Desaparecer el INALI: AMLO y Frausto arriesgan a las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

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Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

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