La intención de la Plaza de la Revolución, como la de cualquier espacio público exitoso, fue convertirse en un lugar para escapar, protestar, contemplar e imaginar hacia adentro, mientras se mira hacia afuera. Esa función sigue intacta, aún en plena pandemia.
La Plaza de la Revolución es un espacio público al que suelo ir cuando salgo a tomar fotos. Con sus arcos y columnas gruesas, el monumento, sólido y pesado, ejerce su propio sentido de la gravedad, distinto al del resto de la ciudad. La amplia plaza se eleva gradualmente mientras uno se acerca a él, y al llegar a la cima ofrece un tremendo clímax visual. Las escaleras de basalto volcánico en todas sus caras, llevan a vistas únicas. Como en la mayoría de los espacios públicos en la Ciudad de México, hoy en día se siente la ausencia de los cientos de personas que solían congregarse aquí, y eso permite observar cosas distintas a los hábitos y rutinas de ese otro tiempo. Desde ese lugar es fácil imaginar historias alrededor de cada persona que se alcanza a ver. Por estos días, se ha vuelto más fácil acercarse a alguien para platicar, algo parecido a lo que sucede en cualquier pueblo pequeño y adormilado.En un espacio que solía ser tan público, ha surgido un nuevo sentido de intimidad e introspección, y por otro lado, la gente que llega hasta aquí está completamente expuesta, como en un escenario. Esta semana conocí a un beatboxer que interpreta canciones de Tupac solamente con los sonidos que ha aprendido a hacer con la boca y la lengua. Viene aquí para pedir donaciones a cambio de su música. La plaza vacía amplificaba su performance: él como intérprete y yo como su única audiencia. Las pulsaciones de su ritmo se elevaban entre los arcos encontrando eco bajo la cúpula alta y oscura del monumento.[read more]Después conocí una chica que quería hacer un video para Tik Tok con su celular. Estaba sola e intentaba grabarse recargando su celular en uno de los muros a su alrededor. Intentó una y otra vez colocarlo en el ángulo correcto, pero el celular seguía resbalándose de su sitio. Era una tortura verla ponerle play a una canción de Reggeaton y empezar a bailarla justo cuando el celular se caía de nuevo. En algún punto me ofrecí a detenérselo para que pudiera hacer su rutina. Su objetivo principal era tener al monumento como fondo, y mientras yo apretaba el botón de grabar, ella hacía una serie de poses y contorsiones al ritmo de la música. El monumento era su testigo, y estaba ahí solo para ella y su baile.Seguí caminando y bajé las escaleras rumbo a otra cara de la plaza, cuando algo me hizo voltear hacia arriba. Era un muñeco que se elevaba en el aire y luego caía desapareciendo de mi vista tras un muro, pero poco después volvía aparecer. ¡Woody, el de Toy Story! Cuando volví a subir las escaleras para ver de dónde venía, descubrí que era un niño quien lo lanzaba al aire una y otra vez. Cruzamos miradas y como para presumir su brazo, me lanzó el muñeco, que en su recorrido aéreo me hizo parte de un breve momento de fantasía en el que conecté con el niño. Me imaginé que Sid, el niño malvado de la película, podría estar por ahí y que un día Woody sería libre de dejar de aparentar ante los humanos que es un objeto inanimado.Al alejarme de la plaza sentí como si estuviera dejando atrás un teatro, y me di cuenta que es justamente esa sensación la que provoca un espacio público exitoso. Su intención es convertirse en un lugar para protestar, escapar, festejar, contemplar e imaginar hacia adentro, mientras se mira hacia afuera. Algo especialmente importante en días como estos en los que todos los teatros están cerrados y Netflix se siente ya demasiado viejo y solitario.[/read]