Tiempo de lectura: 5 minutosDicen de Rufino Tamayo que desde muy joven sus recorridos por los mercados le llenaron los ojos de colores frutales. Años después, ya como artista, reivindicó con sus autorretratos su origen indígena zapoteco en las galerías de Nueva York, al tiempo que se mantuvo reacio a los fervores nacionalistas. A falta de herederos, decidió crear dos museos para compartir las preciadas colecciones que formó a lo largo de su vida: el Museo Tamayo Arte Contemporáneo, ubicado en la Ciudad de México, y el Museo de Arte Prehispánico de México Rufino Tamayo, que legó en su natal Oaxaca.
Su fecha de nacimiento está envuelta en misterio, algunas fuentes afirman que Rufino del Carmen Arellanes Tamayo llegó al mundo un 25 de agosto de 1899 en la heroica ciudad de Tlaxiaco, mientras que otras disputan la precisión y aseguran que nació un día después, el 26 de agosto del mismo año. Otras versiones alimentan el mito responsabilizando al artista de un capricho vanidoso y sugieren que nació un 25 de agosto, pero que prefería dejar el festejo para el día siguiente. Lo cierto es que atravesó cual cometa el siglo XX, su muerte (esa fecha sí está confirmada) sucedió el 24 de junio de 1991, día en que se terminó de consolidar la leyenda en torno a su nombre.
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Rufino Tamayo se hizo grande esquivando los dejos fantasmales de un padre que lo abandonó siendo un niño. En un intento por liberarse de ese vínculo, Tamayo se mutiló el apellido paterno, no habría más Arellanes por sus rumbos. Creció en una vecindad de Oaxaca bajo los cuidados maternales y el traqueteo de la máquina de coser de una costurera que compartía hogar con su hermanos, hasta que un día, cuando él tenía 13 años, ella murió y los tíos decidieron buscar nuevos horizontes en la capital y llevarse con ellos a Rufino, entonces adolescente.
La Ciudad de México los recibió en el barrio de La Merced, donde los tíos pusieron un puesto de frutas y fue ahí donde el futuro artista se llenaría los ojos de colores. Mientras su tía insistía en que encontraría su vocación estudiando comercio, el joven ingresaba en 1915 a la Academia de San Carlos para aprender a reproducir los tonos y texturas de las sandías que con los años pintaría en serie y que harían de él a partir de 1980 un enérgico e incontenible representante del arte del México moderno.
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A los 26 años Rufino Tamayo salió a probar suerte a Estados Unidos para insertarse en el nido del que se alimentaban los más cosmopolitas pintores. No pasarían muchos años para que él, aspirante a pintor, se convirtiera en uno de los grandes referentes del arte mexicano, plasmando en sus lienzos ambientes populares como la feria y los mercados, sin que esto se peleara con su esencia universalista.
“El principio de mi carrera fue bastante duro, yo creo que ningún artista mexicano la ha pasado tan mal como yo al principio. Yo era ambicioso, me fui a la edad de 26 años, no sabía inglés, no tenía amigos allá, pero consideraba que era un centro muy importante y yo quería triunfar en un campo tan relevante como aquel. Yo pasé hambres en Nueva York, y yo creo que los tiempos malos hicieron que mi carácter se amacizara”, dijo Rufino Tamayo durante una entrevista con el periodista Gilberto Marcos.
«Rufino Tamayo se hizo grande esquivando los dejos fantasmales de un padre que lo abandonó siendo un niño».
“El arte es resultante de las experiencias que vienen de todas partes, a esas les agregamos nuestro propio acento. (…) Es muy bien sabido que yo me remití a nuestra gran tradición y de ella bebí, de tal suerte que los elementos plásticos de mi pintura son resultado de eso”, expresó el artista en el minidocumental de 1967, Tamayo.
Con el tiempo, el alumno de San Carlos volvió como maestro de pintura, ya había conocido la modernidad y la vanguardia europea que se exhibía en Nueva York. Su esencia universal le hacía rechazar el fervor nacionalista del muralismo de la Escuela Nacional de Pintura: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. De hecho, él volvió a reivindicar y darle continuidad al legado de la pintura moderna mexicana representada por artistas como Carlos Mérida, Abraham Ángel y Manuel Rodríguez Lozano, quienes no quisieron entrar al juego del orgullo nacional oficialista.
“Siempre he dicho que lo que hicieron estos pintores es de mucha importancia, porque lo hicieron en el momento preciso de la Revolución, cuando todo estaba por hacerse, ayudaron a establecer una democracia que no es muy clara todavía, pero que sí tuvo grandes posibilidades. Yo creo que el arte es internacional como lo es la cultura», decía el artista. «Ese movimiento (el muralismo) se instituyó como nacional, es un arte oficial, y yo no creo eso, yo soy universalista sin dejar el hecho de que soy mexicano, de que soy de un lugar geográfico que tiene ciertas características de las cuales yo absorbo”, declaró Tamayo al periodista Gilberto Marcos.
Según Rufino Tamayo, los murales de esta trinidad consolidada no lograron realmente acercarse a las masas, que era de lo que tanto se hablaba. “Con ese motivo se hicieron las pinturas murales pero no resultaron para ese propósito, porque se hicieron en edificios a los que no va el pueblo en realidad, va gente que tiene que tratar asuntos con el gobierno”, decía. “El arte es la quintaesencia de la vida, tiene que reflejarla precisamente, por eso el pintor tiene que ser actual, si un pintor se dedica a hacer cosas que recuerden a las generaciones anteriores porque eran muy buenas, está fuera de su época, simplemente está copiando, cada momento necesita una manera de expresión distinta”, aseguró en la misma entrevista.
Y a pesar de las diferencias ideológicas que tenía con otros grandes artistas de su era estuvo junto a ellos en la delegación mexicana de la Bienal de Venecia de 1950, que le sirvió de pretexto para trasladarse después a París y quedarse a vivir ahí con Olga Flores, la mujer que inmortalizó en 20 óleos, su compañera, la pianista a la que conoció muchos años atrás, en 1933 en la Escuela Nacional de Música. En aquella época, él pintaba su primer mural El canto y la música, y según Rosa Bermúdez Flores, sobrina de él, Olga le dijo al pintor: “qué monos tan feos haces, no me gustan, están horribles”. Cinco meses después y a pesar de su declaración, se casaron. Con el paso de los años, el nombre de su esposa quedó plasmado en una O adicional bajo el «Tamayo» que constituyó la firma del pintor en cada una de sus obras.
“El arte es resultante de las experiencias que vienen de todas partes, a esas les agregamos nuestro propio acento (…) Es muy bien sabido que yo me remití a nuestra gran tradición y de ella bebí, de tal suerte que los elementos plásticos de mi pintura son resultado de eso”.
Durante los años cincuenta, mientras vivió en París se integró completamente al movimiento cultural de la posguerra, y según algunos miembros de la crítica internacional, no había distancia artística entre los grandes pintores que dominaban la escena en Europa y Estados Unidos, y Tamayo, el hombre que se presentaba como «indio mexicano». Sin embargo, París también llegó a su fin para él.
“El invierno lo deprimió, para él fueron años difíciles en los que no podía pintar a color. El invierno los hizo sentir una enorme nostalgia por México, vendieron la casa, regresaron e inmediatamente volvió el color a él, pintó un cuadro de sandías”, recuerda Bermúdez Flores en un documental de Canal Once.
En 1990 Rufino Tamayo pintó El hombre del violín, el último de sus cuadros, sobre un fondo rojo. Al centro aparece un hombre que toca el instrumento, una obra con la que se cerró para siempre una larga serie de mil 300 óleos, más de 400 obras gráficas entre litografías y mixografías, 350 dibujos, 20 murales y un vitral.
“Soy muy disciplinado, trabajo mucho, me he propuesto hacer en mi trabajo lo mismo que hace un obrero o un empleado cualquiera, yo trabajo ocho horas diarias, pero una de las dificultades es que la vida es muy corta, que no nos alcanza el tiempo para desenvolvernos como nosotros quisiéramos, pero dentro de esa limitación estoy haciendo lo que puedo…”, dijo alguna vez sobre su compromiso con el arte, Rufino Tamayo.