Lydia Cacho quería escribir poesía pero resultó —en sus propias palabras—, pésima en esa disciplina. Ha logrado, no obstante, llevar una vida parecida a la de una poeta. Disfruta de la reclusión y la soledad en medio de la vegetación salvaje del Caribe mexicano, donde construyó una enorme casa, una fortaleza, gracias a décadas de trabajo. En medio de un vasto terreno de cinco mil metros cuadrados repleto de palmeras y árboles frutales y rodeado por una barda altísima, se erige la vivienda de color blanco que asemeja un caracol majestuoso enterrado en la tierra. Ella misma la diseñó, pues le fascinan las figuras con la proporción áurea, el número de Dios. Lydia Cacho no se limita al periodismo, que ejerce desde los ochenta. Ella explora la filosofía, el feminismo, la religión, las estructuras de poder, el yoga, la cocina, la hidroponia y más. Ella misma se juzga aburrida y por eso le interesan los otros. El periodismo le ha permitido hallar en los demás —niños abusados, mujeres explotadas, hombres victimarios— algo que merece ser narrado y que es útil para la sociedad. El tedio siempre está al acecho y por eso tiene que hacer, crear, escribir, viajar.
Su viaje en el periodismo —lo sabe, todos lo sabemos—, no ha sido idílico ni placentero. “No hay forma de no salir herido del periodismo”, dice con la sabiduría de una sobreviviente. Si uno mira con atención en su extenso jardín, puede descubrir las cámaras de seguridad que ordenó instalar ocultas entre las hojas de las palmas. Las amenazas y la tortura —sexual, física y psicológica— dejaron su huella, y Lydia ha dedicado horas de yoga, meditación y terapia a reconstruirse para seguir haciendo periodismo.
Este año entregará al público tres proyectos que exploran los múltiples matices de la infancia: una docuserie sobre niños —ella dirige y escribe— titulada Somos valientes; un nuevo volumen infantil que dará continuidad a En busca de Kayla y uno más sobre menores que reconstruyen sus vidas tras haber sido reclutados por el narco y el terrorismo, cuyo título pide no publicar: “Una vez dije un título en público y me lo robaron, no quiero que me vuelva a pasar”. Nunca ha parado de trabajar. Casi cada año entrega una obra a las editoriales, aunque bien sabe que podría vivir de la fama de Los demonios del Edén (2005), el texto que la catapultó al plano internacional tras revelar una red de explotación infantil en Cancún. Pero su propia fama le incomoda, le estorba, le parece vacua. Ella quiere hacer periodismo que sirva a la gente.
Y esa es la paradoja de Lydia Cacho: una mujer que se califica a sí misma de tímida pero que, al mismo tiempo, ansía entrevistar, investigar al poder y recorrer el mundo.
La figura de Lydia Cacho está tan mimetizada con el paradisiaco Cancún, que se olvida que nació en la Ciudad de México en 1963. Creció en un departamento en Mixcoac, en una familia de clase media. Su madre, la psicóloga Paulette Ribeiro, le inculcó el feminismo; su padre, el ingeniero Óscar Cacho, la hizo ordenada. Cuando Lydia tenía 17 años, la familia viajó a Cancún para que ella y sus hermanos se certificaran como buzos. Se enamoró de esa tierra salvaje que estaba en pleno desarrollo como un polo turístico mundial. Desde entonces no ha dejado de bucear: conoce todos los cenotes de Quintana Roo y ha nadado en mar abierto entre delfines, hacia la frontera con Belice. Se resiste, sin embargo, a nadar rodeada de tiburones. No es que lo necesite, pues ya lo ha hecho desde el periodismo: “Al menos en los animales entiendes que es instinto, pero la violencia en los humanos es distinta, hay otros motivos”.
Cuando tenía 19 años, se fue a vivir a París con unos familiares. Llegó sabiendo hablar y leer francés —su abuela materna le enseñó—, pero era incapaz de escribir bien y decidió tomar clases. También se inscribió a un diplomado de historia del arte en la Sorbona. Para pagar sus clases se puso a trabajar como femme de menáge. Suena lujoso pero no es otra cosa que ama de llaves. Lydia lavaba platos, baños, pisos y sacudía. “Orgullosamente fui trabajadora doméstica”, recuerda. Un día se le ocurrió lavar y planchar la ropa de la casa donde daba servicio. La dueña enloqueció para bien. “Estaba fascinada de que le plancharan la ropa y me pagó el triple”. Lydia se volvió una sensación entre las amas de casa francesas, quienes le pedían que planchara sus ropas. Estuvo año y medio en Francia y, con el dinero ganado, volvió a México. Al poco tiempo entró a trabajar como asistente de producción a los Estudios Churubusco, gracias a la invitación de una amiga. “Eran unas películas gringas malísimas la verdad”. Con el dinero ahorrado, a mediados de los ochenta, decidió ir a probar suerte a Cancún.
Como quería ser poeta y necesitaba ganar dinero, fue a pedir trabajo a un periódico. Guapa, de 22 años y atlética, la mandaron a la sección de cultura y sociales. “Ahí es donde nos mandaban a las mujeres”. A la tercera semana ya estaba dando de qué hablar: su jefe la mandó a entrevistar a mujeres mayas para ver cómo les afectaba el turismo. “Llegué y las señoras me mandaron al diablo. ‘Nosotros tenemos otros problemas’, me dijeron. Y empezaron a hablar de violencia doméstica, abuso infantil y demás. Entregué mi nota y me dijeron que no saldría”, cuenta. “Aquí no se habla mal de Cancún”, fue la respuesta de su editor. Ese fue el punto de quiebre de su carrera. “¿Ah, sí? ¿no se habla mal de Cancún? Pues ahora van a ver…”, recuerda en broma. En los noventa, ya en otra redacción, hizo una serie sobre casos de VIH entre hombres gay en aquella tierra idílica. El entonces gobernador Mario Villanueva, ahora preso por vínculos con el narcotráfico, le llamó enojado a su casa: “¿Por qué publica esas cosas? ¡En mi Estado no hay VIH!”. “Pues en el mío sí”, le reviró la periodista.
Desde entonces se dedicó a narrar el revés de ese paraíso mexicano donde confluyen intereses comerciales y políticos. Más de uno la ha acusado de querer destruir la fuente de empleo de miles de mexicanos. “La gente no entiende que el turismo tiene sus propios vicios y problemas, y yo sólo me dedico a documentarlos”.
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Para llegar hasta Lydia Cacho hay que tomar un vuelo a Cancún y conducir casi una hora a través de esa tierra que mezcla grandes desarrollos hoteleros, casas humildes y adentrarse en la selva. El viaje es muy similar al que ella ha hecho en su producción periodística: narrar desde las entrañas y no quedarse sólo en la aparente felicidad de las playas con familias estadounidenses o los paquetes todo pagado para disfrutar de la Riviera Maya. Su chofer es un joven parco. Sabe que debe ser discreto sobre las medidas de seguridad. En la radio de la camioneta suena un disco en vivo de Pablo Milanés. “Ella lo ponía mucho y me gustó. Le gusta la música así, calmada…”, dice.
Lydia vive con tres perras: Luna, una rottweiler entrenada para atacar o ser el rostro de la ternura, Petra y Matilda. Las mascotas la siguen por toda la casa o cuando sale al jardín a recolectar lechugas y hortalizas de su huerto —ella misma las sembró y cuidó— o a recoger huevos orgánicos del gallinero. Tiene árboles de papaya, aguacate, guanábana y cítricos. De toda la cosecha de frutos, sólo recoge la mitad para consumirlos y el resto los deja para las aves que visitan el área. El terreno lo compró hace tres décadas por la irrisoria canditidad de 5 mil dólares. Hoy un precio así sería impensable. Buena administradora, poco a poco fue construyendo su hogar. Se hizo una pequeña piscina. También creó un área para hacer su propia composta: una barda cuadrada hecha con decenas de botellas de vidrio vacías pegadas con cemento. “En esta casa se toma vino”, dice. Sin embargo, reconoce sus debilidades: “Yo tengo muy claro que en cualquier momento podría convertirme en adicta. Todo el tiempo me estoy cuidando de ciertas cosas, de medirme, es parte del autoconocimiento”.
Durante la plática, Lydia dirá muchas veces —quizá sin notarlo— las palabras resiliencia y autocuidado. Dadas las experiencias que marcaron su vida, resulta lógico que esta mujer de casi 54 años hable de remontar, de protección. La fama, deseada por muchos, para ella puede ser un obstáculo. Alguna vez, en un evento de la ONU, se encontró con la actriz Angelina Jolie, embajadora de buena voluntad del organismo. Lydia se acercó a ella después de la ráfaga de flashes y disparos de las cámaras de los fotógrafos. “Le pregunté cómo manejaba la fama. ‘¿Cómo haces esto, qué horror, qué pesadilla?’, le dije”. Jolie, calmada, le dio una lección: “Yo sólo quería ser actriz y aprendí que la fama son unos zapatos de tacón y decides cuándo te los pones y cuándo te los quitas”. Lydia entendió que cuando se vive de la fama o el prestigio, el ego se enferma. “Eso debilita al periodismo”, dice.
El periodismo actual le parece poco útil, perdido en información que no sirve a la sociedad. “Cada vez que salgo a la calle a documentar cualquier tipo de historia, tengo que quitarme la coraza para tratar de comprender a la otra persona y no prejuzgarla. Para mí ése es el buen periodismo”. Más que juzgar, ha tratado de comprender a los otros: “No hablo de empatía hacia un pederasta o un asesino, pero sí hay que atreverse a buscar en la historia de los personajes qué los hizo convertirse en lo que son. Si no lo haces, tu pieza periodística será un cliché”. Tuvo una columna en El Universal durante nueve años y después, sin más, se fue: “Nunca he estado encantada con los grandes medios. Me parece que les estorbo”. Hoy es una freelance de primera línea. A los gurús del periodismo cercano al poder los llama viejos cínicos, los deprecia: “El cinismo vuelve crueles a las personas. Yo tuve claro que no quería ser así porque te ciega de la realidad”.
Esa manera de hablar tan sincera le ha valido momentos incómodos y divertidos. En 2007, viajó a Nueva York a recibir un premio de la Fundación Internacional de Mujeres en los Medios (IWMF, por sus siglas en inglés). La encargada de darle la presea fue Caroline Kennedy, hija del presidente asesinado. Cuando estaban en el coctél posterior a la ceremonia, la heredera Kennedy se acercó a ella y le ofreció refugio. “Yo era la perseguida del momento y me pareció increíble lo que me decía”. Pero en vez de deshacerse en agradecimientos, Lydia soltó una bomba: “Le dije: ‘¡Pero si mataron a tu papá, a tu tío, quién sabe si a tu hermano lo mataron! ¡Eres una Kennedy, es más fácil que te maten a ti que a mí, mejor vente conmigo a Cancún!’”. Todos los estadounidenses se quedaron boquiabiertos y ofendidísimos por la mexicana. Ella se sigue riendo de la escena.
Hace más de una década, cuando estaba en la gira de presentaciones de Los demonios del Edén, le tocó estar en Zacatecas. Su nombre ya era famoso después del infame secuestro y tortura que vivió por parte de la Procuraduría de Puebla, por órdenes del gobernador Mario Marín en colusión con el empresario Kamel Nacif. Llegó tal cantidad de gente que el espacio rentado fue insuficiente, así que debieron moverse a una explanada. Hacia el final, cuando se abrieron las preguntas al público, un hombre de unos ochenta años levantó la mano y pidió la palabra. A Lydia aún le estremece la anécdota: “Ese señor dijo que había seguido las noticias y compró el libro para apoyarme. Lo leyó y gracias a eso, por primera vez en su vida, le confesó a su esposa que cuando era niño habían abusado de él y nunca nadie le creyó. No fue el único, se pararon otro y otro. Al final cinco hombres se habían visto reflejados en el libro. La gente aplaudía. Ése es el periodismo que busco: el que es útil a la gente”. Todavía se le cristalizan los ojos, conmovida.
Todas esas experiencias las ha ido canalizando de diversas formas: baila, cocina, ríe, viaja o pinta los fines de semana. Una vez que viajó a Bali, Indonesia, se las arregló para quedarse más de un mes y, entre cada presentación de libros o foro, tomó un curso de cocina. Ahora prepara un extraordinario curry con leche de coco y berenjenas. También sabe preparar comida francesa, portuguesa y más. La mexicana, empero, le falla un poco: “El arroz no se me esponja”, bromea. Cuando estuvo en Japón, decidió tatuarse dos kanjis en la nuca: el deseo y la esperanza, como si fueran su motor de vida.
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El nombre de Lydia Cacho ya está inscrito en la historia del periodismo mexicano. Los demonios del Edén, hoy se puede considerar un clásico. Ariel Rosales, editor at-large de Penguin Random House, la casa donde ha publicado la mayoría de su obra, considera que abrió nuevos temas en el panorama: “Ella llevó al gran público el tema de la trata, del abuso de menores, de la pornografía infantil. Temas duros que a muchos no les gusta ver, pero que gracias a ella ahora se hablan más y se discuten”.
Lydia recuerda que cuando la editorial le entregó las planas de corrección, estalló en llamas. “Le habían quitado todo el lenguaje de género, toda visión de feminismo. Ya no decía ‘las niñas y los niños’ y más, y eso era parte fundamental del libro, no se le podía quitar”. Tomó un vuelo a la Ciudad de México y habló, furiosa, con Rosales y la gente de la editorial. Tuvieron que ceder y regresaron al manuscrito original. Rosales y Cacho vivieron juntos la presión del poder y la censura que rodearon al libro, y que, más tarde, reconstruyeron en Historia de una infamia. Su otro libro, Las esclavas del poder, ha sido traducido al sueco, polaco, finlandés y más. Lydia es una autora internacional.
“Ya se ha dicho mucho, es casi un lugar común, pero sí, es una mujer muy valiente, de muchos huevos, de un gran carácter”, dice Rosales. A Lydia le da risa la imagen pública de ella: una mujer dura, con gestos fuertes, vestida de negro, de “cazavampiros”. “No soy así, soy alegre, bailo, me divierto, tengo sentido del humor aunque a muchos les parece ácido”. Le cansa un poco el adjetivo de “valiente”, que la coloca en un papel extravagante: “Siempre dicen ‘Lydia Cacho, qué mujer tan valiente’ o ‘Carmen Aristegui, qué valiente’. Y yo pienso: es que no deberíamos ser la excepción, todos deberíamos atrevernos a dar más”.
Para Diego Rabasa, de Sexto Piso, la editorial que publicó el libro infantil En busca de Kayla, Lydia ocupa un papel central en el periodismo mexicano: “No sólo por ocuparse de temas tan complejos y asociados a hondas y oscuras tramas del poder, sino por abrir brecha para periodistas mujeres en un país con dramáticos índices de violencia de género”. La imagen que tiene de ella es de una mujer de una fortaleza fuera de lo común. “Su compromiso es tal que lejos de causarle problemas o dolor, le inyecta fortaleza. Está consciente del tamaño y el peso de sus adversarios y sabe que tiene que estar a la altura de los mismos”.
En busca de Kayla fue un experimento, muy afortunado, de Lydia explorando la literatura infantil en compañía del ilustrador Patricio Betteo. La historia narra la desaparición de Kayla, una niña raptada por una red de explotación infantil que la enganchó vía internet y cómo sus amigos de la escuela deciden buscarla. “Yo le decía a Sexto Piso que cómo se les ocurría que yo hiciera un libro infantil…¡Están locos!”. El libro ha sido devorado por menores y ayudó a que los padres puedieran hablar de esos temas con sus hijos. Incluso ya existe una app gratuita para que se lea y la gente se informe. La demanda fue tal que rebasó la capacidad de operación de la editorial. Rabasa cuenta: “Nuestra colección infantil es, curiosamente, también una de las más políticas. Siempre habíamos querido trabajar con Lydia y nos pareció que esta colección nos abría la puerta para hacerlo. Fue un éxito en todos los sentidos y supuso un reto tanto en la distribución como en la promoción”.
Aunque hay una recurrencia de ciertos temas en la producción de Lydia, su verdadero tema de exploración es el poder patriarcal y los momentos clave en la vida de las personas en que se convierten en víctimas o victimarios. “Quienes se suman a los códigos del poder patriarcal son quienes acaban ganando más en términos económicos o en términos de control de las vidas de los otros y, justamente, es uno de los temas que me han movido más para hablar en mi carrera periodística”. Siempre que entrevista a mujeres abusadas, niños explotados u hombres perseguidos, Cacho ha encontrado un patrón: “No importa cual sea el tema —corrupción, abuso sexual infantil, pornografía infantil, persecución de periodistas— , haz la lista y en todos los casos el patrón de comportamiento de los abusos de poder siempre tienen que ver con la educación de la verticalidad del patriarcado”.
La bifurcación de caminos que ha hallado Lydia es simple: “Hay periodistas, activistas, que hemos comprendido que el poder también sirve para dar voz a los demás, para ser ‘los otros’. Y hay quienes han sido dominados por el ego y prefieren sumarse a estas visiones retrógradas, que controlan la vida de los demás, la sexualidad y lo hacen a través de los códigos más simples que son partidos políticos, eclesiástico y más”. Y si alguien ha vivido en su cuerpo y mente la violencia patriarcal, ha sido ella.
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En la lista de nombres relacionados a la red de explotación sexual infantil que Lydia Cacho citó en Los demonios del Edén aparece el nombre de Miguel Ángel Yunes Linares, actual gobernador de Veracruz. Otro político prominente nombrado es el hoy senador del PRI, Emilio Gamboa Patrón.
Para la periodista, el ascenso de Yunes Linares a la gobernatura es una vergüenza y no teme decirlo: “Es la muestra de la decadencia y creo que es el principio del fin”. Cuando alguna vez dijo en público que estaba convencida de que Yunes Linares iba a ganar la elección, como ocurrió, mucha gente se asombró. “Yo dije ‘Va a ganar, va a ganar porque el sistema se lo va a permitir, porque el sistema lo protegió’ ”.
Cuando Lydia publicó su libro, Yunes Linares era subsecretario de Seguridad Pública, en los tiempos de la presidencia de Felipe Calderón. El político intentó boicotear la obra. Ariel Rosales recuerda que él y Faustino Linares, director general de la editorial, fueron a verlo. El político de pasado priísta intentó convencerlos de que leyeran una carta en la que, supuestamente, la Procuraduría de Quintana Roo decía que él no tenía nada que ver. No era menor la estrategia: quería que la editorial denostara al libro durante la presentación, dos días después. Los editores y la periodista resistieron. Cacho abunda: “Lo que pienso de Yunes ya lo he escrito y lo sostengo. Aunque cada vez que digo algo me vuelve a mandar amenazas con los abogados. Es un tipo que cometió delitos y debería pagar por ellos y no debería estar siendo gobernador de Veracruz. Me queda claro que está ahí para subsanar los acuerdos entre la delincuencia organizada y los gobernantes”.
El panorama de la política en México desencanta a la periodista: “La nueva generación (de políticos) en la que confiaríamos no quiere hacer política porque los partidos están totalmente corrompidos. Y eso es un problema monumental”.
Aunque un tiempo estuvo hundida en juicios y demandas, hoy sólo está atenta al caso de uno de los policías de Puebla que la detuvieron ilegalmente y torturaron y está preso en Quintana Roo. El exagente busca llevar su juicio en libertad. Ella sigue el caso a través de sus abogados. Las denuncias contra periodistas en México no son nuevas. El diario The New York Times publicó un editorial el año pasado alertando del aumento de demandas, lo que atentaba contra la libertad de expresión. “Esos juicios te paralizan, te comen el alma”, dice Lydia. Su caso tuvo tanta resonancia que llegó a la Corte mexicana y hasta la ONU.
En 2015, Virginia Betanzos, una ex diputada del PRI de Quintana Roo, publicó un libro para atacarla: Lydia Cacho: la otra cara de la pederastia. La mujer presentó su obra en Casa Lamm acompañada de la conductora Fernanda Tapia y Arturo Rodríguez, académico de la UNAM. Apenas tomó el micrófono, Betanzos soltó: “¡Estamos hartos de que la señora diga que es perseguida, torturada, y que viva denostando a Quintana Roo!”. Lydia se ríe, sabe que todo es para desacreditarla. “Sí hubo un momento en que me preocupó, sobre todo cuando gente seria, que respeto, me comenzó a preguntar. Pero entiendo que forma parte de una guerra sucia”. Le han dicho de todo. En los diarios de Cancún han publicado quiénes han sido sus amantes. Se lo toma con gracia: “Primero, el número que han publicado estaba equivocado y además no ponían a quien fue mi marido”.
Conoció a su exmarido en clases de buceo. Estuvieron juntos casi una década. Ella cada vez hacía periodismo de mayor riesgo y él no estaba para sustos. Incapaz de pedirle que decidiera entre su carrera o él, prefirió retirarse. Hoy son muy buenos amigos. Otra relación significativa de Lydia fue la que tuvo con el escritor y periodista Jorge Zepeda Patterson. A su lado vivió todo el drama de Los demonios del Edén y la represión que vino después.
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El estudio de Lydia Cacho está en el último piso de su casa. Un espacio circular que revienta de luz día y tarde. Desde las ventanas se ve un mar verde de palmeras. Tiene una hamaca donde se echa a leer. Los libreros están repletos: los tomos de poesía se combinan con los de narcotráfico, feminismo, corrupción y demás. Sobre una mesa tiene los libros que consulta para la obra en que trabaja. Aparte, tiene dos tomos de poesía de Emily Dickinson y T.S. Eliot que lee para entretenerse. Lydia no se siente una poeta frustrada: “En realidad mi primer libro fue de poesía, es pésimo”.
En su estudio también pinta, sólo para distraerse, nada serio. Sus cuadros los regala a sus amigos. En un rincón de la habitación tiene adosados a la pared algunos de los muchos premios que ha recibido: The Olof Palme Prize, en 2011; la Legión de Honor, del gobierno francés, en 2012; el Premio Mundial que da la UNESCO por la Libertad de Prensa, de 2008 y más. El último premio que recibió, en febrero de 2016, fue el ALBA/Puffin al Activismo en Pro de los Derechos Humanos. El dinero que recibió lo guardó y ha sido clave para uno de sus nuevos proyectos: la docuserie Somos valientes.
Su nueva aventura consiste en pequeños capítulos, de diez minutos, sobre niños en comunidades vulnerables de México y cómo han aprendido a superar situaciones de dolor. La serie es, al mismo tiempo, dolorosa y esperanzadora. “Quiero darle voz a los niños porque tienen claras muchas cosas, más de lo que los adultos pensamos”. Los menores hablan de discriminación, corrupción, violencia, pobreza. En la producción reclutó a Marcela Zendejas, quien participa en el proyecto de Estereotipas y la música estuvo a cargo de Jacobo Lieberman y Leo Heiblum, dos de los músicos más reconocidos en México por su trabajo en el cine.
En uno de los encuentros grabados, los niños contaron que uno de sus compañeros los amenazaba con “enterrarlos en una fosa”. La situación causó tanto miedo, que una madre de familia sacó a su hija de la escuela. Los maestros no supieron cómo lidiar con ello. Los alumnos estaban seguros de que su compañero era hijo de “un sicario”. Cuando se reunieron con Lydia, para la filmación, él acabó llorando, avergonzado de que por su broma una compañera se hubiera cambiado de escuela y todos lo creyeran narcotraficante. “Yo les pregunté: ‘¿y por qué no dijeron nada?’. Les daba miedo. ‘¿Qué prefieren ser: cobardes o valientes?’”. Los niños respondieron que valientes. La sesión sirvió para sanar las relaciones entre los niños. El director agradeció la intervención de Lydia. Por ahora, ella negocia con Netflix la compra y distribución de su serie.
Antes de acabar la entrevista hice la misma pregunta a la periodista: “¿Lydia Cacho qué prefiere ser: víctima o valiente?” Ella sonrío, saboreó sus palabras como si degustara un buen vino, y con esa sensualidad que desborda y la hace segura de sí misma, dijo mirando a los ojos: “Valiente”.