Al margen de la Constitución, las Fuerzas Armadas han aumentado tanto en número como en funciones y recursos, y eso basta para comprobar la militarización del país. Pero ¿puede la presencia reiterada, extendida y creciente de las Fuerzas Armadas conducirnos al militarismo, a la supremacía de la escala de valores castrenses o, por lo menos, a su aceptación por parte de la sociedad?
Hoy, las actividades de las Fuerzas Armadas en la vida nacional son tantas y tan diversas que su simple recuento ha dejado de servir como advertencia o denuncia. Necesitamos ampliar el análisis y la discusión. En esta columna no quiero enlistar el incremento reciente de sus actividades, sino recuperar brevemente la historia de la militarización en México, mencionar y cuestionar el fundamento jurídico de ella y, para comenzar una labor de análisis con potencial crítico, aclarar dos conceptos que, siendo desde luego distintos, suelen confundirse en la discusión pública: la militarización y el militarismo. Si el presidente de la República le asigna una tarea a las Fuerzas Armadas, las críticas ciudadanas hablan de militarismo; frente a ellas, los gobernantes y quienes los apoyan aceptan estar frente a una militarización necesaria y benéfica. Estos tres puntos deben servir para tratar de saber cómo y de qué manera la presencia extendida del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada afectará la democracia, los derechos humanos, el sistema federal, la división de poderes y la administración que, tan precariamente como se quiera, estructuran nuestra pobre vida institucional. Si nos concentramos únicamente en la historia reciente, desde mediados de los años setenta, nuestro país está viviendo una situación –originariamente silenciosa y más bien vergonzante– de participación de las Fuerzas Armadas en tareas que difícilmente tienen conexión exacta con la disciplina militar. Hago énfasis en ese término porque el artículo 129 constitucional dispone que en tiempos de paz las Fuerzas Armadas no pueden realizar más que ese tipo de funciones. Como es evidente que en nuestro país no se han suspendido derechos humanos, ni se ha declarado la guerra, ni se ha determinado que la seguridad interior se encuentra en peligro, jurídicamente hablando no estamos en tiempo de guerra o excepción. Estamos en tiempos de paz, al menos conforme la Constitución la concibe. Con independencia de lo anterior, desde hace 55 años, soldados y marinos comenzaron a realizar operaciones para erradicar plantíos de enervantes, apoyar a la población en caso de desastres naturales, garantizar la seguridad pública, combatir la guerrilla, integrar órganos de seguridad nacional, respaldar a las policías locales y federales, interceptar redes de narcotráfico y capturar a sus líderes, controlar fronteras y puertos, construir inmuebles, resguardar instalaciones estratégicas, cuidar documentación electoral o repartir libros de texto. Más allá de si tales operaciones han sido benéficas o no, lo cierto es que desbordan lo dispuesto en el señalado artículo 129 constitucional. El amplio rango de acción de las Fuerzas Armadas se realizó, entonces, al margen del derecho. Para demostrarlo, pensemos en las bien conocidas operaciones Cóndor o México Seguro: ambas carecieron de un soporte normativo adecuado. A pesar de ello, no se impugnaron las actuaciones militares y navales; los casos que llegaban a tribunales se referían a su vida interna: pensiones, retiros, delitos, faltas. El primer gran cuestionamiento surgió hasta 1995, con la publicación de la Ley General que establece las Bases de Coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En ese momento, diversos diputados promovieron una acción de inconstitucionalidad para cuestionar la integración de los secretarios de la Defensa Nacional y la Marina al Consejo de Seguridad Pública. La Suprema Corte emitió al año siguiente un criterio importantísimo: en tiempos de paz, las Fuerzas Armadas pueden realizar actividades que no tengan estricta relación con la disciplina militar siempre que estén subordinadas a las órdenes de mandos civiles. Esta determinación judicial ha sido utilizada desde entonces como fundamento de la ampliación constante de competencias de las Fuerzas Armadas. Cuando Vicente Fox propuso la incorporación de la seguridad nacional al artículo 89 de la Constitución y, con ello, la posibilidad de emplear a las Fuerzas Armadas para garantizarla, acudió a ese fundamento. Cuando Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto ampliaron su movilización para recobrar las zonas dominadas por la delincuencia, también se basaron en él. Con López Obrador las cosas no han sido distintas; para decirlo brevemente, solo ha intensificado los procesos de militarización que iniciaron sus antecesores. La militarización de López Obrador se ha dado de varias maneras: indirectamente, con la creación de la Guardia Nacional, dadas sus condiciones de operación y mando; directamente, con el despliegue de las Fuerzas Armadas para llevar a cabo tareas de seguridad. También, y esto es particularmente delicado, con las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal para asignar los puertos y la marina mercante a la Armada y, por último, al otorgar competencias al Ejército para hacer todas las tareas civiles que el presidente decida ordenarles. Al hacer el repaso de lo acontecido en las últimas décadas, me parece imposible dudar de que México ha vivido y continúa viviendo un proceso de militarización. La acepción ordinaria de esta palabra refiere a un proceso en el que se le asigna un número cada vez mayor de funciones, tareas y recursos a las Fuerzas Armadas. Esto se relaciona con lo que venían haciendo –y más importante aún– con una interpretación constitucional poco sana de la cláusula que pide la “exacta conexión con la disciplina militar”. Para comprobar el proceso de militarización que vivimos, basta leer los informes que anualmente han rendido los secretarios del ramo. Con la minuciosidad que les caracteriza, en ellos se hace el recuento de las misiones desempeñadas, de los operativos realizados o de los kilogramos de droga decomisados, así como de los recursos asignados y de las obras civiles construidas. El conjunto muestra un ascenso permanente en todos los rubros. Partiendo del concepto mismo, centrándonos solo en él, se puede afirmar que en México se ha dado y se sigue dando la militarización. No inició con Felipe Calderón ni con Andrés Manuel López Obrador, como los críticos y los simpatizantes de uno y otro quieren creer. Se trata de un ejercicio sostenido a lo largo de muchos años, de un constante avanzar en diversas direcciones, velocidades e intensidades. ¿El hecho de que esté en marcha un proceso de militarización implica que ya estamos o que vamos rumbo al militarismo? Este concepto suele referirse al “predominio del elemento militar en el gobierno del Estado” (según Martín Alonso) o a “la exaltación de las virtudes militares, la supremacía de los ideales y la escala de valores castrenses hasta que permean toda la sociedad, convirtiéndose en un factor fundamental de las tradiciones, artes y oficios de un pueblo” (de acuerdo con Jorge Alberto Lozoya). A pesar de lo que he dicho hasta ahora, al contrastar las normas y prácticas militares con las normas y prácticas sociales, debo concluir que el militarismo no está presente entre nosotros. Lo cierto es que no hay usos, costumbres, símbolos o culturas que nos lleven a advertir que el militarismo se ha asentado en México. Sin embargo, precisamente por las razones que acabo de apuntar, cabe hacernos una nueva pregunta. ¿Es posible que la magnitud y la intensidad del despliegue, el rango de sus tareas y la reiterada presencia de las Fuerzas Armadas dé lugar al militarismo? En otras palabras, que, como proponen las dialécticas hegeliana y marxista, o en términos más actuales, como postula la teoría de las propiedades emergentes, ¿lo cuantitativo puede dar lugar a lo cualitativo? ¿Es posible que lo que hoy son cantidades crecientes terminen siendo institucionalizaciones de lo militar en la sociedad y su gobierno? A esta pregunta no tengo una respuesta definitiva; creo que nadie puede tenerla en este momento porque depende de una gran cantidad de factores. No sabemos cuál será el uso político que el gobierno quiera darle a soldados y marinos, ni la respuesta que ellos quieran darle a esas peticiones, si llegaran a hacérselas. Tampoco sabemos si las Fuerzas Armadas actuarán con una lógica propia o si se someterán permanentemente al poder civil y a las normas establecidas de manera democrática. No sabemos si los miembros de las Fuerzas Armadas pretenden crear una cultura que trascienda los cuarteles y sus disciplinas. En sentido contrario, tampoco sabemos si la población la aceptaría o, incluso, si llegara a requerirla como una forma de orientarse o de sentirse protegida. Aunque es difícil dar un pronóstico, sí es posible advertir desde ahora que la transformación cualitativa es más probable si hay más elementos cuantitativos en juego. El despliegue armado en el país ya está causando muchos daños; desde luego, a la población, pero también a las propias Fuerzas Armadas. Hasta ahora no hay indicios de que sus miembros pretendan hacerse del poder político o controlarlo. Tampoco hay evidencia de que pretendan instituir el militarismo. Sin embargo, como sociedad, hay que seguir vigilando la militarización. Entre menos crezca, menos probabilidad hay de que los números se transformen en nuevos y peligrosos modos de ser.