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Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. <i>Longlegs</i> (2024), A24 y Neon.
Incluso para robar o imitar se debe tener buen ojo y la nueva película de terror de Osgood Perkins carece de esa chispa. A <i>Longlegs</i> le sobró el ruido publicitario pero le hizo falta ingenio para evadir los clichés del cine de terror.
Buena parte de los espectadores de cine —incluso los más eventuales— han visto esta imagen de The Shining (1980): Danny (Danny Lloyd) está sentado en una cama; trae puesto un suéter rojo y se convulsiona, babea. El plano es rígido pero contiene dos movimientos: el del niño temblando y el de la cámara, que hace zoom in lentamente. En la realidad, cuando los niños quieren asustar a otros con alguna criatura —un roedor huesudo, un anfibio viscoso—, la acercan al rostro de sus víctimas, pero despacio. Su intención es torturar, y por ello se toman su tiempo para que el miedo se prolongue y el castigo de sus mayores no sea tan duro (vaya, es claro que son inocentes; no hicieron más que mostrar un animalito). Al simular ese acercamiento a partir del zoom, que desde tiempo atrás había sido uno de sus movimientos de cámara más recurrentes, Stanley Kubrick parecía evocar los temores de la infancia, un tema fundamental de The Shining.
Yorgos Lanthimos, el cineasta contemporáneo que más imita a Kubrick, usa un movimiento de zoom idéntico de forma indiscriminada; también lo he notado en Ari Aster, Robert Eggers y otros cineastas de la generación millennial que buscan alterar al público; sin embargo, la multitud de descendientes comprueba una ley: los chistes, repetidos demasiadas veces, dejan de dar risa. Hace poco defendí a Maxxxine (2024), de Ti West, por imitar a Brian De Palma pues, ¿quién copia a ese noble imitador de Hitchcock, Antonioni y el giallo italiano? Lo que en West, a pesar de su torpeza, es un ejercicio de memoria, de rescate —mal que bien sus películas aluden a directores poco vistos fuera de la cinefilia, como el propio De Palma o Douglas Sirk—, en sus contemporáneos es una sobreexplotación de recursos que vimos demasiadas veces en la televisión abierta. Hasta para copiar hay que ser original, y ese fue el mayor éxito de De Palma.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. Dos de los primeros planos de Longlegs (2024) lo contienen y lo acompañan con otra característica ya inexorable: la relación de aspecto 4:3. Bajo este formato, la imagen se ve cuadrada, a diferencia de la pantalla ancha, cuya forma rectangular enfatiza la amplitud de los espacios. El 4:3 es típico de la era silente y por ello acarrea una nostalgia de tiempos mejores. Eggers lo usa en The Lighthouse (2019) para evocar las películas de Jean Grémillon y Jean Epstein; Kelly Reichardt lo ocupa como símbolo del pasado en First Cow (2019), situada en el siglo XIX. No sobra decir que ambas películas están conectadas con el estudio A24, que recientemente fue acusado por Joel Potrykus, director de Vulcanizadora (2024), de imponer decisiones estéticas sobre sus producciones.
A24 y Neon, esta última la distribuidora estadounidense de Longlegs, han logrado acaparar el cine fuera de Hollywood durante la última década. Si bien sus películas ofrecen una alternativa a los grandes estudios —a veces unas tan importantes como aquellas dirigidas por Reichardt, Paul Schrader, Apichatpong Weerasethakul, David Cronenberg, Harmony Korine y los hermanos Safdie—, también es cierto que están monopolizando no solamente las producciones de menos de 100 millones de dólares, sino las cualidades mismas de las imágenes. De manera involuntaria, Longlegs expresa este fenómeno.
Maika Monroe —lanzada al estrellato por otro aprendiz del horror ochentero, David Robert Mitchell— protagoniza en el papel de Lee Harker, una agente novata del FBI dotada de una intuición colindante con la telepatía. Sus superiores notan su talento y la ponen a trabajar en el caso de Longlegs, un asesino que mata familias enteras sin dejar huella alguna de su presencia, excepto por cartas escritas en un alfabeto alternativo. Las escenas del crimen sugieren que Longlegs manipula de algún modo a sus víctimas para que se maten entre ellas o a sí mismas. Su único patrón es que ataca a familias con hijas que cumplen años el día 14 de cualquier mes.
Lee es tímida, evade situaciones sociales y enfrenta cierto grado de misoginia en el trabajo. Además la atormenta su madre sobreprotectora, quien le pide rezar en las noches, pues solo así se mantiene a raya al diablo. Resolver el caso de Longlegs parece, además, un intento de cerrar una herida en Lee, aunque es parte de la sorpresa averiguar cuál. No hay que buscar demasiado: el personaje es un remedo de Clarice Starling (Jodie Foster), la protagonista de The Silence of the Lambs (1991). Incluso el ayudante de Longlegs, un tal Dale Kobble (Nicolas Cage), es un tipo extrañísimo, como Buffalo Bill (Ted Levine). Ambos tienen voces y cadencias anómalas, pero Dale es más feo; su rostro erosionado parece una ruina inducida por cirugías plásticas. Su comportamiento es también más extravagante porque lo interpreta Cage, el actor más expresionista de Hollywood.
Te puede interesar la entrevista de Alonso Díaz de la Vega con Tatiana Huezo.
A Perkins, el director y escritor de Longlegs, no le pesa regresar a los clásicos. Por sí mismo, esto no es un problema: en sus primeras películas Jean-Luc Godard regresaba a Samuel Fuller y a la filmografía de Humphrey Bogart. El concepto de la imaginación como marca registrada proviene de una cultura que anhela ponerle dueño a todo para explotarlo económicamente, pero Perkins no reconstruye el estilo de los años 90 ni reforma el de los 2020: solo obedece a las peores tendencias de ambos, desde el susto de pastelazo hasta la resolución más melodramática posible. Y en medio está el reciclaje de los planos fijos, la relación 4:3, el zoom despacito. Longlegs no da pesadillas, sino golpes a base de ruido.
El crimen más grande en una película producida y coprotagonizada por Nicolas Cage es ponerle una máscara encima al único actor del Hollywood moderno —salvo tal vez por Willem Dafoe— que ha usado su rostro como tal. De Vampire’s Kiss (1988) a Face/Off (1997), Cage pasó los 90 intentando ser nuestro Emil Jannings: la estrella francosuiza del cine mudo no tenía empacho en actuar con gestos excesivos porque su medio no permitía la expresión más que a partir del gesto. Cage ha encontrado raras veces una oportunidad para hacer lo mismo, pero Perkins decidió mostrar su rostro pocas veces y cubierto por una masa de maquillaje. Es cierto que Cage logra algo mediante la voz y algunos movimientos, pero nada más. ¿Será que ambos buscaban subvertir nuestra expectativa? Si fue así, ¿por qué no subvertir todo lo demás?
Regresemos a la forma que tiene Longlegs de espantarnos: cuando las escenas se muestran en el formato ancho (2.39:1), Perkins pone a Lee en medio de la composición, frente a puertas, ventanas y pasillos. Constantemente esperamos que algo atraviese estos portales, pero Perkins no muestra nada y prefiere basarse en los ruidos o en apariciones repentinas en medio de la composición para hacernos brincar del asiento. No tiene nada de original crear un ambiente de amenaza si se va a caer en el efectismo. De algún modo, es lo que hacen los niños torturadores sin mucha creatividad, en vez de mover las cosas de sus hermanos para hacerles creer durante días, años, incluso, que hay un fantasma en su cuarto.
Neon, Longlegs y Perkins no han hecho más que disfrazar el cliché —como a Cage— para convencernos de estar haciendo algo inédito, cuando en realidad captan unos lugares comunes más irritantes que los del pasado: los del presente. Con razón su campaña publicitaria dependió de influencers estadounidenses que insinuaban haber sentido más pánico viendo Longlegs que sufriendo un asalto. Además de vendidos, miedosos.
Incluso para robar o imitar se debe tener buen ojo y la nueva película de terror de Osgood Perkins carece de esa chispa. A <i>Longlegs</i> le sobró el ruido publicitario pero le hizo falta ingenio para evadir los clichés del cine de terror.
Buena parte de los espectadores de cine —incluso los más eventuales— han visto esta imagen de The Shining (1980): Danny (Danny Lloyd) está sentado en una cama; trae puesto un suéter rojo y se convulsiona, babea. El plano es rígido pero contiene dos movimientos: el del niño temblando y el de la cámara, que hace zoom in lentamente. En la realidad, cuando los niños quieren asustar a otros con alguna criatura —un roedor huesudo, un anfibio viscoso—, la acercan al rostro de sus víctimas, pero despacio. Su intención es torturar, y por ello se toman su tiempo para que el miedo se prolongue y el castigo de sus mayores no sea tan duro (vaya, es claro que son inocentes; no hicieron más que mostrar un animalito). Al simular ese acercamiento a partir del zoom, que desde tiempo atrás había sido uno de sus movimientos de cámara más recurrentes, Stanley Kubrick parecía evocar los temores de la infancia, un tema fundamental de The Shining.
Yorgos Lanthimos, el cineasta contemporáneo que más imita a Kubrick, usa un movimiento de zoom idéntico de forma indiscriminada; también lo he notado en Ari Aster, Robert Eggers y otros cineastas de la generación millennial que buscan alterar al público; sin embargo, la multitud de descendientes comprueba una ley: los chistes, repetidos demasiadas veces, dejan de dar risa. Hace poco defendí a Maxxxine (2024), de Ti West, por imitar a Brian De Palma pues, ¿quién copia a ese noble imitador de Hitchcock, Antonioni y el giallo italiano? Lo que en West, a pesar de su torpeza, es un ejercicio de memoria, de rescate —mal que bien sus películas aluden a directores poco vistos fuera de la cinefilia, como el propio De Palma o Douglas Sirk—, en sus contemporáneos es una sobreexplotación de recursos que vimos demasiadas veces en la televisión abierta. Hasta para copiar hay que ser original, y ese fue el mayor éxito de De Palma.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. Dos de los primeros planos de Longlegs (2024) lo contienen y lo acompañan con otra característica ya inexorable: la relación de aspecto 4:3. Bajo este formato, la imagen se ve cuadrada, a diferencia de la pantalla ancha, cuya forma rectangular enfatiza la amplitud de los espacios. El 4:3 es típico de la era silente y por ello acarrea una nostalgia de tiempos mejores. Eggers lo usa en The Lighthouse (2019) para evocar las películas de Jean Grémillon y Jean Epstein; Kelly Reichardt lo ocupa como símbolo del pasado en First Cow (2019), situada en el siglo XIX. No sobra decir que ambas películas están conectadas con el estudio A24, que recientemente fue acusado por Joel Potrykus, director de Vulcanizadora (2024), de imponer decisiones estéticas sobre sus producciones.
A24 y Neon, esta última la distribuidora estadounidense de Longlegs, han logrado acaparar el cine fuera de Hollywood durante la última década. Si bien sus películas ofrecen una alternativa a los grandes estudios —a veces unas tan importantes como aquellas dirigidas por Reichardt, Paul Schrader, Apichatpong Weerasethakul, David Cronenberg, Harmony Korine y los hermanos Safdie—, también es cierto que están monopolizando no solamente las producciones de menos de 100 millones de dólares, sino las cualidades mismas de las imágenes. De manera involuntaria, Longlegs expresa este fenómeno.
Maika Monroe —lanzada al estrellato por otro aprendiz del horror ochentero, David Robert Mitchell— protagoniza en el papel de Lee Harker, una agente novata del FBI dotada de una intuición colindante con la telepatía. Sus superiores notan su talento y la ponen a trabajar en el caso de Longlegs, un asesino que mata familias enteras sin dejar huella alguna de su presencia, excepto por cartas escritas en un alfabeto alternativo. Las escenas del crimen sugieren que Longlegs manipula de algún modo a sus víctimas para que se maten entre ellas o a sí mismas. Su único patrón es que ataca a familias con hijas que cumplen años el día 14 de cualquier mes.
Lee es tímida, evade situaciones sociales y enfrenta cierto grado de misoginia en el trabajo. Además la atormenta su madre sobreprotectora, quien le pide rezar en las noches, pues solo así se mantiene a raya al diablo. Resolver el caso de Longlegs parece, además, un intento de cerrar una herida en Lee, aunque es parte de la sorpresa averiguar cuál. No hay que buscar demasiado: el personaje es un remedo de Clarice Starling (Jodie Foster), la protagonista de The Silence of the Lambs (1991). Incluso el ayudante de Longlegs, un tal Dale Kobble (Nicolas Cage), es un tipo extrañísimo, como Buffalo Bill (Ted Levine). Ambos tienen voces y cadencias anómalas, pero Dale es más feo; su rostro erosionado parece una ruina inducida por cirugías plásticas. Su comportamiento es también más extravagante porque lo interpreta Cage, el actor más expresionista de Hollywood.
Te puede interesar la entrevista de Alonso Díaz de la Vega con Tatiana Huezo.
A Perkins, el director y escritor de Longlegs, no le pesa regresar a los clásicos. Por sí mismo, esto no es un problema: en sus primeras películas Jean-Luc Godard regresaba a Samuel Fuller y a la filmografía de Humphrey Bogart. El concepto de la imaginación como marca registrada proviene de una cultura que anhela ponerle dueño a todo para explotarlo económicamente, pero Perkins no reconstruye el estilo de los años 90 ni reforma el de los 2020: solo obedece a las peores tendencias de ambos, desde el susto de pastelazo hasta la resolución más melodramática posible. Y en medio está el reciclaje de los planos fijos, la relación 4:3, el zoom despacito. Longlegs no da pesadillas, sino golpes a base de ruido.
El crimen más grande en una película producida y coprotagonizada por Nicolas Cage es ponerle una máscara encima al único actor del Hollywood moderno —salvo tal vez por Willem Dafoe— que ha usado su rostro como tal. De Vampire’s Kiss (1988) a Face/Off (1997), Cage pasó los 90 intentando ser nuestro Emil Jannings: la estrella francosuiza del cine mudo no tenía empacho en actuar con gestos excesivos porque su medio no permitía la expresión más que a partir del gesto. Cage ha encontrado raras veces una oportunidad para hacer lo mismo, pero Perkins decidió mostrar su rostro pocas veces y cubierto por una masa de maquillaje. Es cierto que Cage logra algo mediante la voz y algunos movimientos, pero nada más. ¿Será que ambos buscaban subvertir nuestra expectativa? Si fue así, ¿por qué no subvertir todo lo demás?
Regresemos a la forma que tiene Longlegs de espantarnos: cuando las escenas se muestran en el formato ancho (2.39:1), Perkins pone a Lee en medio de la composición, frente a puertas, ventanas y pasillos. Constantemente esperamos que algo atraviese estos portales, pero Perkins no muestra nada y prefiere basarse en los ruidos o en apariciones repentinas en medio de la composición para hacernos brincar del asiento. No tiene nada de original crear un ambiente de amenaza si se va a caer en el efectismo. De algún modo, es lo que hacen los niños torturadores sin mucha creatividad, en vez de mover las cosas de sus hermanos para hacerles creer durante días, años, incluso, que hay un fantasma en su cuarto.
Neon, Longlegs y Perkins no han hecho más que disfrazar el cliché —como a Cage— para convencernos de estar haciendo algo inédito, cuando en realidad captan unos lugares comunes más irritantes que los del pasado: los del presente. Con razón su campaña publicitaria dependió de influencers estadounidenses que insinuaban haber sentido más pánico viendo Longlegs que sufriendo un asalto. Además de vendidos, miedosos.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. <i>Longlegs</i> (2024), A24 y Neon.
Incluso para robar o imitar se debe tener buen ojo y la nueva película de terror de Osgood Perkins carece de esa chispa. A <i>Longlegs</i> le sobró el ruido publicitario pero le hizo falta ingenio para evadir los clichés del cine de terror.
Buena parte de los espectadores de cine —incluso los más eventuales— han visto esta imagen de The Shining (1980): Danny (Danny Lloyd) está sentado en una cama; trae puesto un suéter rojo y se convulsiona, babea. El plano es rígido pero contiene dos movimientos: el del niño temblando y el de la cámara, que hace zoom in lentamente. En la realidad, cuando los niños quieren asustar a otros con alguna criatura —un roedor huesudo, un anfibio viscoso—, la acercan al rostro de sus víctimas, pero despacio. Su intención es torturar, y por ello se toman su tiempo para que el miedo se prolongue y el castigo de sus mayores no sea tan duro (vaya, es claro que son inocentes; no hicieron más que mostrar un animalito). Al simular ese acercamiento a partir del zoom, que desde tiempo atrás había sido uno de sus movimientos de cámara más recurrentes, Stanley Kubrick parecía evocar los temores de la infancia, un tema fundamental de The Shining.
Yorgos Lanthimos, el cineasta contemporáneo que más imita a Kubrick, usa un movimiento de zoom idéntico de forma indiscriminada; también lo he notado en Ari Aster, Robert Eggers y otros cineastas de la generación millennial que buscan alterar al público; sin embargo, la multitud de descendientes comprueba una ley: los chistes, repetidos demasiadas veces, dejan de dar risa. Hace poco defendí a Maxxxine (2024), de Ti West, por imitar a Brian De Palma pues, ¿quién copia a ese noble imitador de Hitchcock, Antonioni y el giallo italiano? Lo que en West, a pesar de su torpeza, es un ejercicio de memoria, de rescate —mal que bien sus películas aluden a directores poco vistos fuera de la cinefilia, como el propio De Palma o Douglas Sirk—, en sus contemporáneos es una sobreexplotación de recursos que vimos demasiadas veces en la televisión abierta. Hasta para copiar hay que ser original, y ese fue el mayor éxito de De Palma.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. Dos de los primeros planos de Longlegs (2024) lo contienen y lo acompañan con otra característica ya inexorable: la relación de aspecto 4:3. Bajo este formato, la imagen se ve cuadrada, a diferencia de la pantalla ancha, cuya forma rectangular enfatiza la amplitud de los espacios. El 4:3 es típico de la era silente y por ello acarrea una nostalgia de tiempos mejores. Eggers lo usa en The Lighthouse (2019) para evocar las películas de Jean Grémillon y Jean Epstein; Kelly Reichardt lo ocupa como símbolo del pasado en First Cow (2019), situada en el siglo XIX. No sobra decir que ambas películas están conectadas con el estudio A24, que recientemente fue acusado por Joel Potrykus, director de Vulcanizadora (2024), de imponer decisiones estéticas sobre sus producciones.
A24 y Neon, esta última la distribuidora estadounidense de Longlegs, han logrado acaparar el cine fuera de Hollywood durante la última década. Si bien sus películas ofrecen una alternativa a los grandes estudios —a veces unas tan importantes como aquellas dirigidas por Reichardt, Paul Schrader, Apichatpong Weerasethakul, David Cronenberg, Harmony Korine y los hermanos Safdie—, también es cierto que están monopolizando no solamente las producciones de menos de 100 millones de dólares, sino las cualidades mismas de las imágenes. De manera involuntaria, Longlegs expresa este fenómeno.
Maika Monroe —lanzada al estrellato por otro aprendiz del horror ochentero, David Robert Mitchell— protagoniza en el papel de Lee Harker, una agente novata del FBI dotada de una intuición colindante con la telepatía. Sus superiores notan su talento y la ponen a trabajar en el caso de Longlegs, un asesino que mata familias enteras sin dejar huella alguna de su presencia, excepto por cartas escritas en un alfabeto alternativo. Las escenas del crimen sugieren que Longlegs manipula de algún modo a sus víctimas para que se maten entre ellas o a sí mismas. Su único patrón es que ataca a familias con hijas que cumplen años el día 14 de cualquier mes.
Lee es tímida, evade situaciones sociales y enfrenta cierto grado de misoginia en el trabajo. Además la atormenta su madre sobreprotectora, quien le pide rezar en las noches, pues solo así se mantiene a raya al diablo. Resolver el caso de Longlegs parece, además, un intento de cerrar una herida en Lee, aunque es parte de la sorpresa averiguar cuál. No hay que buscar demasiado: el personaje es un remedo de Clarice Starling (Jodie Foster), la protagonista de The Silence of the Lambs (1991). Incluso el ayudante de Longlegs, un tal Dale Kobble (Nicolas Cage), es un tipo extrañísimo, como Buffalo Bill (Ted Levine). Ambos tienen voces y cadencias anómalas, pero Dale es más feo; su rostro erosionado parece una ruina inducida por cirugías plásticas. Su comportamiento es también más extravagante porque lo interpreta Cage, el actor más expresionista de Hollywood.
Te puede interesar la entrevista de Alonso Díaz de la Vega con Tatiana Huezo.
A Perkins, el director y escritor de Longlegs, no le pesa regresar a los clásicos. Por sí mismo, esto no es un problema: en sus primeras películas Jean-Luc Godard regresaba a Samuel Fuller y a la filmografía de Humphrey Bogart. El concepto de la imaginación como marca registrada proviene de una cultura que anhela ponerle dueño a todo para explotarlo económicamente, pero Perkins no reconstruye el estilo de los años 90 ni reforma el de los 2020: solo obedece a las peores tendencias de ambos, desde el susto de pastelazo hasta la resolución más melodramática posible. Y en medio está el reciclaje de los planos fijos, la relación 4:3, el zoom despacito. Longlegs no da pesadillas, sino golpes a base de ruido.
El crimen más grande en una película producida y coprotagonizada por Nicolas Cage es ponerle una máscara encima al único actor del Hollywood moderno —salvo tal vez por Willem Dafoe— que ha usado su rostro como tal. De Vampire’s Kiss (1988) a Face/Off (1997), Cage pasó los 90 intentando ser nuestro Emil Jannings: la estrella francosuiza del cine mudo no tenía empacho en actuar con gestos excesivos porque su medio no permitía la expresión más que a partir del gesto. Cage ha encontrado raras veces una oportunidad para hacer lo mismo, pero Perkins decidió mostrar su rostro pocas veces y cubierto por una masa de maquillaje. Es cierto que Cage logra algo mediante la voz y algunos movimientos, pero nada más. ¿Será que ambos buscaban subvertir nuestra expectativa? Si fue así, ¿por qué no subvertir todo lo demás?
Regresemos a la forma que tiene Longlegs de espantarnos: cuando las escenas se muestran en el formato ancho (2.39:1), Perkins pone a Lee en medio de la composición, frente a puertas, ventanas y pasillos. Constantemente esperamos que algo atraviese estos portales, pero Perkins no muestra nada y prefiere basarse en los ruidos o en apariciones repentinas en medio de la composición para hacernos brincar del asiento. No tiene nada de original crear un ambiente de amenaza si se va a caer en el efectismo. De algún modo, es lo que hacen los niños torturadores sin mucha creatividad, en vez de mover las cosas de sus hermanos para hacerles creer durante días, años, incluso, que hay un fantasma en su cuarto.
Neon, Longlegs y Perkins no han hecho más que disfrazar el cliché —como a Cage— para convencernos de estar haciendo algo inédito, cuando en realidad captan unos lugares comunes más irritantes que los del pasado: los del presente. Con razón su campaña publicitaria dependió de influencers estadounidenses que insinuaban haber sentido más pánico viendo Longlegs que sufriendo un asalto. Además de vendidos, miedosos.
Incluso para robar o imitar se debe tener buen ojo y la nueva película de terror de Osgood Perkins carece de esa chispa. A <i>Longlegs</i> le sobró el ruido publicitario pero le hizo falta ingenio para evadir los clichés del cine de terror.
Buena parte de los espectadores de cine —incluso los más eventuales— han visto esta imagen de The Shining (1980): Danny (Danny Lloyd) está sentado en una cama; trae puesto un suéter rojo y se convulsiona, babea. El plano es rígido pero contiene dos movimientos: el del niño temblando y el de la cámara, que hace zoom in lentamente. En la realidad, cuando los niños quieren asustar a otros con alguna criatura —un roedor huesudo, un anfibio viscoso—, la acercan al rostro de sus víctimas, pero despacio. Su intención es torturar, y por ello se toman su tiempo para que el miedo se prolongue y el castigo de sus mayores no sea tan duro (vaya, es claro que son inocentes; no hicieron más que mostrar un animalito). Al simular ese acercamiento a partir del zoom, que desde tiempo atrás había sido uno de sus movimientos de cámara más recurrentes, Stanley Kubrick parecía evocar los temores de la infancia, un tema fundamental de The Shining.
Yorgos Lanthimos, el cineasta contemporáneo que más imita a Kubrick, usa un movimiento de zoom idéntico de forma indiscriminada; también lo he notado en Ari Aster, Robert Eggers y otros cineastas de la generación millennial que buscan alterar al público; sin embargo, la multitud de descendientes comprueba una ley: los chistes, repetidos demasiadas veces, dejan de dar risa. Hace poco defendí a Maxxxine (2024), de Ti West, por imitar a Brian De Palma pues, ¿quién copia a ese noble imitador de Hitchcock, Antonioni y el giallo italiano? Lo que en West, a pesar de su torpeza, es un ejercicio de memoria, de rescate —mal que bien sus películas aluden a directores poco vistos fuera de la cinefilia, como el propio De Palma o Douglas Sirk—, en sus contemporáneos es una sobreexplotación de recursos que vimos demasiadas veces en la televisión abierta. Hasta para copiar hay que ser original, y ese fue el mayor éxito de De Palma.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. Dos de los primeros planos de Longlegs (2024) lo contienen y lo acompañan con otra característica ya inexorable: la relación de aspecto 4:3. Bajo este formato, la imagen se ve cuadrada, a diferencia de la pantalla ancha, cuya forma rectangular enfatiza la amplitud de los espacios. El 4:3 es típico de la era silente y por ello acarrea una nostalgia de tiempos mejores. Eggers lo usa en The Lighthouse (2019) para evocar las películas de Jean Grémillon y Jean Epstein; Kelly Reichardt lo ocupa como símbolo del pasado en First Cow (2019), situada en el siglo XIX. No sobra decir que ambas películas están conectadas con el estudio A24, que recientemente fue acusado por Joel Potrykus, director de Vulcanizadora (2024), de imponer decisiones estéticas sobre sus producciones.
A24 y Neon, esta última la distribuidora estadounidense de Longlegs, han logrado acaparar el cine fuera de Hollywood durante la última década. Si bien sus películas ofrecen una alternativa a los grandes estudios —a veces unas tan importantes como aquellas dirigidas por Reichardt, Paul Schrader, Apichatpong Weerasethakul, David Cronenberg, Harmony Korine y los hermanos Safdie—, también es cierto que están monopolizando no solamente las producciones de menos de 100 millones de dólares, sino las cualidades mismas de las imágenes. De manera involuntaria, Longlegs expresa este fenómeno.
Maika Monroe —lanzada al estrellato por otro aprendiz del horror ochentero, David Robert Mitchell— protagoniza en el papel de Lee Harker, una agente novata del FBI dotada de una intuición colindante con la telepatía. Sus superiores notan su talento y la ponen a trabajar en el caso de Longlegs, un asesino que mata familias enteras sin dejar huella alguna de su presencia, excepto por cartas escritas en un alfabeto alternativo. Las escenas del crimen sugieren que Longlegs manipula de algún modo a sus víctimas para que se maten entre ellas o a sí mismas. Su único patrón es que ataca a familias con hijas que cumplen años el día 14 de cualquier mes.
Lee es tímida, evade situaciones sociales y enfrenta cierto grado de misoginia en el trabajo. Además la atormenta su madre sobreprotectora, quien le pide rezar en las noches, pues solo así se mantiene a raya al diablo. Resolver el caso de Longlegs parece, además, un intento de cerrar una herida en Lee, aunque es parte de la sorpresa averiguar cuál. No hay que buscar demasiado: el personaje es un remedo de Clarice Starling (Jodie Foster), la protagonista de The Silence of the Lambs (1991). Incluso el ayudante de Longlegs, un tal Dale Kobble (Nicolas Cage), es un tipo extrañísimo, como Buffalo Bill (Ted Levine). Ambos tienen voces y cadencias anómalas, pero Dale es más feo; su rostro erosionado parece una ruina inducida por cirugías plásticas. Su comportamiento es también más extravagante porque lo interpreta Cage, el actor más expresionista de Hollywood.
Te puede interesar la entrevista de Alonso Díaz de la Vega con Tatiana Huezo.
A Perkins, el director y escritor de Longlegs, no le pesa regresar a los clásicos. Por sí mismo, esto no es un problema: en sus primeras películas Jean-Luc Godard regresaba a Samuel Fuller y a la filmografía de Humphrey Bogart. El concepto de la imaginación como marca registrada proviene de una cultura que anhela ponerle dueño a todo para explotarlo económicamente, pero Perkins no reconstruye el estilo de los años 90 ni reforma el de los 2020: solo obedece a las peores tendencias de ambos, desde el susto de pastelazo hasta la resolución más melodramática posible. Y en medio está el reciclaje de los planos fijos, la relación 4:3, el zoom despacito. Longlegs no da pesadillas, sino golpes a base de ruido.
El crimen más grande en una película producida y coprotagonizada por Nicolas Cage es ponerle una máscara encima al único actor del Hollywood moderno —salvo tal vez por Willem Dafoe— que ha usado su rostro como tal. De Vampire’s Kiss (1988) a Face/Off (1997), Cage pasó los 90 intentando ser nuestro Emil Jannings: la estrella francosuiza del cine mudo no tenía empacho en actuar con gestos excesivos porque su medio no permitía la expresión más que a partir del gesto. Cage ha encontrado raras veces una oportunidad para hacer lo mismo, pero Perkins decidió mostrar su rostro pocas veces y cubierto por una masa de maquillaje. Es cierto que Cage logra algo mediante la voz y algunos movimientos, pero nada más. ¿Será que ambos buscaban subvertir nuestra expectativa? Si fue así, ¿por qué no subvertir todo lo demás?
Regresemos a la forma que tiene Longlegs de espantarnos: cuando las escenas se muestran en el formato ancho (2.39:1), Perkins pone a Lee en medio de la composición, frente a puertas, ventanas y pasillos. Constantemente esperamos que algo atraviese estos portales, pero Perkins no muestra nada y prefiere basarse en los ruidos o en apariciones repentinas en medio de la composición para hacernos brincar del asiento. No tiene nada de original crear un ambiente de amenaza si se va a caer en el efectismo. De algún modo, es lo que hacen los niños torturadores sin mucha creatividad, en vez de mover las cosas de sus hermanos para hacerles creer durante días, años, incluso, que hay un fantasma en su cuarto.
Neon, Longlegs y Perkins no han hecho más que disfrazar el cliché —como a Cage— para convencernos de estar haciendo algo inédito, cuando en realidad captan unos lugares comunes más irritantes que los del pasado: los del presente. Con razón su campaña publicitaria dependió de influencers estadounidenses que insinuaban haber sentido más pánico viendo Longlegs que sufriendo un asalto. Además de vendidos, miedosos.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. <i>Longlegs</i> (2024), A24 y Neon.
Incluso para robar o imitar se debe tener buen ojo y la nueva película de terror de Osgood Perkins carece de esa chispa. A <i>Longlegs</i> le sobró el ruido publicitario pero le hizo falta ingenio para evadir los clichés del cine de terror.
Buena parte de los espectadores de cine —incluso los más eventuales— han visto esta imagen de The Shining (1980): Danny (Danny Lloyd) está sentado en una cama; trae puesto un suéter rojo y se convulsiona, babea. El plano es rígido pero contiene dos movimientos: el del niño temblando y el de la cámara, que hace zoom in lentamente. En la realidad, cuando los niños quieren asustar a otros con alguna criatura —un roedor huesudo, un anfibio viscoso—, la acercan al rostro de sus víctimas, pero despacio. Su intención es torturar, y por ello se toman su tiempo para que el miedo se prolongue y el castigo de sus mayores no sea tan duro (vaya, es claro que son inocentes; no hicieron más que mostrar un animalito). Al simular ese acercamiento a partir del zoom, que desde tiempo atrás había sido uno de sus movimientos de cámara más recurrentes, Stanley Kubrick parecía evocar los temores de la infancia, un tema fundamental de The Shining.
Yorgos Lanthimos, el cineasta contemporáneo que más imita a Kubrick, usa un movimiento de zoom idéntico de forma indiscriminada; también lo he notado en Ari Aster, Robert Eggers y otros cineastas de la generación millennial que buscan alterar al público; sin embargo, la multitud de descendientes comprueba una ley: los chistes, repetidos demasiadas veces, dejan de dar risa. Hace poco defendí a Maxxxine (2024), de Ti West, por imitar a Brian De Palma pues, ¿quién copia a ese noble imitador de Hitchcock, Antonioni y el giallo italiano? Lo que en West, a pesar de su torpeza, es un ejercicio de memoria, de rescate —mal que bien sus películas aluden a directores poco vistos fuera de la cinefilia, como el propio De Palma o Douglas Sirk—, en sus contemporáneos es una sobreexplotación de recursos que vimos demasiadas veces en la televisión abierta. Hasta para copiar hay que ser original, y ese fue el mayor éxito de De Palma.
Osgood Perkins también hace el zoom in suave y atemorizante que abunda hoy en el cine de horror estadounidense. Dos de los primeros planos de Longlegs (2024) lo contienen y lo acompañan con otra característica ya inexorable: la relación de aspecto 4:3. Bajo este formato, la imagen se ve cuadrada, a diferencia de la pantalla ancha, cuya forma rectangular enfatiza la amplitud de los espacios. El 4:3 es típico de la era silente y por ello acarrea una nostalgia de tiempos mejores. Eggers lo usa en The Lighthouse (2019) para evocar las películas de Jean Grémillon y Jean Epstein; Kelly Reichardt lo ocupa como símbolo del pasado en First Cow (2019), situada en el siglo XIX. No sobra decir que ambas películas están conectadas con el estudio A24, que recientemente fue acusado por Joel Potrykus, director de Vulcanizadora (2024), de imponer decisiones estéticas sobre sus producciones.
A24 y Neon, esta última la distribuidora estadounidense de Longlegs, han logrado acaparar el cine fuera de Hollywood durante la última década. Si bien sus películas ofrecen una alternativa a los grandes estudios —a veces unas tan importantes como aquellas dirigidas por Reichardt, Paul Schrader, Apichatpong Weerasethakul, David Cronenberg, Harmony Korine y los hermanos Safdie—, también es cierto que están monopolizando no solamente las producciones de menos de 100 millones de dólares, sino las cualidades mismas de las imágenes. De manera involuntaria, Longlegs expresa este fenómeno.
Maika Monroe —lanzada al estrellato por otro aprendiz del horror ochentero, David Robert Mitchell— protagoniza en el papel de Lee Harker, una agente novata del FBI dotada de una intuición colindante con la telepatía. Sus superiores notan su talento y la ponen a trabajar en el caso de Longlegs, un asesino que mata familias enteras sin dejar huella alguna de su presencia, excepto por cartas escritas en un alfabeto alternativo. Las escenas del crimen sugieren que Longlegs manipula de algún modo a sus víctimas para que se maten entre ellas o a sí mismas. Su único patrón es que ataca a familias con hijas que cumplen años el día 14 de cualquier mes.
Lee es tímida, evade situaciones sociales y enfrenta cierto grado de misoginia en el trabajo. Además la atormenta su madre sobreprotectora, quien le pide rezar en las noches, pues solo así se mantiene a raya al diablo. Resolver el caso de Longlegs parece, además, un intento de cerrar una herida en Lee, aunque es parte de la sorpresa averiguar cuál. No hay que buscar demasiado: el personaje es un remedo de Clarice Starling (Jodie Foster), la protagonista de The Silence of the Lambs (1991). Incluso el ayudante de Longlegs, un tal Dale Kobble (Nicolas Cage), es un tipo extrañísimo, como Buffalo Bill (Ted Levine). Ambos tienen voces y cadencias anómalas, pero Dale es más feo; su rostro erosionado parece una ruina inducida por cirugías plásticas. Su comportamiento es también más extravagante porque lo interpreta Cage, el actor más expresionista de Hollywood.
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A Perkins, el director y escritor de Longlegs, no le pesa regresar a los clásicos. Por sí mismo, esto no es un problema: en sus primeras películas Jean-Luc Godard regresaba a Samuel Fuller y a la filmografía de Humphrey Bogart. El concepto de la imaginación como marca registrada proviene de una cultura que anhela ponerle dueño a todo para explotarlo económicamente, pero Perkins no reconstruye el estilo de los años 90 ni reforma el de los 2020: solo obedece a las peores tendencias de ambos, desde el susto de pastelazo hasta la resolución más melodramática posible. Y en medio está el reciclaje de los planos fijos, la relación 4:3, el zoom despacito. Longlegs no da pesadillas, sino golpes a base de ruido.
El crimen más grande en una película producida y coprotagonizada por Nicolas Cage es ponerle una máscara encima al único actor del Hollywood moderno —salvo tal vez por Willem Dafoe— que ha usado su rostro como tal. De Vampire’s Kiss (1988) a Face/Off (1997), Cage pasó los 90 intentando ser nuestro Emil Jannings: la estrella francosuiza del cine mudo no tenía empacho en actuar con gestos excesivos porque su medio no permitía la expresión más que a partir del gesto. Cage ha encontrado raras veces una oportunidad para hacer lo mismo, pero Perkins decidió mostrar su rostro pocas veces y cubierto por una masa de maquillaje. Es cierto que Cage logra algo mediante la voz y algunos movimientos, pero nada más. ¿Será que ambos buscaban subvertir nuestra expectativa? Si fue así, ¿por qué no subvertir todo lo demás?
Regresemos a la forma que tiene Longlegs de espantarnos: cuando las escenas se muestran en el formato ancho (2.39:1), Perkins pone a Lee en medio de la composición, frente a puertas, ventanas y pasillos. Constantemente esperamos que algo atraviese estos portales, pero Perkins no muestra nada y prefiere basarse en los ruidos o en apariciones repentinas en medio de la composición para hacernos brincar del asiento. No tiene nada de original crear un ambiente de amenaza si se va a caer en el efectismo. De algún modo, es lo que hacen los niños torturadores sin mucha creatividad, en vez de mover las cosas de sus hermanos para hacerles creer durante días, años, incluso, que hay un fantasma en su cuarto.
Neon, Longlegs y Perkins no han hecho más que disfrazar el cliché —como a Cage— para convencernos de estar haciendo algo inédito, cuando en realidad captan unos lugares comunes más irritantes que los del pasado: los del presente. Con razón su campaña publicitaria dependió de influencers estadounidenses que insinuaban haber sentido más pánico viendo Longlegs que sufriendo un asalto. Además de vendidos, miedosos.
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