Tiempo de lectura: 3 minutosGlenn Gould sube al escenario del Carnegie Hall, una de las salas de concierto más importantes de Nueva York. Aparece desaliñado y con la misma silla que lo ha acompañado desde su infancia, esa que tiene las patas cortas, pues su padre se las serruchó para que su hijo, un niño de ocho años, alcanzara cómodamente las teclas del piano. Claro que ahora la altura de la silla obliga Glenn Gould —que tiene ya 30 años— a encorvarse y poner sus ojos exclusivamente en el teclado, una posición común en las fotografías del pianista.
Como en un trance, Glenn Gould comienza a tocar una pieza de Brahms, el Concierto para piano Nº 1 en Re menor. Lo hace con esa forma única de tocar el piano, lento, suave. Un estilo que le ganó la admiración de Herbert Von Karajan.
Antes de que el pianista subiera al escenario Leonard Bernstein, el legendario director de la Orquesta Filarmónica de Nueva York se dirigió al público para anunciar que no estaba de acuerdo con la interpretación que Gould estaba a punto de presentar, porque no seguiría las indicaciones que dejó el compositor en sus partituras. Pero atizó: “su forma de hacerlo es suficientemente interesante para pensar que ustedes, el público, merecen escucharla”.
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Gould ya era considerado una leyenda por una generación, que tras escuchar su versión de las Variaciones Goldberg —compuestas por Johannes Sebastian Bach en 1741— lo llamó un genio, pues logró crear un sonido que parecía moderno, del futuro. Pero además de genio, Gould era descrito como un excéntrico. Su forma peculiar forma de ser, llamó la atención de revistas como Vogue, que le dedicaron algunos fotoreportajes donde se le ve cargando su descarapelada silla por todo Nueva York para ir a ensayos o a sus propios conciertos, que cancelaba cada tanto por considerar que no podía dar lo máximo.
Las fotografías lo muestran también usando mitones, un par de abrigos y bufanda en pleno verano. Esa actitud, entre misteriosa y alejada de los estándares de un pianista, hizo que lo compararan con contemporáneos como James Dean o Chet Baker con quienes compartió páginas en esas revistas.
Entre las otras manías de Glenn Gould está su excesivo cuidado con las manos —su instrumento de trabajo— pues como un cirujano antes de enfrentarse al quirófano, las lavaba minuciosamente y las enjuagaba por varios minutos bajo un chorro de agua caliente antes de sentarse al piano. Lo hacía casi religiosamente, como quitarse los zapatos y tararear mientras tocaba el piano, algo que molestaba a muchos. Sus muchas obsesiones llevaron a pensar que Gould padecía el síndrome de Asperger.
En la cima de su carrera abandonó los escenarios. No le gustaban. Tampoco le gustaba el público. Le parecían confusos los aplausos o cualquier reacción de la audiencia. También temía las críticas y al conservadurismo de la salas de concierto, una actitud tal vez desencadenada tras su encuentro con Bernstein. Gould decía “soy un músico, no un artista de vodevil”.
Tras su desaparición de los escenarios en 1964, proclamó también “Los conciertos están muertos”. Para Gould el futuro estaba en la grabación, un contexto que le permitía tener control absoluto de sus piezas, pues también era un creyente fiel de la edición y la tecnología. Todo ello le permitió agudizar su sentido de perfección, un valor que profesaba entre exigencias y una férrea disciplina.
Tras su retiro, únicamente de las salas de concierto, Glenn Gould se dedicó a sí mismo y a su música. Grabó la obra de Bach dos veces, la primera en 1955 y la segunda en 1981. Luego vinieron cerca de 70 discos y varios programas en la radio canadiense que se convirtieron en documentales titulados La trilogía de la soledad. Durante casi veinte años años tampoco asistió a otros conciertos, pues pensaba que “para que la música mantenga su fuerza e integridad es mejor tocarla y escucharla en soledad”. Y aunque nunca dejó de grabar, murió así, completamente solo a la edad de 50 años —el 4 de octubre de 1982— en su casa de Toronto, donde mantenía contacto únicamente con personas cercanas y a través del teléfono.
Actualmente la corta silla de Gould se conserva en la Biblioteca Nacional de Canadá, en el mismo estado en que la dejó el pianista. Los fanáticos aún se reúnen a ver el objeto más preciado de uno de los músicos más importantes del siglo XX.