El cine clásico mexicano toma el festival de Locarno
Ya comenzó la retrospectiva «Espectáculo a diario – Las distintas temporadas del cine popular mexicano» en el prestigioso Festival de Cine de Locarno. Un ambicioso programa de más de treinta películas realizadas entre los años de 1940 y 1969, que representan tanto lo clásico como lo más insólito de nuestro cine. Cuatro de sus cintas pueden verse en la plataforma MUBI.
Las creencias de un pueblo son tan representativas de su carácter como su cocina. Los estadounidenses, por ejemplo, sufrieron un grave trauma cuando descubrieron, gracias a Richard Nixon, que la presidencia mentía. Entre otras muchas fuentes, aquella fe institucional provino del cineasta Frank Capra, creyente absoluto en que los males de la nación se resolvían en el congreso o en la bondad nata de algunos individuos que daban todo por su comunidad. En cambio los mexicanos siempre supimos que la política no está para servir más que a quienes la ejercen. Nuestro imaginario viene, en parte, de la trilogía revolucionaria del fundador del llamado Cine de Oro, Fernando de Fuentes, que en El compadre Mendoza (1934) nos mostró el pragmatismo político de un hacendado que se lleva con carrancistas y zapatistas, y en Vámonos con Pancho Villa (1936) nos recordó que los héroes son un delirio en comunidad: sus inevitables traiciones nos mandan de vuelta al escepticismo.
El cine, de algún modo, inventa a sus sociedades. Tías, abuelos, mamá y papá dicen de repente una frase sacada de un icono fílmico. En mi familia a menudo he oído hablar de Cruz Treviño de la Garza y de Lorenzo Rafael, ambos nombres pronunciados con falsos acentos regionales; también he escuchado el clásico “juatsumara” (“what’s the matter”), de la India María, o brotes de cantinfleo. Sin embargo los personajes de Dolores del Río, Fernando Soler, David Silva, Ninón Sevilla, Marga López, Miguel Inclán, son también producto de la sociedad que los vio en la pantalla: salieron de los peladitos y las cabareteras; de los migrantes indígenas en la capital, ridiculizados y empobrecidos; de la burguesía de Lomas de Chapultepec y de las vecindades regadas, como la escasez, en todas las ciudades de todos los estados. Salieron de las costas, de los desiertos, de las selvas, y sobre todo salieron de la Revolución: unos, como los personajes de Juan Bustillo Oro o Alejandro Galindo, para añorar el orden y progreso del Porfiriato; otros, como los de Emilio Fernández y De Fuentes, para combatirlo. Julio Bracho los mostró ya convencidos de que la patria a la que más convenía servir era uno mismo, pero también tuvo fe en la posibilidad de enfrentarlos. El cine clásico nacional fue lo que fue porque éramos lo que fuimos, y al reverso también.
Ya pocos hablan de este cine. Uno se explicaría el distanciamiento cada vez más grande entre los ciudadanos del presente y aquellas imágenes si México ya fuera otro, pero la desigualdad, el centralismo, la corrupción, el machismo, las ilusiones perdidas, ahí siguen. En las últimas décadas se les han sumado las aplazadas discusiones sobre racismo y clasismo, pero sobre todo la violencia y las desapariciones provocadas por el narcotráfico. A pesar de las diferencias, debería ser fácil identificar nuestros problemas y nuestras ocasionales alegrías con las de hace más de medio siglo, pero la tecnología y el desprecio a lo viejo en una sociedad de consumo obsesionada con la siguiente secuela, el siguiente modelo —usualmente estadounidenses—, hacen del disfrute ante cualquier película en blanco y negro una labor arqueológica: hay que ceder con cierto esfuerzo a la falta de color en la imagen, al ritmo de montaje, al estilo de composición y de actuación que ya no se usan. Ni qué decir de los efectos especiales aunque, hechos ahora con animación digital, se ven tan falsos como cualquier enemigo de El Santo. El apego fanático a las convenciones modernas nos distancia de todo pasado y nos deja sin historia: un país que desatiende sus imágenes carece de biografía porque, si bien ningún clásico del cine es un trabajo historiográfico, sí es el documento sensorial de una época, de un instante que alguien fabricó y que se convierte en un presente interminable, repetible.
Frente a la desmemoria aparece Espectáculo a diario – Las distintas temporadas del cine popular mexicano, una retrospectiva de nuestro cine entre 1940 y 1969 que se presenta ahora en el Festival de Cine de Locarno y en la plataforma MUBI, con un extracto de cuatro películas (El espejo de la bruja, Trotacalles, El esqueleto de la señora Morales, La mujer murciélago) y que da a sus espectadores una oportunidad más grande que la de redescubrir el cine del que hemos oído ya tanto, pero a menudo visto muy poco —los clásicos de Fernández, Roberto Gavaldón e Ismael Rodríguez, por ejemplo—: sobre todo es un programa dedicado a mostrar rarezas, como la metaficcional Han matado a Tongolele (1948), en la que la famosa bailarina se interpreta a sí misma en una noche de misoginia desbordada que provoca su muerte supuesta y deja varios sospechosos, incluido un leopardo. Otras incluyen el documental oficialista pero sorprendente de Alejandro Galindo, La mente y el crimen (1961), que evoca la imaginería experimental de Hans Richter, o la encantadora Música de siempre (1958), de Tito Davison, que colecciona escenas musicales en las que Resortes se gana su apodo y Edith Piaf canta “La vie en rose” en español. En más de treinta películas que cubren tres décadas, la memoria cinematográfica de México se muestra esencial, devastadora, alegre y variada.
Entre los aspectos más emocionantes del programa está el erotismo de aquella época, representado explícitamente por La corte de Faraón (1944), de Bracho, una farsa erótica basada a medias en la historia bíblica de José el Soñador que desafía sin pena a la censura impuesta por la Legión Mexicana de la Decencia. Bracho muestra al principio a un faraón egipcio invadido por sueños que se distraen de las clásicas vacas flacas ante la desnudez femenina. El encuere dura solo un momento, pero después se sublima en bailes sexualmente cargados gracias a las bailarinas y sus coreografías. También se percibe en los sensuales movimientos de cámara que aprovechan el espacio para desplazarse e imitar la poesía del cuerpo.
Hablando del espacio, la película también tiene un diseño fuertemente influenciado por el art déco que llama la atención a los escenarios como un elemento expresivo. Muchachas de uniforme (1951), de Alfredo B. Crevenna, otra película sobre la sexualidad —en este caso el lesbianismo en un internado para adolescentes—, también emplea el entorno para comunicarse pero esta vez habla de la represión y el deseo de la homogeneidad. Si el teórico cultural Siegfried Kracauer veía en el expresionismo alemán una premonición del auge nacionalsocialista, Crevenna situó su película en medio de decorados similares a los de Das kabinett des Dr. Caligari (1920) para contemplar este otro medio autoritario provocado por el fanatismo cristiano.
La represión de las mujeres aparece de muchas formas en la retrospectiva Espectáculo a diario, que parece contrastar la derrota en Trotacalles (1951), realizada por una de las pocas directoras mexicanas del periodo, Matilde Landeta, con la liberación de Pina Pellicer en Días de otoño (1961), de Gavaldón. La primera es un melodrama sobre dos hermanas, una rica y otra pobre, que representan las opresiones que sufren las mujeres sin importar su estrato social: a una la controla el marido y a otra el padrote. Por el contrario, Díaz de otoño retrata a una mujer más liberada, moderna, que, aunque delira con la maternidad y el matrimonio ante las exigencias sociales, termina reencontrándose con la realidad sola y desatada. El papel de Pellicer, con sus gestos tan apartados del melodrama clásico, resulta simbólico de esta transformación y nos recuerda su importancia como actriz pero también como icono.
Sería interminable un recuento completo de la retrospectiva porque implicaría abordar el humor (En tiempos de don Porfirio, El gendarme desconocido, El esqueleto de la señora Morales), el horror (Misterios de ultratumba, El espejo de la bruja) y por supuesto las luchas (Santo vs. las mujeres vampiro). Ni hablar de los numerosos melodramas y algunos films noirs, pero detengámonos en la película más valientemente populachera que junta los tres primeros géneros: La mujer murciélago (1968), de René Cardona. Si las imágenes promocionales de Maura Monti disfrazada de una Batichica sin aprobación de los creadores sugieren la diversión de lo mal hecho, las peleas subacuáticas con un monstruo creado por un demencial Roberto Cañedo subrayan la destreza de Cardona para el cine de acción.
Hay pocas cosas en La mujer murciélago que haya rebasado James Bond, pero además, con sus escenas de lucha y su trama detectivesca, la película de Cardona nos recuerda que el cine popular mexicano fue un espacio de bienvenida: un solo boleto nos ofrecía teatro, cabaret, ring y melodrama o humor, de modo que cabían todo tipo de públicos: las ricas, los pobres, las parejas y los cuates sin algo mejor que hacer. Por el momento no hay oportunidad de ver buena parte de la programación de la retrospectiva Espectáculo a diario en cines mexicanos, pero en las plataformas de streaming, en DVD’s que muchos críticos europeos quisieran tener y que aquí esperan en tiendas especializadas a ver quién se los lleva; en festivales de cine como el de Morelia que ha proyectado muchas de estas películas, hay una oportunidad de aceptar esa bienvenida todavía. No la despreciemos.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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