Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada, a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra.
Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada, a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra.
Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada, a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra.
Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada, a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra.
Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.
A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.
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El único lugar donde uno encuentra jóvenes en Cuba es en el aeropuerto. Hay que ir allí para verlos largarse en masa. Siempre está repleto de jóvenes y de ancianos que van a despedirlos entre lágrimas. Las lágrimas no son de tristeza, son de alivio. Los ancianos lloran al saber que a sus familiares está a punto de cambiarles la vida y que cuando mayores no tendrán que verse como ellos ahora, como personas solitarias y sin aliento.
Cuba es hoy uno de los países más envejecidos de toda América Latina. El 21.3 por ciento de su población tiene más de 60 años. Se estima que para el 2025, los ancianos ya serán el 25 por ciento del país. Si la isla sigue esta tendencia, se espera que para 2050 Cuba sea la novena nación más vieja de todo el mundo y habrá perdido uno de los 11 millones de habitantes que tiene hoy.
Cuba es la isla de los ancianos. Porque a ellos ya no les interesa o no tienen la fuerza para emprender un nuevo viaje en sus vidas. Es triste ver los hogares de ancianos repletos, salones y salones llenos de viejitos muy solos, con bastones, sentados en sillones. En el barrio donde crecí hay uno que me quedaba de camino al parque donde me conectaba a internet. Recuerden que no fue hasta 2015 que el internet llegó a Cuba y que hasta 2019, si los cubanos queríamos conectarnos a la red, teníamos que ir a las pocas plazas públicas donde había antenas wifi, para navegar sentados en el contén de la acera, recostados en un poste de electricidad, bajo la lluvia, el sol o un árbol. Cada día, de regreso de ese parque al que iba a revisar mi mail, me quedaba sentado sobre un muro que había a un costado de ese hogar de ancianos. Me llamaba la atención que al contrario de los viejitos que veía siempre solos caminando en la calle o en la fila para comprar el periódico o vendiendo maní, ellos estaban siempre sonrientes, alegres, conversaban entre ellos. Afuera del hogar tenían un portal con una fila de sillones donde se sentaban a convivir y siempre había alguno que se quedaba dormido. A pocos metros de ese portal tenían una mesa con cuatro sillas donde jugaban dominó. Una vez me acerqué para hacerles una foto y una señora me dijo: “Si nos vas a retratar, que sea para que cuando mires esta foto veas en lo que te vas a convertir dentro de unos años. Muchacho, no pierdas tiempo mirando lo que pasó ya y no tiene solución”.
Desde ese día, cada vez que iba al parque, pasaba por el hogar de ancianos y me quedaba un rato hablando con ellos. A veces les llevaba lo que encontraba por el camino: dulces, latas de refresco, algún helado, pero sobre todo, los escuchaba. No hay nada como escuchar un anciano. No tener nada que jugarse en lo que les queda de vida, los hace verlo todo con frialdad y puntería certera.
No es que sea altruista, pero si me quedaba con ellos era porque me percaté que cuando yo llegaba se les alumbraban los rostros. Yo era un extraño para ellos, un joven, mientras que ellos pasaban los días ahí, ya sea porque sus familias los habían abandonado o enviado a ese lugar para que no se sintieran tan solos como en casa, donde nadie podía abrir un hueco en sus rutinas para acompañarlos. Sentí que cada vez que me asomaba en la verja del hogar, les cambiaba el día. “Es que sólo vemos viejos y más viejos, y para viejos ya estamos nosotros”, me dijo un hombre gentil que siempre llevaba una gorra de béisbol y con el que hablaba de cómo era ese deporte antes de 1959, cuando Cuba era profesional.
La señora que los atendía también era una anciana, pero en mejor estado físico, aunque en cualquier momento pasaría de ayudarlos a sentarse entre ellos. Los que les llevaban la comida en un camión cada día, por el mismo estilo, y los pocos viejitos que recibían visitas, eran también de ancianos. Entonces, ellos no se alegraban por los dulces o los refrescos o el helado que les llevaba, sino por mí.
Según, las últimas cifras, cada año se van de Cuba entre 40 000 y 44 000 personas, la mayoría de ellas son jóvenes. A eso hay que sumarle que si en 2020 nacieron en la isla 105 000 bebés, fallecieron —descontando los menos de 200 muertos que dejó la pandemia— 111 000 cubanos. Es decir, en Cuba mueren más personas de las que nacen, una tendencia que el gobierno confirmó con preocupación y que se mantendrá durante los próximos años.
No se puede pensar en el futuro de un país si no hay quién lo construya, si no hay cimientos posibles. Han sido tantos años en los que el gobierno no ha escuchado al pueblo, que al no poder cambiar las cosas, no le ha quedado de otra que bajar la cabeza y envejecer en casa o marcharse. Los 62 años de dictadura castrista en Cuba están comenzando a cobrar las cuentas. Los Castro nos volvieron un pueblo de ancianos, un pueblo triste, desojado. Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra. Porque acá no hay comida, no hay medicinas y la gente no puede siquiera decir “esta boca es mía”, sin terminar en un calabozo, procesada por eso que el castrismo llama “diversionismo ideológico”, y que no es otra cosa que pensar diferente al gobierno, que pensar por la propia cabeza. Por eso, cuando salgo a la calle con mi hijo, la gente me mira como si fuéramos una rareza, y es que lo somos, pero en algún momento tanto él como yo también nos iremos. Y entones habrán dos jóvenes menos en esta isla de ancianos.
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