‘Indiana Jones’: la misma película que ya vimos cuatro veces antes
Ya se encuentra en salas de cine la nueva aventura del arqueólogo más famoso del cine de Hollywood, pero, igual que siempre, demuestra la originalidad perdida del cine clásico y acentúa los pecados de la industria moderna de las franquicias.
En ocasiones parece que cada era del cine posterior a la clásica —que normalmente va de los años treinta a los sesenta— existe solo para añorar las décadas previas, cuando las películas, según el lugar común, eran mejores. En los ochenta, Steven Spielberg y George Lucas estaban pensando en el cine clásico de aventuras cuando crearon a Indiana Jones. Ahora, en nuestros locos veinte, los estudios les exigen a sus directores —James Mangold, en este caso— revivir aquella franquicia para los espectadores que crecieron con ella y para las familias que empiezan a formar. Si esto suena a que Disney busca un nostálgico encuentro que alimente los vínculos familiares y termine con un niño llorando, agradecido porque compartió al héroe de sus padres, a uno le falta cinismo o colmillo. Lo que desea la compañía más poderosa del cine estadounidense, como un hoyo negro, es succionar las carteras y de paso los imaginarios de la audiencia, a la que está educando con cada película nueva para convencerla de que solo sus imágenes son cine: todo lo distinto, es decir, lo que no zarandee al público, lo que no exprima franquicias y catálogos de otras compañías hasta que ya a nadie le gusten, es una abominación.
Un vistazo a los guías de consumo que abundan en revistas y periódicos estadounidenses revela esa misma añoranza fetichista: Indiana Jones and the dial of destiny (2023), dicen, carece de alma o de magia —como sea que se midan—, pero, ¿no era ese ya el caso de las originales? Si nos vamos a una de las inspiraciones más evidentes de la franquicia, Der Tiger von Eschnapur, y su secuela inmediata, Das indische Grabmal, de Fritz Lang, estrenadas en 1959, se evidencia la infantilización del público en la que incurrieron Spielberg, el director, y Lucas, el de la idea original. En las películas de Lang —sin sugerir que se parezcan a Michelangelo Antonioni— hay espacio para la contemplación, la poesía y hasta el erotismo. Los planos observan los templos, los palacios, con admiración, y si bien caen en el exotismo y el tropiezo racista de un elenco europeo bronceado con pintura, contrastan mucho con Spielberg, más bien repugnado con las culturas de Oriente que describe como salvajes devoradores de serpientes vivas en Indiana Jones and the temple of doom (1984). La violencia, las intrigas políticas y los atrevidos bailes de Debra Paget en la serie de Lang mantienen a los niños fuera de la sala, mientras que la sexualidad fuera de cámara y el rescate a manos de tropas coloniales en Spielberg les enseñaron hasta a los adultos que la desnudez está prohibida y que les debemos a los angloparlantes nuestra libertad y obediencia.
Por supuesto que hay también una añoranza en el culto al cine clásico, pero es más fácil argumentar en favor de su complejidad y respeto a la audiencia que en el de las décadas posteriores. Indiana Jones and the dial of destiny puede ser tan placentera como sus predecesoras —la diversión, que yo mismo he sentido viendo todas, nada tiene que ver con la sofisticación—, sin embargo exhibe todos los síntomas de nuestra época obsesionada ya no con crear variaciones de lo clásico sino con repetir detalle a detalle la experiencia de lo original. La trama, salvo por algunas particularidades, sigue los mismos patrones de siempre: en 1969 un viejo Indiana Jones (Harrison Ford) le rompe la madre a cuanto neonazi se le enfrenta o les provoca unas muertes extravagantemente horrendas mientras busca un artefacto poderosísimo que persiguen los fascistas para cumplirle al Führer su sueño de dominar al mundo por mil años. En este caso, se trata de un aparato construido por Arquímedes —el único matemático griego que recuerdan los gringos— capaz de orientar a su poseedor hacia grietas en el tiempo para viajar al pasado.
A lo largo de Indiana Jones and the dial of destiny pasa todo lo que ya ha pasado en las películas anteriores: corretizas, antiguos templos llenos de trampas que después de dos mil años todavía sirven, el famoso grito Wilhelm, animales feísimos que espantan al propio Indiana Jones y un niño simpático pero esta vez mejor actuado —no nos engañemos, Ke Huy Quan tenía en The temple of doom más carisma que técnica—. Para rematar, al final de la película se repite una escena romántica de Raiders of the lost ark (1981), y en las primeras escenas, como ya es de esperarse en las películas de Disney y otras franquicias resucitadas, Harrison Ford se vuelve a ver de cuarenta años gracias a la animación digital. Esto apenas abre la puerta a otra repetición: la de los clichés del cine de franquicias moderno.
Al igual que en la última película de Daniel Craig como James Bond, No time to die (2021), Indiana Jones es descrito como producto de una cultura ya extinta, en aquel caso por los rabiosos woke que ya no toleramos el festejo de un asesino al servicio de la corona británica, y en este porque ya a nadie le interesan las clases de un viejo arqueólogo ni sus servicios como aventurero —símbolo de que ya nadie recuerda la franquicia—. James Mangold recicla un plano típico de Spielberg cuando mostraba a Indiana Jones en su rol de académico y, si antes sus alumnas lo contemplaban con admiración y deseo, ahora lo ignoran con aburrimiento. Otro cliché moderno es la alusión a otras franquicias para atraer al mayor público que se pueda y se manifiesta en la forma de Phoebe Waller-Bridge, que aparece aquí como una ahijada de Indiana Jones pero poseída cada tanto por su personaje de Fleabag (2016-2019): cuando se le aparece un hombre atractivo ella comenta en voz alta su deseo.
A pesar de todo, y como prueba del oficio que ha ido haciendo de James Mangold un director de género no magistral pero diligente, hay una distancia importante de Spielberg, sobre todo del que dirigió Indiana Jones and the kingdom of the crystal skull (2008). El extraño brillo que la hacía parecer una película animada, hermana de The adventures of Tintin (2011), ha desaparecido, en favor de un estilo que rescata los efectos especiales sin el maquillaje digital. James Mangold no prescinde del todo de la pantalla verde pero al menos una escena en Marruecos en la que los neonazis persiguen a Indiana Jones en coche se acerca más —aunque no lo suficiente— al estilo más natural de William Friedkin o John Frankenheimer que a las extravagancias digitales de Spielberg.
Temáticamente, Indiana Jones and the dial of destiny intenta también ser más contemporánea al ubicar parte de la acción en Nueva York, la costa griega y Siracusa, en Sicilia —al fin la antigüedad de Occidente es tan trastocada como lo fue antes la de Oriente— y el gobierno estadounidense es acusado de proteger a un nazi en el exilio. Además hay una sensibilidad distinta al mostrar con angustia decesos que antes hubieran dejado a Indiana Jones indiferente —es imposible olvidar lo fácil que acepta el destino de su compañera en Indiana Jones and the last crusade (1989)—, pero fuera de estas particularidades James Mangold no logra reinterpretar al personaje ni a la franquicia. Las más de las veces, como buen soldado de Hollywood, parece obedecer a los estudios de mercado y a los productores que, en medio de la economía de la nostalgia, desbordan su capital afectivo sobre un público poco a poco más deseoso de ver a los cineastas de industria hacer lo que alguna vez dominaron: imaginar algo nuevo.
Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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