Su compañero Érick, de 23 años, cuenta que desde pequeño le llamaron la atención esos trenes naranjas del metro que cuando llegan a los andenes hacen un ruido ensordecedor que detiene todas las conversaciones. Ahora ya se acostumbró. Nació en Tijuana, pero llegó a la Ciudad de México a los tres años. Cuando la joyería en la que trabajaba cerró, y luego de buscar y buscar un empleo sin poder hallarlo, decidió tocar las puertas del metro. “Mi mamá me dijo: ‘¿Por qué no vas a ver al metro? A lo mejor ahí encuentras trabajo de limpieza, por lo menos un rato’, y pues yo siempre he tenido ese sueño, a mí siempre me ha gustado ver a los conductores cómo manejaban el tren, y yo decía: ‘Yo quiero ser conductor’, ‘yo quiero entrar a trabajar al sistema’”, dice el joven alto y corpulento que desde hace seis años tiene la misión de mantener aseados los pasillos. Ahora, aunque trabaja en limpieza, aún tiene la ilusión de manejar un tren.
Al igual que Éder, cuenta que él y su equipo reciben insultos permanentes por parte de los usuarios. “Un día, en la estación Morelos (de la línea B) estaba yo ‘mechudeando’ y que pasa un usuario y me dice: ‘Trapéale bien, perro’, y yo le dije: ‘Cálmate, yo nomás estoy trabajando’, y que el usuario se pone bien loco. Tuvo que llegar el jefe de estación a defenderme”, cuenta. “Luego estamos limpiando y se empiezan a orinar debajo de los pasamanos, y pues yo les digo: ‘Aquí no es baño, carnal, ¡cómo haces eso!: ¡vete a la calle!’. Unos se dan la vuelta y ya, pero nunca falta el usuario que todavía se enoja”.
«Éder es uno de los 3 200 trabajadores de la red del metro que se encargan de mantener limpias las entradas, los pasillos y los andenes de las estaciones subterráneas. Un trabajo que, aunque debería ser reconocido por los millones de usuarios que utilizan este transporte, se ha convertido en sinónimo de repulsión».
Salvo unos 500 adultos mayores a quienes enviaron a sus hogares, miles de hombres y mujeres no dejaron de trabajar durante la crisis sanitaria, a fin de que el sistema de transporte colectivo más importante de México no se convirtiera en un foco de infección. Entre la incredulidad sobre la existencia del coronavirus y el miedo a contagiarse, Éder y Érick han pasado los últimos seis meses aseando pasamanos y torniquetes cada 10 o 15 minutos, trapeando y puliendo pisos con el objetivo de contener, en la medida de lo posible, la ola de contagios.
En promedio, el metro transporta todos los días a 5. 5 millones de usuarios y, si bien es cierto que el cierre de escuelas y el trabajo a distancia se tradujeron en un descenso en el número de usuarios, el sistema ofreció servicio a un millón 650 mil personas por día durante la emergencia, el 30% de su afluencia regular. Con 12 líneas que atraviesan 11 de las 16 alcaldías, era imperante reforzar las labores de limpieza.
Éder, que vive con su esposa y se hace cargo de sus padres, cuenta que cuando supo del virus lo vio como algo muy lejano: “Yo decía, ‘no, pues el problema está en China, para que llegue aquí va a tardar y ya habrá vacuna’”. Pero cuando las autoridades notificaron de los primeros contagios en la Ciudad de México y algunos de sus conocidos se enfermaron “es cuando te cae el veinte y dices ‘ya nos llegó y estamos expuestos todos’”.
Su voz suena agitada detrás del cubrebocas y la careta de plástico que tiene que usar durante su turno de trabajo. Vestido de uniforme color naranja y guantes que le llegan casi a la altura de los codos, el hombre respira profundo y continúa: “Yo la verdad no sentí miedo de salir, más que nada, no sentí miedo de si me infectaba, al contrario, dije ‘tenemos que hacer esta labor’”.
Durante la emergencia, el sistema de transporte del metro ofreció servicio a un millón 650 mil personas por día, 30% de su afluencia regular.
Quien sí estaba muy preocupada era su mamá, que le recomendó, una y otra vez, que ya no asistiera a su trabajo.
“Sí siento esa preocupación y temor de mi familia de que estoy expuesto todos los días, pero la verdad lo tomé con mucha actitud, porque de nada sirve estar con miedo o caer en pánico; eso en nada me ayuda. Entonces le dije a mi mamá: ‘Tengo que ir, no me puedo salir de mi trabajo así porque sí’. Mucha gente se está quedando sin trabajo y yo, que tengo, debo de aprovecharlo”, agrega.
Érick revela, sin embargo, que experimentó un sentimiento distinto. “Una semana enterita sí anduve pensando en ya no venir a trabajar. Muchos decían que [el virus] no existe y otros, que sí. Entre que sea o no, a mí sí me da miedo porque tengo un bebé chiquito, de año y medio, y pues sí me daba miedo llegar a la casa y que lo fuera yo a contagiar”, dice el joven, habitante de la alcaldía Iztapalapa, la más grande y poblada de la ciudad y una de las que más casos positivos de Covid-19 ha sumado.
“Mi esposa me decía: ‘Ahora que llegues a la casa, te quitas la ropa allá afuerita y luego luego te metes a bañar’. Sólo así podía agarrar con más confianza a mi bebé”.
«En promedio, el metro transporta todos los días a 5. 5 millones de usuarios y, si bien es cierto que el cierre de escuelas y el trabajo a distancia se tradujeron en un descenso en el número de usuarios, el sistema ofreció servicio a un millón 650 mil personas por día durante la emergencia, el 30% de su afluencia regular».
Quienes tampoco pararon estos meses fueron los policías que se encuentran en los torniquetes de las 195 estaciones de la red del metro. Usualmente, están ahí para cuidar que nadie se meta sin pagar, o para dar acceso gratuito a los adultos mayores o a personas con discapacidad; sin embargo, su labor es mucho más importante: son el primer contacto que tienen los usuarios en caso de ser víctimas de algún acto delictivo y son los responsables de pedir ayuda oportuna en cualquier tipo de emergencia.
Los policías del metro también tuvieron un papel activo, el de recordarles a los usuarios dos medidas de prevención vitales: el uso de alcohol en gel y la mascarilla. En la estación Tacubaya, de la línea 9, me acerco a hablar con el oficial que está recargado sobre los torniquetes. Me dice que se llama Santiago y explica que “el gobierno dijo que el cubrebocas era obligatorio aquí, pero nunca dijo que les prohibiéramos el paso a los que no lo llevaran, así que lo que hacíamos era sólo el apercibimiento de ‘oiga señor, señora, no se le olvide el cubrebocas’. Unos ni me volteaban a ver, pero otros sí me sonreían y se disculpaban por no traerlo. Hasta me decían que me acomodara bien el mío porque luego se me bajaba y no tapaba la nariz. Pero varias veces hasta una mentada me gané”, cuenta el oficial, con ocho años de labor.
Así como él, también eran ignorados los jóvenes que el metro dispuso en la entrada de las estaciones de mayor afluencia para que regalaran gel antibacterial. Cada uno desde su trinchera ha peleado, cara a cara, contra el virus.
Éder se enorgullece del papel que él y sus compañeros se mantienen en la lucha contra la Covid-19. Aunque los miles de usuarios que se transportan no lo vean o siquiera reconozcan su trabajo, en las prisas por trasladarse en esta urbe que se traga todo, él hace su mejor esfuerzo por el bien de la sociedad.
“Si nos meten un gol, ya valió. No podemos permitir que el virus entre y viaje en el metro. Quizá por ahí alguien enfermo sí viajó, pero nosotros teníamos que limpiar para que nadie se fuera a infectar. Estamos para cuidarlos”, dice antes de seguir con su jornada y tomar su trapo y atomizador que recargó en los torniquetes. En esta emergencia, ellos trabajan como porteros en un juego de futbol.
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