¿La 4T ha logrado consolidar su hegemonía?
Más allá de que el presidente asegure que la Cuarta Transformación ha sido un éxito, y considerando que ya se aproximan las elecciones presidenciales, conviene pensar críticamente si este proyecto se ha vuelto, en verdad, hegemónico: ¿qué limitaciones enfrenta?, ¿cómo intenta sortearlas? y, sobre todo, ¿continuará el legado de AMLO tras la sucesión presidencial?, ¿se aproxima un nuevo Maximato en México?
A cuatro años del inicio de la administración de Andrés Manuel López Obrador y a menos de dos de la próxima elección presidencial es oportuno reflexionar acerca de la naturaleza y las particularidades de este gobierno, así como en la posibilidad de que la Cuarta Transformación (4T) devenga en un nuevo régimen político —más allá de su postulación discursiva como un capítulo nuevo de la historia nacional, articulado con la Independencia, la Reforma y la Revolución, episodios que, además, dieron lugar a sendos textos constitucionales—. La pregunta, entonces, es sobre la hegemonía, concierne a cómo se ejerce el poder, a las bases que lo sustentan y a las limitaciones impuestas por el contexto internacional y el interno y, de manera más general, a las condiciones para instaurar dicha hegemonía.
Para empezar, la hegemonía implica consenso y mando. La primera se refiere a la capacidad de congregar a distintos contingentes sociales alrededor de determinadas políticas, valores o ideologías; lo segundo, el mando, supone la capacidad coercitiva para hacer que el todo social siga la conducción hegemónica. Esta suma de consenso y coerción se sintetiza en el obradorismo en el concepto de “pueblo”, entendido este como pueblo concreto (las clases populares, el pueblo llano) y no como cuerpo político (unitario y representable). El pueblo obradorista se desdobla en el de los ciudadanos, en nombre y a favor de los cuales se gobierna, y en las fuerzas militares (el pueblo armado), salvaguardas de la soberanía nacional y garantes de la 4T. Se trata de un mismo sujeto, comprometido en funciones diferentes, pero idéntico entre sus partes.
La contundente victoria obradorista en 2018, la elevada aceptación presidencial y la sólida base social hablan de un consenso amplio entre las clases populares pero, aunado al discurso binario del presidente (el pueblo y el “no pueblo”) y a la mengua del apoyo por parte de algunos sectores (las clases medias urbanas, los jóvenes), muestra también los puntos ciegos de esta hegemonía. Con respecto de las clases populares, López Obrador busca tener una conexión directa e inmediata, sin mediaciones institucionales (el “hombre pueblo” que se funde con el pueblo concreto). La justificación de ello es evitar cualquier distorsión de la voluntad general y, cuando hay recursos pecuniarios en juego, impedir la corrupción. En relación con el “no pueblo” (“la mafia del poder”, las clases medias “aspiracionales”, los “conservadores”), la actitud del Ejecutivo es ambivalente: la satanización discursiva pero, a la vez, mantiene la oportunidad de hacer negocios para el gran capital, siempre y cuando se someta al mando presidencial.
Consecuencia de esta concepción y práctica políticas es la amenaza permanente a la pluralidad y un acicate a la intolerancia. Como el “no pueblo” no puede desaparecer por decreto y tampoco hay una revolución social en el horizonte obradorista, sino la “revolución de las conciencias”, el recurso contra aquel es el asedio desde la tribuna presidencial y mediante las redes operadas por las instancias de comunicación gubernamentales. El desplazamiento del término “mafia del poder” hacia el de “conservadores” en el discurso de López Obrador no es para nada ingenuo. Con él, la condena a las élites se extendió a todo aquel que discrepe de la línea presidencial, por lo que empresarios, adversarios políticos, feministas, periodistas, dirigentes sociales, ecologistas, jueces y científicos entran en el mismo costal que se dilata de acuerdo con el humor del inquilino de Palacio.
La otra cara de la pluralidad que niega el obradorismo es la de los componentes de la nación, asumiendo implícitamente la mestizofilia procedente del siglo XIX y adoptada como política oficial en la posrevolución. A los pueblos originarios la actual administración únicamente los reconoce, en igual forma que los demás gobiernos de la transición, en su diversidad cultural. El Estado homogéneo y unitario surgido de la independencia, que alberga una sola nación, es el que impera en el imaginario presidencial, donde no tiene cabida la autonomía territorial de aquellos pueblos y menos aún el autogobierno.
Lo que se asume como una ruptura con el “periodo neoliberal” no es tal. Los fundamentos materiales del consenso obradorista se asientan en la continuidad de la élite económica conformada con la privatización de las empresas públicas en los noventa del siglo pasado (las telecomunicaciones, la minería, la banca), en una capa de empresarios medios vinculados con el nuevo gobierno y en los numerosos beneficiarios de los programas sociales.
Dentro del orden estatal, sin embargo, los cambios son notorios, aduciéndose la urgencia de recuperar lo público para restituirlo al pueblo, tras romper desde el Estado la colusión corrupta del poder político con el dinero. En aras de ese propósito superior se vindica la concentración del poder público en el Ejecutivo y la centralización de las decisiones gubernamentales, la subordinación de los otros poderes de la República, la desinstitucionalización de la administración pública (agravada por el derrumbe de la calidad en la gestión, producto de la “austeridad republicana” y, presumiblemente, de la “pobreza franciscana” por venir) y el debilitamiento del poder civil dentro del Estado en favor de las fuerzas armadas. Esta erosión del ente estatal (moderno) pretende compensarse con el concurso de las instituciones premodernas (la familia, el ejército, las iglesias), si bien la relación con la Iglesia católica quedó dañada por la indiferencia de López Obrador ante el asesinato de dos sacerdotes jesuitas en la Tarahumara a manos del crimen organizado.
La concentración del poder por el Ejecutivo marcha a contramano del mecanismo de pesos y contrapesos de índole liberal, pero tampoco corre en el sentido de distribuir capilarmente el poder estatal en la sociedad organizada, lo que haría un Estado de signo socialista. Inopinadamente, los vacíos de poder de un Estado disminuido los ha colmado el crimen o capturado el aparato militar. De hecho, el gobierno inhibe la movilización social, a no ser la que se da en torno al líder; en esto se distancia el obradorismo de la familia populista en su vertiente de izquierda (los progresismos, de acuerdo con otra taxonomía política). La sociedad civil independiente, incluso la de naturaleza plebeya, carece de lugar en el espectro obradorista, salvo como apelación retórica en los documentos fundacionales de Morena. En la línea del viejo régimen posrevolucionario, el obradorismo se aviene mejor con los grupos corporativos.
Diversos factores complican la consolidación de la hegemonía de la 4T. Los compromisos contraídos con el T-MEC acotan considerablemente el campo de maniobra del gobierno de López Obrador, deseoso de recuperar el nacionalismo económico y las políticas desarrollistas de la época dorada del régimen de la Revolución mexicana. Al respecto, los arrebatos verbales del presidente y los subterfugios para eludir el marco constitucional desnudan más la impotencia que la fuerza. La interdependencia, con el añadido de que esta ocurre entre países con niveles de desarrollo tan dispares como son los de América del Norte, implica ceder parte de la soberanía nacional a cambio de algunas ventajas (el acceso al mercado), como nos recuerdan recurrentemente el desplazamiento de la Guardia Nacional a las fronteras para frenar el flujo migratorio centroamericano, la detención de algún capo o el decomiso de droga para tranquilizar al vecino del norte.
Otra porción de la soberanía está en poder de las organizaciones criminales. Refutando cotidianamente los buenos deseos de López Obrador, la presencia criminal se extiende geográfica y económicamente en el espacio nacional con una dinámica imparable. El control territorial, la fiscalidad y el monopolio de la violencia legítima los disputa o comparte el crimen con el Estado, dando lugar a una soberanía o gobernanza criminal en regiones enteras del país. El involucramiento cada vez mayor de los grupos criminales en los procesos electorales —coaccionando el voto, bajando o eliminando candidatos, imponiendo a los propios o a los afines— es la inquietante evidencia de la penetración del crimen en la sociedad política, amén de la progresiva captura de la esfera económico-social.
El ensanchamiento de las competencias militares, el crecimiento exponencial de su presupuesto a expensas de otros rubros sustantivos (salud, educación, ciencia, cultura) y el mandato de la seguridad pública son señales ominosas para el orden civil y la institucionalidad democrática, además acentúan el componente potencialmente coercitivo de la hegemonía obradorista. Acaso en una primera instancia la refuerce y frene a los adversarios, pero también abre el camino para que el aparato armado cobre autonomía con el incremento de su poder, pese cada vez más en las decisiones públicas o eventualmente se politice.
Ahora bien, hay factores internos que complican la consolidación de una nueva hegemonía. Son evidentes, de suyo, la laxitud organizativa, la conflictividad, la precariedad formativa de la militancia y el escaso aprecio que Morena muestra por las normas y la convivencia democrática. Cada proceso interno provoca en el partido más rispideces que acuerdos. A diferencia de las izquierdas socialistas precedentes, que compartían valores e ideología, Morena básicamente articula un cúmulo de intereses, pero carece de disciplina y la única directriz que sigue es la voluntad presidencial. Sin un liderazgo fuerte en Palacio Nacional, no sabemos qué otro pegamento sirva para cohesionar estos intereses.
Conexa a esto es la carencia de una intelectualidad robusta que conforme el ideario del partido y elabore un proyecto de gobierno transexenal. Hasta el momento, esta no ha pasado de traducir en el debate público las máximas de López Obrador. Seña de esta precariedad discursiva fue que las políticas desarrollistas inspiradas en el nacionalismo revolucionario no compitieron con proyectos alternativos perfilados desde una perspectiva socialista. El obradorismo tiene un pensamiento débil por donde se le mire.
Los vínculos con el pasado que el obradorismo niega o, en el mejor de los casos, intenta romper son evidentes. El desarrollismo de mediados del siglo XX se renueva en las obras emblemáticas de esta administración: la refinería de Dos Bocas, el aeropuerto Felipe Ángeles, el corredor interoceánico del Istmo de Tehuantepec (proyecto que se remonta al Porfiriato) y el Tren Maya. La élite económica formada o fortalecida con las privatizaciones salinistas sigue en pie y es favorecida por los contratos de las obras de infraestructura (Carlos Slim), de la distribución de los recursos de los programas sociales (Ricardo Salinas Pliego) y de la compra de activos bancarios (probablemente, las familias Hank Rhon y González Barrera o Germán Larrea). Con matices, la narcoguerra calderonista ha tenido su solución de continuidad en el obradorismo, tanto en términos de la expansión de la violencia como en la militarización de la seguridad pública. El presidente michoacano sacó al Ejercito de los cuarteles y no se ve para cuándo el mandatario tabasqueño lo haga abandonar las calles. La cuestionada Ley de Seguridad Interior promulgada por Peña Nieto en 2017 —severamente cuestionada por el entonces aspirante presidencial—, la cual dio cobijo legal al despliegue militar en el país, suena bastante tímida comparada con la incorporación de la Guardia Nacional a la Secretaría de Defensa promovida por López Obrador.
El llamado régimen de la transición democrática trató de superar el modelo autoritario de la posrevolución. Fracasó por la corrupción de sus élites, la desigualdad social inherente a su política económica y la guerra interna e irregular que entabló con el crimen organizado. Los saldos de las sucesivas gestiones, más algunas razones puntuales, colapsaron el sistema político y permitieron el rotundo triunfo obradorista. El endeble andamiaje de este régimen ha crujido con el presidencialismo revigorizado e incontinente del obradorismo. No obstante, la hegemonía de este todavía no se consolida ni tampoco da lugar a un nuevo régimen político, que concretaría la 4T, hasta ahora es un propósito, más que una realidad tangible.
La obsesión presidencial por manejar todos los hilos de la sucesión de 2024 y por derruir los frágiles pilares de la alianza Va por México, además de exponer una pulsión autoritaria, revela la preocupación de que la construcción hegemónica no está concluida y la duda de si será posible que sobreviva sin su liderazgo. Una centralización tan vasta del poder político y del manejo de sus engranes entraña el riesgo de que el mecanismo se trabe al pasar a manos menos diestras. Asimismo, los elementos disruptivos mencionados pueden adquirir un peso mayor cuando el sexenio llegue a su fin. Metido de lleno en la sucesión, la estrategia de López Obrador para ocultar a su candidato o candidata ha sido “destapar” a muchos, tratando de convencer a la opinión pública de que él no será el gran elector porque “ya no hay dedazo”. Aparte de que esto es inverosímil, la sucesión adelantada dio ventaja al obradorismo, ha puesto en un predicamento constante al árbitro electoral y perjudicó la función pública, deficiente de suyo, al tener desde muy temprano a los aspirantes morenistas ocupados en su autopromoción.
A no ser que Morena y sus satélites conformen una mayoría en las Cámaras con el concurso del PRI, la oportunidad de efectuar cambios constitucionales mayores suena improbable en el tramo final del sexenio. Eso permite pensar que el jefe del Ejecutivo aumentará la presión sobre los demás poderes de la República, los organismos autónomos y la oposición para cumplir su agenda política y asegurar la continuidad en el poder. De todos modos, eso no parece suficiente para cimentar la hegemonía obradorista. Por tanto, la tarea la continuará la próxima administración morenista si logra refrendar la victoria de 2018, como todo parece indicar hasta ahora.
Contra lo expresado reiteradamente por el presidente López Obrador, es poco creíble su retiro de la política o que no meta las manos en el nuevo gobierno, más aún si pensamos que él designará a quien le suceda y la eventual victoria será, con mucho, obra presidencial. Aquí cabe la hipótesis de un Maximato, esto es, una figura tutelar en la sombra, con un presidente(ta) débil que gobierne en nombre de la 4T.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
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