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A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta.
A Juan Rulfo se le explora y se le estudia para tratar de comprender cómo llevó su obra a la cúspide literaria. Además, persiste la duda acerca de su renuncia a escribir. ¿En verdad se le murió el tío Celerino o solo se dejó vencer por el síndrome del impostor?
¡Diles a mis editores que no me maten! Que por caridad de Dios estiren la fecha de entrega unos días más. No es por falta de ideas o de bibliografía por consultar, sino todo lo contrario. Porque incluso con la existencia de inteligencias artificiales que puedan conjuntar las decenas de análisis en un artículo legible, me empeño aún en escribir en mi libreta sobre Juan Rulfo.
Acerca del autor de Pedro Páramo (FCE, 1955) se ha dicho tanto, de variadas y audaces formas, que me siento un inadaptado que llega tarde a la fiesta, justo cuando todos se han marchado.
Tres semanas atrapado en ese loop de datos históricos repetidos hasta el cansancio. Desde su enigmático lugar de nacimiento el 16 de mayo de 1917 —¿en Sayula o en Apulco?—, pasando por el asesinato de su padre por una deuda de dos pesos, cuyo verdugo sirvió de inspiración para el cuento “¡Diles que no me maten!”, hasta las exposiciones de su obra fotográfica. Tantos años de reflexión y estudios sobre la vida de Rulfo, tantos enigmas acerca de su fuente de inspiración —él mismo llegó a decir que la biblioteca que dejó un cura en su casa le sirvió para sentar las bases de su obra— y hasta la fecha todos nos preguntamos: ¿por qué no escribió más? ¿Acaso Rulfo sufrió el síndrome del impostor?
La mayoría de quienes nos dedicamos a procesos creativos enfrentamos este fenómeno, descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Suzanne A. Imes y Pauline R. Clance, en el que se involucra la sensación de falsedad cuando se vive en un entorno de alta competencia intelectual, académica, corporativa, incluso deportiva. Harper Lee, David Foster Wallace, John Steinbeck, el propio Rulfo se enfrentaron al temor de ser descubiertos como farsantes dentro del voraz mundo de las letras.
Algunos lo disfrazamos con términos como la parálisis por análisis, el bloqueo narrativo, la falta de inspiración, el miedo a la hoja en blanco; otros nos dirán que somos flojos, bohemios y muchas veces se confunde con el agotamiento de la pluma. A los 32 años, ya instalado en México, Gabriel García Márquez tenía “cinco libros clandestinos” que estuvieron a punto de quedar atorados junto con él en ese callejón sin salida de la falta de estilo. Entonces llegó Álvaro Mutis con un paquete de libros entre los que estaba Pedro Páramo y le ordenó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Lo que vino después no se entendería sin la inspiración rulfiana.
El miedo a la desnudez
Cuando uno se decide a escribir, lo hace con todo el miedo de plantarse desnudo frente al escrutinio público. Cualquiera puede asomarse en nuestra alma para descifrar nuestros vicios y deseos ocultos, los miedos o las carencias que formaron nuestro carácter. La mayoría de ocasiones es lidiar con el temor de ser detenido en flagrancia al esconder un cadáver llamado fraude.
En septiembre de 1969 Pablo Neruda organizó una comida donde, entre otros intelectuales, también estaba Rulfo. Jorge Edwards contó, en el número 112 de la revista Vuelta, que “Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría”. En la entrevista “Mi generación no me comprendió”, publicada originalmente en septiembre de 1980 y compilada por Proceso en la edición especial Cien años de Juan Rulfo. “Vine a Comala…” (2017), Armando Ponce muestra algunas luces sobre la personalidad de Rulfo. A la cita en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista acudieron Ponce y el mítico Julio Scherer García.
“Conozco la medida de mis posibilidades. Son limitadas. No puedo juzgar que se trate de una obra realmente valiosa. La hice intuitivamente, sin saber las repercusiones que iba a tener”, en ese momento Rulfo fue interrumpido por Scherer García, quien le preguntó si había perdido su intuición. “No se ha perdido. Pero como todos en este país, necesitamos trabajar para vivir”.
De ocho a 12 horas de jornada diarias entregadas a labores de oficina, en el mejor de los casos; al final del día, cuando los niños duermen y el silencio es el bien más preciado, uno intenta sentarse a redactar un par de líneas. A veces se logra, la gran mayoría de las ocasiones no.
En el diario que después se convertiría en el libro Working days: the journals of The Grapes of Wrath (Penguin Random House, 1990), John Steinbeck habla con honestidad acerca de sus propias limitaciones y la supuesta falta de talento: “Mis muchas debilidades están empezando a asomar la cabeza. No soy escritor… Me he engañado a mí mismo y a los demás. Ojalá lo fuera... Ahora intentaré seguir trabajando. Con un ratito cada día, me basta”.
Cada acción, incluso la más discreta, encaminada a escribir una frase y que a su vez ésta derive en un párrafo, lleva al escritor a obtener un trabajo regular. Para quienes hemos disfrutado las narraciones rulfianas, es inconcebible que aquello surgiera luego de varios días de trabajo y hemos dado por hecho que funciona gracias a la manifestación del genio en estado puro. Sin embargo, obras como Pedro Páramo jamás surgen exclusivamente de la genialidad o de un golpe de perspicacia, sino de la respuesta diaria de una llamada a la acción.
“Yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la historia que quiero contar”, le confió Juan Rulfo a Ponce.
También de puede interesar leer: "Mariana Enriquez, la gran conjuradora".
Resiliencia
Las anécdotas suelen habitar la mente del escritor, incluso por años, mientras adquieren algo de sentido. Guillermo Arriaga cuenta, en una entrevista para el pódcast Cracks, que para superar el bloqueo narrativo y entrar en el modo de dictado —ese en el cual avanza la construcción de personajes y tramas— uno debe dejar al inconsciente trabajar para resolver los problemas narrativos. El propio Rulfo en su charla con Armando Ponce refuerza esta premisa al decir que “Pedro Páramo lo tenía en la cabeza desde hacía muchos años. La tenía escrita en la cabeza, pero no encontraba la forma. Los cuentos me sirvieron de ejercicio. En ‘Luvina’ encontré la atmósfera necesaria para la novela”.
Rulfo asistió al Centro Mexicano de Escritores —fue becario de entre 1952 y 1954— para culminar los cuentos de El llano en llamas y presentar el borrador de su novela, con el nada atractivo título Los murmullos. “Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Arreola, Luisa Josefina Hernández, la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque […] les parecía rara mi literatura”, contaría a Elena Poniatowska en una entrevista para el diario Novedades, publicada en mayo de 1980. El carácter adusto de Garibay no soportaba el laconismo rulfiano y criticó con dureza los primeros acercamientos a Comala. Por el contraste de temperamentos, en ese momento Rulfo quizá hubiera cedido ante la presión, pero en este oficio uno debe hacerse de piel reptiliana.
“Fui a Tuxcacuesco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Imaginen que luego de varias correcciones, incluidas las desaforadas críticas de los otros becarios del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo hubiera cedido a la soberbia y la vanidad de tener algunos cuentos publicados para dejar así como estaba el arranque de su novela. Quizá ni lo recordaríamos medio siglo después.
Lejos de tirarla a la basura, fue muy autocrítico al sacar las piezas que revelaban de más; erradicó los adjetivos imprecisos; borró completamente sus intromisiones como autor y pasó de una estructura lineal a capítulos fragmentados. Hizo la siempre necesaria talacha narrativa. “Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo” y, a su vez, esa peculiaridad que reconoce Sergio Pitol lo dota de ese brillo inagotable. Cada escritor, a partir de la publicación de Pedro Páramo, tiene su Comala particular, desde Cristina Rivera Garza hasta Antonio Tabucchi. En mi caso es “Luvina”, aquel pueblo en la montaña donde “los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra”, fuente de inspiración para nombrar así a mi gatita para que al llamarla también conjure la sombra del impostor: ¡escribe!, ¡escribe!, ¡escribe!
Los búfalos
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta. Al final, hijo de los tiempos de la Revolución. Esa manada de búfalos encabezada por Gustavo Sainz y José Agustín rompió los cánones de la cultura. “Estoy esperando a que pasen los búfalos”, así describió Rulfo a los escritores de la Onda, a la cual menosprecio en la frase lapidaria: “Los que vienen ahora saben que aquello no valía nada, y lo saben porque tienen talento”. La reciente muerte de José Agustín —acompañada de diversos homenajes de seguidores y críticos arrepentidos— nos demostró que aquellas apreciaciones fueron inexactas. La máxima prueba de calidad de una obra es justo la resistencia al paso del tiempo. Si bien la mayoría de esos búfalos no lograron alcanzar las alturas rulfianas, José Agustín es una galaxia aparte dentro de la literatura mexicana, con su brillo único y radical.
Tanto de Rulfo como de José Agustín abrevan los escritores actuales. Ambos habitan en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2016), de Fernanda Melchor, o en Canción de tumba (Literatura Mondadori, 2012), de Julián Herbert. Otros autores, como Cristina Rivera Garza, no se conforman con hacer una crónica de lo rulfiano y van más allá al invocar el espíritu del autor en un road trip dentro de Había mucha neblina o humo o no sé qué (Penguin Random House, 2016).
Un día a la vez
A principios de la década de los ochenta, Rulfo asistió a una ponencia en la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Como era usual, nuevamente surgió la pregunta de siempre, la que se le hizo en vida y nos hemos hecho hasta el hartazgo: ¿por qué no escribió más? “Porque el escritor no es una fábrica”, respondió. Quizá entre sus recuerdos se asomo uno de la etapa de promotor en la fábrica de llantas Euzkadi.
“Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Manejar, que es vivir. Entonces tome la siguiente. La curva. Así”, en este fragmento de Había mucha neblina o humo o no sé qué, Rivera Garza no solo invoca a su Rulfo personal, suyo de ella; de paso nos muestra la sensación de vértigo cuando las letras se acomodan una tras otra hasta darle forma a una idea narrativa.
Rulfo sigue vigente porque los cacicazgos nunca se fueron. También porque, a pesar del miedo a sentirse un impostor, nos regaló fragmentos de un vasto territorio creativo. Plantarse frente a ese tótem de la literatura universal es enfrentarse al vértigo de ser un farsante: no soy más que un escritor tardío en el ocaso de los treinta que intenta hablarle a una generación de millennials que se perdió entre los bailes de TikTok y el trastorno por déficit de atención.
Todos en este oficio somos impostores porque solemos recurrir a las voces que nos habitan para lograr expresar lo que nos es imposible de forma consciente. Quizá la intención de Rulfo era dejarnos un par de rompecabezas con piezas faltantes, extraviadas a propósito para que sus lectores —e imitadores— las hallemos al escribir cual alcohólicos en recuperación: un día a la vez.
A Juan Rulfo se le explora y se le estudia para tratar de comprender cómo llevó su obra a la cúspide literaria. Además, persiste la duda acerca de su renuncia a escribir. ¿En verdad se le murió el tío Celerino o solo se dejó vencer por el síndrome del impostor?
¡Diles a mis editores que no me maten! Que por caridad de Dios estiren la fecha de entrega unos días más. No es por falta de ideas o de bibliografía por consultar, sino todo lo contrario. Porque incluso con la existencia de inteligencias artificiales que puedan conjuntar las decenas de análisis en un artículo legible, me empeño aún en escribir en mi libreta sobre Juan Rulfo.
Acerca del autor de Pedro Páramo (FCE, 1955) se ha dicho tanto, de variadas y audaces formas, que me siento un inadaptado que llega tarde a la fiesta, justo cuando todos se han marchado.
Tres semanas atrapado en ese loop de datos históricos repetidos hasta el cansancio. Desde su enigmático lugar de nacimiento el 16 de mayo de 1917 —¿en Sayula o en Apulco?—, pasando por el asesinato de su padre por una deuda de dos pesos, cuyo verdugo sirvió de inspiración para el cuento “¡Diles que no me maten!”, hasta las exposiciones de su obra fotográfica. Tantos años de reflexión y estudios sobre la vida de Rulfo, tantos enigmas acerca de su fuente de inspiración —él mismo llegó a decir que la biblioteca que dejó un cura en su casa le sirvió para sentar las bases de su obra— y hasta la fecha todos nos preguntamos: ¿por qué no escribió más? ¿Acaso Rulfo sufrió el síndrome del impostor?
La mayoría de quienes nos dedicamos a procesos creativos enfrentamos este fenómeno, descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Suzanne A. Imes y Pauline R. Clance, en el que se involucra la sensación de falsedad cuando se vive en un entorno de alta competencia intelectual, académica, corporativa, incluso deportiva. Harper Lee, David Foster Wallace, John Steinbeck, el propio Rulfo se enfrentaron al temor de ser descubiertos como farsantes dentro del voraz mundo de las letras.
Algunos lo disfrazamos con términos como la parálisis por análisis, el bloqueo narrativo, la falta de inspiración, el miedo a la hoja en blanco; otros nos dirán que somos flojos, bohemios y muchas veces se confunde con el agotamiento de la pluma. A los 32 años, ya instalado en México, Gabriel García Márquez tenía “cinco libros clandestinos” que estuvieron a punto de quedar atorados junto con él en ese callejón sin salida de la falta de estilo. Entonces llegó Álvaro Mutis con un paquete de libros entre los que estaba Pedro Páramo y le ordenó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Lo que vino después no se entendería sin la inspiración rulfiana.
El miedo a la desnudez
Cuando uno se decide a escribir, lo hace con todo el miedo de plantarse desnudo frente al escrutinio público. Cualquiera puede asomarse en nuestra alma para descifrar nuestros vicios y deseos ocultos, los miedos o las carencias que formaron nuestro carácter. La mayoría de ocasiones es lidiar con el temor de ser detenido en flagrancia al esconder un cadáver llamado fraude.
En septiembre de 1969 Pablo Neruda organizó una comida donde, entre otros intelectuales, también estaba Rulfo. Jorge Edwards contó, en el número 112 de la revista Vuelta, que “Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría”. En la entrevista “Mi generación no me comprendió”, publicada originalmente en septiembre de 1980 y compilada por Proceso en la edición especial Cien años de Juan Rulfo. “Vine a Comala…” (2017), Armando Ponce muestra algunas luces sobre la personalidad de Rulfo. A la cita en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista acudieron Ponce y el mítico Julio Scherer García.
“Conozco la medida de mis posibilidades. Son limitadas. No puedo juzgar que se trate de una obra realmente valiosa. La hice intuitivamente, sin saber las repercusiones que iba a tener”, en ese momento Rulfo fue interrumpido por Scherer García, quien le preguntó si había perdido su intuición. “No se ha perdido. Pero como todos en este país, necesitamos trabajar para vivir”.
De ocho a 12 horas de jornada diarias entregadas a labores de oficina, en el mejor de los casos; al final del día, cuando los niños duermen y el silencio es el bien más preciado, uno intenta sentarse a redactar un par de líneas. A veces se logra, la gran mayoría de las ocasiones no.
En el diario que después se convertiría en el libro Working days: the journals of The Grapes of Wrath (Penguin Random House, 1990), John Steinbeck habla con honestidad acerca de sus propias limitaciones y la supuesta falta de talento: “Mis muchas debilidades están empezando a asomar la cabeza. No soy escritor… Me he engañado a mí mismo y a los demás. Ojalá lo fuera... Ahora intentaré seguir trabajando. Con un ratito cada día, me basta”.
Cada acción, incluso la más discreta, encaminada a escribir una frase y que a su vez ésta derive en un párrafo, lleva al escritor a obtener un trabajo regular. Para quienes hemos disfrutado las narraciones rulfianas, es inconcebible que aquello surgiera luego de varios días de trabajo y hemos dado por hecho que funciona gracias a la manifestación del genio en estado puro. Sin embargo, obras como Pedro Páramo jamás surgen exclusivamente de la genialidad o de un golpe de perspicacia, sino de la respuesta diaria de una llamada a la acción.
“Yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la historia que quiero contar”, le confió Juan Rulfo a Ponce.
También de puede interesar leer: "Mariana Enriquez, la gran conjuradora".
Resiliencia
Las anécdotas suelen habitar la mente del escritor, incluso por años, mientras adquieren algo de sentido. Guillermo Arriaga cuenta, en una entrevista para el pódcast Cracks, que para superar el bloqueo narrativo y entrar en el modo de dictado —ese en el cual avanza la construcción de personajes y tramas— uno debe dejar al inconsciente trabajar para resolver los problemas narrativos. El propio Rulfo en su charla con Armando Ponce refuerza esta premisa al decir que “Pedro Páramo lo tenía en la cabeza desde hacía muchos años. La tenía escrita en la cabeza, pero no encontraba la forma. Los cuentos me sirvieron de ejercicio. En ‘Luvina’ encontré la atmósfera necesaria para la novela”.
Rulfo asistió al Centro Mexicano de Escritores —fue becario de entre 1952 y 1954— para culminar los cuentos de El llano en llamas y presentar el borrador de su novela, con el nada atractivo título Los murmullos. “Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Arreola, Luisa Josefina Hernández, la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque […] les parecía rara mi literatura”, contaría a Elena Poniatowska en una entrevista para el diario Novedades, publicada en mayo de 1980. El carácter adusto de Garibay no soportaba el laconismo rulfiano y criticó con dureza los primeros acercamientos a Comala. Por el contraste de temperamentos, en ese momento Rulfo quizá hubiera cedido ante la presión, pero en este oficio uno debe hacerse de piel reptiliana.
“Fui a Tuxcacuesco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Imaginen que luego de varias correcciones, incluidas las desaforadas críticas de los otros becarios del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo hubiera cedido a la soberbia y la vanidad de tener algunos cuentos publicados para dejar así como estaba el arranque de su novela. Quizá ni lo recordaríamos medio siglo después.
Lejos de tirarla a la basura, fue muy autocrítico al sacar las piezas que revelaban de más; erradicó los adjetivos imprecisos; borró completamente sus intromisiones como autor y pasó de una estructura lineal a capítulos fragmentados. Hizo la siempre necesaria talacha narrativa. “Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo” y, a su vez, esa peculiaridad que reconoce Sergio Pitol lo dota de ese brillo inagotable. Cada escritor, a partir de la publicación de Pedro Páramo, tiene su Comala particular, desde Cristina Rivera Garza hasta Antonio Tabucchi. En mi caso es “Luvina”, aquel pueblo en la montaña donde “los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra”, fuente de inspiración para nombrar así a mi gatita para que al llamarla también conjure la sombra del impostor: ¡escribe!, ¡escribe!, ¡escribe!
Los búfalos
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta. Al final, hijo de los tiempos de la Revolución. Esa manada de búfalos encabezada por Gustavo Sainz y José Agustín rompió los cánones de la cultura. “Estoy esperando a que pasen los búfalos”, así describió Rulfo a los escritores de la Onda, a la cual menosprecio en la frase lapidaria: “Los que vienen ahora saben que aquello no valía nada, y lo saben porque tienen talento”. La reciente muerte de José Agustín —acompañada de diversos homenajes de seguidores y críticos arrepentidos— nos demostró que aquellas apreciaciones fueron inexactas. La máxima prueba de calidad de una obra es justo la resistencia al paso del tiempo. Si bien la mayoría de esos búfalos no lograron alcanzar las alturas rulfianas, José Agustín es una galaxia aparte dentro de la literatura mexicana, con su brillo único y radical.
Tanto de Rulfo como de José Agustín abrevan los escritores actuales. Ambos habitan en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2016), de Fernanda Melchor, o en Canción de tumba (Literatura Mondadori, 2012), de Julián Herbert. Otros autores, como Cristina Rivera Garza, no se conforman con hacer una crónica de lo rulfiano y van más allá al invocar el espíritu del autor en un road trip dentro de Había mucha neblina o humo o no sé qué (Penguin Random House, 2016).
Un día a la vez
A principios de la década de los ochenta, Rulfo asistió a una ponencia en la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Como era usual, nuevamente surgió la pregunta de siempre, la que se le hizo en vida y nos hemos hecho hasta el hartazgo: ¿por qué no escribió más? “Porque el escritor no es una fábrica”, respondió. Quizá entre sus recuerdos se asomo uno de la etapa de promotor en la fábrica de llantas Euzkadi.
“Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Manejar, que es vivir. Entonces tome la siguiente. La curva. Así”, en este fragmento de Había mucha neblina o humo o no sé qué, Rivera Garza no solo invoca a su Rulfo personal, suyo de ella; de paso nos muestra la sensación de vértigo cuando las letras se acomodan una tras otra hasta darle forma a una idea narrativa.
Rulfo sigue vigente porque los cacicazgos nunca se fueron. También porque, a pesar del miedo a sentirse un impostor, nos regaló fragmentos de un vasto territorio creativo. Plantarse frente a ese tótem de la literatura universal es enfrentarse al vértigo de ser un farsante: no soy más que un escritor tardío en el ocaso de los treinta que intenta hablarle a una generación de millennials que se perdió entre los bailes de TikTok y el trastorno por déficit de atención.
Todos en este oficio somos impostores porque solemos recurrir a las voces que nos habitan para lograr expresar lo que nos es imposible de forma consciente. Quizá la intención de Rulfo era dejarnos un par de rompecabezas con piezas faltantes, extraviadas a propósito para que sus lectores —e imitadores— las hallemos al escribir cual alcohólicos en recuperación: un día a la vez.
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta.
A Juan Rulfo se le explora y se le estudia para tratar de comprender cómo llevó su obra a la cúspide literaria. Además, persiste la duda acerca de su renuncia a escribir. ¿En verdad se le murió el tío Celerino o solo se dejó vencer por el síndrome del impostor?
¡Diles a mis editores que no me maten! Que por caridad de Dios estiren la fecha de entrega unos días más. No es por falta de ideas o de bibliografía por consultar, sino todo lo contrario. Porque incluso con la existencia de inteligencias artificiales que puedan conjuntar las decenas de análisis en un artículo legible, me empeño aún en escribir en mi libreta sobre Juan Rulfo.
Acerca del autor de Pedro Páramo (FCE, 1955) se ha dicho tanto, de variadas y audaces formas, que me siento un inadaptado que llega tarde a la fiesta, justo cuando todos se han marchado.
Tres semanas atrapado en ese loop de datos históricos repetidos hasta el cansancio. Desde su enigmático lugar de nacimiento el 16 de mayo de 1917 —¿en Sayula o en Apulco?—, pasando por el asesinato de su padre por una deuda de dos pesos, cuyo verdugo sirvió de inspiración para el cuento “¡Diles que no me maten!”, hasta las exposiciones de su obra fotográfica. Tantos años de reflexión y estudios sobre la vida de Rulfo, tantos enigmas acerca de su fuente de inspiración —él mismo llegó a decir que la biblioteca que dejó un cura en su casa le sirvió para sentar las bases de su obra— y hasta la fecha todos nos preguntamos: ¿por qué no escribió más? ¿Acaso Rulfo sufrió el síndrome del impostor?
La mayoría de quienes nos dedicamos a procesos creativos enfrentamos este fenómeno, descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Suzanne A. Imes y Pauline R. Clance, en el que se involucra la sensación de falsedad cuando se vive en un entorno de alta competencia intelectual, académica, corporativa, incluso deportiva. Harper Lee, David Foster Wallace, John Steinbeck, el propio Rulfo se enfrentaron al temor de ser descubiertos como farsantes dentro del voraz mundo de las letras.
Algunos lo disfrazamos con términos como la parálisis por análisis, el bloqueo narrativo, la falta de inspiración, el miedo a la hoja en blanco; otros nos dirán que somos flojos, bohemios y muchas veces se confunde con el agotamiento de la pluma. A los 32 años, ya instalado en México, Gabriel García Márquez tenía “cinco libros clandestinos” que estuvieron a punto de quedar atorados junto con él en ese callejón sin salida de la falta de estilo. Entonces llegó Álvaro Mutis con un paquete de libros entre los que estaba Pedro Páramo y le ordenó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Lo que vino después no se entendería sin la inspiración rulfiana.
El miedo a la desnudez
Cuando uno se decide a escribir, lo hace con todo el miedo de plantarse desnudo frente al escrutinio público. Cualquiera puede asomarse en nuestra alma para descifrar nuestros vicios y deseos ocultos, los miedos o las carencias que formaron nuestro carácter. La mayoría de ocasiones es lidiar con el temor de ser detenido en flagrancia al esconder un cadáver llamado fraude.
En septiembre de 1969 Pablo Neruda organizó una comida donde, entre otros intelectuales, también estaba Rulfo. Jorge Edwards contó, en el número 112 de la revista Vuelta, que “Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría”. En la entrevista “Mi generación no me comprendió”, publicada originalmente en septiembre de 1980 y compilada por Proceso en la edición especial Cien años de Juan Rulfo. “Vine a Comala…” (2017), Armando Ponce muestra algunas luces sobre la personalidad de Rulfo. A la cita en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista acudieron Ponce y el mítico Julio Scherer García.
“Conozco la medida de mis posibilidades. Son limitadas. No puedo juzgar que se trate de una obra realmente valiosa. La hice intuitivamente, sin saber las repercusiones que iba a tener”, en ese momento Rulfo fue interrumpido por Scherer García, quien le preguntó si había perdido su intuición. “No se ha perdido. Pero como todos en este país, necesitamos trabajar para vivir”.
De ocho a 12 horas de jornada diarias entregadas a labores de oficina, en el mejor de los casos; al final del día, cuando los niños duermen y el silencio es el bien más preciado, uno intenta sentarse a redactar un par de líneas. A veces se logra, la gran mayoría de las ocasiones no.
En el diario que después se convertiría en el libro Working days: the journals of The Grapes of Wrath (Penguin Random House, 1990), John Steinbeck habla con honestidad acerca de sus propias limitaciones y la supuesta falta de talento: “Mis muchas debilidades están empezando a asomar la cabeza. No soy escritor… Me he engañado a mí mismo y a los demás. Ojalá lo fuera... Ahora intentaré seguir trabajando. Con un ratito cada día, me basta”.
Cada acción, incluso la más discreta, encaminada a escribir una frase y que a su vez ésta derive en un párrafo, lleva al escritor a obtener un trabajo regular. Para quienes hemos disfrutado las narraciones rulfianas, es inconcebible que aquello surgiera luego de varios días de trabajo y hemos dado por hecho que funciona gracias a la manifestación del genio en estado puro. Sin embargo, obras como Pedro Páramo jamás surgen exclusivamente de la genialidad o de un golpe de perspicacia, sino de la respuesta diaria de una llamada a la acción.
“Yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la historia que quiero contar”, le confió Juan Rulfo a Ponce.
También de puede interesar leer: "Mariana Enriquez, la gran conjuradora".
Resiliencia
Las anécdotas suelen habitar la mente del escritor, incluso por años, mientras adquieren algo de sentido. Guillermo Arriaga cuenta, en una entrevista para el pódcast Cracks, que para superar el bloqueo narrativo y entrar en el modo de dictado —ese en el cual avanza la construcción de personajes y tramas— uno debe dejar al inconsciente trabajar para resolver los problemas narrativos. El propio Rulfo en su charla con Armando Ponce refuerza esta premisa al decir que “Pedro Páramo lo tenía en la cabeza desde hacía muchos años. La tenía escrita en la cabeza, pero no encontraba la forma. Los cuentos me sirvieron de ejercicio. En ‘Luvina’ encontré la atmósfera necesaria para la novela”.
Rulfo asistió al Centro Mexicano de Escritores —fue becario de entre 1952 y 1954— para culminar los cuentos de El llano en llamas y presentar el borrador de su novela, con el nada atractivo título Los murmullos. “Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Arreola, Luisa Josefina Hernández, la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque […] les parecía rara mi literatura”, contaría a Elena Poniatowska en una entrevista para el diario Novedades, publicada en mayo de 1980. El carácter adusto de Garibay no soportaba el laconismo rulfiano y criticó con dureza los primeros acercamientos a Comala. Por el contraste de temperamentos, en ese momento Rulfo quizá hubiera cedido ante la presión, pero en este oficio uno debe hacerse de piel reptiliana.
“Fui a Tuxcacuesco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Imaginen que luego de varias correcciones, incluidas las desaforadas críticas de los otros becarios del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo hubiera cedido a la soberbia y la vanidad de tener algunos cuentos publicados para dejar así como estaba el arranque de su novela. Quizá ni lo recordaríamos medio siglo después.
Lejos de tirarla a la basura, fue muy autocrítico al sacar las piezas que revelaban de más; erradicó los adjetivos imprecisos; borró completamente sus intromisiones como autor y pasó de una estructura lineal a capítulos fragmentados. Hizo la siempre necesaria talacha narrativa. “Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo” y, a su vez, esa peculiaridad que reconoce Sergio Pitol lo dota de ese brillo inagotable. Cada escritor, a partir de la publicación de Pedro Páramo, tiene su Comala particular, desde Cristina Rivera Garza hasta Antonio Tabucchi. En mi caso es “Luvina”, aquel pueblo en la montaña donde “los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra”, fuente de inspiración para nombrar así a mi gatita para que al llamarla también conjure la sombra del impostor: ¡escribe!, ¡escribe!, ¡escribe!
Los búfalos
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta. Al final, hijo de los tiempos de la Revolución. Esa manada de búfalos encabezada por Gustavo Sainz y José Agustín rompió los cánones de la cultura. “Estoy esperando a que pasen los búfalos”, así describió Rulfo a los escritores de la Onda, a la cual menosprecio en la frase lapidaria: “Los que vienen ahora saben que aquello no valía nada, y lo saben porque tienen talento”. La reciente muerte de José Agustín —acompañada de diversos homenajes de seguidores y críticos arrepentidos— nos demostró que aquellas apreciaciones fueron inexactas. La máxima prueba de calidad de una obra es justo la resistencia al paso del tiempo. Si bien la mayoría de esos búfalos no lograron alcanzar las alturas rulfianas, José Agustín es una galaxia aparte dentro de la literatura mexicana, con su brillo único y radical.
Tanto de Rulfo como de José Agustín abrevan los escritores actuales. Ambos habitan en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2016), de Fernanda Melchor, o en Canción de tumba (Literatura Mondadori, 2012), de Julián Herbert. Otros autores, como Cristina Rivera Garza, no se conforman con hacer una crónica de lo rulfiano y van más allá al invocar el espíritu del autor en un road trip dentro de Había mucha neblina o humo o no sé qué (Penguin Random House, 2016).
Un día a la vez
A principios de la década de los ochenta, Rulfo asistió a una ponencia en la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Como era usual, nuevamente surgió la pregunta de siempre, la que se le hizo en vida y nos hemos hecho hasta el hartazgo: ¿por qué no escribió más? “Porque el escritor no es una fábrica”, respondió. Quizá entre sus recuerdos se asomo uno de la etapa de promotor en la fábrica de llantas Euzkadi.
“Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Manejar, que es vivir. Entonces tome la siguiente. La curva. Así”, en este fragmento de Había mucha neblina o humo o no sé qué, Rivera Garza no solo invoca a su Rulfo personal, suyo de ella; de paso nos muestra la sensación de vértigo cuando las letras se acomodan una tras otra hasta darle forma a una idea narrativa.
Rulfo sigue vigente porque los cacicazgos nunca se fueron. También porque, a pesar del miedo a sentirse un impostor, nos regaló fragmentos de un vasto territorio creativo. Plantarse frente a ese tótem de la literatura universal es enfrentarse al vértigo de ser un farsante: no soy más que un escritor tardío en el ocaso de los treinta que intenta hablarle a una generación de millennials que se perdió entre los bailes de TikTok y el trastorno por déficit de atención.
Todos en este oficio somos impostores porque solemos recurrir a las voces que nos habitan para lograr expresar lo que nos es imposible de forma consciente. Quizá la intención de Rulfo era dejarnos un par de rompecabezas con piezas faltantes, extraviadas a propósito para que sus lectores —e imitadores— las hallemos al escribir cual alcohólicos en recuperación: un día a la vez.
A Juan Rulfo se le explora y se le estudia para tratar de comprender cómo llevó su obra a la cúspide literaria. Además, persiste la duda acerca de su renuncia a escribir. ¿En verdad se le murió el tío Celerino o solo se dejó vencer por el síndrome del impostor?
¡Diles a mis editores que no me maten! Que por caridad de Dios estiren la fecha de entrega unos días más. No es por falta de ideas o de bibliografía por consultar, sino todo lo contrario. Porque incluso con la existencia de inteligencias artificiales que puedan conjuntar las decenas de análisis en un artículo legible, me empeño aún en escribir en mi libreta sobre Juan Rulfo.
Acerca del autor de Pedro Páramo (FCE, 1955) se ha dicho tanto, de variadas y audaces formas, que me siento un inadaptado que llega tarde a la fiesta, justo cuando todos se han marchado.
Tres semanas atrapado en ese loop de datos históricos repetidos hasta el cansancio. Desde su enigmático lugar de nacimiento el 16 de mayo de 1917 —¿en Sayula o en Apulco?—, pasando por el asesinato de su padre por una deuda de dos pesos, cuyo verdugo sirvió de inspiración para el cuento “¡Diles que no me maten!”, hasta las exposiciones de su obra fotográfica. Tantos años de reflexión y estudios sobre la vida de Rulfo, tantos enigmas acerca de su fuente de inspiración —él mismo llegó a decir que la biblioteca que dejó un cura en su casa le sirvió para sentar las bases de su obra— y hasta la fecha todos nos preguntamos: ¿por qué no escribió más? ¿Acaso Rulfo sufrió el síndrome del impostor?
La mayoría de quienes nos dedicamos a procesos creativos enfrentamos este fenómeno, descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Suzanne A. Imes y Pauline R. Clance, en el que se involucra la sensación de falsedad cuando se vive en un entorno de alta competencia intelectual, académica, corporativa, incluso deportiva. Harper Lee, David Foster Wallace, John Steinbeck, el propio Rulfo se enfrentaron al temor de ser descubiertos como farsantes dentro del voraz mundo de las letras.
Algunos lo disfrazamos con términos como la parálisis por análisis, el bloqueo narrativo, la falta de inspiración, el miedo a la hoja en blanco; otros nos dirán que somos flojos, bohemios y muchas veces se confunde con el agotamiento de la pluma. A los 32 años, ya instalado en México, Gabriel García Márquez tenía “cinco libros clandestinos” que estuvieron a punto de quedar atorados junto con él en ese callejón sin salida de la falta de estilo. Entonces llegó Álvaro Mutis con un paquete de libros entre los que estaba Pedro Páramo y le ordenó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Lo que vino después no se entendería sin la inspiración rulfiana.
El miedo a la desnudez
Cuando uno se decide a escribir, lo hace con todo el miedo de plantarse desnudo frente al escrutinio público. Cualquiera puede asomarse en nuestra alma para descifrar nuestros vicios y deseos ocultos, los miedos o las carencias que formaron nuestro carácter. La mayoría de ocasiones es lidiar con el temor de ser detenido en flagrancia al esconder un cadáver llamado fraude.
En septiembre de 1969 Pablo Neruda organizó una comida donde, entre otros intelectuales, también estaba Rulfo. Jorge Edwards contó, en el número 112 de la revista Vuelta, que “Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría”. En la entrevista “Mi generación no me comprendió”, publicada originalmente en septiembre de 1980 y compilada por Proceso en la edición especial Cien años de Juan Rulfo. “Vine a Comala…” (2017), Armando Ponce muestra algunas luces sobre la personalidad de Rulfo. A la cita en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista acudieron Ponce y el mítico Julio Scherer García.
“Conozco la medida de mis posibilidades. Son limitadas. No puedo juzgar que se trate de una obra realmente valiosa. La hice intuitivamente, sin saber las repercusiones que iba a tener”, en ese momento Rulfo fue interrumpido por Scherer García, quien le preguntó si había perdido su intuición. “No se ha perdido. Pero como todos en este país, necesitamos trabajar para vivir”.
De ocho a 12 horas de jornada diarias entregadas a labores de oficina, en el mejor de los casos; al final del día, cuando los niños duermen y el silencio es el bien más preciado, uno intenta sentarse a redactar un par de líneas. A veces se logra, la gran mayoría de las ocasiones no.
En el diario que después se convertiría en el libro Working days: the journals of The Grapes of Wrath (Penguin Random House, 1990), John Steinbeck habla con honestidad acerca de sus propias limitaciones y la supuesta falta de talento: “Mis muchas debilidades están empezando a asomar la cabeza. No soy escritor… Me he engañado a mí mismo y a los demás. Ojalá lo fuera... Ahora intentaré seguir trabajando. Con un ratito cada día, me basta”.
Cada acción, incluso la más discreta, encaminada a escribir una frase y que a su vez ésta derive en un párrafo, lleva al escritor a obtener un trabajo regular. Para quienes hemos disfrutado las narraciones rulfianas, es inconcebible que aquello surgiera luego de varios días de trabajo y hemos dado por hecho que funciona gracias a la manifestación del genio en estado puro. Sin embargo, obras como Pedro Páramo jamás surgen exclusivamente de la genialidad o de un golpe de perspicacia, sino de la respuesta diaria de una llamada a la acción.
“Yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la historia que quiero contar”, le confió Juan Rulfo a Ponce.
También de puede interesar leer: "Mariana Enriquez, la gran conjuradora".
Resiliencia
Las anécdotas suelen habitar la mente del escritor, incluso por años, mientras adquieren algo de sentido. Guillermo Arriaga cuenta, en una entrevista para el pódcast Cracks, que para superar el bloqueo narrativo y entrar en el modo de dictado —ese en el cual avanza la construcción de personajes y tramas— uno debe dejar al inconsciente trabajar para resolver los problemas narrativos. El propio Rulfo en su charla con Armando Ponce refuerza esta premisa al decir que “Pedro Páramo lo tenía en la cabeza desde hacía muchos años. La tenía escrita en la cabeza, pero no encontraba la forma. Los cuentos me sirvieron de ejercicio. En ‘Luvina’ encontré la atmósfera necesaria para la novela”.
Rulfo asistió al Centro Mexicano de Escritores —fue becario de entre 1952 y 1954— para culminar los cuentos de El llano en llamas y presentar el borrador de su novela, con el nada atractivo título Los murmullos. “Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Arreola, Luisa Josefina Hernández, la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque […] les parecía rara mi literatura”, contaría a Elena Poniatowska en una entrevista para el diario Novedades, publicada en mayo de 1980. El carácter adusto de Garibay no soportaba el laconismo rulfiano y criticó con dureza los primeros acercamientos a Comala. Por el contraste de temperamentos, en ese momento Rulfo quizá hubiera cedido ante la presión, pero en este oficio uno debe hacerse de piel reptiliana.
“Fui a Tuxcacuesco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Imaginen que luego de varias correcciones, incluidas las desaforadas críticas de los otros becarios del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo hubiera cedido a la soberbia y la vanidad de tener algunos cuentos publicados para dejar así como estaba el arranque de su novela. Quizá ni lo recordaríamos medio siglo después.
Lejos de tirarla a la basura, fue muy autocrítico al sacar las piezas que revelaban de más; erradicó los adjetivos imprecisos; borró completamente sus intromisiones como autor y pasó de una estructura lineal a capítulos fragmentados. Hizo la siempre necesaria talacha narrativa. “Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo” y, a su vez, esa peculiaridad que reconoce Sergio Pitol lo dota de ese brillo inagotable. Cada escritor, a partir de la publicación de Pedro Páramo, tiene su Comala particular, desde Cristina Rivera Garza hasta Antonio Tabucchi. En mi caso es “Luvina”, aquel pueblo en la montaña donde “los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra”, fuente de inspiración para nombrar así a mi gatita para que al llamarla también conjure la sombra del impostor: ¡escribe!, ¡escribe!, ¡escribe!
Los búfalos
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta. Al final, hijo de los tiempos de la Revolución. Esa manada de búfalos encabezada por Gustavo Sainz y José Agustín rompió los cánones de la cultura. “Estoy esperando a que pasen los búfalos”, así describió Rulfo a los escritores de la Onda, a la cual menosprecio en la frase lapidaria: “Los que vienen ahora saben que aquello no valía nada, y lo saben porque tienen talento”. La reciente muerte de José Agustín —acompañada de diversos homenajes de seguidores y críticos arrepentidos— nos demostró que aquellas apreciaciones fueron inexactas. La máxima prueba de calidad de una obra es justo la resistencia al paso del tiempo. Si bien la mayoría de esos búfalos no lograron alcanzar las alturas rulfianas, José Agustín es una galaxia aparte dentro de la literatura mexicana, con su brillo único y radical.
Tanto de Rulfo como de José Agustín abrevan los escritores actuales. Ambos habitan en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2016), de Fernanda Melchor, o en Canción de tumba (Literatura Mondadori, 2012), de Julián Herbert. Otros autores, como Cristina Rivera Garza, no se conforman con hacer una crónica de lo rulfiano y van más allá al invocar el espíritu del autor en un road trip dentro de Había mucha neblina o humo o no sé qué (Penguin Random House, 2016).
Un día a la vez
A principios de la década de los ochenta, Rulfo asistió a una ponencia en la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Como era usual, nuevamente surgió la pregunta de siempre, la que se le hizo en vida y nos hemos hecho hasta el hartazgo: ¿por qué no escribió más? “Porque el escritor no es una fábrica”, respondió. Quizá entre sus recuerdos se asomo uno de la etapa de promotor en la fábrica de llantas Euzkadi.
“Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Manejar, que es vivir. Entonces tome la siguiente. La curva. Así”, en este fragmento de Había mucha neblina o humo o no sé qué, Rivera Garza no solo invoca a su Rulfo personal, suyo de ella; de paso nos muestra la sensación de vértigo cuando las letras se acomodan una tras otra hasta darle forma a una idea narrativa.
Rulfo sigue vigente porque los cacicazgos nunca se fueron. También porque, a pesar del miedo a sentirse un impostor, nos regaló fragmentos de un vasto territorio creativo. Plantarse frente a ese tótem de la literatura universal es enfrentarse al vértigo de ser un farsante: no soy más que un escritor tardío en el ocaso de los treinta que intenta hablarle a una generación de millennials que se perdió entre los bailes de TikTok y el trastorno por déficit de atención.
Todos en este oficio somos impostores porque solemos recurrir a las voces que nos habitan para lograr expresar lo que nos es imposible de forma consciente. Quizá la intención de Rulfo era dejarnos un par de rompecabezas con piezas faltantes, extraviadas a propósito para que sus lectores —e imitadores— las hallemos al escribir cual alcohólicos en recuperación: un día a la vez.
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta.
A Juan Rulfo se le explora y se le estudia para tratar de comprender cómo llevó su obra a la cúspide literaria. Además, persiste la duda acerca de su renuncia a escribir. ¿En verdad se le murió el tío Celerino o solo se dejó vencer por el síndrome del impostor?
¡Diles a mis editores que no me maten! Que por caridad de Dios estiren la fecha de entrega unos días más. No es por falta de ideas o de bibliografía por consultar, sino todo lo contrario. Porque incluso con la existencia de inteligencias artificiales que puedan conjuntar las decenas de análisis en un artículo legible, me empeño aún en escribir en mi libreta sobre Juan Rulfo.
Acerca del autor de Pedro Páramo (FCE, 1955) se ha dicho tanto, de variadas y audaces formas, que me siento un inadaptado que llega tarde a la fiesta, justo cuando todos se han marchado.
Tres semanas atrapado en ese loop de datos históricos repetidos hasta el cansancio. Desde su enigmático lugar de nacimiento el 16 de mayo de 1917 —¿en Sayula o en Apulco?—, pasando por el asesinato de su padre por una deuda de dos pesos, cuyo verdugo sirvió de inspiración para el cuento “¡Diles que no me maten!”, hasta las exposiciones de su obra fotográfica. Tantos años de reflexión y estudios sobre la vida de Rulfo, tantos enigmas acerca de su fuente de inspiración —él mismo llegó a decir que la biblioteca que dejó un cura en su casa le sirvió para sentar las bases de su obra— y hasta la fecha todos nos preguntamos: ¿por qué no escribió más? ¿Acaso Rulfo sufrió el síndrome del impostor?
La mayoría de quienes nos dedicamos a procesos creativos enfrentamos este fenómeno, descrito en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Suzanne A. Imes y Pauline R. Clance, en el que se involucra la sensación de falsedad cuando se vive en un entorno de alta competencia intelectual, académica, corporativa, incluso deportiva. Harper Lee, David Foster Wallace, John Steinbeck, el propio Rulfo se enfrentaron al temor de ser descubiertos como farsantes dentro del voraz mundo de las letras.
Algunos lo disfrazamos con términos como la parálisis por análisis, el bloqueo narrativo, la falta de inspiración, el miedo a la hoja en blanco; otros nos dirán que somos flojos, bohemios y muchas veces se confunde con el agotamiento de la pluma. A los 32 años, ya instalado en México, Gabriel García Márquez tenía “cinco libros clandestinos” que estuvieron a punto de quedar atorados junto con él en ese callejón sin salida de la falta de estilo. Entonces llegó Álvaro Mutis con un paquete de libros entre los que estaba Pedro Páramo y le ordenó: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Lo que vino después no se entendería sin la inspiración rulfiana.
El miedo a la desnudez
Cuando uno se decide a escribir, lo hace con todo el miedo de plantarse desnudo frente al escrutinio público. Cualquiera puede asomarse en nuestra alma para descifrar nuestros vicios y deseos ocultos, los miedos o las carencias que formaron nuestro carácter. La mayoría de ocasiones es lidiar con el temor de ser detenido en flagrancia al esconder un cadáver llamado fraude.
En septiembre de 1969 Pablo Neruda organizó una comida donde, entre otros intelectuales, también estaba Rulfo. Jorge Edwards contó, en el número 112 de la revista Vuelta, que “Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría”. En la entrevista “Mi generación no me comprendió”, publicada originalmente en septiembre de 1980 y compilada por Proceso en la edición especial Cien años de Juan Rulfo. “Vine a Comala…” (2017), Armando Ponce muestra algunas luces sobre la personalidad de Rulfo. A la cita en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista acudieron Ponce y el mítico Julio Scherer García.
“Conozco la medida de mis posibilidades. Son limitadas. No puedo juzgar que se trate de una obra realmente valiosa. La hice intuitivamente, sin saber las repercusiones que iba a tener”, en ese momento Rulfo fue interrumpido por Scherer García, quien le preguntó si había perdido su intuición. “No se ha perdido. Pero como todos en este país, necesitamos trabajar para vivir”.
De ocho a 12 horas de jornada diarias entregadas a labores de oficina, en el mejor de los casos; al final del día, cuando los niños duermen y el silencio es el bien más preciado, uno intenta sentarse a redactar un par de líneas. A veces se logra, la gran mayoría de las ocasiones no.
En el diario que después se convertiría en el libro Working days: the journals of The Grapes of Wrath (Penguin Random House, 1990), John Steinbeck habla con honestidad acerca de sus propias limitaciones y la supuesta falta de talento: “Mis muchas debilidades están empezando a asomar la cabeza. No soy escritor… Me he engañado a mí mismo y a los demás. Ojalá lo fuera... Ahora intentaré seguir trabajando. Con un ratito cada día, me basta”.
Cada acción, incluso la más discreta, encaminada a escribir una frase y que a su vez ésta derive en un párrafo, lleva al escritor a obtener un trabajo regular. Para quienes hemos disfrutado las narraciones rulfianas, es inconcebible que aquello surgiera luego de varios días de trabajo y hemos dado por hecho que funciona gracias a la manifestación del genio en estado puro. Sin embargo, obras como Pedro Páramo jamás surgen exclusivamente de la genialidad o de un golpe de perspicacia, sino de la respuesta diaria de una llamada a la acción.
“Yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. A veces escribo cinco o seis páginas y de pronto surge la historia que quiero contar”, le confió Juan Rulfo a Ponce.
También de puede interesar leer: "Mariana Enriquez, la gran conjuradora".
Resiliencia
Las anécdotas suelen habitar la mente del escritor, incluso por años, mientras adquieren algo de sentido. Guillermo Arriaga cuenta, en una entrevista para el pódcast Cracks, que para superar el bloqueo narrativo y entrar en el modo de dictado —ese en el cual avanza la construcción de personajes y tramas— uno debe dejar al inconsciente trabajar para resolver los problemas narrativos. El propio Rulfo en su charla con Armando Ponce refuerza esta premisa al decir que “Pedro Páramo lo tenía en la cabeza desde hacía muchos años. La tenía escrita en la cabeza, pero no encontraba la forma. Los cuentos me sirvieron de ejercicio. En ‘Luvina’ encontré la atmósfera necesaria para la novela”.
Rulfo asistió al Centro Mexicano de Escritores —fue becario de entre 1952 y 1954— para culminar los cuentos de El llano en llamas y presentar el borrador de su novela, con el nada atractivo título Los murmullos. “Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Arreola, Luisa Josefina Hernández, la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque […] les parecía rara mi literatura”, contaría a Elena Poniatowska en una entrevista para el diario Novedades, publicada en mayo de 1980. El carácter adusto de Garibay no soportaba el laconismo rulfiano y criticó con dureza los primeros acercamientos a Comala. Por el contraste de temperamentos, en ese momento Rulfo quizá hubiera cedido ante la presión, pero en este oficio uno debe hacerse de piel reptiliana.
“Fui a Tuxcacuesco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Imaginen que luego de varias correcciones, incluidas las desaforadas críticas de los otros becarios del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo hubiera cedido a la soberbia y la vanidad de tener algunos cuentos publicados para dejar así como estaba el arranque de su novela. Quizá ni lo recordaríamos medio siglo después.
Lejos de tirarla a la basura, fue muy autocrítico al sacar las piezas que revelaban de más; erradicó los adjetivos imprecisos; borró completamente sus intromisiones como autor y pasó de una estructura lineal a capítulos fragmentados. Hizo la siempre necesaria talacha narrativa. “Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo” y, a su vez, esa peculiaridad que reconoce Sergio Pitol lo dota de ese brillo inagotable. Cada escritor, a partir de la publicación de Pedro Páramo, tiene su Comala particular, desde Cristina Rivera Garza hasta Antonio Tabucchi. En mi caso es “Luvina”, aquel pueblo en la montaña donde “los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra”, fuente de inspiración para nombrar así a mi gatita para que al llamarla también conjure la sombra del impostor: ¡escribe!, ¡escribe!, ¡escribe!
Los búfalos
A Rulfo solo le podría reprochar que no se asomara con mayor empatía a la contracultura de los años sesenta. Al final, hijo de los tiempos de la Revolución. Esa manada de búfalos encabezada por Gustavo Sainz y José Agustín rompió los cánones de la cultura. “Estoy esperando a que pasen los búfalos”, así describió Rulfo a los escritores de la Onda, a la cual menosprecio en la frase lapidaria: “Los que vienen ahora saben que aquello no valía nada, y lo saben porque tienen talento”. La reciente muerte de José Agustín —acompañada de diversos homenajes de seguidores y críticos arrepentidos— nos demostró que aquellas apreciaciones fueron inexactas. La máxima prueba de calidad de una obra es justo la resistencia al paso del tiempo. Si bien la mayoría de esos búfalos no lograron alcanzar las alturas rulfianas, José Agustín es una galaxia aparte dentro de la literatura mexicana, con su brillo único y radical.
Tanto de Rulfo como de José Agustín abrevan los escritores actuales. Ambos habitan en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2016), de Fernanda Melchor, o en Canción de tumba (Literatura Mondadori, 2012), de Julián Herbert. Otros autores, como Cristina Rivera Garza, no se conforman con hacer una crónica de lo rulfiano y van más allá al invocar el espíritu del autor en un road trip dentro de Había mucha neblina o humo o no sé qué (Penguin Random House, 2016).
Un día a la vez
A principios de la década de los ochenta, Rulfo asistió a una ponencia en la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Como era usual, nuevamente surgió la pregunta de siempre, la que se le hizo en vida y nos hemos hecho hasta el hartazgo: ¿por qué no escribió más? “Porque el escritor no es una fábrica”, respondió. Quizá entre sus recuerdos se asomo uno de la etapa de promotor en la fábrica de llantas Euzkadi.
“Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Manejar, que es vivir. Entonces tome la siguiente. La curva. Así”, en este fragmento de Había mucha neblina o humo o no sé qué, Rivera Garza no solo invoca a su Rulfo personal, suyo de ella; de paso nos muestra la sensación de vértigo cuando las letras se acomodan una tras otra hasta darle forma a una idea narrativa.
Rulfo sigue vigente porque los cacicazgos nunca se fueron. También porque, a pesar del miedo a sentirse un impostor, nos regaló fragmentos de un vasto territorio creativo. Plantarse frente a ese tótem de la literatura universal es enfrentarse al vértigo de ser un farsante: no soy más que un escritor tardío en el ocaso de los treinta que intenta hablarle a una generación de millennials que se perdió entre los bailes de TikTok y el trastorno por déficit de atención.
Todos en este oficio somos impostores porque solemos recurrir a las voces que nos habitan para lograr expresar lo que nos es imposible de forma consciente. Quizá la intención de Rulfo era dejarnos un par de rompecabezas con piezas faltantes, extraviadas a propósito para que sus lectores —e imitadores— las hallemos al escribir cual alcohólicos en recuperación: un día a la vez.
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