovedora, libre de la melancolía cotidiana: la alegría, parece decirnos Shepitko, es una fuerza revolucionaria.
Enseguida The Ascent (1977) tiene también un vínculo con el presente bélico de Ucrania, ya que narra la historia de dos partisanos que se alejan de su unidad para buscar comida y se encuentran con las penurias de la gente que vive diariamente la ocupación nazi. Si en un momento los protagonistas llegan a ser duros con una pareja que trabaja para el invasor, más adelante los torturadores enemigos los ponen a prueba. Shepitko usa una imaginería cristiana para filmar a uno de ellos y evoca a la Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer para celebrar su fidelidad a la causa. Al fascismo se le resiste con rifles, con el cuerpo lastimado pero, sobre todo, con solidaridad y convicción. Al tocar estos temas, las películas de Shepitko se hacen automáticamente contemporáneas.
Un importante cineasta ucraniano de la actualidad, Serguéi Loznitsa, nos muestra en Babi Yar. Context (2021) las consecuencias de ceder a los invasores. Aunque sus películas sobre la historia reciente de su país tienden a validar la mitología nacionalista oficial, en esta vuelta al pasado —a partir de material de archivo— Loznitsa aborda varios temas: el central es la masacre de 1941 en Babi Yar, a las afueras de Kiev, Ucrania, donde fueron asesinados más de treinta mil judíos a lo largo de dos días. No existen imágenes de ello y sería una extensión del crimen mostrarlas, así que Loznitsa se concentra en los días previos y posteriores a la ejecución en masa y contempla la inacción de los ciudadanos, que reciben sin oposición —a veces con alegría— a las fuerzas de ocupación alemanas y luego soviéticas. El desenlace, donde vemos los juicios para esclarecer el gran crimen, nos golpea con la indolencia de los responsables y la dureza de la justicia.
El foco centrado en el joven director ruso Vadim Kostrov nos enseña una filmografía que no es directamente política y no discute la resistencia como tal; más bien se enfoca en la maravilla de recolectar la realidad con imágenes que logran ser, más que un viaje, un espacio habitable: una casa hecha de recuerdos y luces de vehículos, de postes, que encienden la noche como si fueran estrellas. La rebelión viene, en este caso, del propio FICUNAM, que se rehúsa a negarle sus pantallas a un director opuesto a la guerra lanzada por su gobierno. El pasaporte no mata la empatía o la imaginación, y eso se nota particularmente en Summer (2021) y Orpheus (2021). La primera nos muestra un verano filmado en video que lo abarca todo, de la infancia al amor y las noches cálidas de diversión en el campo ruso, mientras que la segunda explora la vida común —pero hermosa— de los jóvenes en la ciudad: sus fiestas y sus ratos solitarios practicando con la guitarra. Kostrov no intenta decir algo sino lo contrario; su silencio hace del cine un mundo.
De vuelta al cine de resistencia, nos encontramos con Nazli Dinçel, una cineasta estadounidense nacida en Turquía que emplea el erotismo como goce y reto. Su serie de cortometrajes Solitary Acts 4, 5 y 6 (2015) describen la historia de su sexualidad, desde los descubrimientos más inocentes hasta la madurez que los transforma en imágenes cinematográficas. Dinçel se apega a la tradición de Carolee Schneemann de convertir su cuerpo, su intimidad, en planos y se masturba frente a la cámara mientras las palabras rayadas en el celuloide refuerzan su narración. Hacia el final de Solitary Acts 4 Dinçel cuenta la insistencia de su abuela en que aprenda a rezar en árabe y la forma que encontró de alcanzar el orgasmo durante las plegarias. Así la directora enfrenta su legado familiar y describe la migración como un distanciamiento entre la costumbre y la libertad.
Me gustaría rematar con una película que es sobre todo un acto político donde se confunden la ficción y la personalidad de su director, el israelí Nadav Lapid. Ahed’s Knee (2021) narra el viaje de un cineasta a un pueblo recóndito donde presentará una de sus obras pero se le exige evitar ciertos temas que puedan afectar al gobierno israelí. Entre soliloquios y fantasías donde se demuestra que estamos viendo la película dirigida por el protagonista, la tensión va escalando hasta un inolvidable momento de confrontación entre el aparente doble de Lapid y una sociedad aferrada a su misión de desplazar a otros. El cine queda expresado como un espacio de resistencia que, por su cuenta, no puede cambiar realidades ni detener un ejército, pero puede enfrentar los discursos que los mueven. También conecta a algunos de nosotros a partir de sus imágenes mientras comparte otras consciencias y nos muestra, en la diferencia, nuestra cercanía.