El boicot contra las películas de Rusia
Las sanciones económicas contra Putin y sus allegados no son equivalentes al bloqueo de cineastas y películas de Rusia. Este texto expone las penosas contradicciones de los festivales y recupera la importancia que antes tuvieron, cuando apoyaron tanto a los disidentes de la URSS como a los del régimen actual.
El cine se unió a la guerra. Si en Járkov y en Kiev se repele la invasión de Rusia con rifles de asalto y armas antitanques, fuera de Ucrania la comunidad occidental ha decidido participar boicoteando películas. Importan, claro, las acciones que afectan a Vladímir Putin y al círculo de oligarcas que lo respalda, pero ha sido sorprendente ver que algunas instituciones cinematográficas de Europa se metieran también al conflicto con una beligerancia controversial.
El 1 de marzo el festival de Cannes anunció que no recibiría a una delegación de Rusia si la invasión a Ucrania continuaba en las fechas de su evento, a mediados de mayo; al día siguiente Glasgow sacó dos películas rusas de su selección pero aclaró, frente a las críticas, que se trataba de proyectos cercanos al Kremlin. Con más mesura, Venecia decidió que sólo rechazaría proyectos oficialistas y, finalmente, el festival de Locarno —tradicionalmente más cinéfilo— se negó a participar en el boicot.
Aún no queda claro si Cannes recibirá películas de Rusia o si solamente prohibirá la visita de sus realizadores y funcionarios pero, de cualquier modo, ambas alternativas expresan más una fobia desbordada hacia el enemigo principal de la OTAN que un desafío al imperialismo de Putin. Aunque su comunicado expresa apoyo a la oposición rusa —en la que están involucradas figuras de la industria cinematográfica local—, los directivos de Cannes parecen haber ignorado sus propias palabras y, peor todavía, las historias de disidentes que ellos mismos han recibido y apoyado a lo largo de décadas.
Fue en Cannes donde Serguéi Bondarchuk, director de una adaptación monumental de La guerra y la paz, de Tolstói, y cabeza de la delegación soviética en el festival, hizo una campaña para evitar que la película Nostalgia (1983), de Andréi Tarkovski, recibiera la Palma de Oro. Tarkovski, uno de los mayores cineastas rusos, ni siquiera se oponía al Kremlin, pero desde sus primeros largometrajes fue mal visto por el régimen soviético. Andréi Rublev (1966), por ejemplo, se estrenó en la Unión Soviética cinco años después de que la terminara porque su representación de un artista intentando expresarse en un ambiente represivo se etiquetó como ideológicamente errónea. Durante los años de retraso los censores exigieron cortes hasta saciarse y, probablemente, debido a la renuencia de Tarkovski, la distribución de sus películas posteriores fue cada vez más difícil. Entonces decidió exiliarse en Italia. Desde ahí anunció, en 1984, que no regresaría a su país, no porque estuviera enfrentado a la ideología socialista sino porque temía el desempleo. Cannes lo apoyó aceptando en la competencia todos sus largometrajes de ficción a partir de Andréi Rublev, salvo por El espejo (1975).
A pesar de este historial, la filmoteca de Andalucía canceló recientemente una función de Solaris (1972), también de Tarkovski, por considerarla insensible en medio de la invasión rusa de Ucrania. Cannes podría aprovechar esta noticia para defenderse: una cosa es limitar la participación de directores rusos contemporáneos y otra anular al más famoso de los cineastas perseguidos por el Kremlin soviético. Sin embargo, el caso de Tarkovski no es una excepción sino una norma que padecieron otras figuras fundamentales, como Alekséi Guerman o el armenio Serguéi Paradzhánov, y que la Rusia capitalista bajo la presidencia de Putin parece haber sostenido con incluso mayor mezquindad.
Por ejemplo, Aleksandr Sokúrov ha sido, desde los años ochenta, uno de los directores más reconocidos de Rusia gracias a una filmografía prolífica pero, sobre todo, inasible —los significados se disuelven como sal en el mar de las imágenes—. Varias películas suyas son adaptaciones irreconocibles de Dostoyevski y Goethe o narraciones biográficas sobre Hitler, Stalin y el emperador Hirohito que no pretenden reconstruir sus vidas o las palabras originales, sino encontrar sus significados en momentos en que, a pesar del ajetreo en el cuadro o de la cámara mientras se mueve a través de los espacios, no pasa mucho. En 2011 Putin se acercó a él y aprovechó su posición como primer ministro para conseguirle el financiamiento necesario para Fausto (2011), sin embargo, con los años el gobernante se ha enfrentado con el director debido a sus críticas.
En diciembre de 2018 la fundación Primer Inotnatsii, creada y dirigida por Sokúrov para financiar las películas de jóvenes cineastas rusos, fue sometida a una investigación por malversación de fondos. Esto pasó después de que Sokúrov cuestionara la detención del director ucraniano Oleg Sentsov, considerado un terrorista por el gobierno de Putin y defendido por la comunidad cinematográfica de Rusia y del resto de Europa. La investigación contra Primer Inotnatsii concluyó que no había crímenes, pero en 2019 la fundación se vio forzada a cerrar por falta de fondos. Sokúrov sugirió que la agresividad del Ministerio de Cultura ruso tuvo que ver con la disolución.
Cineastas más jóvenes como Kirill Serébrennikov y Andréi Zviáguintsev también han padecido los años de Putin. El último fue criticado por el ministro de Cultura, Vladímir Medinski, quien arremetió contra su película Leviatán (2014) por la representación de un gobierno corrupto que afecta a los ciudadanos para beneficiar a la Iglesia ortodoxa. En su arrebato llegó a insinuar que Zviáguintsev no ama a Rusia y a sus habitantes sino a “la fama, las alfombras rojas y las estatuillas”. También líderes religiosos y otros funcionarios atacaron a Zviáguintsev. Si antes de la controversia había conseguido financiar 35% de la película con fondos públicos, después de esto no recibió ningún apoyo gubernamental para Sin amor (2017), su siguiente proyecto.
Serébrennikov, quien también es un importante director de teatro, se vio envuelto en una situación similar a la de Sokúrov cuando fue investigado por malversación de fondos mientras encabezaba el Centro Gogol de Moscú. La comunidad intelectual en Rusia vio esto como resultado de su activismo en favor de la comunidad LGBT+ y sus críticas a Putin. A partir de agosto de 2017, Serébrennikov pasó veinte meses en arresto domiciliario y dirigió varias obras a distancia. En 2020 se suspendió su sentencia, pero se le prohibió salir del país por tres años.
Cannes ha recibido a estos directores varias veces en su competencia principal —a Sokúrov, cinco; a Zviáguintsev, tres; a Serébrennikov, dos— y conoce bien su situación, pero este año podría rechazar alguna de sus películas o, al menos, la presencia de ellos mismos porque, en apariencia, todos los rusos representan a Putin.
En cambio, los mensajes políticos del festival han sido más sutiles en otras circunstancias. En 2004, en plena invasión de Irak, participaron tres películas parcial o totalmente producidas en Estados Unidos, y una de ellas, Fahrenheit 9/11 (2004), de Michael Moore, ganó la Palma de Oro. Claramente, programar una teoría de conspiración contra George W. Bush fue un gesto político del festival y premiarla fue otro, por parte del jurado, porque una competencia que incluyó a Lucrecia Martel, Wong Kar-wai, Apichatpong Weerasethakul, Hong Sang-soo y Park Chan-wook, no podía darle su mayor premio a Moore debido a su pobre estilo cinematográfico.
El cuestionable gesto no cambia el hecho de que no hubo un boicot contra la delegación estadounidense aquel año ni en 2003, cuando empezaron a caer las bombas en Bagdad. El colmo fue que, al lado de Fahrenheit 9/11, al país invasor lo representó en la competencia Shrek 2 (2004). Una cosa es pecar de tibieza política selectiva pero, encima, privilegiar por segunda vez una película de Shrek —la primera parte también compitió unos años antes— ya fue una afrenta a los principios de Cannes como festival de cine.
Después de los anuncios de los festivales ante la invasión rusa, cineastas ucranianos comenzaron a discutir el boicot de sus colegas. El 7 de marzo algunos empezaron a lanzar comunicados que apoyaban el boicot y, uno de ellos, Valentyn Vasyanovych, llegó al extremo de pedir una “nueva cortina de hierro” para todos los cineastas que siguieran viviendo en el “paradigma soviético”. Por su parte, Roman Bondarchuk dijo que la cultura rusa “preparó la base ideológica de la guerra”.
Es comprensible la rabia frente a la destrucción de sus ciudades y el asesinato de sus compatriotas, pero la difusión de opiniones que ni siquiera se corresponden con la realidad —cualquier analista serio negará que la Rusia actual sea un renacimiento de la URSS— debe ser cuestionada, sobre todo, considerando que la cultura cinematográfica rusa ha vivido tradicionalmente opuesta a su gobierno.
Uno habría esperado lo mismo de Serguéi Loznitsa, a quien a veces se le acusa de ser el cineasta oficial de la derecha ucraniana. Sus documentales y ficciones sobre la historia reciente de su país tienden a reforzar la mitología nacionalista a partir de imágenes sentimentales o satíricas que idealizan a los buenos, a los malos y evitan cuestionar a su bando. En Maidan (2014) los planos de multitudes cantando el himno o escuchando canciones folklóricas refuerzan una impresión de alzamiento nacional en contra de Víktor Yanukóvich y eluden cualquier mención de los elementos de ultraderecha involucrados. Su película Donbass (2018) ridiculiza despiadadamente a los separatistas ucranianos y muestra a los demás como sus víctimas, en particular, a un prisionero de guerra que es humillado y golpeado por sus soeces captores prorrusos.
En un principio Loznitsa anunció que se salía de la Academia de Cine Europeo ante su tibia respuesta a la invasión de Ucrania, pero días después, cuando empezaron los anuncios de boicot, el director se opuso y describió en una carta para Variety los mensajes que recibió de Zviáguintsev y Víktor Kossakovski, quienes le pidieron perdón por lo que está haciendo el gobierno de Putin. “No debemos juzgar a la gente con base en sus pasaportes”, escribió Loznitsa, “podemos juzgarlos con base en sus actos. Un pasaporte está atado al lugar donde nacemos, mientras que un acto es algo que un ser humano hace voluntariamente”. También describió a sus colegas de Rusia como víctimas, a la par de los ucranianos.
Denunciar la cultura de la cancelación se ha convertido en un hábito reaccionario. Al ver sus privilegios afectados, muchos olvidan que las protestas y los boicots son también formas válidas de expresarse, a diferencia del racismo y el humor misógino que suelen defender. Sin embargo, anular a los cineastas de Rusia y sus películas es asumir, desde la xenofobia, que afectar a toda una nación, cuando el enemigo es solamente su gobierno y sus oligarcas, es un derecho concedido por la enemistad. Ese es el crimen que los comandantes imponen a los soldados cuando los fuerzan a deshumanizar a los invadidos y matarlos con impunidad. Las instituciones cinematográficas no tendrían que caer en lo mismo sino encontrar en las imágenes la humanidad que se pierde con cada disparo.
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