En este 2020 tan convulso, en el que todo se ha tornado lúgubre, queda un sólo lugar al que mirar, hacia arriba. Descubrir que la comunidad de Tlatelolco está encontrando confort en la belleza y simplicidad de salir a volar un papalote, me trajo alegría.
Esta semana en la Plaza de las Tres Culturas, la luz de la tarde empezaba a diluirse mientras el viento se abría paso entre el complejo de edificios que la rodean. La gente comenzaba a salir de casa envuelta en una atmósfera de timidez y una renovada curiosidad por mirar al cielo. Se percibe el sonido de risas genuinas que se suman a los trazos que hace el viento en este amplio espacio abierto. De pronto, aparecen papalotes. Saben bien que ésta es la hora ideal para los mejores vuelos. Llega uno, luego otro, en poco tiempo están por toda partes, mientras el viento arrecia y la gente busca espacio para elevar el suyo lo más alto posible. Hay personas haciendo ejercicio y paseando a sus perros alrededor de ellos y todos parecen moverse en sincronía, como en una coreografía que le ha devuelto la armonía a la plaza.
Platiqué con varios amigos durante la semana y parece haber consenso: la gente esta harta, exhausta y deprimida por la crisis que atravesamos. En este 2020 tan convulso, en el que todo se ha tornado lúgubre, queda un sólo lugar al que mirar, hacia arriba. Descubrir que la comunidad de Tlatelolco está encontrando confort en la belleza y simplicidad de salir a volar un papalote, me trajo alegría. Aunque no hay que olvidar que Plaza de las Tres Culturas aún tiene la cicatriz que le dejó la tragedia de 1968. Cada vez que miro al suelo y encuentro marcas, tiendo a imaginar que son agujeros de bala que se han difuminado con los años y los muchos pasos que se han dado aquí.
El viento es tan poderoso que puede, por sí mismo, esculpir sobre rocas y piedras, pero también puede ser tan sutil como para ayudar a un papalote de papel a levantar el vuelo, sin olvidar el pasado, pero buscando sanar e iniciar nuevos ciclos.