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Sarah Margaret Qualley y Demi Moore son las protagonistas de la nueva cinta de Coralie Fargeat.
No es del todo claro si la película de Coralie Fargeat, abundante en imágenes que sexualizan a las mujeres, logra enfrentar las convenciones del cine masculino; sin embargo, vale la pena ver a Demi Moore, cuya intensidad es más clara al respecto.
En su ensayo fundacional de 1973, “Women's Cinema As Counter-Cinema”, la crítica feminista Claire Johnston denunció la mitología masculina que somete todavía a las mujeres en pantalla. Gracias a que los hombres las conciben como estereotipos, los imaginarios de directores, guionistas, productores, incluso directores de fotografía y editores, se trasladan a la pantalla en forma de ingenuas que seducen a los hombres con risitas (y ricitos), o bestias sexuales que exprimen a sus víctimas como súcubos. Las imágenes, además, no se quedan ahí, en la abstracción, ya que refuerzan los prejuicios de los espectadores. En los últimos años, las industrias más poderosas del mundo han intentado —muy a medias— cambiar estas representaciones, pero a menudo la solución no son mujeres complejas como las de a pie, sino fantasías utópicas que, al reducir la feminidad a lo estrictamente heroico, son también opresivas y fomentan ideas como que las mujeres gobernantes arreglarían el mundo. Margaret Thatcher diría que así es, en efecto; también las actuales candidatas presidenciales en Estados Unidos, quienes se niegan a condenar a criminales de guerra como Benjamin Netanyahu (Kamala Harris) y Vladímir Putin (Jill Stein).
Johnston tenía esto último tan claro que en su texto termina atacando al icono feminista Agnès Varda por su largometraje Le bonheur (1965), una alegre representación de una fantasía masculina sobre un hombre que lo tiene todo con una mujer, se busca otra, y la original queda felizmente reemplazada tras su aparente suicidio. “No hay duda”, dice Johnston, “de que el trabajo de Varda es reaccionario: en su rechazo a la cultura y al ubicar a la mujer fuera de la Historia, sus películas marcan un paso retrógrado en el cine de las mujeres”. No es la única que opina así de Le bonheur —una película importante, a pesar de todo—, y con razón. Aunque Varda hizo películas abiertamente feministas como L'une chante, l'autre pas (1977), también volvió a las andadas con una romántica expresión de la pederastia: Kung-fu Master! (1988), donde Jane Birkin se enamora de un niño.
El punto de todo lo anterior es sugerir que, según la propia teoría feminista del cine, no es imposible que una directora esté poseída por la mitología masculina; también se le ha acusado de ello a Liliana Cavani y Catherine Breillat, entre otras. Cada persona viva hoy creció en un sistema patriarcal, y es inevitable que aquella enfermedad crónica permanezca todavía en nuestras arterias y el corazón. Pero hay de casos a casos.
Desde su primer largometraje, Revenge (2017), la cineasta francesa Coralie Fargeat se ha envuelto con una retórica de positividad feminista que blinda las películas de las críticas, salvo en contados pero valientes casos. En su debut, una muchacha pasa de complaciente figura femenina que se ríe con nerviosismo cuando la acosan, a convertirse en Mad Max por medio de una violación. Habrá quien celebre ese arco —y lo ha habido—, pero ¿no es inquietante que un evento traumático de agresión masculina sea el que convierta a la protagonista en una figura no solo fuerte, sino punitiva? Eso por un lado, porque, por el otro, la cámara de Fargeat recorre a la actriz Matilda Lutz como Michael Bay a Megan Fox: le da vueltas hasta marearnos; la mira de arriba abajo para recordarnos incesantemente que reúne no solo características heroicas, sino un intenso atractivo sexual. Leni Riefenstahl, la fundadora del cine fascista, también observaba así los cuerpos en su documental Olympia (1938).
The Substance (2024), la más reciente película de Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento. Las estrellas, Demi Moore y Margaret Qualley, insisten durante las entrevistas en el poderoso mensaje feminista de The Substance; sin embargo, las imágenes contradicen la intención de forma evidente. Viéndola, me pregunté si no era, en el fondo, una parodia del cine utópico feminista, pero quizá sea algo más siniestro: no una burla, sino una expresión franca de un mundo que se conforma con algunos detalles de representación —dirige, escribe, produce y edita una mujer; estelarizan otras dos—, sin atender mucho a las incoherencias de su discurso cinematográfico.
Moore interpreta en The Substance a Elisabeth Sparkle, conductora de un exitoso programa de ejercicio a la Jane Fonda, que repentinamente es despedida por Harvey (Dennis Quaid), un nefasto ejecutivo de televisión. Elisabeth ya no es la jovencita que se ganó la mirada del público y es necesario reemplazarla con alguien de menor edad. Después de un accidente causado por ver cómo unos trabajadores retiran su imagen de un anuncio espectacular, Elisabeth acaba en el hospital, donde un enfermero joven y atractivo le da información sobre un producto llamado “La Sustancia”, que podría resolver sus problemas. Elisabeth hace un pedido y recoge un paquete con instrucciones: al inyectarse el misterioso fluido, su cuerpo expulsará un doble más joven, que deberá almacenar a la versión original en un lugar seguro y alimentarla durante siete días; terminada la semana, deberá realizar el mismo proceso pero a la inversa. De seguir las instrucciones, todo saldrá bien; de lo contrario, su cuerpo original irá pagando las consecuencias, como una especie de Dorian Grey.
Te recomendamos leer la reseña de Alonso Díaz de la Vega: "Afire, o el cine como posibilidad de salvación".
Sue (Qualley), el doble, tiene un cuerpo absolutamente adaptado a la exigencia patriarcal: cabello largo, negro y rizado, enormes ojos azules, piernas largas y fuertes, y un largo etcétera para que nadie me acuse de fijado, pero es el estilo de Fargeat el que nos fuerza a mirar con deseo a Moore y a Qualley. Una vez tras otra, y otra, y otra más, hasta que ya no le queda más que repetir planos, Fargeat observa pechos, nalgas, corvas, sonrisas, de una manera que evoca al videoclip producido por el misógino glam metal y el reggaetón más lujurioso. Aunque me opongo a la prohibición del deseo en las imágenes, me pregunto: ¿cómo es que satisfacer la mirada del espectador heterosexual durante toda una película de más de dos horas configura una estrategia subversiva?
Volviendo a la teoría feminista del cine, existe un concepto de Laura Mulvey —la mirada masculina— que ha sido malinterpretado, ya que no significa la mera sexualización de la figura femenina en pantalla, sino el montaje que pasa de la imagen de la mujer atractiva a la de un hombre mirándola, con la cual se identificará el público, invalidando así a la espectadora heterosexual. Las críticas lesbianas cuestionaron a Mulvey, ya que ellas también desean el cuerpo femenino y no se sienten excluidas por la identificación con el hombre que mira. El deseo no es un problema en sí mismo, sino por su hegemonía: lo que urge son más mujeres recorriendo los cuerpos masculinos, como lo hacen los cineastas gay, de Julián Hernández a Alain Guiraudie. Mulvey, más subversiva y filosófica, optó por hacer películas como Riddles of the Sphinx (1977), que destruían el deseo al eliminar la trama y experimentar con las posibilidades de la imagen: al patriarcado cinematográfico se le aterrorizaba con vanguardia.
Fargeat, por su parte, responde a las herramientas del cine masculino empleándolas hasta la saturación (de ahí mi duda sobre si en realidad The Substance era un ataque contra las utopías feministas). El guion tampoco hace mucho por denunciar al sistema patriarcal porque tiende a culpar a Elisabeth de su gradual y anunciado castigo. Si bien Fargeat ilustra a Harvey al comienzo como una figura grotesca, mediante planos que enfatizan su repugnante modo de comportarse en la mesa, ese mismo asco se transfiere pronto a Elisabeth, que va adquiriendo una forma monstruosa con cada infracción a las instrucciones de uso de La Sustancia. Siquiera en Revenge eran los cuerpos masculinos los que sufrían más mutilaciones —aunque al femenino también le iba bastante mal—, pero en The Substance Fargeat se regodea mirando la inmensa cicatriz de Elisabeth tras expulsar a Sue por su espalda, o los dedos avejentados y la cojera que le impide levantarse de un sillón. Ni Mario Bava, una de las grandes figuras del misógino giallo italiano, castigó tanto a sus destripados personajes femeninos, ni con tanto gusto.
La repulsión que produce Elisabeth llega a un punto excesivo que evoca las imágenes de Troma Entertainment, un estudio independiente estadounidense que en sus inicios se comportaba en paralelo al estilo punk de Richard Kern, cuya intención era ofender al conservadurismo mediante imágenes explícitas y exageradas, humorísticas, de violencia. En películas como The Toxic Avenger (1984) o Tromeo and Juliet (1996), el director Lloyd Kaufman —fundador y actual presidente de Troma— se deleitaba con los protagonistas deformes y muertes aparatosas, incluso de niños, bajo un sentido del humor francamente malévolo. Hay quien acusa a Troma de sexista por la forma en que trata la sexualidad y a las mujeres, y sin embargo Fargeat recurre a convenciones similares sin ironía de por medio; más bien las repite.
Vale la pena, por todo esto, concentrarse en Demi Moore. Si bien Fargeat se obsesiona con su figura —muchas veces sin ropa— y su rostro, Moore no es solo un objeto para la cámara. La intensidad que ha brotado hasta en sus papeles más aparentemente triviales domina los cuadros en The Substance, no como si estuviera en otra película —ella interpreta el castigo de Elisabeth como propio—, pero sí como si su actuación fuera un performance autónomo, apenas motivado por la trama. Fargeat nos zarandea con monstruosidad para obligarnos a disfrutar la película, pero Moore, incluso al convertirse en una deformidad al estilo de Troma, sobresale entre el sufrimiento y el maquillaje para decirnos: aquí sigo. Su biografía es una de desgracias y resistencia —salió de la marginación y el descuido de su familia para ser la actriz mejor pagada de Hollywood—, y debido a ello puede otorgarle a The Substance todo lo que Fargeat no concibe siquiera: coherencia. Es en Moore, en su actitud indestructible, su rabia descontrolada y su triste aceptación de la derrota, donde se cumplen las buenas intenciones de la película y se asoma la historia misma de la belleza y la fama.
No es del todo claro si la película de Coralie Fargeat, abundante en imágenes que sexualizan a las mujeres, logra enfrentar las convenciones del cine masculino; sin embargo, vale la pena ver a Demi Moore, cuya intensidad es más clara al respecto.
En su ensayo fundacional de 1973, “Women's Cinema As Counter-Cinema”, la crítica feminista Claire Johnston denunció la mitología masculina que somete todavía a las mujeres en pantalla. Gracias a que los hombres las conciben como estereotipos, los imaginarios de directores, guionistas, productores, incluso directores de fotografía y editores, se trasladan a la pantalla en forma de ingenuas que seducen a los hombres con risitas (y ricitos), o bestias sexuales que exprimen a sus víctimas como súcubos. Las imágenes, además, no se quedan ahí, en la abstracción, ya que refuerzan los prejuicios de los espectadores. En los últimos años, las industrias más poderosas del mundo han intentado —muy a medias— cambiar estas representaciones, pero a menudo la solución no son mujeres complejas como las de a pie, sino fantasías utópicas que, al reducir la feminidad a lo estrictamente heroico, son también opresivas y fomentan ideas como que las mujeres gobernantes arreglarían el mundo. Margaret Thatcher diría que así es, en efecto; también las actuales candidatas presidenciales en Estados Unidos, quienes se niegan a condenar a criminales de guerra como Benjamin Netanyahu (Kamala Harris) y Vladímir Putin (Jill Stein).
Johnston tenía esto último tan claro que en su texto termina atacando al icono feminista Agnès Varda por su largometraje Le bonheur (1965), una alegre representación de una fantasía masculina sobre un hombre que lo tiene todo con una mujer, se busca otra, y la original queda felizmente reemplazada tras su aparente suicidio. “No hay duda”, dice Johnston, “de que el trabajo de Varda es reaccionario: en su rechazo a la cultura y al ubicar a la mujer fuera de la Historia, sus películas marcan un paso retrógrado en el cine de las mujeres”. No es la única que opina así de Le bonheur —una película importante, a pesar de todo—, y con razón. Aunque Varda hizo películas abiertamente feministas como L'une chante, l'autre pas (1977), también volvió a las andadas con una romántica expresión de la pederastia: Kung-fu Master! (1988), donde Jane Birkin se enamora de un niño.
El punto de todo lo anterior es sugerir que, según la propia teoría feminista del cine, no es imposible que una directora esté poseída por la mitología masculina; también se le ha acusado de ello a Liliana Cavani y Catherine Breillat, entre otras. Cada persona viva hoy creció en un sistema patriarcal, y es inevitable que aquella enfermedad crónica permanezca todavía en nuestras arterias y el corazón. Pero hay de casos a casos.
Desde su primer largometraje, Revenge (2017), la cineasta francesa Coralie Fargeat se ha envuelto con una retórica de positividad feminista que blinda las películas de las críticas, salvo en contados pero valientes casos. En su debut, una muchacha pasa de complaciente figura femenina que se ríe con nerviosismo cuando la acosan, a convertirse en Mad Max por medio de una violación. Habrá quien celebre ese arco —y lo ha habido—, pero ¿no es inquietante que un evento traumático de agresión masculina sea el que convierta a la protagonista en una figura no solo fuerte, sino punitiva? Eso por un lado, porque, por el otro, la cámara de Fargeat recorre a la actriz Matilda Lutz como Michael Bay a Megan Fox: le da vueltas hasta marearnos; la mira de arriba abajo para recordarnos incesantemente que reúne no solo características heroicas, sino un intenso atractivo sexual. Leni Riefenstahl, la fundadora del cine fascista, también observaba así los cuerpos en su documental Olympia (1938).
The Substance (2024), la más reciente película de Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento. Las estrellas, Demi Moore y Margaret Qualley, insisten durante las entrevistas en el poderoso mensaje feminista de The Substance; sin embargo, las imágenes contradicen la intención de forma evidente. Viéndola, me pregunté si no era, en el fondo, una parodia del cine utópico feminista, pero quizá sea algo más siniestro: no una burla, sino una expresión franca de un mundo que se conforma con algunos detalles de representación —dirige, escribe, produce y edita una mujer; estelarizan otras dos—, sin atender mucho a las incoherencias de su discurso cinematográfico.
Moore interpreta en The Substance a Elisabeth Sparkle, conductora de un exitoso programa de ejercicio a la Jane Fonda, que repentinamente es despedida por Harvey (Dennis Quaid), un nefasto ejecutivo de televisión. Elisabeth ya no es la jovencita que se ganó la mirada del público y es necesario reemplazarla con alguien de menor edad. Después de un accidente causado por ver cómo unos trabajadores retiran su imagen de un anuncio espectacular, Elisabeth acaba en el hospital, donde un enfermero joven y atractivo le da información sobre un producto llamado “La Sustancia”, que podría resolver sus problemas. Elisabeth hace un pedido y recoge un paquete con instrucciones: al inyectarse el misterioso fluido, su cuerpo expulsará un doble más joven, que deberá almacenar a la versión original en un lugar seguro y alimentarla durante siete días; terminada la semana, deberá realizar el mismo proceso pero a la inversa. De seguir las instrucciones, todo saldrá bien; de lo contrario, su cuerpo original irá pagando las consecuencias, como una especie de Dorian Grey.
Te recomendamos leer la reseña de Alonso Díaz de la Vega: "Afire, o el cine como posibilidad de salvación".
Sue (Qualley), el doble, tiene un cuerpo absolutamente adaptado a la exigencia patriarcal: cabello largo, negro y rizado, enormes ojos azules, piernas largas y fuertes, y un largo etcétera para que nadie me acuse de fijado, pero es el estilo de Fargeat el que nos fuerza a mirar con deseo a Moore y a Qualley. Una vez tras otra, y otra, y otra más, hasta que ya no le queda más que repetir planos, Fargeat observa pechos, nalgas, corvas, sonrisas, de una manera que evoca al videoclip producido por el misógino glam metal y el reggaetón más lujurioso. Aunque me opongo a la prohibición del deseo en las imágenes, me pregunto: ¿cómo es que satisfacer la mirada del espectador heterosexual durante toda una película de más de dos horas configura una estrategia subversiva?
Volviendo a la teoría feminista del cine, existe un concepto de Laura Mulvey —la mirada masculina— que ha sido malinterpretado, ya que no significa la mera sexualización de la figura femenina en pantalla, sino el montaje que pasa de la imagen de la mujer atractiva a la de un hombre mirándola, con la cual se identificará el público, invalidando así a la espectadora heterosexual. Las críticas lesbianas cuestionaron a Mulvey, ya que ellas también desean el cuerpo femenino y no se sienten excluidas por la identificación con el hombre que mira. El deseo no es un problema en sí mismo, sino por su hegemonía: lo que urge son más mujeres recorriendo los cuerpos masculinos, como lo hacen los cineastas gay, de Julián Hernández a Alain Guiraudie. Mulvey, más subversiva y filosófica, optó por hacer películas como Riddles of the Sphinx (1977), que destruían el deseo al eliminar la trama y experimentar con las posibilidades de la imagen: al patriarcado cinematográfico se le aterrorizaba con vanguardia.
Fargeat, por su parte, responde a las herramientas del cine masculino empleándolas hasta la saturación (de ahí mi duda sobre si en realidad The Substance era un ataque contra las utopías feministas). El guion tampoco hace mucho por denunciar al sistema patriarcal porque tiende a culpar a Elisabeth de su gradual y anunciado castigo. Si bien Fargeat ilustra a Harvey al comienzo como una figura grotesca, mediante planos que enfatizan su repugnante modo de comportarse en la mesa, ese mismo asco se transfiere pronto a Elisabeth, que va adquiriendo una forma monstruosa con cada infracción a las instrucciones de uso de La Sustancia. Siquiera en Revenge eran los cuerpos masculinos los que sufrían más mutilaciones —aunque al femenino también le iba bastante mal—, pero en The Substance Fargeat se regodea mirando la inmensa cicatriz de Elisabeth tras expulsar a Sue por su espalda, o los dedos avejentados y la cojera que le impide levantarse de un sillón. Ni Mario Bava, una de las grandes figuras del misógino giallo italiano, castigó tanto a sus destripados personajes femeninos, ni con tanto gusto.
La repulsión que produce Elisabeth llega a un punto excesivo que evoca las imágenes de Troma Entertainment, un estudio independiente estadounidense que en sus inicios se comportaba en paralelo al estilo punk de Richard Kern, cuya intención era ofender al conservadurismo mediante imágenes explícitas y exageradas, humorísticas, de violencia. En películas como The Toxic Avenger (1984) o Tromeo and Juliet (1996), el director Lloyd Kaufman —fundador y actual presidente de Troma— se deleitaba con los protagonistas deformes y muertes aparatosas, incluso de niños, bajo un sentido del humor francamente malévolo. Hay quien acusa a Troma de sexista por la forma en que trata la sexualidad y a las mujeres, y sin embargo Fargeat recurre a convenciones similares sin ironía de por medio; más bien las repite.
Vale la pena, por todo esto, concentrarse en Demi Moore. Si bien Fargeat se obsesiona con su figura —muchas veces sin ropa— y su rostro, Moore no es solo un objeto para la cámara. La intensidad que ha brotado hasta en sus papeles más aparentemente triviales domina los cuadros en The Substance, no como si estuviera en otra película —ella interpreta el castigo de Elisabeth como propio—, pero sí como si su actuación fuera un performance autónomo, apenas motivado por la trama. Fargeat nos zarandea con monstruosidad para obligarnos a disfrutar la película, pero Moore, incluso al convertirse en una deformidad al estilo de Troma, sobresale entre el sufrimiento y el maquillaje para decirnos: aquí sigo. Su biografía es una de desgracias y resistencia —salió de la marginación y el descuido de su familia para ser la actriz mejor pagada de Hollywood—, y debido a ello puede otorgarle a The Substance todo lo que Fargeat no concibe siquiera: coherencia. Es en Moore, en su actitud indestructible, su rabia descontrolada y su triste aceptación de la derrota, donde se cumplen las buenas intenciones de la película y se asoma la historia misma de la belleza y la fama.
Sarah Margaret Qualley y Demi Moore son las protagonistas de la nueva cinta de Coralie Fargeat.
No es del todo claro si la película de Coralie Fargeat, abundante en imágenes que sexualizan a las mujeres, logra enfrentar las convenciones del cine masculino; sin embargo, vale la pena ver a Demi Moore, cuya intensidad es más clara al respecto.
En su ensayo fundacional de 1973, “Women's Cinema As Counter-Cinema”, la crítica feminista Claire Johnston denunció la mitología masculina que somete todavía a las mujeres en pantalla. Gracias a que los hombres las conciben como estereotipos, los imaginarios de directores, guionistas, productores, incluso directores de fotografía y editores, se trasladan a la pantalla en forma de ingenuas que seducen a los hombres con risitas (y ricitos), o bestias sexuales que exprimen a sus víctimas como súcubos. Las imágenes, además, no se quedan ahí, en la abstracción, ya que refuerzan los prejuicios de los espectadores. En los últimos años, las industrias más poderosas del mundo han intentado —muy a medias— cambiar estas representaciones, pero a menudo la solución no son mujeres complejas como las de a pie, sino fantasías utópicas que, al reducir la feminidad a lo estrictamente heroico, son también opresivas y fomentan ideas como que las mujeres gobernantes arreglarían el mundo. Margaret Thatcher diría que así es, en efecto; también las actuales candidatas presidenciales en Estados Unidos, quienes se niegan a condenar a criminales de guerra como Benjamin Netanyahu (Kamala Harris) y Vladímir Putin (Jill Stein).
Johnston tenía esto último tan claro que en su texto termina atacando al icono feminista Agnès Varda por su largometraje Le bonheur (1965), una alegre representación de una fantasía masculina sobre un hombre que lo tiene todo con una mujer, se busca otra, y la original queda felizmente reemplazada tras su aparente suicidio. “No hay duda”, dice Johnston, “de que el trabajo de Varda es reaccionario: en su rechazo a la cultura y al ubicar a la mujer fuera de la Historia, sus películas marcan un paso retrógrado en el cine de las mujeres”. No es la única que opina así de Le bonheur —una película importante, a pesar de todo—, y con razón. Aunque Varda hizo películas abiertamente feministas como L'une chante, l'autre pas (1977), también volvió a las andadas con una romántica expresión de la pederastia: Kung-fu Master! (1988), donde Jane Birkin se enamora de un niño.
El punto de todo lo anterior es sugerir que, según la propia teoría feminista del cine, no es imposible que una directora esté poseída por la mitología masculina; también se le ha acusado de ello a Liliana Cavani y Catherine Breillat, entre otras. Cada persona viva hoy creció en un sistema patriarcal, y es inevitable que aquella enfermedad crónica permanezca todavía en nuestras arterias y el corazón. Pero hay de casos a casos.
Desde su primer largometraje, Revenge (2017), la cineasta francesa Coralie Fargeat se ha envuelto con una retórica de positividad feminista que blinda las películas de las críticas, salvo en contados pero valientes casos. En su debut, una muchacha pasa de complaciente figura femenina que se ríe con nerviosismo cuando la acosan, a convertirse en Mad Max por medio de una violación. Habrá quien celebre ese arco —y lo ha habido—, pero ¿no es inquietante que un evento traumático de agresión masculina sea el que convierta a la protagonista en una figura no solo fuerte, sino punitiva? Eso por un lado, porque, por el otro, la cámara de Fargeat recorre a la actriz Matilda Lutz como Michael Bay a Megan Fox: le da vueltas hasta marearnos; la mira de arriba abajo para recordarnos incesantemente que reúne no solo características heroicas, sino un intenso atractivo sexual. Leni Riefenstahl, la fundadora del cine fascista, también observaba así los cuerpos en su documental Olympia (1938).
The Substance (2024), la más reciente película de Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento. Las estrellas, Demi Moore y Margaret Qualley, insisten durante las entrevistas en el poderoso mensaje feminista de The Substance; sin embargo, las imágenes contradicen la intención de forma evidente. Viéndola, me pregunté si no era, en el fondo, una parodia del cine utópico feminista, pero quizá sea algo más siniestro: no una burla, sino una expresión franca de un mundo que se conforma con algunos detalles de representación —dirige, escribe, produce y edita una mujer; estelarizan otras dos—, sin atender mucho a las incoherencias de su discurso cinematográfico.
Moore interpreta en The Substance a Elisabeth Sparkle, conductora de un exitoso programa de ejercicio a la Jane Fonda, que repentinamente es despedida por Harvey (Dennis Quaid), un nefasto ejecutivo de televisión. Elisabeth ya no es la jovencita que se ganó la mirada del público y es necesario reemplazarla con alguien de menor edad. Después de un accidente causado por ver cómo unos trabajadores retiran su imagen de un anuncio espectacular, Elisabeth acaba en el hospital, donde un enfermero joven y atractivo le da información sobre un producto llamado “La Sustancia”, que podría resolver sus problemas. Elisabeth hace un pedido y recoge un paquete con instrucciones: al inyectarse el misterioso fluido, su cuerpo expulsará un doble más joven, que deberá almacenar a la versión original en un lugar seguro y alimentarla durante siete días; terminada la semana, deberá realizar el mismo proceso pero a la inversa. De seguir las instrucciones, todo saldrá bien; de lo contrario, su cuerpo original irá pagando las consecuencias, como una especie de Dorian Grey.
Te recomendamos leer la reseña de Alonso Díaz de la Vega: "Afire, o el cine como posibilidad de salvación".
Sue (Qualley), el doble, tiene un cuerpo absolutamente adaptado a la exigencia patriarcal: cabello largo, negro y rizado, enormes ojos azules, piernas largas y fuertes, y un largo etcétera para que nadie me acuse de fijado, pero es el estilo de Fargeat el que nos fuerza a mirar con deseo a Moore y a Qualley. Una vez tras otra, y otra, y otra más, hasta que ya no le queda más que repetir planos, Fargeat observa pechos, nalgas, corvas, sonrisas, de una manera que evoca al videoclip producido por el misógino glam metal y el reggaetón más lujurioso. Aunque me opongo a la prohibición del deseo en las imágenes, me pregunto: ¿cómo es que satisfacer la mirada del espectador heterosexual durante toda una película de más de dos horas configura una estrategia subversiva?
Volviendo a la teoría feminista del cine, existe un concepto de Laura Mulvey —la mirada masculina— que ha sido malinterpretado, ya que no significa la mera sexualización de la figura femenina en pantalla, sino el montaje que pasa de la imagen de la mujer atractiva a la de un hombre mirándola, con la cual se identificará el público, invalidando así a la espectadora heterosexual. Las críticas lesbianas cuestionaron a Mulvey, ya que ellas también desean el cuerpo femenino y no se sienten excluidas por la identificación con el hombre que mira. El deseo no es un problema en sí mismo, sino por su hegemonía: lo que urge son más mujeres recorriendo los cuerpos masculinos, como lo hacen los cineastas gay, de Julián Hernández a Alain Guiraudie. Mulvey, más subversiva y filosófica, optó por hacer películas como Riddles of the Sphinx (1977), que destruían el deseo al eliminar la trama y experimentar con las posibilidades de la imagen: al patriarcado cinematográfico se le aterrorizaba con vanguardia.
Fargeat, por su parte, responde a las herramientas del cine masculino empleándolas hasta la saturación (de ahí mi duda sobre si en realidad The Substance era un ataque contra las utopías feministas). El guion tampoco hace mucho por denunciar al sistema patriarcal porque tiende a culpar a Elisabeth de su gradual y anunciado castigo. Si bien Fargeat ilustra a Harvey al comienzo como una figura grotesca, mediante planos que enfatizan su repugnante modo de comportarse en la mesa, ese mismo asco se transfiere pronto a Elisabeth, que va adquiriendo una forma monstruosa con cada infracción a las instrucciones de uso de La Sustancia. Siquiera en Revenge eran los cuerpos masculinos los que sufrían más mutilaciones —aunque al femenino también le iba bastante mal—, pero en The Substance Fargeat se regodea mirando la inmensa cicatriz de Elisabeth tras expulsar a Sue por su espalda, o los dedos avejentados y la cojera que le impide levantarse de un sillón. Ni Mario Bava, una de las grandes figuras del misógino giallo italiano, castigó tanto a sus destripados personajes femeninos, ni con tanto gusto.
La repulsión que produce Elisabeth llega a un punto excesivo que evoca las imágenes de Troma Entertainment, un estudio independiente estadounidense que en sus inicios se comportaba en paralelo al estilo punk de Richard Kern, cuya intención era ofender al conservadurismo mediante imágenes explícitas y exageradas, humorísticas, de violencia. En películas como The Toxic Avenger (1984) o Tromeo and Juliet (1996), el director Lloyd Kaufman —fundador y actual presidente de Troma— se deleitaba con los protagonistas deformes y muertes aparatosas, incluso de niños, bajo un sentido del humor francamente malévolo. Hay quien acusa a Troma de sexista por la forma en que trata la sexualidad y a las mujeres, y sin embargo Fargeat recurre a convenciones similares sin ironía de por medio; más bien las repite.
Vale la pena, por todo esto, concentrarse en Demi Moore. Si bien Fargeat se obsesiona con su figura —muchas veces sin ropa— y su rostro, Moore no es solo un objeto para la cámara. La intensidad que ha brotado hasta en sus papeles más aparentemente triviales domina los cuadros en The Substance, no como si estuviera en otra película —ella interpreta el castigo de Elisabeth como propio—, pero sí como si su actuación fuera un performance autónomo, apenas motivado por la trama. Fargeat nos zarandea con monstruosidad para obligarnos a disfrutar la película, pero Moore, incluso al convertirse en una deformidad al estilo de Troma, sobresale entre el sufrimiento y el maquillaje para decirnos: aquí sigo. Su biografía es una de desgracias y resistencia —salió de la marginación y el descuido de su familia para ser la actriz mejor pagada de Hollywood—, y debido a ello puede otorgarle a The Substance todo lo que Fargeat no concibe siquiera: coherencia. Es en Moore, en su actitud indestructible, su rabia descontrolada y su triste aceptación de la derrota, donde se cumplen las buenas intenciones de la película y se asoma la historia misma de la belleza y la fama.
No es del todo claro si la película de Coralie Fargeat, abundante en imágenes que sexualizan a las mujeres, logra enfrentar las convenciones del cine masculino; sin embargo, vale la pena ver a Demi Moore, cuya intensidad es más clara al respecto.
En su ensayo fundacional de 1973, “Women's Cinema As Counter-Cinema”, la crítica feminista Claire Johnston denunció la mitología masculina que somete todavía a las mujeres en pantalla. Gracias a que los hombres las conciben como estereotipos, los imaginarios de directores, guionistas, productores, incluso directores de fotografía y editores, se trasladan a la pantalla en forma de ingenuas que seducen a los hombres con risitas (y ricitos), o bestias sexuales que exprimen a sus víctimas como súcubos. Las imágenes, además, no se quedan ahí, en la abstracción, ya que refuerzan los prejuicios de los espectadores. En los últimos años, las industrias más poderosas del mundo han intentado —muy a medias— cambiar estas representaciones, pero a menudo la solución no son mujeres complejas como las de a pie, sino fantasías utópicas que, al reducir la feminidad a lo estrictamente heroico, son también opresivas y fomentan ideas como que las mujeres gobernantes arreglarían el mundo. Margaret Thatcher diría que así es, en efecto; también las actuales candidatas presidenciales en Estados Unidos, quienes se niegan a condenar a criminales de guerra como Benjamin Netanyahu (Kamala Harris) y Vladímir Putin (Jill Stein).
Johnston tenía esto último tan claro que en su texto termina atacando al icono feminista Agnès Varda por su largometraje Le bonheur (1965), una alegre representación de una fantasía masculina sobre un hombre que lo tiene todo con una mujer, se busca otra, y la original queda felizmente reemplazada tras su aparente suicidio. “No hay duda”, dice Johnston, “de que el trabajo de Varda es reaccionario: en su rechazo a la cultura y al ubicar a la mujer fuera de la Historia, sus películas marcan un paso retrógrado en el cine de las mujeres”. No es la única que opina así de Le bonheur —una película importante, a pesar de todo—, y con razón. Aunque Varda hizo películas abiertamente feministas como L'une chante, l'autre pas (1977), también volvió a las andadas con una romántica expresión de la pederastia: Kung-fu Master! (1988), donde Jane Birkin se enamora de un niño.
El punto de todo lo anterior es sugerir que, según la propia teoría feminista del cine, no es imposible que una directora esté poseída por la mitología masculina; también se le ha acusado de ello a Liliana Cavani y Catherine Breillat, entre otras. Cada persona viva hoy creció en un sistema patriarcal, y es inevitable que aquella enfermedad crónica permanezca todavía en nuestras arterias y el corazón. Pero hay de casos a casos.
Desde su primer largometraje, Revenge (2017), la cineasta francesa Coralie Fargeat se ha envuelto con una retórica de positividad feminista que blinda las películas de las críticas, salvo en contados pero valientes casos. En su debut, una muchacha pasa de complaciente figura femenina que se ríe con nerviosismo cuando la acosan, a convertirse en Mad Max por medio de una violación. Habrá quien celebre ese arco —y lo ha habido—, pero ¿no es inquietante que un evento traumático de agresión masculina sea el que convierta a la protagonista en una figura no solo fuerte, sino punitiva? Eso por un lado, porque, por el otro, la cámara de Fargeat recorre a la actriz Matilda Lutz como Michael Bay a Megan Fox: le da vueltas hasta marearnos; la mira de arriba abajo para recordarnos incesantemente que reúne no solo características heroicas, sino un intenso atractivo sexual. Leni Riefenstahl, la fundadora del cine fascista, también observaba así los cuerpos en su documental Olympia (1938).
The Substance (2024), la más reciente película de Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento. Las estrellas, Demi Moore y Margaret Qualley, insisten durante las entrevistas en el poderoso mensaje feminista de The Substance; sin embargo, las imágenes contradicen la intención de forma evidente. Viéndola, me pregunté si no era, en el fondo, una parodia del cine utópico feminista, pero quizá sea algo más siniestro: no una burla, sino una expresión franca de un mundo que se conforma con algunos detalles de representación —dirige, escribe, produce y edita una mujer; estelarizan otras dos—, sin atender mucho a las incoherencias de su discurso cinematográfico.
Moore interpreta en The Substance a Elisabeth Sparkle, conductora de un exitoso programa de ejercicio a la Jane Fonda, que repentinamente es despedida por Harvey (Dennis Quaid), un nefasto ejecutivo de televisión. Elisabeth ya no es la jovencita que se ganó la mirada del público y es necesario reemplazarla con alguien de menor edad. Después de un accidente causado por ver cómo unos trabajadores retiran su imagen de un anuncio espectacular, Elisabeth acaba en el hospital, donde un enfermero joven y atractivo le da información sobre un producto llamado “La Sustancia”, que podría resolver sus problemas. Elisabeth hace un pedido y recoge un paquete con instrucciones: al inyectarse el misterioso fluido, su cuerpo expulsará un doble más joven, que deberá almacenar a la versión original en un lugar seguro y alimentarla durante siete días; terminada la semana, deberá realizar el mismo proceso pero a la inversa. De seguir las instrucciones, todo saldrá bien; de lo contrario, su cuerpo original irá pagando las consecuencias, como una especie de Dorian Grey.
Te recomendamos leer la reseña de Alonso Díaz de la Vega: "Afire, o el cine como posibilidad de salvación".
Sue (Qualley), el doble, tiene un cuerpo absolutamente adaptado a la exigencia patriarcal: cabello largo, negro y rizado, enormes ojos azules, piernas largas y fuertes, y un largo etcétera para que nadie me acuse de fijado, pero es el estilo de Fargeat el que nos fuerza a mirar con deseo a Moore y a Qualley. Una vez tras otra, y otra, y otra más, hasta que ya no le queda más que repetir planos, Fargeat observa pechos, nalgas, corvas, sonrisas, de una manera que evoca al videoclip producido por el misógino glam metal y el reggaetón más lujurioso. Aunque me opongo a la prohibición del deseo en las imágenes, me pregunto: ¿cómo es que satisfacer la mirada del espectador heterosexual durante toda una película de más de dos horas configura una estrategia subversiva?
Volviendo a la teoría feminista del cine, existe un concepto de Laura Mulvey —la mirada masculina— que ha sido malinterpretado, ya que no significa la mera sexualización de la figura femenina en pantalla, sino el montaje que pasa de la imagen de la mujer atractiva a la de un hombre mirándola, con la cual se identificará el público, invalidando así a la espectadora heterosexual. Las críticas lesbianas cuestionaron a Mulvey, ya que ellas también desean el cuerpo femenino y no se sienten excluidas por la identificación con el hombre que mira. El deseo no es un problema en sí mismo, sino por su hegemonía: lo que urge son más mujeres recorriendo los cuerpos masculinos, como lo hacen los cineastas gay, de Julián Hernández a Alain Guiraudie. Mulvey, más subversiva y filosófica, optó por hacer películas como Riddles of the Sphinx (1977), que destruían el deseo al eliminar la trama y experimentar con las posibilidades de la imagen: al patriarcado cinematográfico se le aterrorizaba con vanguardia.
Fargeat, por su parte, responde a las herramientas del cine masculino empleándolas hasta la saturación (de ahí mi duda sobre si en realidad The Substance era un ataque contra las utopías feministas). El guion tampoco hace mucho por denunciar al sistema patriarcal porque tiende a culpar a Elisabeth de su gradual y anunciado castigo. Si bien Fargeat ilustra a Harvey al comienzo como una figura grotesca, mediante planos que enfatizan su repugnante modo de comportarse en la mesa, ese mismo asco se transfiere pronto a Elisabeth, que va adquiriendo una forma monstruosa con cada infracción a las instrucciones de uso de La Sustancia. Siquiera en Revenge eran los cuerpos masculinos los que sufrían más mutilaciones —aunque al femenino también le iba bastante mal—, pero en The Substance Fargeat se regodea mirando la inmensa cicatriz de Elisabeth tras expulsar a Sue por su espalda, o los dedos avejentados y la cojera que le impide levantarse de un sillón. Ni Mario Bava, una de las grandes figuras del misógino giallo italiano, castigó tanto a sus destripados personajes femeninos, ni con tanto gusto.
La repulsión que produce Elisabeth llega a un punto excesivo que evoca las imágenes de Troma Entertainment, un estudio independiente estadounidense que en sus inicios se comportaba en paralelo al estilo punk de Richard Kern, cuya intención era ofender al conservadurismo mediante imágenes explícitas y exageradas, humorísticas, de violencia. En películas como The Toxic Avenger (1984) o Tromeo and Juliet (1996), el director Lloyd Kaufman —fundador y actual presidente de Troma— se deleitaba con los protagonistas deformes y muertes aparatosas, incluso de niños, bajo un sentido del humor francamente malévolo. Hay quien acusa a Troma de sexista por la forma en que trata la sexualidad y a las mujeres, y sin embargo Fargeat recurre a convenciones similares sin ironía de por medio; más bien las repite.
Vale la pena, por todo esto, concentrarse en Demi Moore. Si bien Fargeat se obsesiona con su figura —muchas veces sin ropa— y su rostro, Moore no es solo un objeto para la cámara. La intensidad que ha brotado hasta en sus papeles más aparentemente triviales domina los cuadros en The Substance, no como si estuviera en otra película —ella interpreta el castigo de Elisabeth como propio—, pero sí como si su actuación fuera un performance autónomo, apenas motivado por la trama. Fargeat nos zarandea con monstruosidad para obligarnos a disfrutar la película, pero Moore, incluso al convertirse en una deformidad al estilo de Troma, sobresale entre el sufrimiento y el maquillaje para decirnos: aquí sigo. Su biografía es una de desgracias y resistencia —salió de la marginación y el descuido de su familia para ser la actriz mejor pagada de Hollywood—, y debido a ello puede otorgarle a The Substance todo lo que Fargeat no concibe siquiera: coherencia. Es en Moore, en su actitud indestructible, su rabia descontrolada y su triste aceptación de la derrota, donde se cumplen las buenas intenciones de la película y se asoma la historia misma de la belleza y la fama.
Sarah Margaret Qualley y Demi Moore son las protagonistas de la nueva cinta de Coralie Fargeat.
No es del todo claro si la película de Coralie Fargeat, abundante en imágenes que sexualizan a las mujeres, logra enfrentar las convenciones del cine masculino; sin embargo, vale la pena ver a Demi Moore, cuya intensidad es más clara al respecto.
En su ensayo fundacional de 1973, “Women's Cinema As Counter-Cinema”, la crítica feminista Claire Johnston denunció la mitología masculina que somete todavía a las mujeres en pantalla. Gracias a que los hombres las conciben como estereotipos, los imaginarios de directores, guionistas, productores, incluso directores de fotografía y editores, se trasladan a la pantalla en forma de ingenuas que seducen a los hombres con risitas (y ricitos), o bestias sexuales que exprimen a sus víctimas como súcubos. Las imágenes, además, no se quedan ahí, en la abstracción, ya que refuerzan los prejuicios de los espectadores. En los últimos años, las industrias más poderosas del mundo han intentado —muy a medias— cambiar estas representaciones, pero a menudo la solución no son mujeres complejas como las de a pie, sino fantasías utópicas que, al reducir la feminidad a lo estrictamente heroico, son también opresivas y fomentan ideas como que las mujeres gobernantes arreglarían el mundo. Margaret Thatcher diría que así es, en efecto; también las actuales candidatas presidenciales en Estados Unidos, quienes se niegan a condenar a criminales de guerra como Benjamin Netanyahu (Kamala Harris) y Vladímir Putin (Jill Stein).
Johnston tenía esto último tan claro que en su texto termina atacando al icono feminista Agnès Varda por su largometraje Le bonheur (1965), una alegre representación de una fantasía masculina sobre un hombre que lo tiene todo con una mujer, se busca otra, y la original queda felizmente reemplazada tras su aparente suicidio. “No hay duda”, dice Johnston, “de que el trabajo de Varda es reaccionario: en su rechazo a la cultura y al ubicar a la mujer fuera de la Historia, sus películas marcan un paso retrógrado en el cine de las mujeres”. No es la única que opina así de Le bonheur —una película importante, a pesar de todo—, y con razón. Aunque Varda hizo películas abiertamente feministas como L'une chante, l'autre pas (1977), también volvió a las andadas con una romántica expresión de la pederastia: Kung-fu Master! (1988), donde Jane Birkin se enamora de un niño.
El punto de todo lo anterior es sugerir que, según la propia teoría feminista del cine, no es imposible que una directora esté poseída por la mitología masculina; también se le ha acusado de ello a Liliana Cavani y Catherine Breillat, entre otras. Cada persona viva hoy creció en un sistema patriarcal, y es inevitable que aquella enfermedad crónica permanezca todavía en nuestras arterias y el corazón. Pero hay de casos a casos.
Desde su primer largometraje, Revenge (2017), la cineasta francesa Coralie Fargeat se ha envuelto con una retórica de positividad feminista que blinda las películas de las críticas, salvo en contados pero valientes casos. En su debut, una muchacha pasa de complaciente figura femenina que se ríe con nerviosismo cuando la acosan, a convertirse en Mad Max por medio de una violación. Habrá quien celebre ese arco —y lo ha habido—, pero ¿no es inquietante que un evento traumático de agresión masculina sea el que convierta a la protagonista en una figura no solo fuerte, sino punitiva? Eso por un lado, porque, por el otro, la cámara de Fargeat recorre a la actriz Matilda Lutz como Michael Bay a Megan Fox: le da vueltas hasta marearnos; la mira de arriba abajo para recordarnos incesantemente que reúne no solo características heroicas, sino un intenso atractivo sexual. Leni Riefenstahl, la fundadora del cine fascista, también observaba así los cuerpos en su documental Olympia (1938).
The Substance (2024), la más reciente película de Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento. Las estrellas, Demi Moore y Margaret Qualley, insisten durante las entrevistas en el poderoso mensaje feminista de The Substance; sin embargo, las imágenes contradicen la intención de forma evidente. Viéndola, me pregunté si no era, en el fondo, una parodia del cine utópico feminista, pero quizá sea algo más siniestro: no una burla, sino una expresión franca de un mundo que se conforma con algunos detalles de representación —dirige, escribe, produce y edita una mujer; estelarizan otras dos—, sin atender mucho a las incoherencias de su discurso cinematográfico.
Moore interpreta en The Substance a Elisabeth Sparkle, conductora de un exitoso programa de ejercicio a la Jane Fonda, que repentinamente es despedida por Harvey (Dennis Quaid), un nefasto ejecutivo de televisión. Elisabeth ya no es la jovencita que se ganó la mirada del público y es necesario reemplazarla con alguien de menor edad. Después de un accidente causado por ver cómo unos trabajadores retiran su imagen de un anuncio espectacular, Elisabeth acaba en el hospital, donde un enfermero joven y atractivo le da información sobre un producto llamado “La Sustancia”, que podría resolver sus problemas. Elisabeth hace un pedido y recoge un paquete con instrucciones: al inyectarse el misterioso fluido, su cuerpo expulsará un doble más joven, que deberá almacenar a la versión original en un lugar seguro y alimentarla durante siete días; terminada la semana, deberá realizar el mismo proceso pero a la inversa. De seguir las instrucciones, todo saldrá bien; de lo contrario, su cuerpo original irá pagando las consecuencias, como una especie de Dorian Grey.
Te recomendamos leer la reseña de Alonso Díaz de la Vega: "Afire, o el cine como posibilidad de salvación".
Sue (Qualley), el doble, tiene un cuerpo absolutamente adaptado a la exigencia patriarcal: cabello largo, negro y rizado, enormes ojos azules, piernas largas y fuertes, y un largo etcétera para que nadie me acuse de fijado, pero es el estilo de Fargeat el que nos fuerza a mirar con deseo a Moore y a Qualley. Una vez tras otra, y otra, y otra más, hasta que ya no le queda más que repetir planos, Fargeat observa pechos, nalgas, corvas, sonrisas, de una manera que evoca al videoclip producido por el misógino glam metal y el reggaetón más lujurioso. Aunque me opongo a la prohibición del deseo en las imágenes, me pregunto: ¿cómo es que satisfacer la mirada del espectador heterosexual durante toda una película de más de dos horas configura una estrategia subversiva?
Volviendo a la teoría feminista del cine, existe un concepto de Laura Mulvey —la mirada masculina— que ha sido malinterpretado, ya que no significa la mera sexualización de la figura femenina en pantalla, sino el montaje que pasa de la imagen de la mujer atractiva a la de un hombre mirándola, con la cual se identificará el público, invalidando así a la espectadora heterosexual. Las críticas lesbianas cuestionaron a Mulvey, ya que ellas también desean el cuerpo femenino y no se sienten excluidas por la identificación con el hombre que mira. El deseo no es un problema en sí mismo, sino por su hegemonía: lo que urge son más mujeres recorriendo los cuerpos masculinos, como lo hacen los cineastas gay, de Julián Hernández a Alain Guiraudie. Mulvey, más subversiva y filosófica, optó por hacer películas como Riddles of the Sphinx (1977), que destruían el deseo al eliminar la trama y experimentar con las posibilidades de la imagen: al patriarcado cinematográfico se le aterrorizaba con vanguardia.
Fargeat, por su parte, responde a las herramientas del cine masculino empleándolas hasta la saturación (de ahí mi duda sobre si en realidad The Substance era un ataque contra las utopías feministas). El guion tampoco hace mucho por denunciar al sistema patriarcal porque tiende a culpar a Elisabeth de su gradual y anunciado castigo. Si bien Fargeat ilustra a Harvey al comienzo como una figura grotesca, mediante planos que enfatizan su repugnante modo de comportarse en la mesa, ese mismo asco se transfiere pronto a Elisabeth, que va adquiriendo una forma monstruosa con cada infracción a las instrucciones de uso de La Sustancia. Siquiera en Revenge eran los cuerpos masculinos los que sufrían más mutilaciones —aunque al femenino también le iba bastante mal—, pero en The Substance Fargeat se regodea mirando la inmensa cicatriz de Elisabeth tras expulsar a Sue por su espalda, o los dedos avejentados y la cojera que le impide levantarse de un sillón. Ni Mario Bava, una de las grandes figuras del misógino giallo italiano, castigó tanto a sus destripados personajes femeninos, ni con tanto gusto.
La repulsión que produce Elisabeth llega a un punto excesivo que evoca las imágenes de Troma Entertainment, un estudio independiente estadounidense que en sus inicios se comportaba en paralelo al estilo punk de Richard Kern, cuya intención era ofender al conservadurismo mediante imágenes explícitas y exageradas, humorísticas, de violencia. En películas como The Toxic Avenger (1984) o Tromeo and Juliet (1996), el director Lloyd Kaufman —fundador y actual presidente de Troma— se deleitaba con los protagonistas deformes y muertes aparatosas, incluso de niños, bajo un sentido del humor francamente malévolo. Hay quien acusa a Troma de sexista por la forma en que trata la sexualidad y a las mujeres, y sin embargo Fargeat recurre a convenciones similares sin ironía de por medio; más bien las repite.
Vale la pena, por todo esto, concentrarse en Demi Moore. Si bien Fargeat se obsesiona con su figura —muchas veces sin ropa— y su rostro, Moore no es solo un objeto para la cámara. La intensidad que ha brotado hasta en sus papeles más aparentemente triviales domina los cuadros en The Substance, no como si estuviera en otra película —ella interpreta el castigo de Elisabeth como propio—, pero sí como si su actuación fuera un performance autónomo, apenas motivado por la trama. Fargeat nos zarandea con monstruosidad para obligarnos a disfrutar la película, pero Moore, incluso al convertirse en una deformidad al estilo de Troma, sobresale entre el sufrimiento y el maquillaje para decirnos: aquí sigo. Su biografía es una de desgracias y resistencia —salió de la marginación y el descuido de su familia para ser la actriz mejor pagada de Hollywood—, y debido a ello puede otorgarle a The Substance todo lo que Fargeat no concibe siquiera: coherencia. Es en Moore, en su actitud indestructible, su rabia descontrolada y su triste aceptación de la derrota, donde se cumplen las buenas intenciones de la película y se asoma la historia misma de la belleza y la fama.
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