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¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

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Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

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Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

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Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

¿Quién es Lydia Cacho? La autora responde con sus cartas y diarios

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Ante el peligro de muerte en México, Lydia Cacho rehace su vida en España. Ahí seleccionó cartas y fragmentos de diarios que se leen como su autobiografía.

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Entrevistar a la periodista, escritora y defensora de los derechos de las mujeres y las niñas Lydia Cacho representa para mí la segunda oportunidad de entrevistar a alguien cuya vida corre —así en presente— peligro de muerte por los textos que ha publicado. Lydia es autora del libro Los demonios del edén (2005), en el que documenta y denuncia las actividades de una vasta red de poder y corrupción integrada por empresarios y políticos que explotaban sexualmente a menores de edad. Esa publicación le valió que la secuestraran de manera “legal” mediante artilugios jurídicos, la torturaran y estuvieran casi a punto de matarla ese mismo año, mientras que Salman Rushdie es autor de Los versos satánicos (1989), una novela que, además del reconocimiento literario mundial, le ganó una sentencia de muerte dictada por las autoridades islámicas iraníes que tacharon su obra como blasfema.

Desde entonces, estos autores han tenido que vivir a salto de mata y bajo protección de la policía. Ambos se convirtieron, de manera inesperada para ellos, en símbolos internacionales de la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos. Tanto Lydia Cacho como Salman Rushdie son autores de muchos libros; cada uno tiene por lo menos una docena más. Han coincidido en diversos foros y conferencias internacionales; de hecho, así lo narra Lydia, se han vuelto amigos al compartir las cuitas de huir de los asesinos al calor de algunas botellas de champagne, burlándose con ironía de quienes los ven con “cara de velorio” como si supieran cuándo y cómo van a morir; por ello, cada que se encuentran no hacen más que reírse de sí mismos, de una notoriedad que muchos les envidian pero que, a ellos, en el fondo, les estorba. Los dos han escrito sobre sus amargas experiencias de persecución; Lydia Cacho en el libro Memorias de una infamia (2007) y Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), los dos publicados en sellos que pertenecen al consorcio editorial Penguin Random House. Hasta aquí una serie de coincidencias en las que podríamos abundar y que se resumen en el hecho de que ambos decidieron escribir lo que escribieron, aunque fueron perseguidos por ello.

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Lydia Cacho Ribeiro (Ciudad de México, 1963) acaba de cumplir 59 años. Viste, como es su costumbre, un top negro y responde a mis preguntas —vía zoom— desde su departamento-refugio en Madrid, España, donde vive en un exilio forzado desde 2019, año en que unos sicarios allanaron su casa en Puerto Morelos, Quintana Roo, asesinaron a las cuatro perritas que le hicieron compañía durante más de una década y le robaron, además de una computadora, material sobre su permanente investigación contra las redes de trata y explotación sexual de niñas y niños, tema al que ha dedicado de manera preponderante sus esfuerzos periodísticos. Fue el azar el que determinó que ese día Lydia llegara tarde a su hogar en la selva, por lo que resultó ilesa de un atentado que hubiese culminado con su muerte.

En su exilio en España poco a poco Lydia Cacho ha empezado a rehacer su vida. Son dos las grandes victorias que ha conseguido en estos tiempos: la obtención de la nacionalidad española —que se suma a la mexicana—, lo que le permitirá continuar con el ejercicio del periodismo, el activismo feminista y la defensa de los derechos humanos con un pasaporte que le otorga seguridad.

La otra victoria es más reciente: la escritura de un libro autobiográfico que le solicitó su editor, Andrés Ramírez. Sin embargo, fue la propia Lydia quien decidió narrar su historia a través de las cartas que durante toda una vida le escribieron su familia —principalmente su madre—, amistades, parejas, colegas, hermanas-amigas, compañeras de trabajo, aliadas feministas, a las que la propia Lydia Cacho les respondió en misivas que fue recuperando a lo largo de los años. Además, la periodista recurrió a los diarios personales que empezó a escribir a los doce años, cuando su mamá, Paulette, le regaló en 1979 su primera libreta para que escribiera en ella “lo que sentía” y que combinó con sus diarios de terapia, los de sus viajes de placer y trabajo, y con sus muchas libretas de investigación periodística. La preservación de todo este material hizo posible la preparación de su libro más reciente: Cartas de amor y rebeldía, que empieza a circular bajo el sello editorial Debate, de Penguin Random House, con una extensión de 414 páginas.

Si sus lectores y conocidos se han preguntado cómo llegó Lydia Cacho a convertirse en la mujer que conocemos hoy, en este libro encontrarán a la persona detrás del personaje público, y quienes lean esta entrevista que concedió a Gatopardo descubrirán parte de lo que hay detrás de Cartas de amor y rebeldía, como si abriesen una matrioska de madera.

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—¿Las cartas fueron transcritas tal cual o hay una reelaboración literaria de las originales para este libro?
—No, nada está reescrito. Y esto es muy importante. Por eso en algunas partes del libro de repente te topas con errores de ortografía o en el uso de palabras, que falta una coma o algo así… y no sólo las cartas, sino también los fragmentos de diarios. Si acaso, lo único que hice fue cortar las entradas cuando eran muy largas y reiterativas, para poder llegar a algo más importante y significativo para la historia que estaba contando.

Al respecto, Lydia recuerda que cuando mandó el borrador inicial a su editor, que estaba al tanto del proceso de transcripción en el que se había inmerso la escritora, el material acabó en manos de una editora joven que hizo correcciones de estilo; esa versión fue desechada para dejar el texto como estaba, ya que era muy importante para la autora que no hubiese edición. Piensa que ese trabajo editorial podría haber embellecido las cosas u omitido lo que era doloroso para ella.

Lo que se propuso fue hacer exactamente lo mismo que hace la gente que nos cuenta a nosotros, los periodistas, sus historias: “Ahí está la evidencia de lo que me sucedió: así lo viví, así lo miré, así lo sentí. Me propuse trasladar al libro la realidad de los hechos concretos y de los sentimientos que fueron plasmados en el instante en que las cosas sucedían, tal como quedaron registrados”.

A Lydia Cacho le importa un pepino lo que los corruptores y corruptos opinen sobre su nuevo libro, ya que está acostumbrada a sus ataques e intentos por desacreditarla; fue escrito, más bien, para la gente que ha sido su lectora durante todos estos años y que se ha interesado en los temas y denuncias que investiga periodísticamente. “Está dirigido en especial”, añade, “a las mujeres jóvenes que quieren saber cómo se construye una identidad en una profesión tan compleja y con tantas subidas y bajadas, cómo nos esforzamos por mantener nuestra congruencia y lo difícil que es forjar relaciones igualitarias”.

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Este libro inició en plena pandemia, con una gran limitación en los viajes: una amiga le mandó a España la maleta, repleta de documentos y fotografías, con otro amigo que trabaja en una línea aérea, por lo que pudo viajar y entregársela a Lydia en sus propias manos. “Cuando llego a casa y empiezo a abrir un montón de cartas, la mayoría fueron escritas por mi madre y por mí… fue como si ella estuviese viva otra vez”. Lydia Cacho reconoce que la primera parte del proceso fue muy emotivo y se dio a la tarea de releerlas todas y acomodarlas con las fotografías —puso una pared de corcho que llenó de fotos— para tratar de entender la experiencia por la que estaba pasando en ese momento… “Era llorar y llorar o reírme al recordar todos esos momentos”.

Luego empezó a seleccionar cartas —hay muchísimas que no están en el libro— con el propósito de deshojar a la Lydia Cacho que se fue construyendo a partir de la influencia de sus padres, hermanos, abuelos paternos y maternos, tíos… en fin, de toda la gente a su alrededor.

Después la escritora empezó a abrir los diarios: iba seleccionando y marcándolos pero, al final de la jornada, descubría que había marcado casi todas sus páginas y llegaba a la conclusión de que no podía transcribir todo. Entonces empezó un ejercicio de síntesis, que le tomó semanas y semanas, para poner orden en esas emociones tan arrolladoras. Luego ese proceso de ordenamiento se fue dando de una manera muy natural: “En la medida en que yo transcribía fragmentos de los diarios sobre momentos muy significativos para mí, buscaba y encontraba las cartas de mi madre, por ejemplo, que respondían y explicaban desde otro lugar el momento histórico en el que me estaban sucediendo las cosas”.

De repente, Lydia Cacho cayó en cuenta de que estaba haciendo lo mismo que se hace en el periodismo: mapear una realidad y hacer su síntesis. Empezó así a rastrear la historia de cómo se convirtió en la mujer que es en la actualidad a través de episodios clave que fueron detonantes, por ejemplo, cuando descubrió el sexismo, el machismo, la muerte, el suicidio, la sexualidad, la perspectiva de género… entre mil temas más.

Se lee en el preámbulo al libro:

“Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras se han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secretos subyacen detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento...”

Por si lo anterior fuera poco, al transcribir las cartas y diarios en su computadora portátil Lydia Cacho fue sanando hasta que un buen día sintió que revivía: se había reconciliado con todos los momentos de su vida, descubrió que no se arrepentía y que volvería a escribir el libro que puso en peligro existencia.

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Si alguien tuviera acceso a mi ejemplar de Cartas de amor y rebeldía, descubriría que he marcado muchas de sus páginas —demasiadas tal vez para el espacio del que dispongo— con subrayados a lápiz y post-its de color rojo. De manera que me veo obligada, igual que ella, a hacer una selección de los textos que podría reproducir para dar cuenta de las experiencias, anhelos, rebeldías, un intento de fuga fallida, triunfos, fracasos, riesgos, amores, compromisos sociales e intereses de Lydia Cacho.

En la Ciudad de México, en 1976, Lydia escribió en su diario:

“Mi primo Alejandro, que tiene trece años como yo, no es muy buena persona [...] Yo estaba en la cama junto a la de mi prima y ya que estaba apagada la luz, de repente sentí que alguien se metía en mi cama y salté, me puso la mano en la boca y me dijo que no hiciera ruido, que era mi primo. Se empezó a apretar contra mí y quería meterme la mano adentro del pantalón de pijama. Yo le dije que no y como no me hacía caso me volteé y con todas mis fuerzas le pellizqué el pene. Él gritó y mi prima prendió la luz. Alejandro me pegó en la cabeza, chillaba diciéndome groserías, a mí no me dolió que me pegara porque estaba muy enojada. Mi prima me preguntó y yo le dije la verdad, que su hermano se metió a mi cama y quería tocar mis genitales. Ella se quedó callada como asustada, por eso yo creo que se lo hace también…”

“Te confieso”, admite la Lydia de hoy, “que yo me acordaba de que eso sucedió, pero no recordaba con tanta nitidez cómo había reaccionado mi madre. Cuando leí eso en mi diario fue muy raro y entendí la razón por la cual desde niña yo tenía muy clara la noción de que no te deben tocar: mi madre lo reivindicó instantáneamente al salir en la madrugada, dejando a mis hermanos para ir por mí a casa de mi primo en ese momento, en vez de esperarse hasta el día siguiente. ¿Y sabes? Ese, para mí, fue un mensaje tremendo, de creerme y de quererme proteger. A partir de ese momento, yo entendí para el resto de mi vida que esa protección que yo tuve la merecen todas las niñas… Y así, poco a poco, fui descubriendo y ubicando todos los detonantes de algo a lo que no le había dado la magnitud que ha tenido en mi carrera periodística o en mi vida personal, amorosa por ejemplo…”

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A través de este libro también descubrimos que a los veintidós años, en 1985, Lydia Cacho rompe su compromiso matrimonial con su novio de entonces, Jorge A., debido a una violencia que le era difícil controlar. Leemos:

Jorge:

Ayer que me hiciste la escena de celos porque llegué tarde de trabajar, me ayudaste a darme cuenta de lo que nos está sucediendo. Cuando nos conocimos me dijiste que no eras celoso, que te gustan las mujeres independientes, fuertes, inteligentes, ahora veo que simplemente estabas intentando convencerme de que eras el hombre adecuado para mí, pero no lo eres.

Tengo veintidós años y, aunque tú seas siete años mayor, claramente la persona madura en esta relación soy yo […]

Te amo. Sin embargo, la forma en que me trataste ayer es absolutamente inaceptable, no puedo casarme con un hombre que cree que es normal gritarle a su pareja, aventarla en el sillón y amenazarla para que lo obedezca.

Jamás imaginé que escribiría una carta como ésta. Te amo y al mismo tiempo tengo miedo de ti, de tus reacciones, de que uses la excusa de tomar dos tequilas para levantar la voz, para pelearte con tus amigos por cualquier tontería…

“Cuando yo releí todo esto”, dice Lydia ahora, “me acordé de que fue de las únicas veces de esa época en las que mi padre —porque luego, con lo de la tortura, estuvo ahí conmigo todo el tiempo— fue superclaro, a pesar de su educación militar y machista, al decirme: ‘Nunca una mujer debe de aceptar que un hombre la toque, la humille, la trate como algo menos de lo que es.’”

Fue muy tajante y fue tan fuerte escucharlo de él que de inmediato Lydia se dijo: tiene toda la razón. “Es una escena durísima, yo creo que fue la primera vez que en mi vida sentí terror. Cuando alguien te avienta a un sofá y te das cuenta de que tiene el doble de tamaño que tú, una flaquita que está ahí a su merced, y ves que cerró la puerta y que no tienes ninguna defensa… y que además está tomado, te da pavor, piensas: va a acabar con mi vida…”

Nadie le dijo a Lydia Cacho que un hombre iba a ser violento con ella y que eso cambiaría su vida. Cuando sucedió, sólo pensó en hacer lo que fuese necesario para salir del peligro. “Cuando yo vi la reacción de mis padres, supe ‘esto no me lo merezco yo’, pero también descubrí que nadie lo merecía.”

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A los veintitrés años Lydia decide irse a vivir a Cancún. “No tienes idea de cómo nos moviste el tapete con tu súbita partida […] a un sitio tan lejano y construido artificialmente”, le escribe su madre desde la Ciudad de México.

Para la joven, se juntaron dos cosas: que su hermano mayor le había enseñado a bucear con sus amigos, biólogos marinos, y que en ese primer viaje descubrió Quintana Roo y se “volvió loca”. “Yo no sabía lo que era meterse al mar así. Pensé: esto es libertad… esta vida la quiero… Fue ahí cuando procesé toda esta historia de mi abuelo y los pescadores y me dije: tengo una sensación de que yo estoy más viva cerca del mar, más alegre, más relajada, menos tensa, porque siempre fui una niña como muy tensa y ansiosa, como se puede ver en el libro. Además, todo se dio para conseguir trabajo, siendo tan joven y sin experiencia. Me dije: esto no es normal y me lancé a la aventura. Tiene que ver con la característica de que soy muy terca, cuando tengo un sueño y quiero algo, voy por ello hasta que lo consigo, para bien y para mal”, responde.

Hubo años maravillosos porque ahí Lydia Cacho conoció a Salvador San Martín, el marinero que era más grande que ella y con quien estuvo casada durante trece años. Habría pasado el resto de su vida con él, pero cada vez era más frecuente que el marido le pidiera sacrificar "su carrera y activismo a cambio de su amor", lo que era, para la periodista, algo no negociable por “injusto” e “inaceptable”. La sentencia de divorcio quedó firmada el 17 de febrero de 2000. Fue una forma de cortar por lo sano sin que la profunda amistad quedara vulnerada.

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La escritora dio con el título de este libro muy pronto, casi sin pensarlo y de manera intuitiva: Cartas de amor y rebeldía, porque está convencida de que dado el tipo de persona que es —esa niña angustiada por la realidad y que de alguna manera sigue siendo— no habría podido subsistir sin el amor en todos los sentidos. El amor que la rodeó pudo conducir a esa niña rebelde, enojada con el mundo. Al releer sus diarios redescubre su obsesión y su tristeza ante la injusticia: “Me sentí decepcionada de la humanidad desde muy jovencita. La injusticia me parecía, desde niña, algo inexplicable. Punto.”

Algo que también queda claro a lo largo de este libro es la importancia de los testimonios y el manejo confidencial de las fuentes, su derecho al anonimato para proteger su identidad, su dolor y su vida.

—¿Cuál es tu posición al respecto?
—Si entiendes algo de psicología y victimología, sabes perfectamente que a la primera persona que tú tienes que proteger siempre es a la víctima y que a quien nos corresponde investigar, hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos, es al victimario. Forzar a una víctima a hablar antes de tiempo, forzarla a que revele su identidad cuando está demasiado frágil, aunque su vida ya no corra un riesgo físico, sí puede ser un riesgo emocional grave. Eso es de una irresponsabilidad brutal.

En 2005 Lydia Cacho vivió personalmente una revictimización, a la que la expuso el empresario libanés Kamel Nacif —aún prófugo de la justicia mexicana, aunque se presume que está oculto en Líbano— cuando, en colusión con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, conspiró para su secuestro y tortura por parte de diversas autoridades. Quedó registrado en la prensa nacional como “el coscorrón” que Cacho supuestamente se merecía por atreverse a denunciar y desafiar a una red internacional de tráfico sexual infantil que operaba en Cancún.

Apenas hace veinte días, en una de las audiencias que Mario Marín tuvo en la cárcel, y en la que Cacho testificó para sentenciarlo a prisión por un mínimo de veinte años, el exgobernador y su abogado estuvieron diciendo "la señora que se inventó que la torturaron" enfrente del juez, a pesar de que el Estado mexicano ya comprobó el abuso de poder y el crimen que cometió Marín con todos los elementos y pruebas, por lo que oficialmente se le pidió una disculpa pública por haberle negado el acceso a la justicia y violar sus derechos humanos.

“Si yo no estuviera emocionalmente capacitada para recibir este golpe y seguir con el juicio, estaría devastada, ¿no crees? Hubo un momento, hace muchos años, en que sí me devastó tener que decir abiertamente todo lo que me habían hecho, incluida la violencia sexual que recibí y sobre la que testifiqué cincuenta veces, describí con lujo de detalle todo lo que me hicieron en los juzgados…”.

Si lo sentencian, la sanción de Mario Marín se sumaría a la del pederasta, extraditado desde Estados Unidos, Jean Succar Kuri, condenado a 112 años de prisión, que actualmente purga en Quintana Roo.

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—¿Es posible sanar? —la pregunta es corta y directa.
—Creo que sí podemos, con diversas herramientas, convertirnos en sobrevivientes de las violencias. Y sí, lo reconozco, soy una sobreviviente de la violencia. A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito.

Para la periodista Lydia Cacho, la ética está ligada de manera indisoluble a la justicia. “Tiene que ver con ese momento en la niñez en que descubres que eres un poquito las otras y los otros; es cuando te das cuenta de que eso que les está sucediendo no está bien y que si tú puedes hacer algo por cambiarlo, por pequeñito que sea, lo tienes que hacer”.

A la vez, se declara parte de un movimiento social que ha cambiado a América Latina: “Yo creo que la paz que deberíamos construir o que estamos intentando construir es una paz feminista”. Desde su óptica, eso es lo que hacen las reporteras: defender lo que es justo y eso es parte de la ética. Es, añade, “una de las grandes cosas que nos ha dejado el feminismo, no a todas, pero sí a muchas de nosotras. Y esa es una de las batallas que dimos como reporteras de nuestra generación: rompimos el molde y tenemos que reconocerlo porque luego se nos olvida: nos trajimos la ética al periodismo, porque a los hombres, la verdad, se las habían arrebatado. O a lo mejor ni la tenían muy clara porque generalmente se comportan de una manera muy ambigua”.

Dada la historia de vida de Lydia Cacho que podemos leer en este libro, es inevitable pedir su opinión en un contexto sociopolítico caracterizado por feminicidios y la violencia de las redes criminales. Ya no es un secreto a voces: Andrés Manuel López Obrador tiene un punto ciego. “Sabemos”, responde, “que Andrés Manuel nunca ha creído en el feminismo porque es un hombre ultraconservador, que no cree en los derechos de las mujeres y que está obsesionado con la imagen que él ha construido de sí mismo y con el mundo en el que él quiere creer, y eso es gravísimo, muy peligroso”.

“Estamos en esa batalla y la vamos a seguir dando, pero muchas de nuestras amigas de izquierdas están entregadas al gobierno actual como si no pasara nada; nuestras amigas feministas, que miran a otro lado y se hacen de la vista gorda, son igualitas a quienes estaban con el PRI, nada más que ahora con una supuesta izquierda. Yo me siento muy debilitada con todo lo que ha hecho Andrés Manuel, no en un sentido personal sino como parte de un colectivo feminista. Al mismo tiempo me doy cuenta de que con su actitud está despertando mucha rabia en las jóvenes feministas, y está muy bien que recuperen esa rabia para rebelarse y que digan ‘nos da igual lo que diga ese señor, para nosotras es un político más, de esos del montón’. Es muy emocionante ver que esas jóvenes no tienen ningún vínculo afectivo con el proceso electoral de Andrés Manuel. Yo creo que ellas van a romper con ese molde y que van a seguir adelante.”

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Después de escribir este libro, Lydia Cacho se quiere tomar en serio la invitación a descansar, a llevársela más tranquila, a cuidar más su salud. Sin embargo, es un lujo que todavía no se puede dar porque vive prácticamente al día; sus ahorros se han esfumado poco a poco por todo lo que ha tenido que invertir en juicios y gastos judiciales. Está cansada porque empezar otra vez a su edad no es nada fácil y tuvo que asumir la decisión de poner en venta su única posesión material: una hermosa casa en forma de caracol, enclavada en la selva, cerca de Cancún. No tuvo más remedio, pero al mismo tiempo fue como cortar un cordón umbilical que la mantenía unida a México. Ahora sabe que el caracol lo trae a cuestas y que puede llevarlo a cualquier lugar.

De repente, la periodista ha empezado a trabajar como freelance en proyectos más light, a los que ha dicho que sí, pero en cuanto le ofrecen o se interesa en un tema más rudo, de inmediato le brillan los ojos. Por lo que está convencida de que, en cuanto tenga un poco más de energía, volverá a ser la Lydia Cacho de antes, la de siempre.

Por lo pronto, ahora que lo ha entregado a los ojos y las manos de personas conocidas y desconocidas, se encuentra procesando todo lo que contiene su nuevo libro.

Un tráiler del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022) se puede ver aquí:

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