Faltan quince minutos para la una de la tarde. Afuera de una escuela de paredes verde agua y portones blancos ubicada en la colonia Roma, uno de los barrios más cotizados en la Ciudad de México, varias personas comienzan a reunirse para recoger a sus hijos.
Es casi la hora de salida, a la puerta llega un hombre con su esposa; minutos después se aproxima otro más que viene solo a recoger a su hija. “No puedes llegar tarde. Si te pasas cinco minutos te cobran”, dice Francisco, que vive a solo tres cuadras de ahí y que “siempre que puede” recoge a su pequeña. “Son las ventajas del home office”, dice antes de recibirla y llevársela a casa a comer.
A menos de un kilómetro caminando, en una escuela de música para niños de la colonia Condesa también se ven hombres presentes. A las clases de 45 minutos asisten varios padres de entre 30 y 40 años. Algunos lo hacen acompañados de una niñera, esa profesional con la que muchos padres en México sueñan, pero que solo algunos pueden costear.
Durante mucho tiempo escenas como estas fueron casi inconcebibles. El cine y la televisión eran un reflejo de aquel mundo. En las películas o series que algunos solíamos ver, los padres que se ocupaban de sus hijos y del hogar eran presentados como viudos obligados a asumir ese rol, y no como padres que deseaban estar presentes. Como muestra el clásico filme Pepe El Toro, protagonizado por Pedro Infante, o la mítica serie Papá Soltero, con César Costa.
Pepe El Toro es un macho hermético que nunca pide ayuda, trabaja para mantener a su familia y no permite que su papel como padre y proveedor sea cuestionado. César es el viudo que tras la muerte de su esposa se dedicó a disfrutar de su soltería mientras los abuelos maternos cuidaban de sus hijos, a quienes solo veía los veranos, pero que cuando eso cambia se ve forzado a convertirse en “el padre ejemplar”.
Hoy en día es más común ver a más hombres a la salida de las escuelas o llevando a sus hijos a sus clases de natación y a los cumpleaños infantiles del fin de semana, pero todavía son pocos. La sociedad mexicana continúa anclada a un canon masculino tradicional en el que siguen influyendo los estigmas, prejuicios y la clase social a la que pertenecen.
De acuerdo a un análisis publicado este año por el Instituto Mexicano para la Competitividad, en México 17.2 millones de mujeres se dedican exclusivamente a las tareas del hogar, en contraste con 992 mil hombres. Es decir, hay 17 veces más mujeres que hombres en esta situación.
Otro estudio reciente de GENDES, una organización que promueve las relaciones equitativas, confirma que en el país todavía hay un escaso involucramiento masculino en el trabajo doméstico y de cuidados, y que las labores siguen recayendo mayoritariamente en las madres. Nueve de cada 10 personas que abandonan el mercado laboral por realizar tareas de cuidados son mujeres, según la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados.
Aún así, en México hay historias de familias que experimentan nuevos equilibrios afectivos en el núcleo familiar en el que los padres están más presentes y en los que las madres se desarrollan plenamente en el mundo laboral.
“Yo le entro al quite”
El cambio entre aquel mundo rígido y los nuevos modelos de crianza le tocó vivirlo a Alfonso Espinosa, un arquitecto de 68 años que reside en el Estado de México y que siempre se sorprende cuando va a recoger a su nieto a la escuela y se encuentra con más padres. Cuando hace 40 años tomó la decisión de atender y criar a sus tres hijas y a sus dos sobrinas mientras su esposa salía a trabajar, se sentía como “un lunar” entre tantas mujeres. Lo normal era ver a los papás por la mañana antes de ir al trabajo, pero por la tarde no iba ni uno.
Casado desde hace 42 años, Alfonso supo desde el inicio de su matrimonio que para su esposa su profesión era muy importante. “Ella nunca quiso dejarlo. El enamoramiento por su trabajo siempre fue absoluto y ahí es donde uno [Alfonso] entró al quite”, relata el hombre bonachón y canoso, a quien provenir de una familia a la que describe como “tóxica” y en la que no hubo un padre presente, lo motivó a estar más en casa.
Su esposa Patricia, quien actualmente es jefa de enfermeras del Hospital General de la Ciudad de México, siempre ha trabajado por las noches, por lo que él cuidaba de “las niñas” desde temprano y hasta la tarde cuando su pareja podía atenderlas unas horas antes de irse al trabajo.
Sus días nunca fueron cortos: de lunes a viernes se encargaba de preparar el desayuno y el almuerzo para sus hijas, luego las llevaba a la escuela y regresaba a casa para hacer un poco de limpieza y realizar compras. Entonces aprovechaba para trabajar en sus proyectos, reunirse con clientes y supervisar algunas obras. Después recogía a sus hijas de la escuela, las llevaba a casa para comer y si daba tiempo, trabajaba un poco más. Más tarde, todos iban a ejercitar. Luego, regresaban a casa para hacer las tareas, cenar y descansar.
Diana, su hija mayor, tiene muchos recuerdos de los cuidados de su papá. No se olvida de las ganas que le echaba para hacerles a ella y a sus hermanas sus colas de caballo —el único peinado que según él le salía bien—; de las veces que innovó con sus lunch y les mandó sándwiches de mermelada con queso y, claro, de todo el amor. “Siempre en las tardes, cuando llegábamos a la casa, decía que a cada una le tenía que dar cinco minutos de amor, entonces se sentaba en el sillón y nos abrazaba durante cinco minutos a cada una”, cuenta con nostalgia la diseñadora de 38 años.
También se acuerda de que la primera vez que le rompieron el corazón fue su papá quien la consoló y quien planeó una venganza contra su ex. “El chico me cortó, me llamó por la tarde y cuando mi papá contestó, le dijo: ‘Híjole, es que sabes qué, vino un muchacho que le ha estado coqueteando desde hace dos semanas y se fueron juntos a comer un helado”, menciona Diana, divertida y orgullosa de esa complicidad que tenía con su padre.
Ya en un tono más reflexivo, la hija de Alfonso habla sobre el desafío que representó para ella comprender este cambio de roles. Durante su adolescencia se enfrentó a su padre cuestionando diversas actitudes machistas que observaba en él y en su forma de educarla. Incluso, llegó a criticar su decisión de quedarse en casa. Sin embargo, reconoce que para su padre también fue difícil. “Siempre dice que prefería estar con su familia a ser exitoso en su trabajo, pero yo creo que sí hubo esa melancolía de lo que pudo haber sido si se hubiera enfocado en ser arquitecto”. Alfonso difiere, él no se quedó con ganas de nada porque aparte de ser arquitecto es ingeniero mecánico industrial, tiene cinco especialidades y también es carpintero: “Uno se hace el tiempo”, presume.
Cuando se le pregunta sobre la dificultad de criar a cinco mujeres, Alfonso responde rápidamente: “Las mujeres son bien complicadas, no fue nada fácil. Obviamente la educación que yo recibí y la de mi generación era totalmente diferente”. Habla de golpes y miedo con un dejo de malestar. “Seguramente me equivoqué, pero tuve que aprender yo solo porque nadie te enseña cómo hacerlo”.
Ahora que cuida de su nieto, Alfonso ha notado que cada vez hay “más [papás] como él”, pero hasta la fecha no ha conocido a uno que se dedique exclusivamente a los hijos y al hogar.
“Vete tú, yo me quedo”
A sus 44 años, David Reyes recuerda las noches en las que llegaba exhausto a su hogar en Ecatepec, Estado de México. La petición a su esposa Alejandra, siempre era la misma: “Sé más paciente con mis hijos, no los regañes tanto”. Para él, ser un contador que pasaba largos períodos fuera de casa trabajando, le daba el derecho de opinar y consentir a los niños. Después de todo, era poco el tiempo que podía compartir con ellos.
Cuando decidió abrir una purificadora de agua, el tiempo en casa se redujo aún más. Alejandra, también contadora y con quien lleva viviendo 18 años, tuvo que renunciar a su trabajo para mitigar su ausencia. Mientras él salía a la calle en busca de clientes, ella se quedaba a cargo del hogar y de sus hijos.
Alejandra, que en ese entonces tenía 40 años, estaba desanimada. Cuenta David que muchas veces le expresó su frustración por haber estudiado tanto y no ejercer su carrera. La veía triste y eso lo quebraba.
La purificadora no terminaba de despegar y la familia se encontraba cada vez con más estrecheces económicas así que la pareja se vio obligada a buscar otra fuente de ingresos. En esa búsqueda, ambos fueron seleccionados para trabajar en la misma empresa, pero solo uno de ellos podría ocupar el puesto.
Entonces Alejandra hizo la pregunta que tenía atorada en la garganta desde tiempo atrás: “¿Por qué no te quedas tú a cuidar a los niños y yo me voy a trabajar?”.
David recuerda quedarse helado y hasta sentirse agredido, pero después aceptó lo que consideró un reto. “¿Qué tan difícil puede ser?”, pensó ingenuamente. “Le dije: vete tú, yo me quedo en casa con los niños y sigo con el negocio desde aquí”. David añade entre risas: “Creo que ella no esperaba mi respuesta y yo no tenía idea de lo que se venía”.
Alejandra no lo niega, se emocionó mucho en el momento, pero confiesa que le implicó mucho esfuerzo separarse de sus hijos, sobre todo del pequeño. Tenía ocho años y no había salido de la primaria. Aún así no se arrepiente de haberlo hecho, pues se han logrado muchas cosas.
“Yo no los ponía hacer cosas de la casa y desde que me salí todos tienen obligaciones. También comenzaron a hacer más actividades deportivas y eso fue por él. No sé cómo se divide entre tantas cosas. Ha sido un crecimiento para todos y muy bonito”, dice en una llamada telefónica que toma durante su descanso en la oficina.
La madre y profesionista agrega que el cambio también propició el acercamiento entre su esposo y su hija Amitzi, pues antes había demasiadas fricciones. “Desde mi salida restablecieron su vínculo, comenzaron a comunicarse y ahora llevan una relación muy sana”, cuenta emocionada.
David confiesa que ese crecimiento del que habla Alejandra nunca se hubiera logrado sin la ayuda de su hija, de 25 años y licenciada en acupuntura. “Nos organizamos muy bien. A veces los tiempos no encajan y me apoyo un poquito en ella, pero solo cuando puede porque ella es terapeuta y trabaja”, recalca David con orgullo.
Mientras prepara unos tlacoyos para desayunar porque en un rato más tiene consulta, Amitzi asegura que en lo que más ayuda a su papá es en la cocina, pero que de ahí en fuera, él resuelve. “Al principio no nos entendíamos y chocábamos mucho, pero lo supimos llevar. Siento que ahora me conoce un poco más y podemos hablar de las cosas de frente y con la verdad”, comenta.
En retrospectiva, David admite sentir cierta vergüenza: “Chocas con pared porque efectivamente no es fácil. Mi esposa no solo tenía que cuidar a sus dos hijos, también tenía que hacerse cargo de un tercero que era yo, porque uno llega en la noche a preguntar qué hay de comer y a acostarse porque está cansado y el que está en casa nunca para”.
“Si tú creces, yo estoy bien”
Mientras que Carlos Mendoza, un empresario de 32 años residente en Monterrey, respondía a la pregunta “¿Qué quieres ser de grande?”' con una sencilla respuesta: “Quiero ser papá”, Iris Guerrero, una especialista en música de 25 años, enumeraba decenas de profesiones, pero siempre agregaba que la más importante de todas sería ser mamá.
Este tema fue uno de los primeros que Iris y Carlos trataron casi inmediatamente después de conocerse en un baile de la iglesia, porque según cuenta ella, desde el día uno se hablaron sin rodeos. “Nos conocimos en agosto de 2016, al mes él ya tenía el anillo, nos comprometimos ese diciembre y la boda fue en agosto de 2017”, recuerda la también licenciada en danza.
Desde el inicio las cosas fluyeron bien. Ambos trabajaban, pero a Carlos se le facilitaban las actividades del hogar y le gustaba cocinar y hacer las compras; ella prefería dedicarse de lleno a su trabajo, no sabía nada de productos de limpieza y tanto el fuego de la estufa como los cuchillos la asustaban. “Él nunca tuvo problema con eso, no hubo un momento para repartirse las labores, cada uno adoptó las que mejor se le daban”, detalla Iris.
En 2023, tras el cierre de su empresa, Carlos se lanzó a emprender un nuevo negocio, lo que le permitió pasar más tiempo en casa.
La pareja sacó a la niña de la guardería para que él la cuidara; se volvió especialista en cambiar pañales, hacer comida balanceada, organizar las finanzas, consolar a sus hijos cuando tienen pesadillas y en apoyar el desarrollo profesional de su esposa.
También trabaja en su Dark Kitchen y en un proyecto de granja autosustentable y, cuando tiene tiempo, se dedica a presentar quejas en lugares donde no hay cambiadores a los que puedan acceder los hombres. “No es posible que no se tome en cuenta que cambiar un pañal no es solo la labor de la mamá”, dice riendo.
Aunque nunca faltan los comentarios sarcásticos y burlones sobre su papel en casa, Carlos los enfrenta con indiferencia. Pero él no presta atención, su principal preocupación es el bienestar de su familia.
“Amo estar con mis hijos y verlos crecer. También encuentro una satisfacción muy grande de verla a ella [Iris] desarrollarse, de poder sentirse segura de que tiene un respaldo”, asegura en una llamada telefónica que realiza en compañía de su hija, que también intenta decir algo del otro lado del auricular.
Las miradas de asombro siempre están ahí. Las últimas vacaciones viajaron a Querétaro, pararon a comer y la bebé “ocupaba cambio”. Carlos se paró y llevó a la niña al carro para hacerlo y ella siguió comiendo. La señora que atendía el puesto no pudo esconder su sorpresa. “Tenía una mirada bien rara, como entre extrañada y hasta como de pena”, cuenta Iris. “Luego me dijo: ‘¡N’hombre!, en mis tiempos jamás se hubiera visto algo así. Si a mí me hubieran ayudado a cambiar los pañales, quién sabe cuántos hijos más hubiera tenido’”. Las dos se rieron.
Para Carlos es importante comprender que no importa si está en casa o sale a trabajar, la mamá sigue siendo la mamá y representa muchas más cosas. “Sigue siendo el consuelo de los hijos y la que los acompaña. Hay roles espirituales y sociales que la mamá sigue cumpliendo”, explica convencido el empresario. “Y también los papás seguimos siendo los protectores y proveedores de confianza y seguridad”.
“Yo te sigo”
A José Antonio Cázares, un abogado de 38 años que actualmente radica en Francia con su esposa y sus tres hijos, nunca le pasó por la cabeza quedarse en México cuando a Claudia, su esposa desde hace 18 años, le ofrecieron un trabajo en Holanda, pero sí le resultó fácil seguirla.
Durante los primeros años de su matrimonio ambos trabajaban y cuando llegaron sus hijos la dinámica laboral continuó igual. Apoyándose de guarderías, familiares y cuidadores que trasladaban a sus hijos de un lugar a otro, la pareja que radicaba en Monterrey, Nuevo León, tenía la vida, hasta cierto punto, resuelta.
Entonces llegó la oportunidad de irse. Hubo muchas pláticas sobre el cómo y el cuándo, pero jamás se discutió la opción de rechazarla. José Antonio dejó sus proyectos profesionales en México, se subió a un avión con sus hijos y su pareja y comenzó, sin saberlo todavía, su carrera como stay home dad.
“Desde el principio sabíamos que ella iba a llegar a una rutina de nueve a cinco, completamente de oficina, y que yo me iba a encargar al menos el 90% del tiempo de los niños y de la casa y así fue”, cuenta el también empresario. “Para nosotros se trató de pensar en que era un proyecto de pareja y de familia y que haríamos lo necesario para que funcionara”.
En Holanda ya no contaban con la red de apoyo que tanto los había ayudado cuando estaban en Monterrey. No había abuelos, carro, nanas y/o choferes y esto orilló a José Antonio a dedicarse únicamente al hogar y a sus hijos, situación que hasta la fecha se mantiene.
Al principio reconoce que le daba pena, no estaba acostumbrado a ir a reuniones en donde los papás hablaran de la oficina o de sus clientes y que su tema de conversación fueran la nueva película infantil o el producto que mejor le funcionaba para sacar manchas. Para él eran cosas importantes, hitos, por así decirlo, porque nadie le enseñó a llevar una casa y nadie le dijo lo desafiante que puede llegar a ser.
El abogado no descarta retomar sus proyectos laborales pronto, pero, al menos por el momento, está tranquilo con su vida y con lo que hace y lo acepta completamente: “esto no hubiera sido tan fácil de hacer y de digerir si estuviera en México”.
Desde su perspectiva, además de la evidente disparidad económica entre varios países de Europa y México, la posibilidad de asumir el rol de padre en casa a tiempo completo se dio gracias a las diferencias culturales y laborales existentes en el continente donde reside actualmente.
“Aquí no es mal visto hacer labores que normalmente realizan las mujeres, de hecho muchos hombres toman pausas o años sabáticos mientras su mujer trabaja y luego lo hacen al revés, eso genera otra mentalidad. Además, las condiciones laborales y la seguridad social para las mujeres son muy buenas y eso las ayuda a seguir desarrollándose en su profesión sin el riesgo de perder calidad de vida”, explica José Antonio.
Alfonso, David, Carlos y José Antonio no se conocen. Su historia, contexto y estrato socioeconómico es totalmente distinto. Nunca se han reunido a platicar de sus experiencias y es poco probable que algún día se crucen por la calle. Pero tienen cosas en común: los cuatro tomaron la decisión de quedarse en casa y adoptar un rol que desconocían, han aprendido nuevas formas de paternar y, probablemente sin saberlo, están contribuyendo a la construcción de familias más equitativas en las que los roles son intercambiables, las madres son cada vez más libres y los padres están más presentes.