Ya está en salas de cine una de las películas más celebradas de 2022. Aunque se fue menospreciada del Festival de Cannes, su estilo recuerda las hazañas de Roberto Rossellini al abordar el poder sin artificios cinematográficos. Lo que logra es una expresión clara y, a la vez misteriosa, sensorial, del quehacer de un gobernador colonial francés en Tahití.
Se ha convertido en lugar común decir que Roberto Rossellini inventó el cine, al menos en su forma contemporánea, porque es cierto. Su afán de calcar la realidad con imágenes —sustituirla, incluso— ha fascinado a André Bazin, a Jean-Luc Godard, a Martin Scorsese y no deja de cultivar asombro. Para ellos y otros admiradores más jóvenes, el logro del gran neorrealista italiano fue intercambiar la trama por los hechos, una tentativa que culminó en La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), que reconstruyó los primeros meses de gobierno del Rey Sol tras la muerte del poderoso cardenal Mazarino, que en vida se encargó de administrar el reino. La película usa movimientos de cámara estrictamente indispensables y se rehúsa a la musicalización o a la estructura dramática, ausencias que compensa con el espectáculo de la realeza. Fuera de eso se aboca solo a mirar cómo negocia un rey y se gana su legitimidad: los hechos, los hechos, los hechos.
El catalán Albert Serra desciende, a todas luces, de Rossellini. No lo indica solamente La mort de Louis XIV (2016), protagonizada por el mismo monarca que interesó al gran director italiano, o su agonía, que evoca la del cardenal Mazarino en La prise de pouvoir…, sino su deseo de ser todavía más fiel a la realidad. En las entrevistas Serra va y viene entre describirse como el mejor director del mundo y como un creador prescindible cuyas películas se hacen solas, esto último debido a su interés en resquebrajar la mistificación de relatos clásicos y eventos históricos con economía absoluta. Serra ha adaptado el Quijote, la historia de los tres reyes magos y se inventó un encuentro entre Casanova y Drácula, pero en ninguna de estas películas vemos grandes aventuras sino protagonistas perdidos en la naturaleza que producen la versión más verosímil de sus contrapartes originales. En El cant dels ocells (2008), por ejemplo, Melchor, Gaspar y Baltazar pasan más tiempo discutiendo sobre cómo atravesar un río helado en el camino a Belén que entregándole sus regalos al niño Jesús.
Los planos interminables de Serra, que pretenden construir un evento material, más que representaciones cargadas de significados, son producto del cine digital, que permite planos tan duraderos como la batería de la cámara, a diferencia de los rollos de celuloide, que determinan con su longitud duraciones más breves. La distinción entre ambos métodos me hace pensar en lo similares que serían las películas de Rossellini y Serra si fueran contemporáneos. Pacifiction (2022), como ninguna otra obra del catalán, me recuerda a ese Rossellini subversivo que, en busca de los hechos, de las piedras que ensamblaron Versalles y las vestimentas que produjeron moda y gobernanza, encontró por accidente una trama sobre las intrigas y negociaciones palaciegas. Si Serra ha pasado su carrera evitando las historias, la identificación y otros placeres del cine narrativo, al observar a políticos en Pacifiction se le atraviesan también elementos más reconocibles para el público general e incluso construye, como Rossellini, un mensaje más claro que el de sus rebeliones literarias.
Esto ha provocado descontento entre la cinefilia más radical. Se dice que Albert Serra traicionó su filmografía con una película convencional para entrar a la competencia en el Festival de Cannes, cada vez más conservador en sus gustos. Difiero. Si bien hay en Pacifiction un presupuesto más grande y una trama, las manos vacías de Serra cuando regresó de Cannes demuestran la puntería de un jurado que suele premiar lo más blando —por supuesto que me refiero al palmarés de 2022, con Triangle of Sadness a la cabeza y apenas un premio de consolación para Claire Denis—. Más importante todavía: Pacifiction contempla el poder como Rossellini, entonces más que una estrategia inútil para llegar al público masivo, Serra emprende un reencuentro con el origen de su forma que, cuando enfatiza la claridad, hace un brillante retrato de la política; cuando la elude muestra la no-presencia de su director al mando.
Pacifiction observa al Alto Comisionado de la República en la Polinesia Francesa, De Roller (Benoît Magimel), conduciendo sus labores de gobernador colonial en medio de una crisis: las tardes rosáceas de Tahití, sus olas altas y atemorizantes, sintetizan con su presencia ominosa, infinita, el miedo ante un rumor de que el gobierno francés comenzará a hacer pruebas nucleares tras más de veinte años de haber realizado la última. De Roller asiste a reuniones con líderes políticos tahitianos que, si bien acuden a él por favores, son los cimientos de su propio poder. La negociación, el intercambio y la suspicacia son tan esenciales para él como para Luis XIV en su evasión del desgobierno.
Resumida de este modo, la película suena como un thriller político ya visto. Sin embargo el propio desarrollo dramático evade la norma porque no pretende explorar a su protagonista ni transformarlo sino contemplar los eventos que para él son cotidianos, como lo fueron beber, comer y cagar para el Casanova de Història de la meva mort (2013). Quizá la presencia de Benoît Magimel, un actor profesional de renombre, impida acciones tan carentes de melodrama, pero a menudo se nota que sus improvisaciones —nunca existió un guion— alargan las escenas y examinan la naturaleza de la política. Serra ordena a su equipo observarlo pero no lo dirige como un cineasta convencional; la identidad que da a esta y a todas sus otras películas depende de su descontrol y su deseo de colaborar no solo con sonidistas y actores sino con los espacios, que a menudo captan su atención y en Pacifiction nos devuelven al Serra inescrutable de siempre.
Un ejemplo de esta inspiración se halla en los extraños bares donde De Roller se divierte y discute sus negocios. Alrededor de los muchos rostros hay reflejos, destellos de luces y bolas de disco; los cuerpos brillan como en una fantasía. También aparecen personajes vistosos como los que Serra filmó antes en su cortometraje inspirado por Rainer Werner Fassbinder, Cubalibre (2014). Sin embargo la mayor parte del espacio existe fuera de cuadro. Serra se concentra en los personajes y los deja fluir sin mucha intervención salvo por cortes que muestran reacciones, pero el lirismo se concentra en los gestos al coquetear, negociar y emborracharse. Me atrevo a pensar que el director filma estos entornos como a la naturaleza, y a los personajes como su fauna: buscando planos y encontrando sorpresas a las que da forma en la sala de edición, pero no antes. Quizá por ello Serra se detiene al comienzo para observar a una actriz ensayando sus poses bestiales frente a un espejo. Ella no tiene un rol importante en la película y no hace más que llamar la atención. El sonido, la música, insinúan un sueño hermético que ni sus creadores pueden desentrañar. En estos momentos se demuestra el absurdo de preguntarle a la película por sus significados, ya que, si Freud alguna vez dijo que a veces un puro es solo un puro, aquí una actriz ensayando como tigresa es solo eso.
Quizá podamos comprender más si interpretamos la película desde los imaginarios de Albert Serra. Ya hablamos suficiente de Rossellini pero la obsesión con los rostros y la entrada de De Roller a un vestuario parecen apuntar al John Cassavetes de The killing of a chinese bookie (1976), mientras que sus actividades cotidianas y su personalidad elegante, fría, expresada en monólogos y claroscuros anaranjados, podrían aludir al Marlon Brando de Francis Coppola en The godfather (1972) y Apocalypse now (1979). También el pensamiento político de Serra, un obseso de la historia, importa para captar sus intenciones: los fracasos de la ilustración y el liberalismo que dejó entender en La mort de Louis XIV y Liberté (2019) son los precedentes del colonialismo y la guerra nuclear de Pacifiction.
A pesar de esto la película difícilmente podría incluirse en la norma contemporánea de manuales políticos donde la maldad y la bondad pueden y deben distinguirse. De Roller sostiene una reunión con un líder tahitiano que le avisa de una manifestación en contra de las rumoradas pruebas nucleares y está dispuesto a aceptar muertos y heridos pero le pide al comisionado moderar su represión. Antes de eso, ambos acuerdan frenar los planes de un sacerdote que busca prohibir la entrada de sus parroquianos al casino local. En contraste con esta truculencia, De Roller también parece preocupado por la megalomanía de un almirante obsesionado con la vieja gloria de Francia y con la aparición de un submarino que recibe visitas nocturnas de mujeres locales. Sin embargo el ogro carismático no piensa en el bienestar de la población sino en el balance necesario para sostener su fuerza. “La política”, dice en una perorata que duerme a su acompañante, “es una danza con el diablo […] un cuarto oscuro lleno de gente que no se ve”. De Roller está dispuesto a negociar con fantasmas que van cambiando de forma, y hasta a proteger a sus ciudadanos, si eso evita su caída.
Quizá porque las ideas del poder quedan claras, Serra comienza a evadir un desenlace hacia el final de Pacifiction. La extrañeza, la sensualidad y el silencio que se apoderan de ella demuestran la negociación que hace la propia película entre la radicalidad y la convención, entre mostrar y narrar, entre fenómeno y trama, e incluso entre la realidad del día y la inexplicable materialidad de los sueños. Por ello, en la imagen más memorable unas olas que se abalanzan sobre un grupo de surfistas y sus espectadores se contienen a sí mismas: no tienen nada que decirnos sobre el colonialismo, solo sobre su propio peligro. Tampoco significa nada la transgeneridad de Shannah (Pahoa Mahagafanau), amiga cada vez más íntima del comisionado cuya identidad no se discute. Albert Serra no pretende aleccionar ni educarnos, sino fingir un mundo, como el nuestro, donde tendremos que construir o hasta inventar los significados. Él, mientras tanto, persigue los hechos.