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Fotografía de Luis Cortes/REUTERS.
Las reformas a la burocracia federal que propuso López Obrador, de aprobarse, cambiarían la relación del Estado con muchos ciudadanos. Además, su proyecto le da prioridad al Estado sobre otros actores, centraliza el poder y aumenta la discrecionalidad, aunque no mejora las capacidades del aparato para resolver los problemas del país.
En las últimas semanas, el gobierno federal presentó dos iniciativas de reforma a la administración pública que implicarían fusiones y eliminaciones de organizaciones federales, cambios muy significativos en la relación del gobierno con los privados y la profundización de los principios obradoristas de austeridad y control político de la burocracia. Este frenesí reformador es un tanto inquietante. Para empezar, las propuestas se están presentando durante la recta final de la administración de López Obrador, lo que sugiere que su intención es implementar cambios con efectos de mediano y quizá de largo plazo. Más problemática aún es la argumentación que se esgrime en las iniciativas. Por ejemplo, nunca se prueba que las organizaciones por fusionar o desaparecer realmente adolezcan de los problemas que se les achaca. Tampoco quedan claros los efectos esperados de la reorganización propuesta, lo que no es nada menor dada la diversidad de temas y poblaciones que se podrían ver afectadas y que incluyen adultos mayores, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades mineras, entre otras.
Pero vamos por partes. El pasado 13 de abril, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados un proyecto de reforma legal que plantea modificar varias disposiciones con la intención de implementar una “simplificación orgánica” a fin, dice el proyecto, de adelgazar la estructura de la administración pública federal, evitar duplicidades y eliminar la dispersión de recursos públicos. Específicamente, se propone la transformación, fusión o eliminación de dieciocho organismos federales desconcentrados o descentralizados, es decir, organizaciones que cuentan con autonomía técnica y, en el caso de los segundos, autonomía de gestión. En la reforma se incluyen, entre otros, organismos tan diversos como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Instituto Nacional de Pesca y Acuacultura, el Fideicomiso de Fomento Minero, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, el Instituto Mexicano de la Juventud y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción.
Este proyecto de reorganización se presentó tan solo unos días después de otra iniciativa, específicamente la del 28 de marzo. Esta otra reforma propone varios ajustes importantes. Primero, plantea una serie de medidas destinadas a permitir que el Estado anule resoluciones administrativas (como contratos de obra pública o de arrendamiento) en caso de violaciones a las reglas o actos de corrupción. En segundo lugar, se propone un conjunto de medidas orientadas, según argumentan los autores del proyecto, a prevenir actos que perjudiquen el interés público y que puedan dañar las finanzas del Estado. Estas incluyen la posibilidad de revocar unilateralmente actos administrativos, establecer cláusulas mucho más favorables para el Estado en contratos con empresas y personas privadas, favorecer las licitaciones internacionales y homologar límites salariales para altos funcionarios como parte de la austeridad republicana.
La iniciativa de marzo también habla de la asignación preferencial de servicios y proyectos a entidades de la propia administración pública. Esto implica, por ejemplo, que sería preferible hacer obra pública por medio de proveedores públicos (como el Ejército) antes que contratar empresas privadas. Además, introduce el principio de “confianza administrativa”, que sugiere que el gobierno podría comenzar a construir obras públicas o brindar servicios al tiempo que se tramitan permisos y otros procedimientos. Por ejemplo, una construcción que podría afectar irreparablemente el medioambiente podría iniciarse sin tener que esperar a cumplir con la manifestación de impacto ambiental.
En cualquier caso, más allá de los detalles específicos, lo que me interesa, a propósito de estas y otras reformas que se han impulsado en el sexenio, es entender cómo el obradorismo ve a la administración pública y a la reforma administrativa en particular. Pienso que, al observar el panorama completo, podemos obtener una visión más clara del tipo de administración que el presidente y sus aliados tienen en mente. Esto es importante porque las transformaciones de las estructuras y procesos de la administración pública pueden tener implicaciones muy serias para el funcionamiento del Estado y en la vida de las personas y, por ende, es necesario sopesarlas cuidadosamente.
La reforma administrativa
Para empezar a comprender la relevancia de los cambios que propone el gobierno federal, es necesario explicar qué son y por qué son importantes las reformas administrativas. Partamos de la premisa de que la administración pública desempeña un papel crucial en dar coherencia a las medidas adoptadas por el Estado y en canalizar las visiones incluidas en los proyectos de gobierno. Por lo tanto, los ajustes y cambios deliberados en ese aparato, es decir, la reforma administrativa, se pueden interpretar como esfuerzos del propio Estado por mejorar la alineación de su principal herramienta, la administración pública, con sus objetivos y visión de gobierno.
En ese sentido, las reformas administrativas adquieren importancia porque van más allá de reorganizaciones episódicas, recortes burocráticos o cambios en reglas, procedimientos o trámites específicos. Su relevancia radica en su capacidad para transformar fundamentalmente la forma en que un gobierno opera y cómo se relaciona con las personas. Esto incluye cuestiones nada menores como qué tan asimétrica o parcial es esa relación y si las personas y las comunidades pueden esperar que sus derechos estén realmente garantizados. En otras palabras, las reformas administrativas son de vital importancia, ya que pueden impulsar cambios profundos en la forma de gobernar. Estas pueden llevar a la creación de gobiernos más frugales o más dispendiosos, más transparentes o más opacos, más dinámicos o más aletargados. Más aún, como afirma María del Carmen Pardo en un libro clásico de los estudios de administración pública en México, la reforma es un recurso sumamente útil para generar, mantener o transformar consensos sociales en torno a un proyecto político.
A lo largo de la historia de México, ha habido cambios en la administración pública casi ininterrumpidamente. Estos a menudo se han justificado con base en la coyuntura, en doctrinas administrativas en boga o en diagnósticos de variables rigor y objetividad, pero siempre se han guiado por visiones particulares de gobierno. Durante la etapa de reconstrucción del poder central y ante la necesidad de pacificar el país y reducir la dispersión de recursos después de la Revolución mexicana, se crearon cuerpos burocráticos centralizados que estaban directamente vinculados con el presidente y el partido oficial. Más tarde, cuando el objetivo fue impulsar el “desarrollo estabilizador”, la reforma administrativa se orientó hacia el crecimiento de las burocracias, la intervención estatal en la economía y la expansión de la infraestructura y los servicios públicos.
En las últimas décadas, durante el periodo de transición hacia la democracia, la reforma administrativa se caracterizó, en términos muy generales, por cuatro objetivos. En primer lugar, se buscó mejorar la eficiencia y la agilidad de las burocracias estatales, lo que llevó a recortes, privatizaciones y otras medidas destinadas a hacer al Estado más flexible y manejable. En segundo lugar, el retraimiento del Estado promovió el fortalecimiento de la capacidad de regulación del mismo. Como resultado, se crearon marcos legales que le dotaron de autoridad y poder regulatorio. Tercero, se buscó construir y consolidar organizaciones públicas con mayor especialización técnica e independencia, lo que resultó en la creación de organismos inicialmente desconcentrados, luego descentralizados y, más recientemente, con plena autonomía, como el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información o el Instituto Nacional Electoral. Finalmente, se trató de combatir los abusos y la discrecionalidad que han caracterizado la gestión pública mexicana. Para alcanzar este último objetivo, se impulsaron reformas en materia de fiscalización, profesionalización, transparencia y control de la corrupción. Algunas de estas reformas han tenido un gran éxito, mientras que otras tuvieron resultados mixtos, fracasaron o fueron saboteadas o abandonadas en el camino. Sin embargo, es innegable que, en su conjunto, estas reformas han generado cambios profundos en el sector público y en la interacción de la sociedad con el Estado.
La propuesta obradorista
Como dice Lisheng Dong, profesor de administración pública, las reformas administrativas se pueden caracterizar en función de dos tipos de “racionalidad”. Por un lado, existen programas de reforma que se orientan hacia la instrumentalidad de la administración pública. Estos ponen énfasis en los medios administrativos, como las organizaciones, las reglas y los trámites, y su relación con objetivos deseados. Su principal preocupación es asegurar los instrumentos más adecuados para alcanzar esos fines, lo que generalmente significa diseñar medios más racionales y eficientes, es decir, que minimizan costos y maximizan los beneficios esperados. Por otro lado, hay programas de reforma impulsados por creencias o valores específicos, como la frugalidad o la justicia. Es decir, en esta segunda lógica el énfasis se encuentra en los principios. Por lo tanto, las acciones en sí mismas se consideran intrínsecamente valiosas, con independencia de las consecuencias o los resultados. Estas reformas suelen promover cambios que se consideran necesarios, apropiados o que se representan como imperativos morales, incluso si no siempre conducen a los resultados más eficientes o provechosos. La idea es que las propuestas de reforma administrativa en el mundo real pueden combinar elementos de una u otra lógica, pero típicamente tienden a inclinarse hacia alguna de las dos.
Gran parte de los esfuerzos recientes de reforma administrativa en todo el mundo, al menos desde la década de 1980, se pueden asociar con un movimiento conocido entre los expertos como la “nueva gestión pública”. Este enfoque sostiene que los gobiernos deben optimizar sus herramientas y prácticas administrativas para lograr mejores resultados. La nueva gestión pública se basa en la adopción de prácticas y técnicas diversas, muchas de ellas inspiradas en el sector privado, con el objetivo de que la administración pública sea más eficiente y eficaz. Esto implica prestar mayor atención a aspectos como la medición del desempeño, la introducción de incentivos similares a los del mercado competitivo, la digitalización, la descentralización y la transparencia. En otras palabras, esta corriente se basa en una lógica instrumental que busca asegurar que las organizaciones públicas, los trámites, los servicios y las reglas administrativas sean más eficaces, eficientes, transparentes y receptivos a las demandas de los ciudadanos.
En el caso de México, la nueva gestión pública tuvo un peso significativo en la retórica de los gobiernos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, particularmente en lo que toca a la justificación de políticas de modernización y mejora de la gestión pública. Sin embargo, en la práctica estos gobiernos implementaron reformas que solo se asemejaban modestamente a las recomendadas por esta corriente —aunque muchas sí estaban, en buena medida, orientadas a reparar o modernizar algunos de los medios administrativos del Estado mexicano—. Varias de estas reformas buscaban homologar estándares, adquirir recursos, aumentar la transparencia, depurar procedimientos, acotar la regulación burocrática y otros objetivos relacionados con mejorar la capacidad de gobierno y, sobre todo, con fortalecer el control sobre la maquinaria gubernamental. Como dije, no todas estas reformas fueron exitosas, pero lo que me interesa recalcar es que el grueso de los esfuerzos de modernización previos al gobierno actual se puede caracterizar como afines a una lógica instrumental.
El gobierno de López Obrador ha planteado un programa de reforma administrativa menos articulado que sus predecesores. Sin embargo, incluso las primeras medidas adoptadas, como la política de austeridad republicana y la supresión de unidades administrativas y fideicomisos públicos, ya sugerían una aproximación diferente hacia la administración pública: una menos preocupada por la idoneidad técnica de los instrumentos administrativos y, en cambio, mucho más orientada por los principios del proyecto del presidente, aun a despecho de las consecuencias para la administración misma. En esencia, la propuesta administrativa del obradorismo parece sostenerse en la retórica de que hay valores y principios a los que gobiernos anteriores renunciaron y es necesario recuperarlos a toda costa: la primacía del Estado sobre otros actores sociales, la “justa medianía” juarista en el ejercicio de los cargos públicos y la superioridad del control político sobre otras consideraciones.
Esta orientación de la propuesta obradorista hacia principios y reclamaciones puntuales es particularmente evidente en los proyectos de reforma que se presentaron en estos días. Por ejemplo, la reivindicación del interés superior del Estado es palpable en la propuesta de incluir términos más ventajosos para este en contratos públicos. También es evidente en la idea de revocar actos administrativos cuando convenga a los intereses del Estado, cuando se propone preferir la provisión de obra y servicios por medio de entidades estatales antes que privados, e incluso cuando se plantea el principio de “confianza administrativa” (aquello de confiar en que el gobierno no violará derechos o no causará daños). Por su parte, la idea de la “justa medianía” tiene su expresión más clara en las medidas de austeridad que ahora se pretenden aplicar por medio de una reforma comprehensiva a leyes de la administración pública, organismos autónomos y otros poderes. Finalmente, la superioridad del control político se hace evidente en la importancia que el presidente da a la lealtad hacia su proyecto y en el claro espíritu centralizador de las reformas. De prosperar, los cambios no solo readscribirían distintas organizaciones al sector central y, por lo tanto, las someterían directamente a la autoridad presidencial, sino que, más significativamente, se eliminaría la autonomía técnica y de gestión de múltiples agencias especializadas en diversos sectores de política pública. En este sentido, las reformas abonan a una mayor concentración de poder, en tanto se limitan o de plano se eliminan frenos y contrapesos técnicos al seno de la administración pública.
De modo que en los detalles de la reforma administrativa de López Obrador se revela una orientación distinta a la que ha predominado en gobiernos recientes. En esto se puede afirmar que la promesa de una “transformación” sin duda se ha cumplido. No obstante, esta orientación no necesariamente parte de una retórica nueva (mucho se ha dicho ya sobre la nostalgia del presidente por el estatismo de otros años) ni tampoco supone una lógica forjadora de cambios que permitan solucionar los problemas públicos ni los de la administración. Esto es así porque hay en el obradorismo, como afirmó Fernando Escalante, una tensión paradójica entre una retórica ostentosamente estatista y un debilitamiento de partes significativas del Estado y su aparato administrativo.
Retos y riesgos
Parte de la controversia que han suscitado las propuestas de reforma del presidente radica en que se construyen desde una lógica distinta a la que defienden sus críticos. Es una especie de debate entre personas que hablan dos idiomas diferentes. Unos hablan usualmente desde la importancia técnica de los instrumentos y las capacidades y su relación con resultados específicos, mientras que los otros hablan desde una posición afianzada en un proyecto político que gravita en torno a López Obrador. Para los primeros, una reforma administrativa es una cuestión técnica de ajustes incrementales, argumentados con base en su valor instrumental; para los otros, una reforma es una cuestión de reafirmación de principios y de ajustes quizá inciertos, pero presuntamente reivindicadores.
Estas consideraciones nos ayudan a comprender mejor los objetivos y el carácter específico de la propuesta de reforma administrativa del gobierno actual. También arrojan luz sobre los retos y riesgos asociados con la visión del presidente que, como ya decía, está afianzada en una racionalidad que supone que los cambios en la administración pública son valiosos en sí mismos, independientemente de las consecuencias.
En primer lugar, una reforma anclada fundamentalmente en principios como los que contiene el proyecto obradorista puede pasar por alto las restricciones y realidades prácticas de la administración pública. A menudo se deben tomar decisiones que equilibren diferentes valores, consideraciones prácticas y necesidades materiales. La inflexibilidad puede dificultar la capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y de tomar decisiones equilibradas. En segundo lugar, las reformas fundamentadas en un diagnóstico principalmente normativo y político, antes que técnico y factual, podrían agravar problemas que ya padecemos, como la falta de recursos y capacidades, la arbitrariedad y parcialidad en las decisiones, así como la politización de la administración pública. De hecho, la falta de consideración por los medios puede terminar por erosionar las capacidades existentes. Por último y no menos importante, la rendición de cuentas y la solución de los problemas públicos se pueden obstaculizar, especialmente si las decisiones se justifican por sí mismas, sin una evaluación clara de los resultados y las consecuencias. La falta de razones puntuales, de métricas y evidencias puede dificultar la identificación y la corrección de problemas y desatinos.
Estos riesgos no son meras especulaciones, sino realidades cada vez más evidentes en la administración pública mexicana. La falta de recursos básicos para llevar a cabo tareas y proporcionar servicios públicos, la incapacidad para controlar la corrupción, la creciente opacidad en diversas áreas de la administración federal, el riesgo cada vez mayor de clientelismo, la falta de políticas para la profesionalización del empleo público y la constante improvisación en la toma de decisiones son algunos de los problemas que hemos venido presenciando. Además, hemos observado cómo algunas promesas se vuelven ineficaces debido a la desaparición de herramientas de gestión. En consecuencia, muchas acciones tienen un impacto limitado o incluso adverso. Estas carencias y el abandono de los instrumentos han dado lugar a alternativas cuestionables, como la creciente militarización de la administración pública o la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, las cuales implican aún mayores riesgos y no necesariamente resuelven los problemas.
No puedo predecir si los legisladores analizarán detenidamente las recientes propuestas de reforma administrativa del presidente o si las aprobarán rápidamente, como han hecho en el pasado. Sin embargo, lo que sí puedo afirmar es que, si estas reformas no se complementan con un análisis técnico más riguroso y si no se enfocan realmente en la construcción y el fortalecimiento de instituciones administrativas más allá de la retórica estatista y los principios de austeridad del obradorismo, es muy probable que agravemos los problemas existentes y pongamos en peligro el mejor instrumento que tenemos para salir del atolladero, esto es, la administración pública. No tengo demasiado optimismo al respecto, pero considero que la gravedad de las consecuencias de una reforma administrativa mal concebida al menos merece una discusión seria, basada en argumentos y evidencias, con cabeza fría, y no desde la tripa y un imprudente sentido de urgencia.
Las reformas a la burocracia federal que propuso López Obrador, de aprobarse, cambiarían la relación del Estado con muchos ciudadanos. Además, su proyecto le da prioridad al Estado sobre otros actores, centraliza el poder y aumenta la discrecionalidad, aunque no mejora las capacidades del aparato para resolver los problemas del país.
En las últimas semanas, el gobierno federal presentó dos iniciativas de reforma a la administración pública que implicarían fusiones y eliminaciones de organizaciones federales, cambios muy significativos en la relación del gobierno con los privados y la profundización de los principios obradoristas de austeridad y control político de la burocracia. Este frenesí reformador es un tanto inquietante. Para empezar, las propuestas se están presentando durante la recta final de la administración de López Obrador, lo que sugiere que su intención es implementar cambios con efectos de mediano y quizá de largo plazo. Más problemática aún es la argumentación que se esgrime en las iniciativas. Por ejemplo, nunca se prueba que las organizaciones por fusionar o desaparecer realmente adolezcan de los problemas que se les achaca. Tampoco quedan claros los efectos esperados de la reorganización propuesta, lo que no es nada menor dada la diversidad de temas y poblaciones que se podrían ver afectadas y que incluyen adultos mayores, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades mineras, entre otras.
Pero vamos por partes. El pasado 13 de abril, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados un proyecto de reforma legal que plantea modificar varias disposiciones con la intención de implementar una “simplificación orgánica” a fin, dice el proyecto, de adelgazar la estructura de la administración pública federal, evitar duplicidades y eliminar la dispersión de recursos públicos. Específicamente, se propone la transformación, fusión o eliminación de dieciocho organismos federales desconcentrados o descentralizados, es decir, organizaciones que cuentan con autonomía técnica y, en el caso de los segundos, autonomía de gestión. En la reforma se incluyen, entre otros, organismos tan diversos como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Instituto Nacional de Pesca y Acuacultura, el Fideicomiso de Fomento Minero, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, el Instituto Mexicano de la Juventud y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción.
Este proyecto de reorganización se presentó tan solo unos días después de otra iniciativa, específicamente la del 28 de marzo. Esta otra reforma propone varios ajustes importantes. Primero, plantea una serie de medidas destinadas a permitir que el Estado anule resoluciones administrativas (como contratos de obra pública o de arrendamiento) en caso de violaciones a las reglas o actos de corrupción. En segundo lugar, se propone un conjunto de medidas orientadas, según argumentan los autores del proyecto, a prevenir actos que perjudiquen el interés público y que puedan dañar las finanzas del Estado. Estas incluyen la posibilidad de revocar unilateralmente actos administrativos, establecer cláusulas mucho más favorables para el Estado en contratos con empresas y personas privadas, favorecer las licitaciones internacionales y homologar límites salariales para altos funcionarios como parte de la austeridad republicana.
La iniciativa de marzo también habla de la asignación preferencial de servicios y proyectos a entidades de la propia administración pública. Esto implica, por ejemplo, que sería preferible hacer obra pública por medio de proveedores públicos (como el Ejército) antes que contratar empresas privadas. Además, introduce el principio de “confianza administrativa”, que sugiere que el gobierno podría comenzar a construir obras públicas o brindar servicios al tiempo que se tramitan permisos y otros procedimientos. Por ejemplo, una construcción que podría afectar irreparablemente el medioambiente podría iniciarse sin tener que esperar a cumplir con la manifestación de impacto ambiental.
En cualquier caso, más allá de los detalles específicos, lo que me interesa, a propósito de estas y otras reformas que se han impulsado en el sexenio, es entender cómo el obradorismo ve a la administración pública y a la reforma administrativa en particular. Pienso que, al observar el panorama completo, podemos obtener una visión más clara del tipo de administración que el presidente y sus aliados tienen en mente. Esto es importante porque las transformaciones de las estructuras y procesos de la administración pública pueden tener implicaciones muy serias para el funcionamiento del Estado y en la vida de las personas y, por ende, es necesario sopesarlas cuidadosamente.
La reforma administrativa
Para empezar a comprender la relevancia de los cambios que propone el gobierno federal, es necesario explicar qué son y por qué son importantes las reformas administrativas. Partamos de la premisa de que la administración pública desempeña un papel crucial en dar coherencia a las medidas adoptadas por el Estado y en canalizar las visiones incluidas en los proyectos de gobierno. Por lo tanto, los ajustes y cambios deliberados en ese aparato, es decir, la reforma administrativa, se pueden interpretar como esfuerzos del propio Estado por mejorar la alineación de su principal herramienta, la administración pública, con sus objetivos y visión de gobierno.
En ese sentido, las reformas administrativas adquieren importancia porque van más allá de reorganizaciones episódicas, recortes burocráticos o cambios en reglas, procedimientos o trámites específicos. Su relevancia radica en su capacidad para transformar fundamentalmente la forma en que un gobierno opera y cómo se relaciona con las personas. Esto incluye cuestiones nada menores como qué tan asimétrica o parcial es esa relación y si las personas y las comunidades pueden esperar que sus derechos estén realmente garantizados. En otras palabras, las reformas administrativas son de vital importancia, ya que pueden impulsar cambios profundos en la forma de gobernar. Estas pueden llevar a la creación de gobiernos más frugales o más dispendiosos, más transparentes o más opacos, más dinámicos o más aletargados. Más aún, como afirma María del Carmen Pardo en un libro clásico de los estudios de administración pública en México, la reforma es un recurso sumamente útil para generar, mantener o transformar consensos sociales en torno a un proyecto político.
A lo largo de la historia de México, ha habido cambios en la administración pública casi ininterrumpidamente. Estos a menudo se han justificado con base en la coyuntura, en doctrinas administrativas en boga o en diagnósticos de variables rigor y objetividad, pero siempre se han guiado por visiones particulares de gobierno. Durante la etapa de reconstrucción del poder central y ante la necesidad de pacificar el país y reducir la dispersión de recursos después de la Revolución mexicana, se crearon cuerpos burocráticos centralizados que estaban directamente vinculados con el presidente y el partido oficial. Más tarde, cuando el objetivo fue impulsar el “desarrollo estabilizador”, la reforma administrativa se orientó hacia el crecimiento de las burocracias, la intervención estatal en la economía y la expansión de la infraestructura y los servicios públicos.
En las últimas décadas, durante el periodo de transición hacia la democracia, la reforma administrativa se caracterizó, en términos muy generales, por cuatro objetivos. En primer lugar, se buscó mejorar la eficiencia y la agilidad de las burocracias estatales, lo que llevó a recortes, privatizaciones y otras medidas destinadas a hacer al Estado más flexible y manejable. En segundo lugar, el retraimiento del Estado promovió el fortalecimiento de la capacidad de regulación del mismo. Como resultado, se crearon marcos legales que le dotaron de autoridad y poder regulatorio. Tercero, se buscó construir y consolidar organizaciones públicas con mayor especialización técnica e independencia, lo que resultó en la creación de organismos inicialmente desconcentrados, luego descentralizados y, más recientemente, con plena autonomía, como el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información o el Instituto Nacional Electoral. Finalmente, se trató de combatir los abusos y la discrecionalidad que han caracterizado la gestión pública mexicana. Para alcanzar este último objetivo, se impulsaron reformas en materia de fiscalización, profesionalización, transparencia y control de la corrupción. Algunas de estas reformas han tenido un gran éxito, mientras que otras tuvieron resultados mixtos, fracasaron o fueron saboteadas o abandonadas en el camino. Sin embargo, es innegable que, en su conjunto, estas reformas han generado cambios profundos en el sector público y en la interacción de la sociedad con el Estado.
La propuesta obradorista
Como dice Lisheng Dong, profesor de administración pública, las reformas administrativas se pueden caracterizar en función de dos tipos de “racionalidad”. Por un lado, existen programas de reforma que se orientan hacia la instrumentalidad de la administración pública. Estos ponen énfasis en los medios administrativos, como las organizaciones, las reglas y los trámites, y su relación con objetivos deseados. Su principal preocupación es asegurar los instrumentos más adecuados para alcanzar esos fines, lo que generalmente significa diseñar medios más racionales y eficientes, es decir, que minimizan costos y maximizan los beneficios esperados. Por otro lado, hay programas de reforma impulsados por creencias o valores específicos, como la frugalidad o la justicia. Es decir, en esta segunda lógica el énfasis se encuentra en los principios. Por lo tanto, las acciones en sí mismas se consideran intrínsecamente valiosas, con independencia de las consecuencias o los resultados. Estas reformas suelen promover cambios que se consideran necesarios, apropiados o que se representan como imperativos morales, incluso si no siempre conducen a los resultados más eficientes o provechosos. La idea es que las propuestas de reforma administrativa en el mundo real pueden combinar elementos de una u otra lógica, pero típicamente tienden a inclinarse hacia alguna de las dos.
Gran parte de los esfuerzos recientes de reforma administrativa en todo el mundo, al menos desde la década de 1980, se pueden asociar con un movimiento conocido entre los expertos como la “nueva gestión pública”. Este enfoque sostiene que los gobiernos deben optimizar sus herramientas y prácticas administrativas para lograr mejores resultados. La nueva gestión pública se basa en la adopción de prácticas y técnicas diversas, muchas de ellas inspiradas en el sector privado, con el objetivo de que la administración pública sea más eficiente y eficaz. Esto implica prestar mayor atención a aspectos como la medición del desempeño, la introducción de incentivos similares a los del mercado competitivo, la digitalización, la descentralización y la transparencia. En otras palabras, esta corriente se basa en una lógica instrumental que busca asegurar que las organizaciones públicas, los trámites, los servicios y las reglas administrativas sean más eficaces, eficientes, transparentes y receptivos a las demandas de los ciudadanos.
En el caso de México, la nueva gestión pública tuvo un peso significativo en la retórica de los gobiernos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, particularmente en lo que toca a la justificación de políticas de modernización y mejora de la gestión pública. Sin embargo, en la práctica estos gobiernos implementaron reformas que solo se asemejaban modestamente a las recomendadas por esta corriente —aunque muchas sí estaban, en buena medida, orientadas a reparar o modernizar algunos de los medios administrativos del Estado mexicano—. Varias de estas reformas buscaban homologar estándares, adquirir recursos, aumentar la transparencia, depurar procedimientos, acotar la regulación burocrática y otros objetivos relacionados con mejorar la capacidad de gobierno y, sobre todo, con fortalecer el control sobre la maquinaria gubernamental. Como dije, no todas estas reformas fueron exitosas, pero lo que me interesa recalcar es que el grueso de los esfuerzos de modernización previos al gobierno actual se puede caracterizar como afines a una lógica instrumental.
El gobierno de López Obrador ha planteado un programa de reforma administrativa menos articulado que sus predecesores. Sin embargo, incluso las primeras medidas adoptadas, como la política de austeridad republicana y la supresión de unidades administrativas y fideicomisos públicos, ya sugerían una aproximación diferente hacia la administración pública: una menos preocupada por la idoneidad técnica de los instrumentos administrativos y, en cambio, mucho más orientada por los principios del proyecto del presidente, aun a despecho de las consecuencias para la administración misma. En esencia, la propuesta administrativa del obradorismo parece sostenerse en la retórica de que hay valores y principios a los que gobiernos anteriores renunciaron y es necesario recuperarlos a toda costa: la primacía del Estado sobre otros actores sociales, la “justa medianía” juarista en el ejercicio de los cargos públicos y la superioridad del control político sobre otras consideraciones.
Esta orientación de la propuesta obradorista hacia principios y reclamaciones puntuales es particularmente evidente en los proyectos de reforma que se presentaron en estos días. Por ejemplo, la reivindicación del interés superior del Estado es palpable en la propuesta de incluir términos más ventajosos para este en contratos públicos. También es evidente en la idea de revocar actos administrativos cuando convenga a los intereses del Estado, cuando se propone preferir la provisión de obra y servicios por medio de entidades estatales antes que privados, e incluso cuando se plantea el principio de “confianza administrativa” (aquello de confiar en que el gobierno no violará derechos o no causará daños). Por su parte, la idea de la “justa medianía” tiene su expresión más clara en las medidas de austeridad que ahora se pretenden aplicar por medio de una reforma comprehensiva a leyes de la administración pública, organismos autónomos y otros poderes. Finalmente, la superioridad del control político se hace evidente en la importancia que el presidente da a la lealtad hacia su proyecto y en el claro espíritu centralizador de las reformas. De prosperar, los cambios no solo readscribirían distintas organizaciones al sector central y, por lo tanto, las someterían directamente a la autoridad presidencial, sino que, más significativamente, se eliminaría la autonomía técnica y de gestión de múltiples agencias especializadas en diversos sectores de política pública. En este sentido, las reformas abonan a una mayor concentración de poder, en tanto se limitan o de plano se eliminan frenos y contrapesos técnicos al seno de la administración pública.
De modo que en los detalles de la reforma administrativa de López Obrador se revela una orientación distinta a la que ha predominado en gobiernos recientes. En esto se puede afirmar que la promesa de una “transformación” sin duda se ha cumplido. No obstante, esta orientación no necesariamente parte de una retórica nueva (mucho se ha dicho ya sobre la nostalgia del presidente por el estatismo de otros años) ni tampoco supone una lógica forjadora de cambios que permitan solucionar los problemas públicos ni los de la administración. Esto es así porque hay en el obradorismo, como afirmó Fernando Escalante, una tensión paradójica entre una retórica ostentosamente estatista y un debilitamiento de partes significativas del Estado y su aparato administrativo.
Retos y riesgos
Parte de la controversia que han suscitado las propuestas de reforma del presidente radica en que se construyen desde una lógica distinta a la que defienden sus críticos. Es una especie de debate entre personas que hablan dos idiomas diferentes. Unos hablan usualmente desde la importancia técnica de los instrumentos y las capacidades y su relación con resultados específicos, mientras que los otros hablan desde una posición afianzada en un proyecto político que gravita en torno a López Obrador. Para los primeros, una reforma administrativa es una cuestión técnica de ajustes incrementales, argumentados con base en su valor instrumental; para los otros, una reforma es una cuestión de reafirmación de principios y de ajustes quizá inciertos, pero presuntamente reivindicadores.
Estas consideraciones nos ayudan a comprender mejor los objetivos y el carácter específico de la propuesta de reforma administrativa del gobierno actual. También arrojan luz sobre los retos y riesgos asociados con la visión del presidente que, como ya decía, está afianzada en una racionalidad que supone que los cambios en la administración pública son valiosos en sí mismos, independientemente de las consecuencias.
En primer lugar, una reforma anclada fundamentalmente en principios como los que contiene el proyecto obradorista puede pasar por alto las restricciones y realidades prácticas de la administración pública. A menudo se deben tomar decisiones que equilibren diferentes valores, consideraciones prácticas y necesidades materiales. La inflexibilidad puede dificultar la capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y de tomar decisiones equilibradas. En segundo lugar, las reformas fundamentadas en un diagnóstico principalmente normativo y político, antes que técnico y factual, podrían agravar problemas que ya padecemos, como la falta de recursos y capacidades, la arbitrariedad y parcialidad en las decisiones, así como la politización de la administración pública. De hecho, la falta de consideración por los medios puede terminar por erosionar las capacidades existentes. Por último y no menos importante, la rendición de cuentas y la solución de los problemas públicos se pueden obstaculizar, especialmente si las decisiones se justifican por sí mismas, sin una evaluación clara de los resultados y las consecuencias. La falta de razones puntuales, de métricas y evidencias puede dificultar la identificación y la corrección de problemas y desatinos.
Estos riesgos no son meras especulaciones, sino realidades cada vez más evidentes en la administración pública mexicana. La falta de recursos básicos para llevar a cabo tareas y proporcionar servicios públicos, la incapacidad para controlar la corrupción, la creciente opacidad en diversas áreas de la administración federal, el riesgo cada vez mayor de clientelismo, la falta de políticas para la profesionalización del empleo público y la constante improvisación en la toma de decisiones son algunos de los problemas que hemos venido presenciando. Además, hemos observado cómo algunas promesas se vuelven ineficaces debido a la desaparición de herramientas de gestión. En consecuencia, muchas acciones tienen un impacto limitado o incluso adverso. Estas carencias y el abandono de los instrumentos han dado lugar a alternativas cuestionables, como la creciente militarización de la administración pública o la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, las cuales implican aún mayores riesgos y no necesariamente resuelven los problemas.
No puedo predecir si los legisladores analizarán detenidamente las recientes propuestas de reforma administrativa del presidente o si las aprobarán rápidamente, como han hecho en el pasado. Sin embargo, lo que sí puedo afirmar es que, si estas reformas no se complementan con un análisis técnico más riguroso y si no se enfocan realmente en la construcción y el fortalecimiento de instituciones administrativas más allá de la retórica estatista y los principios de austeridad del obradorismo, es muy probable que agravemos los problemas existentes y pongamos en peligro el mejor instrumento que tenemos para salir del atolladero, esto es, la administración pública. No tengo demasiado optimismo al respecto, pero considero que la gravedad de las consecuencias de una reforma administrativa mal concebida al menos merece una discusión seria, basada en argumentos y evidencias, con cabeza fría, y no desde la tripa y un imprudente sentido de urgencia.
Fotografía de Luis Cortes/REUTERS.
Las reformas a la burocracia federal que propuso López Obrador, de aprobarse, cambiarían la relación del Estado con muchos ciudadanos. Además, su proyecto le da prioridad al Estado sobre otros actores, centraliza el poder y aumenta la discrecionalidad, aunque no mejora las capacidades del aparato para resolver los problemas del país.
En las últimas semanas, el gobierno federal presentó dos iniciativas de reforma a la administración pública que implicarían fusiones y eliminaciones de organizaciones federales, cambios muy significativos en la relación del gobierno con los privados y la profundización de los principios obradoristas de austeridad y control político de la burocracia. Este frenesí reformador es un tanto inquietante. Para empezar, las propuestas se están presentando durante la recta final de la administración de López Obrador, lo que sugiere que su intención es implementar cambios con efectos de mediano y quizá de largo plazo. Más problemática aún es la argumentación que se esgrime en las iniciativas. Por ejemplo, nunca se prueba que las organizaciones por fusionar o desaparecer realmente adolezcan de los problemas que se les achaca. Tampoco quedan claros los efectos esperados de la reorganización propuesta, lo que no es nada menor dada la diversidad de temas y poblaciones que se podrían ver afectadas y que incluyen adultos mayores, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades mineras, entre otras.
Pero vamos por partes. El pasado 13 de abril, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados un proyecto de reforma legal que plantea modificar varias disposiciones con la intención de implementar una “simplificación orgánica” a fin, dice el proyecto, de adelgazar la estructura de la administración pública federal, evitar duplicidades y eliminar la dispersión de recursos públicos. Específicamente, se propone la transformación, fusión o eliminación de dieciocho organismos federales desconcentrados o descentralizados, es decir, organizaciones que cuentan con autonomía técnica y, en el caso de los segundos, autonomía de gestión. En la reforma se incluyen, entre otros, organismos tan diversos como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Instituto Nacional de Pesca y Acuacultura, el Fideicomiso de Fomento Minero, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, el Instituto Mexicano de la Juventud y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción.
Este proyecto de reorganización se presentó tan solo unos días después de otra iniciativa, específicamente la del 28 de marzo. Esta otra reforma propone varios ajustes importantes. Primero, plantea una serie de medidas destinadas a permitir que el Estado anule resoluciones administrativas (como contratos de obra pública o de arrendamiento) en caso de violaciones a las reglas o actos de corrupción. En segundo lugar, se propone un conjunto de medidas orientadas, según argumentan los autores del proyecto, a prevenir actos que perjudiquen el interés público y que puedan dañar las finanzas del Estado. Estas incluyen la posibilidad de revocar unilateralmente actos administrativos, establecer cláusulas mucho más favorables para el Estado en contratos con empresas y personas privadas, favorecer las licitaciones internacionales y homologar límites salariales para altos funcionarios como parte de la austeridad republicana.
La iniciativa de marzo también habla de la asignación preferencial de servicios y proyectos a entidades de la propia administración pública. Esto implica, por ejemplo, que sería preferible hacer obra pública por medio de proveedores públicos (como el Ejército) antes que contratar empresas privadas. Además, introduce el principio de “confianza administrativa”, que sugiere que el gobierno podría comenzar a construir obras públicas o brindar servicios al tiempo que se tramitan permisos y otros procedimientos. Por ejemplo, una construcción que podría afectar irreparablemente el medioambiente podría iniciarse sin tener que esperar a cumplir con la manifestación de impacto ambiental.
En cualquier caso, más allá de los detalles específicos, lo que me interesa, a propósito de estas y otras reformas que se han impulsado en el sexenio, es entender cómo el obradorismo ve a la administración pública y a la reforma administrativa en particular. Pienso que, al observar el panorama completo, podemos obtener una visión más clara del tipo de administración que el presidente y sus aliados tienen en mente. Esto es importante porque las transformaciones de las estructuras y procesos de la administración pública pueden tener implicaciones muy serias para el funcionamiento del Estado y en la vida de las personas y, por ende, es necesario sopesarlas cuidadosamente.
La reforma administrativa
Para empezar a comprender la relevancia de los cambios que propone el gobierno federal, es necesario explicar qué son y por qué son importantes las reformas administrativas. Partamos de la premisa de que la administración pública desempeña un papel crucial en dar coherencia a las medidas adoptadas por el Estado y en canalizar las visiones incluidas en los proyectos de gobierno. Por lo tanto, los ajustes y cambios deliberados en ese aparato, es decir, la reforma administrativa, se pueden interpretar como esfuerzos del propio Estado por mejorar la alineación de su principal herramienta, la administración pública, con sus objetivos y visión de gobierno.
En ese sentido, las reformas administrativas adquieren importancia porque van más allá de reorganizaciones episódicas, recortes burocráticos o cambios en reglas, procedimientos o trámites específicos. Su relevancia radica en su capacidad para transformar fundamentalmente la forma en que un gobierno opera y cómo se relaciona con las personas. Esto incluye cuestiones nada menores como qué tan asimétrica o parcial es esa relación y si las personas y las comunidades pueden esperar que sus derechos estén realmente garantizados. En otras palabras, las reformas administrativas son de vital importancia, ya que pueden impulsar cambios profundos en la forma de gobernar. Estas pueden llevar a la creación de gobiernos más frugales o más dispendiosos, más transparentes o más opacos, más dinámicos o más aletargados. Más aún, como afirma María del Carmen Pardo en un libro clásico de los estudios de administración pública en México, la reforma es un recurso sumamente útil para generar, mantener o transformar consensos sociales en torno a un proyecto político.
A lo largo de la historia de México, ha habido cambios en la administración pública casi ininterrumpidamente. Estos a menudo se han justificado con base en la coyuntura, en doctrinas administrativas en boga o en diagnósticos de variables rigor y objetividad, pero siempre se han guiado por visiones particulares de gobierno. Durante la etapa de reconstrucción del poder central y ante la necesidad de pacificar el país y reducir la dispersión de recursos después de la Revolución mexicana, se crearon cuerpos burocráticos centralizados que estaban directamente vinculados con el presidente y el partido oficial. Más tarde, cuando el objetivo fue impulsar el “desarrollo estabilizador”, la reforma administrativa se orientó hacia el crecimiento de las burocracias, la intervención estatal en la economía y la expansión de la infraestructura y los servicios públicos.
En las últimas décadas, durante el periodo de transición hacia la democracia, la reforma administrativa se caracterizó, en términos muy generales, por cuatro objetivos. En primer lugar, se buscó mejorar la eficiencia y la agilidad de las burocracias estatales, lo que llevó a recortes, privatizaciones y otras medidas destinadas a hacer al Estado más flexible y manejable. En segundo lugar, el retraimiento del Estado promovió el fortalecimiento de la capacidad de regulación del mismo. Como resultado, se crearon marcos legales que le dotaron de autoridad y poder regulatorio. Tercero, se buscó construir y consolidar organizaciones públicas con mayor especialización técnica e independencia, lo que resultó en la creación de organismos inicialmente desconcentrados, luego descentralizados y, más recientemente, con plena autonomía, como el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información o el Instituto Nacional Electoral. Finalmente, se trató de combatir los abusos y la discrecionalidad que han caracterizado la gestión pública mexicana. Para alcanzar este último objetivo, se impulsaron reformas en materia de fiscalización, profesionalización, transparencia y control de la corrupción. Algunas de estas reformas han tenido un gran éxito, mientras que otras tuvieron resultados mixtos, fracasaron o fueron saboteadas o abandonadas en el camino. Sin embargo, es innegable que, en su conjunto, estas reformas han generado cambios profundos en el sector público y en la interacción de la sociedad con el Estado.
La propuesta obradorista
Como dice Lisheng Dong, profesor de administración pública, las reformas administrativas se pueden caracterizar en función de dos tipos de “racionalidad”. Por un lado, existen programas de reforma que se orientan hacia la instrumentalidad de la administración pública. Estos ponen énfasis en los medios administrativos, como las organizaciones, las reglas y los trámites, y su relación con objetivos deseados. Su principal preocupación es asegurar los instrumentos más adecuados para alcanzar esos fines, lo que generalmente significa diseñar medios más racionales y eficientes, es decir, que minimizan costos y maximizan los beneficios esperados. Por otro lado, hay programas de reforma impulsados por creencias o valores específicos, como la frugalidad o la justicia. Es decir, en esta segunda lógica el énfasis se encuentra en los principios. Por lo tanto, las acciones en sí mismas se consideran intrínsecamente valiosas, con independencia de las consecuencias o los resultados. Estas reformas suelen promover cambios que se consideran necesarios, apropiados o que se representan como imperativos morales, incluso si no siempre conducen a los resultados más eficientes o provechosos. La idea es que las propuestas de reforma administrativa en el mundo real pueden combinar elementos de una u otra lógica, pero típicamente tienden a inclinarse hacia alguna de las dos.
Gran parte de los esfuerzos recientes de reforma administrativa en todo el mundo, al menos desde la década de 1980, se pueden asociar con un movimiento conocido entre los expertos como la “nueva gestión pública”. Este enfoque sostiene que los gobiernos deben optimizar sus herramientas y prácticas administrativas para lograr mejores resultados. La nueva gestión pública se basa en la adopción de prácticas y técnicas diversas, muchas de ellas inspiradas en el sector privado, con el objetivo de que la administración pública sea más eficiente y eficaz. Esto implica prestar mayor atención a aspectos como la medición del desempeño, la introducción de incentivos similares a los del mercado competitivo, la digitalización, la descentralización y la transparencia. En otras palabras, esta corriente se basa en una lógica instrumental que busca asegurar que las organizaciones públicas, los trámites, los servicios y las reglas administrativas sean más eficaces, eficientes, transparentes y receptivos a las demandas de los ciudadanos.
En el caso de México, la nueva gestión pública tuvo un peso significativo en la retórica de los gobiernos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, particularmente en lo que toca a la justificación de políticas de modernización y mejora de la gestión pública. Sin embargo, en la práctica estos gobiernos implementaron reformas que solo se asemejaban modestamente a las recomendadas por esta corriente —aunque muchas sí estaban, en buena medida, orientadas a reparar o modernizar algunos de los medios administrativos del Estado mexicano—. Varias de estas reformas buscaban homologar estándares, adquirir recursos, aumentar la transparencia, depurar procedimientos, acotar la regulación burocrática y otros objetivos relacionados con mejorar la capacidad de gobierno y, sobre todo, con fortalecer el control sobre la maquinaria gubernamental. Como dije, no todas estas reformas fueron exitosas, pero lo que me interesa recalcar es que el grueso de los esfuerzos de modernización previos al gobierno actual se puede caracterizar como afines a una lógica instrumental.
El gobierno de López Obrador ha planteado un programa de reforma administrativa menos articulado que sus predecesores. Sin embargo, incluso las primeras medidas adoptadas, como la política de austeridad republicana y la supresión de unidades administrativas y fideicomisos públicos, ya sugerían una aproximación diferente hacia la administración pública: una menos preocupada por la idoneidad técnica de los instrumentos administrativos y, en cambio, mucho más orientada por los principios del proyecto del presidente, aun a despecho de las consecuencias para la administración misma. En esencia, la propuesta administrativa del obradorismo parece sostenerse en la retórica de que hay valores y principios a los que gobiernos anteriores renunciaron y es necesario recuperarlos a toda costa: la primacía del Estado sobre otros actores sociales, la “justa medianía” juarista en el ejercicio de los cargos públicos y la superioridad del control político sobre otras consideraciones.
Esta orientación de la propuesta obradorista hacia principios y reclamaciones puntuales es particularmente evidente en los proyectos de reforma que se presentaron en estos días. Por ejemplo, la reivindicación del interés superior del Estado es palpable en la propuesta de incluir términos más ventajosos para este en contratos públicos. También es evidente en la idea de revocar actos administrativos cuando convenga a los intereses del Estado, cuando se propone preferir la provisión de obra y servicios por medio de entidades estatales antes que privados, e incluso cuando se plantea el principio de “confianza administrativa” (aquello de confiar en que el gobierno no violará derechos o no causará daños). Por su parte, la idea de la “justa medianía” tiene su expresión más clara en las medidas de austeridad que ahora se pretenden aplicar por medio de una reforma comprehensiva a leyes de la administración pública, organismos autónomos y otros poderes. Finalmente, la superioridad del control político se hace evidente en la importancia que el presidente da a la lealtad hacia su proyecto y en el claro espíritu centralizador de las reformas. De prosperar, los cambios no solo readscribirían distintas organizaciones al sector central y, por lo tanto, las someterían directamente a la autoridad presidencial, sino que, más significativamente, se eliminaría la autonomía técnica y de gestión de múltiples agencias especializadas en diversos sectores de política pública. En este sentido, las reformas abonan a una mayor concentración de poder, en tanto se limitan o de plano se eliminan frenos y contrapesos técnicos al seno de la administración pública.
De modo que en los detalles de la reforma administrativa de López Obrador se revela una orientación distinta a la que ha predominado en gobiernos recientes. En esto se puede afirmar que la promesa de una “transformación” sin duda se ha cumplido. No obstante, esta orientación no necesariamente parte de una retórica nueva (mucho se ha dicho ya sobre la nostalgia del presidente por el estatismo de otros años) ni tampoco supone una lógica forjadora de cambios que permitan solucionar los problemas públicos ni los de la administración. Esto es así porque hay en el obradorismo, como afirmó Fernando Escalante, una tensión paradójica entre una retórica ostentosamente estatista y un debilitamiento de partes significativas del Estado y su aparato administrativo.
Retos y riesgos
Parte de la controversia que han suscitado las propuestas de reforma del presidente radica en que se construyen desde una lógica distinta a la que defienden sus críticos. Es una especie de debate entre personas que hablan dos idiomas diferentes. Unos hablan usualmente desde la importancia técnica de los instrumentos y las capacidades y su relación con resultados específicos, mientras que los otros hablan desde una posición afianzada en un proyecto político que gravita en torno a López Obrador. Para los primeros, una reforma administrativa es una cuestión técnica de ajustes incrementales, argumentados con base en su valor instrumental; para los otros, una reforma es una cuestión de reafirmación de principios y de ajustes quizá inciertos, pero presuntamente reivindicadores.
Estas consideraciones nos ayudan a comprender mejor los objetivos y el carácter específico de la propuesta de reforma administrativa del gobierno actual. También arrojan luz sobre los retos y riesgos asociados con la visión del presidente que, como ya decía, está afianzada en una racionalidad que supone que los cambios en la administración pública son valiosos en sí mismos, independientemente de las consecuencias.
En primer lugar, una reforma anclada fundamentalmente en principios como los que contiene el proyecto obradorista puede pasar por alto las restricciones y realidades prácticas de la administración pública. A menudo se deben tomar decisiones que equilibren diferentes valores, consideraciones prácticas y necesidades materiales. La inflexibilidad puede dificultar la capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y de tomar decisiones equilibradas. En segundo lugar, las reformas fundamentadas en un diagnóstico principalmente normativo y político, antes que técnico y factual, podrían agravar problemas que ya padecemos, como la falta de recursos y capacidades, la arbitrariedad y parcialidad en las decisiones, así como la politización de la administración pública. De hecho, la falta de consideración por los medios puede terminar por erosionar las capacidades existentes. Por último y no menos importante, la rendición de cuentas y la solución de los problemas públicos se pueden obstaculizar, especialmente si las decisiones se justifican por sí mismas, sin una evaluación clara de los resultados y las consecuencias. La falta de razones puntuales, de métricas y evidencias puede dificultar la identificación y la corrección de problemas y desatinos.
Estos riesgos no son meras especulaciones, sino realidades cada vez más evidentes en la administración pública mexicana. La falta de recursos básicos para llevar a cabo tareas y proporcionar servicios públicos, la incapacidad para controlar la corrupción, la creciente opacidad en diversas áreas de la administración federal, el riesgo cada vez mayor de clientelismo, la falta de políticas para la profesionalización del empleo público y la constante improvisación en la toma de decisiones son algunos de los problemas que hemos venido presenciando. Además, hemos observado cómo algunas promesas se vuelven ineficaces debido a la desaparición de herramientas de gestión. En consecuencia, muchas acciones tienen un impacto limitado o incluso adverso. Estas carencias y el abandono de los instrumentos han dado lugar a alternativas cuestionables, como la creciente militarización de la administración pública o la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, las cuales implican aún mayores riesgos y no necesariamente resuelven los problemas.
No puedo predecir si los legisladores analizarán detenidamente las recientes propuestas de reforma administrativa del presidente o si las aprobarán rápidamente, como han hecho en el pasado. Sin embargo, lo que sí puedo afirmar es que, si estas reformas no se complementan con un análisis técnico más riguroso y si no se enfocan realmente en la construcción y el fortalecimiento de instituciones administrativas más allá de la retórica estatista y los principios de austeridad del obradorismo, es muy probable que agravemos los problemas existentes y pongamos en peligro el mejor instrumento que tenemos para salir del atolladero, esto es, la administración pública. No tengo demasiado optimismo al respecto, pero considero que la gravedad de las consecuencias de una reforma administrativa mal concebida al menos merece una discusión seria, basada en argumentos y evidencias, con cabeza fría, y no desde la tripa y un imprudente sentido de urgencia.
Las reformas a la burocracia federal que propuso López Obrador, de aprobarse, cambiarían la relación del Estado con muchos ciudadanos. Además, su proyecto le da prioridad al Estado sobre otros actores, centraliza el poder y aumenta la discrecionalidad, aunque no mejora las capacidades del aparato para resolver los problemas del país.
En las últimas semanas, el gobierno federal presentó dos iniciativas de reforma a la administración pública que implicarían fusiones y eliminaciones de organizaciones federales, cambios muy significativos en la relación del gobierno con los privados y la profundización de los principios obradoristas de austeridad y control político de la burocracia. Este frenesí reformador es un tanto inquietante. Para empezar, las propuestas se están presentando durante la recta final de la administración de López Obrador, lo que sugiere que su intención es implementar cambios con efectos de mediano y quizá de largo plazo. Más problemática aún es la argumentación que se esgrime en las iniciativas. Por ejemplo, nunca se prueba que las organizaciones por fusionar o desaparecer realmente adolezcan de los problemas que se les achaca. Tampoco quedan claros los efectos esperados de la reorganización propuesta, lo que no es nada menor dada la diversidad de temas y poblaciones que se podrían ver afectadas y que incluyen adultos mayores, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades mineras, entre otras.
Pero vamos por partes. El pasado 13 de abril, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados un proyecto de reforma legal que plantea modificar varias disposiciones con la intención de implementar una “simplificación orgánica” a fin, dice el proyecto, de adelgazar la estructura de la administración pública federal, evitar duplicidades y eliminar la dispersión de recursos públicos. Específicamente, se propone la transformación, fusión o eliminación de dieciocho organismos federales desconcentrados o descentralizados, es decir, organizaciones que cuentan con autonomía técnica y, en el caso de los segundos, autonomía de gestión. En la reforma se incluyen, entre otros, organismos tan diversos como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Instituto Nacional de Pesca y Acuacultura, el Fideicomiso de Fomento Minero, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, el Instituto Mexicano de la Juventud y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción.
Este proyecto de reorganización se presentó tan solo unos días después de otra iniciativa, específicamente la del 28 de marzo. Esta otra reforma propone varios ajustes importantes. Primero, plantea una serie de medidas destinadas a permitir que el Estado anule resoluciones administrativas (como contratos de obra pública o de arrendamiento) en caso de violaciones a las reglas o actos de corrupción. En segundo lugar, se propone un conjunto de medidas orientadas, según argumentan los autores del proyecto, a prevenir actos que perjudiquen el interés público y que puedan dañar las finanzas del Estado. Estas incluyen la posibilidad de revocar unilateralmente actos administrativos, establecer cláusulas mucho más favorables para el Estado en contratos con empresas y personas privadas, favorecer las licitaciones internacionales y homologar límites salariales para altos funcionarios como parte de la austeridad republicana.
La iniciativa de marzo también habla de la asignación preferencial de servicios y proyectos a entidades de la propia administración pública. Esto implica, por ejemplo, que sería preferible hacer obra pública por medio de proveedores públicos (como el Ejército) antes que contratar empresas privadas. Además, introduce el principio de “confianza administrativa”, que sugiere que el gobierno podría comenzar a construir obras públicas o brindar servicios al tiempo que se tramitan permisos y otros procedimientos. Por ejemplo, una construcción que podría afectar irreparablemente el medioambiente podría iniciarse sin tener que esperar a cumplir con la manifestación de impacto ambiental.
En cualquier caso, más allá de los detalles específicos, lo que me interesa, a propósito de estas y otras reformas que se han impulsado en el sexenio, es entender cómo el obradorismo ve a la administración pública y a la reforma administrativa en particular. Pienso que, al observar el panorama completo, podemos obtener una visión más clara del tipo de administración que el presidente y sus aliados tienen en mente. Esto es importante porque las transformaciones de las estructuras y procesos de la administración pública pueden tener implicaciones muy serias para el funcionamiento del Estado y en la vida de las personas y, por ende, es necesario sopesarlas cuidadosamente.
La reforma administrativa
Para empezar a comprender la relevancia de los cambios que propone el gobierno federal, es necesario explicar qué son y por qué son importantes las reformas administrativas. Partamos de la premisa de que la administración pública desempeña un papel crucial en dar coherencia a las medidas adoptadas por el Estado y en canalizar las visiones incluidas en los proyectos de gobierno. Por lo tanto, los ajustes y cambios deliberados en ese aparato, es decir, la reforma administrativa, se pueden interpretar como esfuerzos del propio Estado por mejorar la alineación de su principal herramienta, la administración pública, con sus objetivos y visión de gobierno.
En ese sentido, las reformas administrativas adquieren importancia porque van más allá de reorganizaciones episódicas, recortes burocráticos o cambios en reglas, procedimientos o trámites específicos. Su relevancia radica en su capacidad para transformar fundamentalmente la forma en que un gobierno opera y cómo se relaciona con las personas. Esto incluye cuestiones nada menores como qué tan asimétrica o parcial es esa relación y si las personas y las comunidades pueden esperar que sus derechos estén realmente garantizados. En otras palabras, las reformas administrativas son de vital importancia, ya que pueden impulsar cambios profundos en la forma de gobernar. Estas pueden llevar a la creación de gobiernos más frugales o más dispendiosos, más transparentes o más opacos, más dinámicos o más aletargados. Más aún, como afirma María del Carmen Pardo en un libro clásico de los estudios de administración pública en México, la reforma es un recurso sumamente útil para generar, mantener o transformar consensos sociales en torno a un proyecto político.
A lo largo de la historia de México, ha habido cambios en la administración pública casi ininterrumpidamente. Estos a menudo se han justificado con base en la coyuntura, en doctrinas administrativas en boga o en diagnósticos de variables rigor y objetividad, pero siempre se han guiado por visiones particulares de gobierno. Durante la etapa de reconstrucción del poder central y ante la necesidad de pacificar el país y reducir la dispersión de recursos después de la Revolución mexicana, se crearon cuerpos burocráticos centralizados que estaban directamente vinculados con el presidente y el partido oficial. Más tarde, cuando el objetivo fue impulsar el “desarrollo estabilizador”, la reforma administrativa se orientó hacia el crecimiento de las burocracias, la intervención estatal en la economía y la expansión de la infraestructura y los servicios públicos.
En las últimas décadas, durante el periodo de transición hacia la democracia, la reforma administrativa se caracterizó, en términos muy generales, por cuatro objetivos. En primer lugar, se buscó mejorar la eficiencia y la agilidad de las burocracias estatales, lo que llevó a recortes, privatizaciones y otras medidas destinadas a hacer al Estado más flexible y manejable. En segundo lugar, el retraimiento del Estado promovió el fortalecimiento de la capacidad de regulación del mismo. Como resultado, se crearon marcos legales que le dotaron de autoridad y poder regulatorio. Tercero, se buscó construir y consolidar organizaciones públicas con mayor especialización técnica e independencia, lo que resultó en la creación de organismos inicialmente desconcentrados, luego descentralizados y, más recientemente, con plena autonomía, como el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información o el Instituto Nacional Electoral. Finalmente, se trató de combatir los abusos y la discrecionalidad que han caracterizado la gestión pública mexicana. Para alcanzar este último objetivo, se impulsaron reformas en materia de fiscalización, profesionalización, transparencia y control de la corrupción. Algunas de estas reformas han tenido un gran éxito, mientras que otras tuvieron resultados mixtos, fracasaron o fueron saboteadas o abandonadas en el camino. Sin embargo, es innegable que, en su conjunto, estas reformas han generado cambios profundos en el sector público y en la interacción de la sociedad con el Estado.
La propuesta obradorista
Como dice Lisheng Dong, profesor de administración pública, las reformas administrativas se pueden caracterizar en función de dos tipos de “racionalidad”. Por un lado, existen programas de reforma que se orientan hacia la instrumentalidad de la administración pública. Estos ponen énfasis en los medios administrativos, como las organizaciones, las reglas y los trámites, y su relación con objetivos deseados. Su principal preocupación es asegurar los instrumentos más adecuados para alcanzar esos fines, lo que generalmente significa diseñar medios más racionales y eficientes, es decir, que minimizan costos y maximizan los beneficios esperados. Por otro lado, hay programas de reforma impulsados por creencias o valores específicos, como la frugalidad o la justicia. Es decir, en esta segunda lógica el énfasis se encuentra en los principios. Por lo tanto, las acciones en sí mismas se consideran intrínsecamente valiosas, con independencia de las consecuencias o los resultados. Estas reformas suelen promover cambios que se consideran necesarios, apropiados o que se representan como imperativos morales, incluso si no siempre conducen a los resultados más eficientes o provechosos. La idea es que las propuestas de reforma administrativa en el mundo real pueden combinar elementos de una u otra lógica, pero típicamente tienden a inclinarse hacia alguna de las dos.
Gran parte de los esfuerzos recientes de reforma administrativa en todo el mundo, al menos desde la década de 1980, se pueden asociar con un movimiento conocido entre los expertos como la “nueva gestión pública”. Este enfoque sostiene que los gobiernos deben optimizar sus herramientas y prácticas administrativas para lograr mejores resultados. La nueva gestión pública se basa en la adopción de prácticas y técnicas diversas, muchas de ellas inspiradas en el sector privado, con el objetivo de que la administración pública sea más eficiente y eficaz. Esto implica prestar mayor atención a aspectos como la medición del desempeño, la introducción de incentivos similares a los del mercado competitivo, la digitalización, la descentralización y la transparencia. En otras palabras, esta corriente se basa en una lógica instrumental que busca asegurar que las organizaciones públicas, los trámites, los servicios y las reglas administrativas sean más eficaces, eficientes, transparentes y receptivos a las demandas de los ciudadanos.
En el caso de México, la nueva gestión pública tuvo un peso significativo en la retórica de los gobiernos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, particularmente en lo que toca a la justificación de políticas de modernización y mejora de la gestión pública. Sin embargo, en la práctica estos gobiernos implementaron reformas que solo se asemejaban modestamente a las recomendadas por esta corriente —aunque muchas sí estaban, en buena medida, orientadas a reparar o modernizar algunos de los medios administrativos del Estado mexicano—. Varias de estas reformas buscaban homologar estándares, adquirir recursos, aumentar la transparencia, depurar procedimientos, acotar la regulación burocrática y otros objetivos relacionados con mejorar la capacidad de gobierno y, sobre todo, con fortalecer el control sobre la maquinaria gubernamental. Como dije, no todas estas reformas fueron exitosas, pero lo que me interesa recalcar es que el grueso de los esfuerzos de modernización previos al gobierno actual se puede caracterizar como afines a una lógica instrumental.
El gobierno de López Obrador ha planteado un programa de reforma administrativa menos articulado que sus predecesores. Sin embargo, incluso las primeras medidas adoptadas, como la política de austeridad republicana y la supresión de unidades administrativas y fideicomisos públicos, ya sugerían una aproximación diferente hacia la administración pública: una menos preocupada por la idoneidad técnica de los instrumentos administrativos y, en cambio, mucho más orientada por los principios del proyecto del presidente, aun a despecho de las consecuencias para la administración misma. En esencia, la propuesta administrativa del obradorismo parece sostenerse en la retórica de que hay valores y principios a los que gobiernos anteriores renunciaron y es necesario recuperarlos a toda costa: la primacía del Estado sobre otros actores sociales, la “justa medianía” juarista en el ejercicio de los cargos públicos y la superioridad del control político sobre otras consideraciones.
Esta orientación de la propuesta obradorista hacia principios y reclamaciones puntuales es particularmente evidente en los proyectos de reforma que se presentaron en estos días. Por ejemplo, la reivindicación del interés superior del Estado es palpable en la propuesta de incluir términos más ventajosos para este en contratos públicos. También es evidente en la idea de revocar actos administrativos cuando convenga a los intereses del Estado, cuando se propone preferir la provisión de obra y servicios por medio de entidades estatales antes que privados, e incluso cuando se plantea el principio de “confianza administrativa” (aquello de confiar en que el gobierno no violará derechos o no causará daños). Por su parte, la idea de la “justa medianía” tiene su expresión más clara en las medidas de austeridad que ahora se pretenden aplicar por medio de una reforma comprehensiva a leyes de la administración pública, organismos autónomos y otros poderes. Finalmente, la superioridad del control político se hace evidente en la importancia que el presidente da a la lealtad hacia su proyecto y en el claro espíritu centralizador de las reformas. De prosperar, los cambios no solo readscribirían distintas organizaciones al sector central y, por lo tanto, las someterían directamente a la autoridad presidencial, sino que, más significativamente, se eliminaría la autonomía técnica y de gestión de múltiples agencias especializadas en diversos sectores de política pública. En este sentido, las reformas abonan a una mayor concentración de poder, en tanto se limitan o de plano se eliminan frenos y contrapesos técnicos al seno de la administración pública.
De modo que en los detalles de la reforma administrativa de López Obrador se revela una orientación distinta a la que ha predominado en gobiernos recientes. En esto se puede afirmar que la promesa de una “transformación” sin duda se ha cumplido. No obstante, esta orientación no necesariamente parte de una retórica nueva (mucho se ha dicho ya sobre la nostalgia del presidente por el estatismo de otros años) ni tampoco supone una lógica forjadora de cambios que permitan solucionar los problemas públicos ni los de la administración. Esto es así porque hay en el obradorismo, como afirmó Fernando Escalante, una tensión paradójica entre una retórica ostentosamente estatista y un debilitamiento de partes significativas del Estado y su aparato administrativo.
Retos y riesgos
Parte de la controversia que han suscitado las propuestas de reforma del presidente radica en que se construyen desde una lógica distinta a la que defienden sus críticos. Es una especie de debate entre personas que hablan dos idiomas diferentes. Unos hablan usualmente desde la importancia técnica de los instrumentos y las capacidades y su relación con resultados específicos, mientras que los otros hablan desde una posición afianzada en un proyecto político que gravita en torno a López Obrador. Para los primeros, una reforma administrativa es una cuestión técnica de ajustes incrementales, argumentados con base en su valor instrumental; para los otros, una reforma es una cuestión de reafirmación de principios y de ajustes quizá inciertos, pero presuntamente reivindicadores.
Estas consideraciones nos ayudan a comprender mejor los objetivos y el carácter específico de la propuesta de reforma administrativa del gobierno actual. También arrojan luz sobre los retos y riesgos asociados con la visión del presidente que, como ya decía, está afianzada en una racionalidad que supone que los cambios en la administración pública son valiosos en sí mismos, independientemente de las consecuencias.
En primer lugar, una reforma anclada fundamentalmente en principios como los que contiene el proyecto obradorista puede pasar por alto las restricciones y realidades prácticas de la administración pública. A menudo se deben tomar decisiones que equilibren diferentes valores, consideraciones prácticas y necesidades materiales. La inflexibilidad puede dificultar la capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y de tomar decisiones equilibradas. En segundo lugar, las reformas fundamentadas en un diagnóstico principalmente normativo y político, antes que técnico y factual, podrían agravar problemas que ya padecemos, como la falta de recursos y capacidades, la arbitrariedad y parcialidad en las decisiones, así como la politización de la administración pública. De hecho, la falta de consideración por los medios puede terminar por erosionar las capacidades existentes. Por último y no menos importante, la rendición de cuentas y la solución de los problemas públicos se pueden obstaculizar, especialmente si las decisiones se justifican por sí mismas, sin una evaluación clara de los resultados y las consecuencias. La falta de razones puntuales, de métricas y evidencias puede dificultar la identificación y la corrección de problemas y desatinos.
Estos riesgos no son meras especulaciones, sino realidades cada vez más evidentes en la administración pública mexicana. La falta de recursos básicos para llevar a cabo tareas y proporcionar servicios públicos, la incapacidad para controlar la corrupción, la creciente opacidad en diversas áreas de la administración federal, el riesgo cada vez mayor de clientelismo, la falta de políticas para la profesionalización del empleo público y la constante improvisación en la toma de decisiones son algunos de los problemas que hemos venido presenciando. Además, hemos observado cómo algunas promesas se vuelven ineficaces debido a la desaparición de herramientas de gestión. En consecuencia, muchas acciones tienen un impacto limitado o incluso adverso. Estas carencias y el abandono de los instrumentos han dado lugar a alternativas cuestionables, como la creciente militarización de la administración pública o la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, las cuales implican aún mayores riesgos y no necesariamente resuelven los problemas.
No puedo predecir si los legisladores analizarán detenidamente las recientes propuestas de reforma administrativa del presidente o si las aprobarán rápidamente, como han hecho en el pasado. Sin embargo, lo que sí puedo afirmar es que, si estas reformas no se complementan con un análisis técnico más riguroso y si no se enfocan realmente en la construcción y el fortalecimiento de instituciones administrativas más allá de la retórica estatista y los principios de austeridad del obradorismo, es muy probable que agravemos los problemas existentes y pongamos en peligro el mejor instrumento que tenemos para salir del atolladero, esto es, la administración pública. No tengo demasiado optimismo al respecto, pero considero que la gravedad de las consecuencias de una reforma administrativa mal concebida al menos merece una discusión seria, basada en argumentos y evidencias, con cabeza fría, y no desde la tripa y un imprudente sentido de urgencia.
Fotografía de Luis Cortes/REUTERS.
Las reformas a la burocracia federal que propuso López Obrador, de aprobarse, cambiarían la relación del Estado con muchos ciudadanos. Además, su proyecto le da prioridad al Estado sobre otros actores, centraliza el poder y aumenta la discrecionalidad, aunque no mejora las capacidades del aparato para resolver los problemas del país.
En las últimas semanas, el gobierno federal presentó dos iniciativas de reforma a la administración pública que implicarían fusiones y eliminaciones de organizaciones federales, cambios muy significativos en la relación del gobierno con los privados y la profundización de los principios obradoristas de austeridad y control político de la burocracia. Este frenesí reformador es un tanto inquietante. Para empezar, las propuestas se están presentando durante la recta final de la administración de López Obrador, lo que sugiere que su intención es implementar cambios con efectos de mediano y quizá de largo plazo. Más problemática aún es la argumentación que se esgrime en las iniciativas. Por ejemplo, nunca se prueba que las organizaciones por fusionar o desaparecer realmente adolezcan de los problemas que se les achaca. Tampoco quedan claros los efectos esperados de la reorganización propuesta, lo que no es nada menor dada la diversidad de temas y poblaciones que se podrían ver afectadas y que incluyen adultos mayores, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades mineras, entre otras.
Pero vamos por partes. El pasado 13 de abril, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados un proyecto de reforma legal que plantea modificar varias disposiciones con la intención de implementar una “simplificación orgánica” a fin, dice el proyecto, de adelgazar la estructura de la administración pública federal, evitar duplicidades y eliminar la dispersión de recursos públicos. Específicamente, se propone la transformación, fusión o eliminación de dieciocho organismos federales desconcentrados o descentralizados, es decir, organizaciones que cuentan con autonomía técnica y, en el caso de los segundos, autonomía de gestión. En la reforma se incluyen, entre otros, organismos tan diversos como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Instituto Nacional de Pesca y Acuacultura, el Fideicomiso de Fomento Minero, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, el Instituto Mexicano de la Juventud y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción.
Este proyecto de reorganización se presentó tan solo unos días después de otra iniciativa, específicamente la del 28 de marzo. Esta otra reforma propone varios ajustes importantes. Primero, plantea una serie de medidas destinadas a permitir que el Estado anule resoluciones administrativas (como contratos de obra pública o de arrendamiento) en caso de violaciones a las reglas o actos de corrupción. En segundo lugar, se propone un conjunto de medidas orientadas, según argumentan los autores del proyecto, a prevenir actos que perjudiquen el interés público y que puedan dañar las finanzas del Estado. Estas incluyen la posibilidad de revocar unilateralmente actos administrativos, establecer cláusulas mucho más favorables para el Estado en contratos con empresas y personas privadas, favorecer las licitaciones internacionales y homologar límites salariales para altos funcionarios como parte de la austeridad republicana.
La iniciativa de marzo también habla de la asignación preferencial de servicios y proyectos a entidades de la propia administración pública. Esto implica, por ejemplo, que sería preferible hacer obra pública por medio de proveedores públicos (como el Ejército) antes que contratar empresas privadas. Además, introduce el principio de “confianza administrativa”, que sugiere que el gobierno podría comenzar a construir obras públicas o brindar servicios al tiempo que se tramitan permisos y otros procedimientos. Por ejemplo, una construcción que podría afectar irreparablemente el medioambiente podría iniciarse sin tener que esperar a cumplir con la manifestación de impacto ambiental.
En cualquier caso, más allá de los detalles específicos, lo que me interesa, a propósito de estas y otras reformas que se han impulsado en el sexenio, es entender cómo el obradorismo ve a la administración pública y a la reforma administrativa en particular. Pienso que, al observar el panorama completo, podemos obtener una visión más clara del tipo de administración que el presidente y sus aliados tienen en mente. Esto es importante porque las transformaciones de las estructuras y procesos de la administración pública pueden tener implicaciones muy serias para el funcionamiento del Estado y en la vida de las personas y, por ende, es necesario sopesarlas cuidadosamente.
La reforma administrativa
Para empezar a comprender la relevancia de los cambios que propone el gobierno federal, es necesario explicar qué son y por qué son importantes las reformas administrativas. Partamos de la premisa de que la administración pública desempeña un papel crucial en dar coherencia a las medidas adoptadas por el Estado y en canalizar las visiones incluidas en los proyectos de gobierno. Por lo tanto, los ajustes y cambios deliberados en ese aparato, es decir, la reforma administrativa, se pueden interpretar como esfuerzos del propio Estado por mejorar la alineación de su principal herramienta, la administración pública, con sus objetivos y visión de gobierno.
En ese sentido, las reformas administrativas adquieren importancia porque van más allá de reorganizaciones episódicas, recortes burocráticos o cambios en reglas, procedimientos o trámites específicos. Su relevancia radica en su capacidad para transformar fundamentalmente la forma en que un gobierno opera y cómo se relaciona con las personas. Esto incluye cuestiones nada menores como qué tan asimétrica o parcial es esa relación y si las personas y las comunidades pueden esperar que sus derechos estén realmente garantizados. En otras palabras, las reformas administrativas son de vital importancia, ya que pueden impulsar cambios profundos en la forma de gobernar. Estas pueden llevar a la creación de gobiernos más frugales o más dispendiosos, más transparentes o más opacos, más dinámicos o más aletargados. Más aún, como afirma María del Carmen Pardo en un libro clásico de los estudios de administración pública en México, la reforma es un recurso sumamente útil para generar, mantener o transformar consensos sociales en torno a un proyecto político.
A lo largo de la historia de México, ha habido cambios en la administración pública casi ininterrumpidamente. Estos a menudo se han justificado con base en la coyuntura, en doctrinas administrativas en boga o en diagnósticos de variables rigor y objetividad, pero siempre se han guiado por visiones particulares de gobierno. Durante la etapa de reconstrucción del poder central y ante la necesidad de pacificar el país y reducir la dispersión de recursos después de la Revolución mexicana, se crearon cuerpos burocráticos centralizados que estaban directamente vinculados con el presidente y el partido oficial. Más tarde, cuando el objetivo fue impulsar el “desarrollo estabilizador”, la reforma administrativa se orientó hacia el crecimiento de las burocracias, la intervención estatal en la economía y la expansión de la infraestructura y los servicios públicos.
En las últimas décadas, durante el periodo de transición hacia la democracia, la reforma administrativa se caracterizó, en términos muy generales, por cuatro objetivos. En primer lugar, se buscó mejorar la eficiencia y la agilidad de las burocracias estatales, lo que llevó a recortes, privatizaciones y otras medidas destinadas a hacer al Estado más flexible y manejable. En segundo lugar, el retraimiento del Estado promovió el fortalecimiento de la capacidad de regulación del mismo. Como resultado, se crearon marcos legales que le dotaron de autoridad y poder regulatorio. Tercero, se buscó construir y consolidar organizaciones públicas con mayor especialización técnica e independencia, lo que resultó en la creación de organismos inicialmente desconcentrados, luego descentralizados y, más recientemente, con plena autonomía, como el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información o el Instituto Nacional Electoral. Finalmente, se trató de combatir los abusos y la discrecionalidad que han caracterizado la gestión pública mexicana. Para alcanzar este último objetivo, se impulsaron reformas en materia de fiscalización, profesionalización, transparencia y control de la corrupción. Algunas de estas reformas han tenido un gran éxito, mientras que otras tuvieron resultados mixtos, fracasaron o fueron saboteadas o abandonadas en el camino. Sin embargo, es innegable que, en su conjunto, estas reformas han generado cambios profundos en el sector público y en la interacción de la sociedad con el Estado.
La propuesta obradorista
Como dice Lisheng Dong, profesor de administración pública, las reformas administrativas se pueden caracterizar en función de dos tipos de “racionalidad”. Por un lado, existen programas de reforma que se orientan hacia la instrumentalidad de la administración pública. Estos ponen énfasis en los medios administrativos, como las organizaciones, las reglas y los trámites, y su relación con objetivos deseados. Su principal preocupación es asegurar los instrumentos más adecuados para alcanzar esos fines, lo que generalmente significa diseñar medios más racionales y eficientes, es decir, que minimizan costos y maximizan los beneficios esperados. Por otro lado, hay programas de reforma impulsados por creencias o valores específicos, como la frugalidad o la justicia. Es decir, en esta segunda lógica el énfasis se encuentra en los principios. Por lo tanto, las acciones en sí mismas se consideran intrínsecamente valiosas, con independencia de las consecuencias o los resultados. Estas reformas suelen promover cambios que se consideran necesarios, apropiados o que se representan como imperativos morales, incluso si no siempre conducen a los resultados más eficientes o provechosos. La idea es que las propuestas de reforma administrativa en el mundo real pueden combinar elementos de una u otra lógica, pero típicamente tienden a inclinarse hacia alguna de las dos.
Gran parte de los esfuerzos recientes de reforma administrativa en todo el mundo, al menos desde la década de 1980, se pueden asociar con un movimiento conocido entre los expertos como la “nueva gestión pública”. Este enfoque sostiene que los gobiernos deben optimizar sus herramientas y prácticas administrativas para lograr mejores resultados. La nueva gestión pública se basa en la adopción de prácticas y técnicas diversas, muchas de ellas inspiradas en el sector privado, con el objetivo de que la administración pública sea más eficiente y eficaz. Esto implica prestar mayor atención a aspectos como la medición del desempeño, la introducción de incentivos similares a los del mercado competitivo, la digitalización, la descentralización y la transparencia. En otras palabras, esta corriente se basa en una lógica instrumental que busca asegurar que las organizaciones públicas, los trámites, los servicios y las reglas administrativas sean más eficaces, eficientes, transparentes y receptivos a las demandas de los ciudadanos.
En el caso de México, la nueva gestión pública tuvo un peso significativo en la retórica de los gobiernos de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, particularmente en lo que toca a la justificación de políticas de modernización y mejora de la gestión pública. Sin embargo, en la práctica estos gobiernos implementaron reformas que solo se asemejaban modestamente a las recomendadas por esta corriente —aunque muchas sí estaban, en buena medida, orientadas a reparar o modernizar algunos de los medios administrativos del Estado mexicano—. Varias de estas reformas buscaban homologar estándares, adquirir recursos, aumentar la transparencia, depurar procedimientos, acotar la regulación burocrática y otros objetivos relacionados con mejorar la capacidad de gobierno y, sobre todo, con fortalecer el control sobre la maquinaria gubernamental. Como dije, no todas estas reformas fueron exitosas, pero lo que me interesa recalcar es que el grueso de los esfuerzos de modernización previos al gobierno actual se puede caracterizar como afines a una lógica instrumental.
El gobierno de López Obrador ha planteado un programa de reforma administrativa menos articulado que sus predecesores. Sin embargo, incluso las primeras medidas adoptadas, como la política de austeridad republicana y la supresión de unidades administrativas y fideicomisos públicos, ya sugerían una aproximación diferente hacia la administración pública: una menos preocupada por la idoneidad técnica de los instrumentos administrativos y, en cambio, mucho más orientada por los principios del proyecto del presidente, aun a despecho de las consecuencias para la administración misma. En esencia, la propuesta administrativa del obradorismo parece sostenerse en la retórica de que hay valores y principios a los que gobiernos anteriores renunciaron y es necesario recuperarlos a toda costa: la primacía del Estado sobre otros actores sociales, la “justa medianía” juarista en el ejercicio de los cargos públicos y la superioridad del control político sobre otras consideraciones.
Esta orientación de la propuesta obradorista hacia principios y reclamaciones puntuales es particularmente evidente en los proyectos de reforma que se presentaron en estos días. Por ejemplo, la reivindicación del interés superior del Estado es palpable en la propuesta de incluir términos más ventajosos para este en contratos públicos. También es evidente en la idea de revocar actos administrativos cuando convenga a los intereses del Estado, cuando se propone preferir la provisión de obra y servicios por medio de entidades estatales antes que privados, e incluso cuando se plantea el principio de “confianza administrativa” (aquello de confiar en que el gobierno no violará derechos o no causará daños). Por su parte, la idea de la “justa medianía” tiene su expresión más clara en las medidas de austeridad que ahora se pretenden aplicar por medio de una reforma comprehensiva a leyes de la administración pública, organismos autónomos y otros poderes. Finalmente, la superioridad del control político se hace evidente en la importancia que el presidente da a la lealtad hacia su proyecto y en el claro espíritu centralizador de las reformas. De prosperar, los cambios no solo readscribirían distintas organizaciones al sector central y, por lo tanto, las someterían directamente a la autoridad presidencial, sino que, más significativamente, se eliminaría la autonomía técnica y de gestión de múltiples agencias especializadas en diversos sectores de política pública. En este sentido, las reformas abonan a una mayor concentración de poder, en tanto se limitan o de plano se eliminan frenos y contrapesos técnicos al seno de la administración pública.
De modo que en los detalles de la reforma administrativa de López Obrador se revela una orientación distinta a la que ha predominado en gobiernos recientes. En esto se puede afirmar que la promesa de una “transformación” sin duda se ha cumplido. No obstante, esta orientación no necesariamente parte de una retórica nueva (mucho se ha dicho ya sobre la nostalgia del presidente por el estatismo de otros años) ni tampoco supone una lógica forjadora de cambios que permitan solucionar los problemas públicos ni los de la administración. Esto es así porque hay en el obradorismo, como afirmó Fernando Escalante, una tensión paradójica entre una retórica ostentosamente estatista y un debilitamiento de partes significativas del Estado y su aparato administrativo.
Retos y riesgos
Parte de la controversia que han suscitado las propuestas de reforma del presidente radica en que se construyen desde una lógica distinta a la que defienden sus críticos. Es una especie de debate entre personas que hablan dos idiomas diferentes. Unos hablan usualmente desde la importancia técnica de los instrumentos y las capacidades y su relación con resultados específicos, mientras que los otros hablan desde una posición afianzada en un proyecto político que gravita en torno a López Obrador. Para los primeros, una reforma administrativa es una cuestión técnica de ajustes incrementales, argumentados con base en su valor instrumental; para los otros, una reforma es una cuestión de reafirmación de principios y de ajustes quizá inciertos, pero presuntamente reivindicadores.
Estas consideraciones nos ayudan a comprender mejor los objetivos y el carácter específico de la propuesta de reforma administrativa del gobierno actual. También arrojan luz sobre los retos y riesgos asociados con la visión del presidente que, como ya decía, está afianzada en una racionalidad que supone que los cambios en la administración pública son valiosos en sí mismos, independientemente de las consecuencias.
En primer lugar, una reforma anclada fundamentalmente en principios como los que contiene el proyecto obradorista puede pasar por alto las restricciones y realidades prácticas de la administración pública. A menudo se deben tomar decisiones que equilibren diferentes valores, consideraciones prácticas y necesidades materiales. La inflexibilidad puede dificultar la capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y de tomar decisiones equilibradas. En segundo lugar, las reformas fundamentadas en un diagnóstico principalmente normativo y político, antes que técnico y factual, podrían agravar problemas que ya padecemos, como la falta de recursos y capacidades, la arbitrariedad y parcialidad en las decisiones, así como la politización de la administración pública. De hecho, la falta de consideración por los medios puede terminar por erosionar las capacidades existentes. Por último y no menos importante, la rendición de cuentas y la solución de los problemas públicos se pueden obstaculizar, especialmente si las decisiones se justifican por sí mismas, sin una evaluación clara de los resultados y las consecuencias. La falta de razones puntuales, de métricas y evidencias puede dificultar la identificación y la corrección de problemas y desatinos.
Estos riesgos no son meras especulaciones, sino realidades cada vez más evidentes en la administración pública mexicana. La falta de recursos básicos para llevar a cabo tareas y proporcionar servicios públicos, la incapacidad para controlar la corrupción, la creciente opacidad en diversas áreas de la administración federal, el riesgo cada vez mayor de clientelismo, la falta de políticas para la profesionalización del empleo público y la constante improvisación en la toma de decisiones son algunos de los problemas que hemos venido presenciando. Además, hemos observado cómo algunas promesas se vuelven ineficaces debido a la desaparición de herramientas de gestión. En consecuencia, muchas acciones tienen un impacto limitado o incluso adverso. Estas carencias y el abandono de los instrumentos han dado lugar a alternativas cuestionables, como la creciente militarización de la administración pública o la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, las cuales implican aún mayores riesgos y no necesariamente resuelven los problemas.
No puedo predecir si los legisladores analizarán detenidamente las recientes propuestas de reforma administrativa del presidente o si las aprobarán rápidamente, como han hecho en el pasado. Sin embargo, lo que sí puedo afirmar es que, si estas reformas no se complementan con un análisis técnico más riguroso y si no se enfocan realmente en la construcción y el fortalecimiento de instituciones administrativas más allá de la retórica estatista y los principios de austeridad del obradorismo, es muy probable que agravemos los problemas existentes y pongamos en peligro el mejor instrumento que tenemos para salir del atolladero, esto es, la administración pública. No tengo demasiado optimismo al respecto, pero considero que la gravedad de las consecuencias de una reforma administrativa mal concebida al menos merece una discusión seria, basada en argumentos y evidencias, con cabeza fría, y no desde la tripa y un imprudente sentido de urgencia.
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