A casi 30 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio, un tribunal colegiado de México abrió la posibilidad de una nueva sentencia para Mario Aburto que, una vez más, aspira a obtener su libertad. En 2008 cuando Jesús Lemus estuvo preso en Puente Grande, Jalisco, tuvo la oportunidad de hablar con Aburto; la historia forma parte del libro Los Malditos publicado por Grijalbo, de Penguin Random House.
Mario Aburto
Cuando lo vi, alcancé a reconocerlo. Lo miré a lo lejos: caminó despacio, con las manos atrás y la cabeza agachada. Pese a ello, venía observando todo. Pude distinguir que sus ojos le bailaban de un lado para otro, indagando quién caminaba a su lado, aparte del oficial que lo vigilaba.
Pese al encierro de tantos años, se le nota joven, aunque cansado, con los cachetes más colgados pero con la misma cara de niño que se le veía cuando, en cadena nacional, en el noticiero 24 Horas de Televisa, lo presentaron como el autor material del asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta, candidato del PRI a la presidencia de la República.
Mario Aburto Martínez, aunque un poco más amarillo y bajo de peso, puede ser reconocido a la distancia; dicen los guardias en los pasillos de la cárcel federal de Puente Grande que es posible que alcance su libertad en breve, que a lo mucho a principios de 2014 podría beneficiarse con la preliberación. Muchos presos de esa cárcel federal dudan que el gobierno le otorgue algún beneficio. Como quiera que sea, a Mario se le ve bien.
Este es uno de esos presos carismáticos, de quienes se habla por todos lados, de los que con un chiste se ganan a los oficiales, por muy bravos que sean o por muy estrictos y apegados al reglamento que se quieran comportar. Son también los personajes que siempre salen a colación en cualquier diálogo entre reos. En este caso se podría decir que Mario Aburto es uno de los presos más consentidos de Puente Grande.
Ya me habían platicado de Mario en el Centro de Observación y Clasificación (COC). En varias ocasiones Noé sacó a relucir frases célebres de Aburto, cuando abordábamos algunos temas que requerían algo de filosofía. Con la frase “Como dice Aburto”, a veces Noé prologaba sus monólogos. Esa era la mejor manera de brindar reconocimiento a alguien en la cárcel. Y si alguien estimaba a Aburto, ese era Noé. No había día que no iniciara una de sus narraciones sin citar a Mario Aburto.
“Como dice Aburto, ¿quieren que les cuente un cuento?”, era la fórmula favorita de Noé para comenzar a platicar alguna anécdota o simplemente para divagar por los rincones del pensamiento. Fue esa la forma en que todos los que estábamos en el pasillo cuatro del COC comenzamos a conocer a Aburto, aun sin verlo, solo con la referencia mediática del día de su detención y las frases que se iban hilvanando día a día en los diálogos del Gato.
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Yo lo alcancé a reconocer a la distancia, cuando me tocó caminar a su lado, mientras nos conducían a la visita familiar. Salí del módulo del COC y a Mario lo llevaban por el pasillo que viene del módulo cinco. Ya estaba en población, pues había concluido la presión del gobierno federal que lo mantenía aislado del resto de la comunidad carcelaria.
Ocurrió después del desayuno, rumbo a la visita. El guardia que me conducía al área del encuentro familiar fue alertado por el que llevaba a Aburto; le gritó que no dejara que me acercara mucho, pero el oficial que me vigilaba no hizo caso de la advertencia —entre risitas burlonas— y seguimos caminando al encuentro con el otro preso.
Andando a una distancia de no menos de dos metros, con la vigilancia complaciente de dos guardias “leves”, alcancé a ver que a Mario le habían dado la oportunidad, igual que a mí, de caminar con la cabeza levantada. Por eso lo reconocí plenamente. Lo pude ver de frente y luego avancé casi a su lado.
La cara redonda, la boca chica, las orejas grandes, el pelo muy cortito, al genuino estilo de Puente Grande, y los ojos caídos, de inmediato me hicieron recordarlo como cuando lo vi en la televisión, a dos días de que dieran la noticia de la muerte de Luis Donaldo Colosio. Seguía siendo la viva imagen de aquel muchacho confundido y desenfadado que clavaba la mirada en la lejanía y que parecía no ver nada y estar viendo todo.
Él notó que lo reconocí y —sabiéndose estrella, como le dicen en la cárcel federal a quienes se distinguen del resto de la población— de inmediato me saludó con la cabeza, a la vez que me regalaba el consabido “ánimo”, que a manera de gesto de cordialidad se tienen permitido decirse los presos de módulos distintos.
Le respondí con la misma y mustia mueca de amabilidad que utilizan los presos.
Caminamos juntos desde el diamante de vigilancia, donde se juntan los pasillos que vienen de los módulos de población, por donde se sale del módulo cinco y hasta el área de visitas familiares, que es una distancia de casi 200 metros, haciendo paradas en los dos diamantes de control que se ubican en el trayecto.
En el libro Los Malditos (2013) el escritor Jesús Lemus narra su estancia en Puente Grande, donde platicó con Mario Aburto.El instinto de reportero me saltó y le solté la pregunta:
—¿Sí mataste a Colosio? —él me miró fijamente y sólo esbozó una sonrisa; yo volví a insistir con la pregunta—: ¿de verdad lo mataste, o sólo te pusieron...?
—Es solo publicidad —me soltó casi en un susurro—. Yo no lo maté; pero ¿cuándo le ganas al gobierno? Si ellos dicen que tú fuiste, pos fuiste tú y no hay forma de decir que no. Y mientras, aquí me estoy acabando la vida por algo que ni yo estoy seguro de que haya hecho.
—¿Cuánto te dieron de sentencia?
—Me la dejaron en 45 años; me habían dado 48 pero luego me la bajaron a 42 y finalmente me la dejaron en 45…
—Un chingo, ¿no? —le dije a manera de consolación y manifestando ese gesto solidario, de preso a preso, que solo se entiende cuando uno está adentro.
—Pos sí, pero ¿ya qué le haces? Como que te resignas, como que te acostumbras... Y van pasando los meses y se van acabando los años. Y cada vez está más cerca la salida. Y eso es lo que a veces lo mantiene a uno en pie: la esperanza de poder ver a la gente que uno quiere, a las personas que lo esperan a uno allá afuera, las que no te han dejado y no te han olvidado, aunque para muchos seas un animal del mal.
—Dicen que alcanzas beneficios…
—Pos eso ando viendo. Va a estar cabrón que el gobierno quiera, pero vamos a pelear para ver cuánto se puede reducir mi sentencia.
Mario Aburto Martínez, trasladado de Almoloya a Puente Grande en 2004, vive en el módulo cinco de sentenciados. Sale a hacer deporte domingos, sábados, martes y jueves; también tiene actividades de dibujo lunes y miércoles, va a clases de preparatoria abierta los jueves por la tarde y los viernes tiene derecho a sacar dos libros de la biblioteca. Los domingos por la tarde acude a misa en el aula de clases que se improvisa como capilla. Le gusta mucho la pintura y ha logrado algunos reconocimientos del personal de terapia ocupacional, por los dibujos que ha hecho en el marco de algunos concursos realizados en el interior de la cárcel.
Mientras esperamos que nos den el paso del diamante, me mira fijamente y me pregunta:
—Y tú... ¿quién eres? ¿De dónde saliste? Estás todo amarillo, ¿No te sacan al sol?
Le explico que soy periodista y que me mandaron a la cárcel por criticar al gobierno federal y a la administración del PAN en mi localidad. Le cuento que estoy allí por gestiones del gobernador de Guanajuato, Juan Manuel Oliva, y de un grupo de empresarios políticos de mi localidad. Todo se lo suelto en frases concretas, como se acostumbra en la cárcel, para obviar tiempo.
Mario Aburto suelta una risa sonora que obliga al guardia a voltear a vernos y a conminarnos a que guardemos silencio.
—Hijo de la verga —me dice con la cabeza agachada y bajando la voz—, pos se habían tardado en meter a la cárcel a los periodistas. Deberían meterlos a todos, por mentirosos.
—Así es como el pendejo presidente pretende destacar su gobierno. No quiere que le hagan crítica, por eso está matando a los periodistas, y a otros los está mandando a la cárcel o al exilio…
—¿Y de qué te acusan? —me corta el discurso que ya comenzaba a aflorar.
—Dicen que soy narcotraficante —él suelta otra vez su risa, una risa que quiere disimular con una tos fingida, para evitar el regaño del guardia, que sigue a la espera de que autoricen nuestro pase hacia el pasillo que conduce al área de visitas.
—¿Y a poco sí eres periodista? —pregunta un tanto incrédulo, mientras me revisa de arriba abajo.
—Sí, de verdad... No tengo credencial, pero…
Mario Aburto volvió a soltar otra risita y se me quedó viendo.
—De veras vale madre este puto país —dice a manera de reflexión, con una voz casi inaudible.
—Oye —le vuelvo a insistir antes de que nos ordenen que sigamos caminando—. ¿De verdad no mataste a Colosio?
—Ah, qué pinche necio eres... Ya te dije que no…
—¿Quién lo mató?
—No sé; el gobierno, la Iglesia... Cualquiera pudo haber sido, pero yo no lo maté... Llevo años diciendo eso y nadie me cree…
La voz grave de uno de los guardias indica que avancemos y rompe el diálogo a través del cual apenas estábamos fraternizando. Aburto se pone serio, le cambia el semblante y suelta la última advertencia:
—Qué jodido estás; si sigues preguntando esas cosas, nunca te van a soltar, ya ves cómo es el gobierno…
Se vuelve escuchar la voz de otro guardia al final del pasillo, que en tono marcial ordena:
—Muévanse. Aburto Martínez al locutorio seis; Lemus Barajas va al cubículo tres de familiar... Muévanse, cabrones. Ya está corriendo el tiempo de la visita.
Esa fue la primera vez que vi a Mario Aburto en la cárcel. Después lo volví a encontrar en el área del hospital. Yo estaba llegando al pasillo de consultas cuando vi de reojo que alguien salía del consultorio. El oficial que lo llevaba le ordenó a Mario que se colocara frente a la pared, con las manos a la espalda. Antes que yo, estaba otro interno que fue ingresado al consultorio. Yo quedé al lado de Aburto, de frente a la pared, como cuando estuvimos platicando la primera vez, mientras nos conducían al área de visitas.
Mario me miró de reojo y esbozó un sonrisita. Habían pasado acaso dos meses desde la primera vez que nos encontramos. Su memoria me registró perfectamente:
—Qué onda, pinche reportero —me dijo en un susurro que sonó más bien a saludo—. ¿Todavía andas por aquí? Yo ya te hacía en tu casa... Ya vez lo que te digo: que el gobierno se pone necio y si se le antoja no te va a dejar salir…
—Todavía ando aguantando, no me van a quebrar —dije yo como alentándome a mí mismo—. Voy a salir de aquí en cuanto se vaya ese enano que es Felipe Calderón.
—Así me decía mi abogado —reviró Aburto—: vas a salir en cuanto se vaya Carlos Salinas. Y mira, se fue, llegó Zedillo, pasó Fox y se va a ir Calderón y el que le siga, y lo más seguro es que yo voy a seguir en esta misma condición…
—¿A poco ya perdiste las esperanzas de irte de aquí?
—¿A poco se ve muy alentador el panorama para el acusado de matar a un candidato a la presidencia de la República? —me contestó con un tono llenó de ironía—. ¿Tú crees que me van a dejar salir así de fácil?
—¿Cuál fácil? ¿A poco no se te ha hecho pesado lo que llevas de cárcel? —le tiré como para esperar una respuesta obvia—. ¿Cuántos años llevas ya encerrado?
—Sí, la verdad esto ha estado de la chingada. A veces uno no quiere pensar en el tiempo que lleva encerrado, en todo lo que ha tenido que pasar aquí adentro; pero cuando de repente, por las noches, haces cuentas de lo que llevas encerrado y del tiempo que ha pasado y de todo lo que te has perdido, te llenas de coraje y tristeza porque vas dejando embarrada la vida en estas pinches paredes de mierda que no valen madre…
—¿Cuántos años llevas ya en la cárcel? —insistí.
—Pos ya ni me acuerdo. Desde 1994 a la fecha... Creo que ya son 14 años los que llevo preso.
—¿Pero no siempre has estado en esta cárcel de Puente Grande?
—No, yo llegué aquí, apenas, en octubre de 2004... Ya llevo casi cuatro años de andar por estos pasillos. Ya siento que quiero a esta bola de cabrones [los custodios] que se deleitan haciéndonos la vida imposible a cada instante. En esta cárcel me ha pasado de todo... Mira, hasta un puto reportero me vine a encontrar y ahora me anda entrevistando —dijo a la vez que soltaba una risita que, igual que siempre, intentaba disimular con una tos fingida.
La tos fingida de Aburto llamó la atención del oficial de guardia que, parado adentro del consultorio, mantenía vigilancia sobre el interno que estaba en plena consulta y los otros dos presos que seguíamos de pie, a la espera, Mario de irse y yo de entrar con el médico. El guardia se dio cuenta de que estábamos hablando y se dirigió a Mario para decirle que guardara silencio, que no lo provocara, a menos que quisiera aventarse 15 días en aislamiento. La sola amenaza del oficial bastó para que Mario se quedara mudo y únicamente respondiera con un rechinar de dientes que alcanzó a escucharse a varios metros de distancia.
—Guarde silencio, Aburto, o nos arreglamos usted y yo ahorita que vayamos por el pasillo —fue la amenaza más clara del custodio, que luego se dirigió a mí para hacerme la misma advertencia; sólo que en mi caso el colofón fue más severo—: Usted también, Lemus, ándese con cuidado porque se puede caer en el baño y quebrarse las patas.
Apenas el oficial nos amenazó en voz baja, volvió a su posición de vigilancia; parecía que le interesaba más escuchar los problemas renales que decía tener el interno que estaba en el interior del consultorio, que lidiar con dos presos que se hallaban en pleno diálogo, siempre manteniendo la vista al frente, como hablando con la pared y como si la pared pudiera responderles sus dudas.
Yo volví a formular mis preguntas a Mario Aburto. Me lo había vuelto a encontrar de suerte y sólo Dios sabía si volvería a tener la oportunidad de preguntarle lo que medio país le preguntaría si lo tuviera a la mano:
—Oye, Mario, ¿fuiste tú el que mató a Colosio? —esta vez volteé a verlo, en espera de constatar con todos mis sentidos la repuesta del preso.
Mario Aburto rio como la primera vez que le pregunté lo mismo. Giró su rostro levemente hacia mí hasta encontrarnos y mirarnos fijamente:
—No —me respondió a secas.
—¿No lo mataste?
—Te estoy diciendo que no. Ésa es la verdad y eso lo sabemos Dios, yo y los que lo mataron y me metieron a mí en esta bronca que no alcanzo a comprender. A mí me tocó pagar y todavía no sé por qué; pero sí sé que un día todo se va a aclarar y entonces todos se van a dar cuenta de que por muchos años estuvieron acusando a un inocente.
—¿Cómo duermes en las noches?
—¿Qué, que cómo duermo en las noches? —contestó preguntando, desconcertado.
—Sí, ¿cómo duermes por las noches?
—Bien. Duermo a gusto. Ocupo la cama de arriba y hay días en que ni siquiera me levanto para ir al baño. Lo que a veces no me deja dormir es el calor y los mosquitos; pero fuera de allí, la mayor parte del año duermo sereno. Tengo mi conciencia tranquila. Concilio el sueño a la primera, y apenas me acuesto me quedo dormido. A veces sueño, pero sueño que ando en San Diego o me acuerdo cuando era niño y me la pasaba allá en Zamora, con mis primos; nos íbamos a nadar a la presa o nos íbamos al cerro todo el día.
”A veces sueño a mis hermanos y a mi jefito que deben haber sufrido mucho por todo esto… Hace mucho que no los veo y eso me pega fuerte en el ánimo; pero yo siempre tengo la fe y la esperanza de que muy pronto los voy a poder ver. Casi siempre que recibo cartas los sueño y me da mucho gusto verlos en mi mente que están bien, que la siguen pasando bien a pesar de todo esto que nos viene sucediendo.”
—¿No te han abandonado?
—No, mi jefito me sigue apoyando. Él es el más fuerte apoyo que tengo. Me escribe y me dice que no me deje vencer por la cárcel, pues está seguro de que no se puede mantener para siempre la mentira del crimen que dicen que cometí.
—Si no mataste a Colosio, ¿por qué te declaraste culpable?
—Qué pinche pregunta tan pendeja —me dijo mientras me volteaba a ver con un gesto de coraje en la cara, al mismo tiempo que sus labios escurridos hacia abajo se le fruncían—. Tú debes saber que cuando te tienen en pleno interrogatorio, en plena tortura, lo que te digan que aceptes lo tienes que aceptar. Si te dicen que eres el diablo, pos terminas siendo el diablo y no hay otra opción.
”A mí comenzaron a torturarme desde que me llevaban en la camioneta a las instalaciones de la PGR en Tijuana. No recuerdo cuántas veces perdí el conocimiento en el trayecto. Vagamente me acuerdo cuando me tenían en el interrogatorio en Tijuana y luego en México, y siempre me señalaban lo mismo: que les dijera las causas por las que maté al licenciado Colosio. De nada servía que dijera que yo no era el que lo había matado porque parecía que se enfurecían más y terminaban por pegarme cada vez más fuerte. Por eso decidí ya no negar que lo había matado y terminé por aceptar que era el culpable del asesinato, esperando que terminara la tortura a la que me sometían.”
—¿Y las pruebas periciales que hicieron, qué dicen?
—En mi caso todo fue manipulado. Todas las pruebas periciales que se hicieron, desde la obtención de huellas dactilares en la pistola hasta el momento en el que supuestamente yo estaba en Lomas Taurinas, todo fue manipulado. Yo quisiera que se reabriera el caso con más imparcialidad y justicia para que se reconozca finalmente que soy inocente. Mi expediente consta de 178 tomos y allí hay 1 261 declaraciones y un total de 326 peritajes, pero hay muchas contradicciones y ninguna de las pruebas periciales es concluyente. Por eso quisiera que se reabra mi caso.
—¿Crees que si se reabre tu caso saldrías absuelto?
—Si se aplica la justicia en forma imparcial y no meten la mano los que realmente mataron al licenciado Colosio, yo pienso que sí salgo libre, absuelto totalmente. Todo es cuestión de que alguien se atreva a llevar un juicio con total imparcialidad. Lo único que pediría es tener un juicio justo.
”Basta con que se valoren las pruebas que hay en el expediente, que se revisen con plena objetividad; con eso me daría por bien servido, porque estoy seguro de que luego de eso van a quedar en el aire muchas preguntas que apuntan a que yo no fui el que mató al licenciado Colosio.”
Allí, afuera del consultorio, en el área médica del Cefereso número 2, ante el riesgo que implicaba estar dialogando a hurtadillas, con la mirada fija de los dos en la pared, a sólo unos centímetros de distancia, pero sin poder vernos de frente, alcancé a hacerle la última pregunta esa segunda vez que lo vi:
—¿Cuál es la principal prueba que piensas te podría sacar de la cárcel?
—El casquillo que dicen las autoridades que recogieron en la escena del crimen. Si supuestamente yo tenía un revólver, que es con el que aseguran que maté al licenciado, ¿cómo es posible que haya un casquillo en el suelo?, si en un revólver los casquillos percutidos siempre quedan en el tambor. Si hay un casquillo en el suelo, alguien más disparó y, en consecuencia, la teoría del asesino solitario se viene abajo. Y también se viene abajo toda la culpa que me han echado. Y alguien más debería estar aquí, en mi lugar…
La respuesta de Aburto fue bruscamente cortada por la voz marcial del oficial que salía del consultorio, a la vez que ordenaba que el otro preso se colocara a mi izquierda, mientras Mario Aburto era ingresado en el consultorio. Después de un rato de espera —cinco o 10 minutos—, Mario fue sacado del consultorio, y a mí me dieron pase para ver al especialista en urología.
Al salir de la consulta, los tres reclusos atendidos —yo fui el último— fuimos trasladados de regreso a nuestras estancias. Caminamos en fila sólo unos cuantos metros, mientras pasábamos el punto de control de acceso-salida del hospital. Allí, mientras esperábamos que se abrieran las puertas magnéticas, alcanzamos a despedirnos en voz baja.
—Ánimo —me dijo Mario Aburto en voz muy baja, mientras se llevaba la mano derecha al corazón. Ésa es la principal señal de estima entre los presos de la cárcel de Puente Grande—. Nos estamos viendo.
—Ánimo —le contesté yo, con el mismo gesto de solidaridad que obliga a todos los que portamos el uniforme café de esa cárcel federal.
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De Mario Aburto escuchaba hablar muy seguido en el interior del penal, sobre todo en boca de Noé Hernández, quien me contaba la forma en que llevaba su vida en el seno de la cárcel aquel que se convirtió en una de las máximas figuras de Puente Grande. El Gato había estado viviendo con Aburto y se sabía de cabo a rabo la rutina del que fue sentenciado como asesino de Luis Donaldo Colosio.
—Yo lo conozco bien —me decía Noé en sus momentos de lucidez—. Estuvimos juntos en el módulo cinco. No vivíamos en la misma celda, pero todos los días nos sentábamos a platicar cuando nos sacaban al patio, a tomar el sol.
”Es bien a toda madre. Le gusta mucho cantar, es muy bueno para los chistes y casi nunca habla de su proceso; sólo dice que un día va a salir de aquí y se va a saber en todo el mundo que estuvo preso injustamente por un crimen que nunca cometió. La neta, yo sí creo que él no mató a Colosio, y que más bien está pagando la culpa de otro más vivo.
”Lo que sí, es que el bato está muy enfermo de la vista. Una vez me contó que no alcanzaba a distinguir a las personas a lo lejos. Que sólo ve bultos y siluetas. Me preguntó que cómo le hice para tener los lentes que traigo, que son de los que da el comité internacional de la Cruz Roja, y yo le expliqué cuál era el trámite. Y creo que andaba en eso cuando a mí me trajeron para esta área de asilamiento.”
Como conocía el cariño que Noé Hernández le tenía a Mario Aburto, le comenté, a mi regreso de la zona de consultorios, que lo había visto y —esta fue una mentira piadosa— que lo había mandado saludar. Eufórico, esa tarde El Gato se la pasó contando historias narradas por Aburto y recapitulando momentos que pasaron juntos en los módulos ocho, siete y cinco, donde vivieron juntos durante varios años, Noé purgando una sentencia de 70 años y Aburto a la espera de cumplir 45 años de prisión.
—¿Y cómo viste a mi hermanito Aburto? —comenzó a cuestionar Noé, apenas le hice llegar los falsos saludos.
—Lo vi bien. Se ve fuerte, camina derecho. Le gusta platicar…
—¿No te contó de la ocasión en que en el módulo cinco nos castigaron a todos los del pasillo y que él, ante el desmadre de los presos que se querían amotinar, porque no íbamos a tener cena de Nochebuena, comenzó a platicar cómo pasaron las cosas el día que mataron a Colosio?
—No, no me platicó esa historia…
—Te la cuento. Resulta que el día 24 de diciembre —creo que fue de 2005 o de 2006, no me acuerdo bien—, todo iba normal; habíamos salido al patio pues nos habían dado deportes como cualquier día festivo. Ya habíamos regresado a las celdas e incluso ya estábamos bañados. Todos contentos por la cena de Navidad, nos estábamos arreglando cuando Ramirito, uno de los trabajadores de La Rana, el que mató al cardenal Posadas Ocampo, comenzó a cantar canciones de Navidad. La verdad es que Ramirito cantaba bien y prendió a toda la gallera, la que comenzó a pedir canciones, como si fuera complacencia musical. Haz de cuenta que estabas en una estación de radio en la que todos pedían y el artista cantaba.
”—Guarden silencio —nos gritó desde abajo el oficial de la guardia— o los dejo sin comer.
”Nadie le hizo caso y seguimos pidiendo a Ramirito que cantara una y otra canción. Y se puso mejor el ambiente porque Ramirito comenzó a cantar baladas de Navidad pero al estilo de varios cantantes. Cantó la de ‘Campanas navideñas’ al estilo de Antonio Aguilar, luego la de ‘El niño del tambor’ con los estilos de Juan Gabriel, Dyango y Rocío Durcal, y creo que hasta cantó varias rolas al estilo de Frank Sinatra. Mientras el oficial seguía gritando desde abajo que guardáramos silencio.
”—Atención pasillo, guarde silencio. Guarden compostura o se quedan sin comer —gritaba.
”Y la verdad es que nadie pelaba al puto oficial. Y cada vez más seguíamos pidiendo canciones de Navidad con los artistas que nos gustaban. Hasta unas canciones del payaso Cepillín comenzó a cantar. Y aquello provocó que el oficial de la guardia se enfureciera aún más. Subió a toda prisa al nivel dos del pasillo y se dirigió a la celda de Ramirito, para pedirle que dejara de cantar.
”—Guarde silencio y acérquese a la celda —le ordenó el policía de guardia a Ramirito.
”Ramirito, viendo la actitud agresiva del vigilante, obedeció y se acercó a la celda para escuchar la instrucción y la sanción a la que se había hecho merecedor.
”—Ordene, oficial —le contestó Ramirito en voz muy baja.
”—¿No está escuchando que le estoy dando la orden de que guarde silencio?
”—No había escuchado, oficial —trató de defenderse el preso.
”—¿Piensa que yo estoy pendejo? —le grito el guardia, mientras extendía el brazo para sujetar a Ramirito por el cuello de la camisa, a través de los barrotes—. Si le ordeno que guarde silencio es para que me atienda enseguida y no me salga con sus puterías —gritaba en forma exaltada y exagerada el policía mientras en repetidas ocasiones golpeaba la cabeza del preso contra los barrotes de acero, haciéndolo sangrar.
”La agresión del custodio hizo que los compañeros de celda de Ramirito, que se habían mantenido en sus camastros, desde donde estaban cantando, se acercaran hacia la reja, para tratar de rescatar al preso de las manos del oficial enardecido. Pero cuando el vigilante observó que los otros dos presos iban adonde él seguía golpeando al interno, lanzó el código de alerta a través de la radio. En menos de un minuto, el pasillo A del módulo cinco se llenó de oficiales de guardia mientras nos obligaban a mantenernos en el interior de las celdas.
”—Todos hincados, con las manos sobre la cabeza, hijos de la chingada —comenzó a gritar un comandante.
”Junto a la orden de guardar silencio y mantenernos quietos, un oficial llegó hasta la puerta de cada una de las celdas y roció gas pimienta, mientras llegaban los oficiales con equipo antimotines, quienes nos pusieron unos muy sabrosos chingadazos hasta que se cansaron.
”—Aquí están sus campanas navideñas —gritaban los custodios burlonamente a través de las máscaras antigases que utilizaban, mientras los presos se ahogaban por los golpes que recibían en medio de aquella nube de gas.
”La paliza duró como unos 20 minutos, hasta que ninguno de los que estábamos en aquel pasillo teníamos aliento para seguir aguantando las patadas y los toletazos. Y de pilón nos dieron una bañada con la manguera contra incendios, lanzando el chorro de agua desde la puerta de la celda, para mojar todo lo que había en el interior: colchones, ropa, cobijas, libros... todo lo que teníamos.
”—Y nadie baja a comer... No hay cena para nadie, hasta nuevo aviso —dijo la voz que anunciaba el fin de la golpiza.
”El pasillo estaba en silencio total, cuando alguien de las celdas del fondo, creo que fue Oliverio Chávez, el zar de la coca, comenzó a gritar que aquéllas eran chingaderas, que no se valía ese trato, y comenzó a alborotar a la gente. Todos comenzamos a tirar nuestras pertenencias por las ventanas que dan al patio. Hicimos pedazos los colchones, y la ropa, junto con los zapatos y los tenis, los tiramos hasta medio patio, mientras algunos compitas, aún calientes por los chingadazos, gritaban y retaban a los oficiales.
”—Ese oficial de guardia, vamos a darnos una trompadas usted y yo. De parejos, sin ventajas de nada. De hombre a hombre; vamos a partirnos la madre —era el grito generalizado de muchos de los que estábamos en ese pasillo.
”Esa vez hasta los más pacíficos, los que casi nunca hablaban, los que no se metían con nadie, también comenzaron a gritar y a tirar todas sus cosas por las ventanas. Hubo gritos que pedían la presencia del director del penal, otros más anunciaban que se iban a la huelga de hambre y hubo quienes comenzaron a gritar que matarían a un preso para llamar la atención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de esos güeyes que nunca se presentan cuando uno los necesita.
”Las cosas se seguían calentando, sobre todo porque los del módulo de enfrente, cuando vieron que estábamos tirando todo por las ventanas hacia el patio, empezaron a apoyarnos: ellos también comenzaron a lanzar cosas hacia el patio, principalmente zapatos y ropa, y hasta quemaron algunos colchones. Se estaba formando un buen motín que seguramente iba a costarnos mucho.
”El pasillo en el que estábamos ya era un manicomio cuando se escuchó, muy fuerte, la voz de Mario Aburto, que casi nunca hablaba:
”—Eh, raza. Calmados batos, qué le estamos buscando más problemas al asunto. Aliviánense —gritaba Mario, desesperado, jalando la reja para llamar la atención del pasillo”. ¡Si se callan les cuento cómo maté a Colosio! —gritó con mayor fuerza y todo se quedó en silencio.
”—¿A poco nos vas a contar la verdad? —lo cuestionó desde su celda Daniel Aguilar Treviño, asesino material confeso de José Francisco Ruiz Massieu, quien fuera secretario general del PRI.
”—Sí, si se quedan callados y quietos, les cuento la historia verdadera. La que nadie sabe. La que ni siquiera le conté al agente del Ministerio Público —dijo Aburto en la mitad de aquel silencio que hizo que poco a poco se quedara quieto todo el módulo.
”—Arráncate —le dijo Aguilar Treviño, mientras todos los presos de ese pasillo se acercaban a la celda para escuchar la historia que poco a poco fue hilvanando el que es señalado como el asesino solitario de Luis Donaldo Colosio.
”—Yo vivía en la colonia Buenos Aires, en Tijuana —comenzó a contar Aburto con una voz histriónica, fuerte, sólida, firme, sabiendo que tenía la atención del auditorio y sintiendo que lo que dijera en ese monólogo sería vital para él y para todos los que estaban en ese pasillo—. Allí vivía tranquilo, sin sobresaltos, como cualquier persona normal que no aspira a nada que no sea ganarse el justo sustento de la vida a base de su trabajo.
” ’En ese entonces yo trabajaba en una maquiladora, donde era operador del tercer turno y ganaba para pasarla bien y ayudar con los gastos de la casa, con los gastos de mis hermanos y de mi jefito que necesitaba para sus medicamentos. Yo no tenía nada que ver con asuntos políticos ni nada de eso. Yo sabía que la política es una cochinada y que a la gente del pueblo no hay quién volteé a verla en las necesidades que tiene. Por eso nunca me ha interesado la política.
” ’El día que dijeron que yo maté al licenciado Colosio ni idea tenía de en qué iba a terminar todo. Yo me levanté muy temprano, con un presentimiento que no me dejó en paz durante todo el día. Toda la mañana estuve inquieto y no me hallaba en ningún lugar; hasta mi supervisor lo notó y me dijo que si quería irme a mi casa que me fuera; pero la verdad decidí esperar porque Chela —mi novia— me había dicho que quería hablar muy seriamente conmigo cuando se terminara la jornada.
” ’Esperé a que terminara la hora de trabajo y fui a buscar a Chela para saber qué era lo que quería platicar conmigo, qué era lo que tenía que decirme tan urgentemente; pero me decepcioné cuando me dijo que era sólo un presentimiento: intuía que algo malo me iba a pasar. Allí en la puerta de la fábrica le dije que nos veríamos al día siguiente y ella se fue por donde siempre caminaba, para agarrar el camión que la llevaba a su barrio. Yo me dirigí al centro a echarme unas tortas, porque ya me estaba calando el hambre pues en todo el día no había comido.
” ’Entre mi ropa, debajo de la chamarra, traía una pistola que había comprado hacía como unos dos meses antes; la compré porque como al principio trabajaba en el turno de la noche, se me hacía muy riesgoso bajar de la colonia y no quería que me fueran a asaltar los cholos que se reúnen por ese lugar; así que decidí comprar esa pistola. El día que dicen que maté a Colosio me salí con la intención de vender el arma, porque tenía unas deudas que liquidar y pensé en buscar a algunos amigos que me podían hacer el paro de la compra.
” ’Me retiré de la fábrica caminando, sin la intención de subirme al camión, pues hasta se me había ocurrido que podía vender la pistola a alguna persona que me pudiera despertar la confianza de ofrecérsela, así que me fui andando en busca de clientes. Había caminado como unos 20 minutos cuando me encontré con un amigo al que le ofrecí en venta el arma que traía guardada, y cargada, entre la ropa; pero en lugar de hacerme una oferta me dijo que me lanzara al mitin del PRI que se realizaría esa misma tarde en la colonia Lomas Taurinas, donde yo tenía algunos conocidos que me podrían ayudar a vender la pistola, conectándome con alguien que quisiera comprarme el arma.
” ’Llegué a Lomas Taurinas como a las tres y media de la tarde y comencé a recorrer el lugar con la vista, desde el sitio donde me encontraba, en la calle principal que lleva a la plaza en la que se realizaría el evento político del licenciado Colosio. No vi a nadie de los que buscaba para ofrecerles la pistola, pero me embobé escuchando a los que ya estaban calentando el ambiente para la reunión política del candidato del PRI.
” ’Para escuchar y ver mejor a los que estaban hablando decidí acercarme al templete y desde allí estuve analizando los discursos políticos de cada uno de los que estaban saliendo a hablar, pensando que la gente es tonta y que aún pueden decir mentiras. Yo estaba preocupado porque necesitaba vender la pistola y no había compradores.
” ’Entonces se me acercó alguien que me llamó por mi nombre y me pidió que lo siguiera. Yo no lo conocía, pero al parecer él sí y comencé a seguirlo entre la gente que estaba en la reunión. Lo seguí como unos cinco o seis minutos hasta que nos alejamos de toda la gente y allí fue donde me dijo:
” ’—Me dijeron que andas vendiendo una pistola… ”
’—Sí —le contesté medio sacado de onda porque no me acordaba de haberle dicho a alguien que yo quería vender la pistola—. ¿La quieres ver? —le pregunté.
” ’—No, no quiero verla, sólo quiero saber si la traes. Porque yo te la voy a comprar —me dijo—; pero te la voy a comprar hasta que termine el mitin, así que aquí te voy a ver una vez que se acabe el discurso del candidato. ¿Te parece?
”’—Sí, estoy de acuerdo —le dije, pero en realidad me sorprendió mucho, porque ni siquiera hablamos del precio de mi pistola y ya me estaba diciendo que me la compraría en cuanto terminara el evento.
” ’Apenas me dijo que me compraría la pistola, aquel tipo se volvió a perder entre la gente, como dirigiéndose adonde estaba el templete, donde se seguían leyendo los discursos de la gente que venía con el candidato del PRI. Yo me quedé parado sin saber qué hacer, con muchas preguntas en la cabeza y, sobre todo, con la preocupación de quién le había dicho a ese tipo que yo tenía una pistola que quería vender.
” ’Me tenté la pistola en la cintura, como para asegurarme de que aún la traía conmigo, no fuera a quedarle mal al que me había ofrecido el trato. Me acuerdo que allí, a la orilla del mitin, mirando entre la camisa y la chamarra, revisé la pistola y le volví a contar las balas que tenía en el tambor, sólo para volver a asegurarme de que sí podría hacer el trato que me había ofrecido aquel sujeto, que por cierto tenía un tono distinto al de los de Tijuana.
” ’Me quedé escuchando los discursos de la gente que estaba pidiendo el voto a favor del PRI y comencé a fijarme que la mayoría de los que estaban hablando al micrófono insistían en que se debía terminar la pobreza en todo el país, fincando las esperanzas en que el nuevo gobierno que encabezaría el licenciado Colosio habría de darle mejor vida a los mexicanos. Eso comenzó a darme mucho coraje.
” ’Desde la orilla del mitin, desde donde estaba siguiendo todo lo que pasaba en el templete, pude ver al licenciado Colosio; lo escuché decir un discurso que la gente aplaudió mucho y que hizo que la música sonara más fuerte. Al oír su discurso más coraje sentí, porque comencé a ver cómo el licenciado Colosio decía que cambiaría la vida de los mexicanos, cuando la mayor parte de los que estábamos en ese mitin éramos pura gente pobre, trabajadora, que con grandes esfuerzos habíamos llegado a ese lugar para escuchar algo distinto; pero en realidad sólo estábamos escuchando las mismas mentiras de siempre.
” ’Muy pronto se me olvidó que el que me iba a comprar la pistola me había pedido que lo esperara en ese lugar, a la orilla de toda aquella gente, y comencé a meterme entre la bola de simpatizantes que estaban aplaudiendo el discurso que terminó de decir el licenciado Colosio. La gente le seguía gritando y aplaudiendo a pesar de que ya no estaba en el templete y ya se había bajado para ir a su camioneta y retirarse de ese lugar.
” ’Yo me metí entre la gente y me dejé llevar por la ola humana. De pronto ya estaba cerca de donde caminaba el candidato, que seguía saludando a la gente, aunque en realidad dejaba a muchos con la mano estirada. Muchas señoras y viejitas le gritaban al licenciado Colosio, quien ni siquiera volteaba a verlas y se seguía de paso; eso comenzó a darme mucho más coraje del que me había despertado cuando lo escuché diciendo su discurso.
” ’Entre los empujones de la gente, sentía cómo me iba calando el arma. Y en medio de todo ese jaloneo advertí que casi se me caía la pistola, porque el pantalón de mezclilla que traía me quedaba muy apretado y eso hacía que la pistola se me saliera hacia arriba, quedando detenida sólo por la chamarra. Fue entonces cuando extraje la pistola de la chamarra para luego meterla en la bolsa derecha, previniendo que no se me fuera a caer; pero por los apretones no pude hacerlo y casi se me cae. Pensé ponérmela otra vez por dentro de la chamarra, pero ya no pude; había codazos y manotazos de la gente —que poco a poco me había acercado al licenciado Colosio— y ya no puede salirme porque me estaban empujando.
”’Ya estando muy cerca del licenciado Colosio estuve a punto de caerme. Me tropecé levemente pero alcancé a mantenerme en pie, con equilibrio, abriendo más los pies. En ese momento sentí un golpe en la pantorrilla que me tiró, y por eso alcé la mano derecha, como para tratar de apoyarme en alguien, sin acordarme que traía la pistola en la mano. Y fue allí cuando se me activó el arma, a causa de la contracción de los músculos y de los nervios.
”’Después supe, por lo que dijeron las noticias y los videos que han salido en la televisión, que la bala que mató al licenciado Colosio le pegó en la cabeza y que bien pudo haber salido de la pistola que yo traía para venderla, aunque yo no tengo la certeza de haberle disparado, porque nunca tuve la intención de asesinarlo, aunque digan lo que digan los que me acusaron y sentenciaron.’
”Al terminar aquella narración —seguía contando Noé—, todo el pasillo estaba quieto. Nadie hablaba ni decía nada. Parecía que habíamos quedado mudos. Sólo dos o tres de los presos que estábamos allí quisieron hacer algunas preguntas acerca de las dudas que les había dejado el relato, pero Aburto ya no quiso hablar. Se quedó callado, como reflexionando. Y todos le respetamos el sentimiento de tranquilidad que pudo haber experimentado luego de haber contado lo que traía en su pecho y que a nadie le había confesado, ni siquiera a los policías que lo torturaron durante varias horas después de que mató a Colosio.
”Después de ese silencio, los guardias que ya se alistaban para apagar el motín que había estado a punto de estallar, comenzaron a asomarse por la puerta del pasillo, desde el diamante de vigilancia, para ver desconcertados y sorprendidos que la causa por la que se había tranquilizado todo aquel zafarrancho había sido el deseo de escuchar de la voz de Aburto lo que había pasado el día que mataron a Luis Donaldo Colosio.”
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Volví a encontrar a Mario Aburto por tercera ocasión en aquella maraña de pasillos del penal de Puente Grande, otra vez que me conducían del COC a la visita familiar. Nos encontramos en el diamante de vigilancia que une los pasillos de los módulos de población general con el área de observación y clasificación, convertida en área de segregación.
Aburto venía caminando con las manos en la espalda y la cabeza gacha, pero observando todo su entorno con la vista periférica. En el diamante de vigilancia, mientras esperábamos el pase a la zona de visitas, volvimos a juntarnos. Por instrucciones del oficial que lo escoltaba se colocó a mi izquierda. Yo busqué su mirada, porque lo reconocí, pero esta vez él me ignoró. Hacía poco menos de dos semanas que nos habíamos visto en el área de hospitales y esta vez pareció no reconocerme, o quizá no tenía ganas de platicar ni de arriesgarse a un castigo. Yo me quedé con las preguntas en la punta de lengua, las mismas que estuve estudiando durante los últimos días para cuando se diera la oportunidad de encontrarlo. Esa vez que nos vimos en el diamante de entrada al área de visitas, yo iba preparado para preguntarle acerca de su famoso “Libro de actas”, del que tanto se ha escrito y en el que parece perfilarse como un magnicida clásico.
El “Libro de actas” de Mario Aburto es un documento que él mismo escribió años antes del magnicidio —según me dijo uno de los policías que participaron en la primera investigación, al que conocí en el módulo uno de procesados cuando fui llevado a ese sector—. Dicho documento, llevado a manera de diario, habla de la transformación de Aburto de persona normal a caballero águila.
En otra ocasión me encontré a Mario Aburto de nueva cuenta en el área del hospital. Nos vimos a las afueras del consultorio del dentista, donde también está el laboratorio de análisis clínicos y el área de radiografías. Esa vez el área estaba llena de internos y el personal médico no se daba abasto para atender a todos los presos que los oficiales de guardia llevaban a ese lugar. Fue durante el mes que se decretó una epidemia de hepatitis en la población de reclusos de algunos módulos. Lo vi de reojo y él me reconoció a la primera; me saludó con la cabeza y dio un paso lateral como para acercarse más a donde yo estaba.
—¿Qué onda, reportero...? ¿Cómo te trata la vida? —me preguntó con un susurro de voz que apenas alcancé a entender.
—¿Qué onda, Mario? —le contesté, sin voltear a verlo para no llamar la atención de los guardias que se movían y se perdían en aquel mar de uniformes cafés arremolinados contra la pared, con las manos en la espalda.
—¿También tienes hepatitis? —me preguntó mientras su boca hacía un gesto de repulsión que alcancé a ver con el rabillo del ojo.
—No. Creo que me llevan con el internista porque tengo problemas del estómago —le dije sin la certeza de qué estaba haciendo en el área del hospital, mientras buscaba rápidamente en mi cabeza las preguntas que no le había hecho la última vez que lo pude ver en el momento en que nos juntaron en el diamante que da paso al área de visitas.
—Acá todo el pasillo se enfermó de hepatitis —me dijo mientras volteaba a ver al otro preso que estaba a su lado derecho—. Nos van hacer análisis porque dicen que van a separar a los que aún no están enfermos, antes de que comience a morirse la gente de esa mierda.
—¿Y tú cómo te sientes? —atiné a preguntarle por cortesía.
—Yo no estoy enfermo —contestó categórico y seguro—, pero digo que me siento algo mareado, ahora que llegaron a preguntar, para aprovechar y me traigan a dar una vuelta por estos lugares. Ya ves que es mucho enfado estar sin hacer nada todo el día. Así al menos uno se viene a distraer un poco por estos lares. Estaba seguro de que te iba a encontrar, pos al parecer tú no sales de aquí.
—No, hace mucho que no venía por acá —le dije—. El otro día el director fue al pasillo y ordenó una revisión médica a todos los que estamos segregados y encuerados, y luego de la revisión el médico le dijo al director que yo necesitaba ver al internista. Y yo pienso que por eso me han traído a este lugar, ya ves que aquí el último que sabe a dónde va o qué le van hacer es uno mismo. Lo tratan a uno como animal, estos hijos de la chingada.
—Cálmate, reportero —me dijo en tono de broma—; ya te irás acostumbrando al trato que nos dan aquí, pos realmente no eres nada. Sólo eres un número al que le aplican un protocolo y nada más.
—La otra vez te vi y no me pelaste —le dije en tono de reclamo.
—Sí te vi, pero no te podía hablar —me explicó brevemente—; lo que pasa es que el pinche guardia que me llevaba ya me trae en jabón y por su culpa me han castigado cuatro veces en menos de tres meses. Se me hace que le caigo gordo al cabrón, o a lo mejor me cogí a su madre sin querer y por eso me odia tanto —dijo mientras ahogaba la frase con la típica risita que seguía tratando de ocultar con una tosecita fingida.
—Oye, Mario, ¿y sí fuiste tú el que escribió el “Libro de actas”? —le tiré a quemarropa la pregunta, como para obviar aclaraciones y aprovechar el momento. No quería desaprovechar esa oportunidad.
—Ésa es otra mentira —respondió otra vez con un tono de voz más bajo y más lento—. Han dicho tanto de mí que ya estoy creyendo que sí soy el que mató al licenciado Colosio. Eso del “Libro de actas” es una mentira más de los que me quieren tener preso. Yo no he escrito ese libro. Al menos no recuerdo haberlo escrito. Además, no tenía motivos para escribir esas cosas que dicen que menciono. Yo pienso que eso lo cuadraron los psicólogos que me hicieron el perfil, con el fin de poder decir que sí soy la persona que ellos aseguran que soy.
—Dicen que sí es tu letra la que está en ese “Libro de actas”...
—Tú eres bien pendejo, reportero. Se me hace que por eso estás aquí —me dijo como prefacio a la respuesta de la pregunta que no alcancé a terminar de formular—. Lo que ha presentado el gobierno como escritos míos, efectivamente son míos, pero los escribí los días que estuve en la PGR, en Tijuana y en México. No los escribí antes como ellos han querido hacer creer a la gente. Ni me siento caballero azteca por si también me lo vas a preguntar.
—Entonces sí hubo varios Marios Aburto…
—Sí, y ojalá se pudiera abrir de nueva cuenta mi expediente para que me den la posibilidad de defenderme bien, sin los errores y las fallas que padecí en su momento, porque hay muchas cosas que se deben investigar, como mi parecido con algunas personas que aparecieron muertas un día después del asesinato del licenciado Colosio y también mi parecido con el elemento de seguridad nacional que estuvo presente en Lomas Taurinas. Hay muchas cosas que no cuadran y si se analizan finalmente va a resultar que aquí tienen preso a un inocente.
—¿Tu familia no está haciendo nada para buscar que se reabra tu proceso?
—Sí, son ellos los que me están ayudando con todo, pero como que no han encontrado los medios adecuados para denunciar que lo que estoy viviendo es una injusticia. Nadie les hace caso.
—Pero si se reabre el proceso, ¿a poco te vas acordar de todo lo que pasó?
—Claro, cómo se me va a olvidar lo que hice esa ocasión, si todos los días durante tantos años lo repaso minuto a minuto, paso a paso. Y cada vez sigo encontrando más cosas que pueden llevar a una verdad que sin duda me ayudaría a salir de la cárcel. Todos los días repaso las circunstancias en las que mataron al licenciado Colosio, y cada vez estoy más convencido de que hay alguien más que debería estar aquí en mi lugar. Aunque debo confesarte que hay días en los que termino convencido de que sí fui yo quien mató al licenciado Colosio. Porque cuando estás aquí terminas creyendo que sí eres responsable de lo que te acusan.
—Entonces, ¿tú mataste a Colosio? —le pregunté buscándole la cara.
—No, yo no fui. A mí me agarraron como chivo expiatorio —contestó secamente mientras veía fijamente la pared, sin parpadear, con la boca tan seca que se podía escuchar el chasquido de la lengua al hablar.
—Pero... ¿por qué firmaste la declaración inicial...?
—...Y también lo acepté ante el juez y no me retracté en ningún momento. Y cada vez que me lo preguntaron durante el proceso lo sostuve: yo dije que era el asesino único y material del licenciado Colosio... Pero lo hice porque mi familia siempre estuvo amenazada y corría peligro de muerte si yo negaba el asesinato. Yo me inculpé por salvar a mi familia. Seguramente por eso me escogieron quienes se decidieron a ponerme en este aprieto, porque sabían que ante todo yo iba a preferir la tranquilidad de mi familia aunque perdiera mi libertad.
—¿Y tu familia está bien?
—Sí, todos están en Estados Unidos. Ya todos tienen su vida hecha, y mis jefitos no pierden la esperanza, igual que yo, de que un día cambien las cosas en nuestro país y se pueda solicitar una revisión de mi sentencia, pero sobre todo de mi proceso, en el que hubo muchas irregularidades que nadie ha querido ver.
—¿A quién le han estado pidiendo que se reabra el proceso?
—A todos. A medio mundo. Le estamos escribiendo a todas las personas posibles, aunque a veces lo único que logramos despertar es la curiosidad de algunos políticos que quieren saber qué pasó realmente, qué hay detrás de la muerte del licenciado Colosio, quién está detrás de ese crimen. ¡Como si de verdad yo tuviera respuestas a todas esas preguntas!
—¿Le han enviado cartas a la presidencia de la República?
—Nos hemos cansado de hacerlo, mis jefitos y yo... pero nadie nos hace caso. Lo único que hacen es mandar a un representante para que les explique los motivos por los que maté al licenciado Colosio; pero no dicen nada de reabrir mi proceso.
—¿Quiénes te han buscado para que les platiques acerca de la muerte de Colosio?
—Fox me mandó gente, y en su primer año de gobierno Calderón también me envió a dos personas que querían que les confesara la razón que tuve para matar al licenciado Colosio, pero lo que ellos querían en realidad era saber quién fue el que me ordenó matarlo... Como que buscaban que les dijera el nombre de algún político reconocido del PRI…
—¿Y qué nombre les diste?
—Ninguno. No tengo ningún nombre que darles. No voy a satisfacer la curiosidad de Calderón, aunque ellos (los que me entrevistaron en la cárcel) se hubieran ido gustosos si les doy cualquier nombre. Pero no les platiqué nada. Les dije lo que yo quería y ellos me dijeron que no podían reabrir mi expediente…
Esas fueron las últimas palabras que escuché de la boca de Mario Aburto Martínez. No había terminado de completar aquella frase cuando se escuchó el grito seco de uno de los oficiales que se hallaban en aquel apretado sitio, donde se mantenían a distancia de los internos para disminuir la posibilidad de un contagio de hepatitis. A una distancia de cinco metros se escuchó la voz del oficial que ordenaba que permaneciéramos callados y con la vista en la pared, mientras se terminaba la ronda de los que iban a pasar al laboratorio de análisis clínicos.
En esa ocasión, mientras yo esperaba el pase al consultorio del médico especialista, estuve contando a todos los que estábamos apretujados en el reducido pasillo que conduce a las instalaciones médicas del Cefereso número 2. Contabilicé por lo menos a 40 internos en la fila en espera de ingresar al laboratorio, ante la sospecha de estar enfermos de hepatitis.
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