Jorge Bergoglio, el Pastor
La elección de Bergoglio como papa desató en Argentina un boom religioso.
El reloj de la basílica marca las 19:06 del miércoles 13 de marzo de 2013. Bajo una lluvia intensa y un cielo que empieza a oscurecerse por completo, la chimenea de bronce de la Capilla Sixtina ha comenzado a despedir humo blanco. Las ciento veinte mil personas reunidas frente al balcón, en la Plaza de San Pedro del Vaticano, agitan paraguas al grito de «¡Viva el papa!». Suenan las campanas y el bullicio se vuelve tan ensordecedor como el que precede a los grandes recitales de rock. Los ciento quince cardenales reunidos en la quinta votación del cónclave acaban de elegir a un nuevo papa. En la Sala de las Lágrimas, después de realizar el juramento, el pontífice romano electo —cuyo nombre aún es un misterio para la multitud— se prueba una de las tres sotanas blancas de distintas tallas que han sido preparadas para la ocasión. Decide no usar la capa de terciopelo ni la estola papal. No se pone los zapatos rojos de Prada, que son tradición, y prefiere llevar los mismos zapatos de cuero negro con los que ha llegado a Roma pocos días antes. Afuera flamean banderas de distintas nacionalidades y el humo comienza a diluirse en la noche. El encortinado blanco de las ventanas del balcón central de la basílica se abre y el bullicio se convierte en un rugido de feligreses ansiosos. Jean-Louis Pierre Tauran, cardenal francés, protodiácono, asoma a paso lento. Saluda con suaves movimientos de cabeza hacia ambos lados y se acerca al micrófono. Por un instante, la plaza queda en silencio.
—Os anuncio una gran alegría: tenemos Papa.
Los ciento veinte mil feligreses, que todavía no han escuchado el nombre, estallan en una ovación fervorosa.
—El elegido es el eminentísimo y reverendísimo señor Jorge Mario, cardenal Bergoglio de la Santa Iglesia Romana —dice en latín el protodiácono Tauran—. Y ha adoptado como nombre Francisco.
El 11 de febrero de 2013, próximo a cumplir ochenta y seis años, el papa Benedicto XVI anunció su renuncia durante una misa realizada en la Santa Sede. Después de casi ocho años en el trono de Pedro, con la iglesia sacudida por denuncias de corrupción, luchas de poder y el estallido del Vati Leaks —la filtración de documentos confidenciales del Vaticano—, Joseph Ratzinger adujo que, por su avanzada edad, no tenía fuerzas para ejercer de forma adecuada el ministerio petrino e indicó que desde el 1 de marzo la sede quedaría vacante. Así, por primera vez en seiscientos años de historia católica, ciento quince cardenales, de cincuenta países, fueron convocados a la elección del sucesor de un sumo pontífice renunciante. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, que en 2005 había sido uno de los grandes candidatos a la sucesión del papa Juan Pablo II, llegó al cónclave de Roma el 27 de febrero. Antes de viajar llamó por teléfono a su hermana, María Elena Bergoglio.
—Me tengo que ir, me mandaron a llamar.
Tenía planeado salir unos días más tarde, pero desde el Vaticano, donde se elegiría al papa número doscientos sesenta y seis, le pidieron que adelantara el viaje.
—Nena, rezá por mí. Nos vemos a la vuelta.
Tenía reservado el pasaje de regreso a su país para el 23 de marzo. En su habitación del arzobispado de Buenos Aires había dejado preparada la homilía que leería el siguiente Jueves Santo y en su agenda figuraba un encuentro con su amigo, el intelectual rabino Abraham Skorka.
CONTINUAR LEYENDOLa mañana del 13 de marzo de 2013, en la Plaza de San Pedro, nada hacía suponer que un cardenal de 76 años que había presentado su renuncia al arzobispado de Buenos Aires —por superar el límite de edad fijado en las normas canónicas— y que, de regreso, pensaba retirarse a vivir en el Hogar Sacerdotal, podía ser el elegido para comandar una religión que afrontaba —como nunca antes— denuncias de abuso sexual y corrupción, y que desde las últimas décadas buscaba recuperar los feligreses perdidos ante el avance incesante de las iglesias pentecostales. Las estadísticas del Consejo Episcopal Latinoamericano dicen que, en los últimos años, la Iglesia católica —de mil doscientos millones de seguidores, la mitad concentrados en el continente americano— perdió diez mil devotos por día. En un país laico y de tradición católica como México, el último censo poblacional realizado en 2010 determinó que en los últimos sesenta años la Iglesia ha perdido casi 16% de sus seguidores y ha aumentado 4% el porcentaje de ateos. El 12% restante ha manifestado su fe en distintas iglesias evangélicas. En 2010, el presidente Evo Morales quitó el catolicismo como religión oficial de Bolivia y declaró a su país como un estado laico (53% de la población se manifestó católica). En el país con la mayor cantidad de católicos del mundo —Brasil, con ciento veintitrés millones de creyentes—, los resultados del último censo realizado en 2010 indicaron que si 92% de la población era católica en 1970, en los últimos cuarenta años esa religión había perdido 30% de sus seguidores. En la tierra del nuevo papa, Argentina, el número de católicos en las últimas cuatro décadas disminuyó quince por ciento.
Cuando la chimenea del tejado del Vaticano comenzó a despedir humo blanco, la señal que utiliza la Iglesia católica para anunciar que ha sido elegido el nuevo papa, en su casa de Ituzaingó, un barrio del oeste de la provincia de Buenos Aires, María Elena Bergoglio se sentó junto a su hijo Jorgito en la sala a esperar el anuncio de los canales de televisión. María Elena —sesenta años, cabello blanco, físico robusto— estaba tranquila. Pensaba que su hermano era demasiado mayor para asumir la dirección de la Iglesia, que el elegido sería un cardenal más joven. Dijo: «¿A qué pobre desgraciado le habrá tocado ser papa?», y encendió un cigarrillo. El primero de una tarde larga.
—Lo único que escuché fue «Jorge Mario» —dice la hermana del papa, tres meses más tarde, sentada en el comedor de su casa—. No escuché el apellido Bergoglio. Escuché «Jorge Mario» y me puse a llorar. Desde ese instante vinieron todos los vecinos a saludarme. No pude verlo salir al balcón. Nada. Y el teléfono no paró de sonar.
Ese mismo día la llamaron vecinos, canales de televisión, familiares, programas de radio, amigos. Y hubo, también, una comunicación telefónica desde el Vaticano.
—¿Quién habla? —preguntó Jorgito, el sobrino del reciente papa.
—Yo, Jorge —dijo el papa.
—Tíiio.
María Elena escuchó el suspiro de su hijo y pegó un salto desde la sala. Le arrebató el teléfono de la mano y, para hablar más tranquila, fue hasta la cocina.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bien, bien.
—¿Cómo estás? ¿Cómo estás?
—Bien, nena.
—Cómo me gustaría abrazarte.
—Créeme, como siempre, estamos abrazados, y te tengo muy cerca del corazón.
María Elena se quedó unos segundos en silencio. No le salían las palabras.
—Mirá, nena: esto se dio así. Y acepté. Quedate tranquila que estoy bien. Te pido por favor que hables con la familia y le digas a todos que les mando un abrazo. No los llamo a cada uno porque somos un familión y fundo las arcas del Vaticano, pero los tengo en el corazón. Recen por mí.
Ahora, después de recordar esa charla que fue «corta, pero emotiva», María Elena vuelve a emocionarse. Saca un pañuelo del bolsillo y se seca las lágrimas.
—No me salían las palabras. En lo poco que pude pensar hasta que me llamó era en cómo iba a hacer ahora para poder comunicarme con él. Jamás pasó por mi cabeza que podía llamarme. Porque estábamos lejos pero siempre juntos a pesar de la distancia.
Ahora, dice María Elena, a veces el papa la llama y las charlas son más distendidas. La última vez que hablaron fue hace diez días.
—De lo de él no hablamos nada. Él actúa y calla. Por lo tanto hablamos como hermanos. Quizás le cuento alguna anécdota, o cómo se vivió la designación acá en el barrio.
—¿Y qué dice?
—Nada, escucha. Todo lo que es referido a lo suyo escucha y no dice nada. Sólo me hizo un comentario del sufrimiento de la gente y me dijo que no me daba una idea de la cantidad de cartas, llamados y visitas que recibía en el Vaticano.
La elección de Bergoglio como papa desató en Argentina un boom religioso sólo comparable con la visita al país de Juan Pablo II, en 1987. La semana previa y las que siguieron a las pascuas han tenido a las iglesias colmadas de viejos y nuevos fieles escuchando misas desde la calle. El domingo siguiente a la asunción de Bergoglio, los jugadores del equipo de futbol del club San Lorenzo, del cual el nuevo papa es un fervoroso seguidor, usaron una camiseta con su imagen y el nombre Francisco estampado a la altura del pecho. Los noticieros no paran de anunciar las noticias que se producen en el Vaticano: «Francisco se reúne con Benedicto XVI», «Brasil será el primer país en recibir a Francisco», «Miles de motocicletas Harley-Davidson recibieron la bendición de Francisco». Hasta la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, que había mantenido serias diferencias con Bergoglio cuando era cardenal —Bergoglio se pronunció en contra de la sanción de leyes como la del matrimonio igualitario y desde el gobierno llegaron a nombrarlo «líder de la oposición»—, se mostró emocionada y fue una de las primeras personalidades políticas en confirmar su presencia en la ceremonia de asunción. En un año de elecciones, las calles de Buenos Aires aparecieron empapeladas con la imagen del nuevo Papa sonriente en afiches publicitarios diseñados por partidos políticos opositores («Francisco, rezamos por vos»), por sindicatos («Francisco, argentino y peronista») y por el partido oficialista («No dejen que la esperanza se apague»).
Los padres del papa Francisco se conocieron en misa. Se vieron por primera vez una mañana de 1934 en el oratorio salesiano de San Antonio, en Buenos Aires, Argentina, y se casaron al año siguiente. Él, Mario José Francisco Bergoglio, contador, era descendiente de italianos que en 1929 habían llegado a Buenos Aires en barco desde un pueblo del norte de Italia llamado Portacomaro. Ella, Regina María Sívori, ama de casa, era hija de una piamontesa y un argentino descendiente de genoveses. Mario y Regina tuvieron a su primogénito Jorge Mario Bergoglio el 17 de diciembre de 1936. Lo siguieron Marta, Oscar y Alberto. Los hermanos se criaron en una casa modesta de Flores, un barrio de clase media de Buenos Aires, a la vuelta de la parroquia Santa Francisca Javier Cabrini, a dos cuadras del instituto Nuestra Señora de la Misericordia y a seis de la Basílica San José de Flores. Allí creció Jorge entre capillas, basílicas y parroquias, de modo que si no lo encontraban jugando futbol en la placita de la esquina, los padres sabían que el hijo mayor podía estar rezando en alguna iglesia. En 1949 nació la quinta hija, María Elena, en un parto complicado que dejó a la madre paralítica, por lo que la abuela, que vivía a la vuelta de su casa, tuvo que comenzar a cuidar a los nietos más grandes.
—Los recuerdos que tengo de mi hermano —dice María Elena Bergoglio— son los de un chico normal, como cualquier adolescente de una familia muy religiosa. A nosotros nos trasmitieron la fe desde la panza de mamá. Y Jorge era muy compañero, muy protector y muy alegre. Tremendamente alegre. Dentro de ese marco no lo vi mucho, porque cuando yo empecé a tener uso de razón él se fue al seminario. Después nuestra relación continuó a la distancia. Una relación muy fluida, pero ya era a través de cartas.
Cuando terminó el colegio primario el padre le sugirió que buscara trabajo. A los 13 años consiguió un empleo haciendo la limpieza en la fábrica de calcetines del barrio. Dos años después, mientras estudiaba en un colegio secundario industrial, comenzó a trabajar en un laboratorio haciendo análisis químicos. «Le agradezco tanto a mi padre que me haya mandado a trabajar. El trabajo fue una de las cosas que mejor me hizo en la vida y, particularmente, en el laboratorio aprendí lo bueno y lo malo de toda tarea humana», dijo en una entrevista publicada en el libro El Jesuita (Editorial Vergara, 2010). Allí, en el laboratorio, tuvo una jefa a la que consideró «extraordinaria», Esther Balestrino de Careaga, militante del partido comunista, que lo acercó a las primeras lecturas políticas. «Mi cabeza no estaba puesta sólo en las cuestiones religiosas, porque también tenía inquietudes políticas, aunque no pasaban del plano intelectual». Leía Nuestra Palabra y Propósitos, una publicación del partido comunista. Y aunque en El Jesuita asegura que nunca formó parte de ese partido ni de ningún otro, el hijo del rector del colegio donde hizo el secundario, Gustavo Fierro Sanz, dijo años después, en el libro Francisco. El Papa del pueblo (Planeta, 2013) que en tiempos donde se desalentaba la militancia política, en la década del cincuenta, Bergoglio fue sancionado por llevar al aula insignias del Partido Peronista.
—Las razones por las que ha sido elegido papa un arzobispo no sólo del tercer mundo, sino también de Argentina, tienen que ver con la crisis del neoliberalismo en que está sumergida la Iglesia, con su epicentro en Europa, y el avance de los movimientos populares en Latinoamérica, en los cuales el tema central, la pobreza, se está solucionando mediante proyectos políticos, y de esa manera la Iglesia queda marginada de un ámbito fundamental que es la caridad.
Rubén Dri tiene 83 años, es teólogo, filósofo, escritor y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Pero antes de ser todo eso fue cura y formó parte del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, una organización dentro de la Iglesia católica que entre 1967 y 1976 intentó una renovación y realizó trabajos sociales en los barrios más humildes.
—Ahora Francisco tiene dos tareas fundamentales. Una es limpiar el Vaticano, que se ha transformado en un centro de corrupción a nivel económico, lavado de dinero; como a nivel sexual, pedofilia. La otra es recuperar la feligresía que en los últimos años le han quitado las iglesias pentecostales. Por eso la manera populista en que ahora se presenta, con mucha instrumentalización de símbolos y gestos.
Son las doce del mediodía en Ituzaingó. Sentada a la mesa de la sala, María Elena Bergoglio enciende otro cigarrillo, suelta pequeñas bocanadas de humo blanco y dice:
—Jorge nunca quiso ser papa.
Sobre la mesa del comedor hay tres paquetes de cigarrillos a medio terminar, cuatro libros religiosos —uno de ellos, El libro de la fe, de Benedicto XVI—, una agenda, papeles, un control remoto, un teléfono inalámbrico, un teléfono celular rosa, una botella de Seven-up casi vacía y un vaso de plástico del que, cada tanto, María Elena bebe un poco de gaseosa.
—No, él no quería ser papa. Y yo cuando quería hacerlo enojar, le decía: «¿Qué tal, su santidad? ¿Cómo anda?». Y él se ponía furioso, me decía: «Dejame de embromar, no jodas con eso».
María Elena se inclina contra el respaldo de su silla y larga una carcajada que termina en una tos afónica.
—Yo lo cargaba con «su santidad» desde que era sacerdote. Le decía así porque era un referente muy importante en nuestras vidas. Para mí ya era su santidad, la figura del hermano que siempre enseñaba y ponía su cuota de humor en todo. Pero nunca nadie más lejos que yo iba a imaginarse que terminaría siendo el papa. Antes de irse al cónclave hablamos por teléfono. Pensábamos que volvía. Ni lo soñaba.
—Es difícil pensar que no haya tenido algún presentimiento.
—Si lo tuvo, jamás lo manifestó. Quizás tenía un poco de… no sé si decir temor, de que lo hicieran quedar a trabajar en Roma. Y él amaba Buenos Aires, era muy feliz trabajando acá. Pero ahora lo veo mucho más contento siendo papa. Hacía mucho que no lo veía sonreír así.
Una semana después de la asunción de Francisco, el cardenal cubano Jaime Ortega reveló, con la autorización del papa, a la revista católica Palabra Nueva, un manuscrito con las palabras claves pronunciadas por Bergoglio durante una de las sesiones del cónclave en que resultó elegido. «La evangelización es la razón de ser de la Iglesia, que está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias». «Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar, deviene autorreferencial y entonces se enferma». «Hay dos imágenes de la Iglesia, la evangelizadora que sale de sí […] o la mundana que viven en sí, de sí, para sí». «El nuevo pontífice debe ser un hombre que, desde la contemplación y adoración de Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir de si hacia las periferias existenciales».
—No era un chico travieso, de esos que daban trabajo. A él le gustaba mucho leer —dice, una tarde de julio, Graciela Álvarez, mientras calienta agua para el café en la cocina de su casa.
Es jubilada, tiene setenta y cuatro años y vivió veintidós en Flores, en la casa contigua a la de la familia Bergoglio. Ahora vive en un departamento del piso doce desde donde pueden verse el horizonte y las aguas turbias del Río de la Plata.
—Nos criamos juntos, como si fuéramos familia. Los Bergoglio vivían en Membrillar 531 y nosotros en el 511. Los fines de semana nuestros padres se reunían en una casa y jugaban al póquer por dinero. Jorge era un chico tranquilo, tímido, formal, muy servicial y educado. Le gustaba jugar al futbol en la placita de la esquina. Y como estaba prohibido jugar a la pelota en la calle, cada vez que venía la policía salía corriendo. Ésa es la única travesura que le conocí. Siempre fue una persona con la que podías hablar de cualquier cosa. Cuando le conté que me casaba, me pidió que le mostrara mi vestido de novia.
Alguna vez, de chico, llegó a pensarlo, pero no pasó de la idea de un niño que siempre iba a misa y que, en vez de jugar a ser ingeniero o médico, decía que quería ser cura. El 21 de septiembre de 1954 tenía diecisiete años, cursaba el colegio industrial, iba a festejar el día del estudiante —que en Argentina coincide con el día exacto en que comienza la primavera— y planeaba declararse a su novia. Pero al pasar por la Basílica San José de Flores, a la que siempre iba, sintió el impulso irrefrenable de entrar. Estaba oscuro, y vio pasar en dirección al confesionario a un cura al que nunca antes había visto. «Sentí como si alguien me hubiera agarrado de adentro y me hubiera llevado al confesionario —dijo Bergoglio en una entrevista radial en Buenos Aires—. No sé lo que pasó. Evidentemente le conté mis cosas, me confesé, pero no sé lo que pasó y cuando terminé le pregunté al padre de dónde era, porque no lo conocía. Me dijo: ‘Soy de Corrientes, estoy viviendo en el hogar sacerdotal y vengo a celebrar misa aquí de vez en cuando’. Tenía cáncer y murió al año siguiente». Aquel día, dijo Bergoglio, sintió que tenía que ser cura, pero mantuvo la decisión en secreto durante cuatro años, hasta que al cumplir 21 le comunicó a su familia que iba a ingresar al seminario. La noticia fue recibida por casi todos con alegría, pero su madre, Regina, que creía que su hijo mayor seguiría la carrera de medicina, se enojó bastante.
—Mi papá estaba enloquecido con la noticia —dice María Elena—. A mamá lo que le costó fue dar al hijo. El despegue del primer pichón que abría las alas y volaba. Hubiese sido lo mismo si se casaba y se iba a vivir a otro país. La primera semana fue durísima. No le dirigía la palabra.
Es un martes frío de junio, y en Flores, donde nació y creció el papa, sólo quedan bosquejos de una época pasada. La plaza de la esquina, un descampado de tierra donde los niños jugaban a la pelota, ahora es un espacio verde protegido por un enrejado. De la casa de Membrillar 531 sólo queda la numeración y el recuerdo de una placa de mármol, que hace dos meses instalaron en el frontis: «En esta casa vivió el papa Francisco. Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires». En la otra esquina, los vecinos colgaron una pancarta que reza «Zona peligrosa. Robos y hurtos», a modo de advertencia para los turistas que llegan al barrio.
—Desde que anunciaron que Bergoglio era el nuevo papa han venido los periodistas en busca de hacer notas. Muchas cosas que dijeron fueron inventadas. No se enoje, pero no quiero hablar más sobre el papa.
Rafael Musolino, un hombre de casi ochenta años, es uno de los pocos testigos vivientes de aquella época.
—Dijeron que yo viví en la casa del papa y no es verdad. Yo fui simplemente un chico que jugó al futbol con él como muchos más del barrio. Estamos hablando de algo que pasó hace más de sesenta años… Muchos me preguntaron si el papa, cuando era chico, jugaba bien a la pelota, o si era gordo. ¿Y a usted le parece que yo puedo decir eso? Déjenme de embromar.
Bergoglio viajó al cónclave en avión, en clase turista. Y, una vez elegido papa, en la solemnidad de la Capilla Sixtina y ante ciento catorce cardenales, dijo: «Soy un gran pecador. Confiando en la misericordia y en la paciencia de Dios, en el sufrimiento, acepto». Eligió llamarse Francisco en honor a San Francisco de Asís por «su sencillez y su dedicación a los pobres». Se presentó al mundo con una sotana blanca y simple, sin la muceta roja y la cruz pectoral de oro que usaron sus antecesores. En sus primeras palabras públicas dijo: «Hermanos y hermanas, buenas noches. Ustedes saben que mis hermanos cardenales han debido escoger al obispo de Roma. Parece que lo han ido a buscar al fin del mundo». Y pidió a los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro que rezaran por él. En su primera audiencia, ante seis mil periodistas, se mostró alegre. Dijo: «Cómo quisiera ver una Iglesia pobre y para los pobres». Desistió de alojarse en el lujoso Palacio Apostólico y prefirió quedarse a vivir en la modesta residencia Santa Marta. Rompió con los protocolos: pidió usar el Papamóvil sin vidrios blindados. Desistió de viajar en la limusina papal y optó por moverse en la furgoneta de la Guardia Suiza. El Jueves Santo lo encontró lavando los pies de doce menores del instituto penal Casal de Mármol, de Roma, imitando el gesto de Jesús en la última cena. La prensa de todo el mundo lo presentó como «el papa de la gente», «el papa humilde», «el papa de la sonrisa buena».
—Los cardenales reunidos en el último cónclave eligieron, básicamente, a una persona extra curia. Bergoglio es un pastor, no es un intelectual como Benedicto XVI —dice la licenciada en Sociología, investigadora en programas de cultura y religión, Verónica Giménez Béliveau—. Toda su trayectoria estuvo al frente de determinados espacios eclesiásticos que le permitieron estar en contacto con la gente. Bergoglio tiene un perfil muy diferente al de Ratzinger. Y en ese sentido expresa un cambio que se está buscando en el Vaticano. Que al principio es de formas de relacionarse hacia afuera, de la imagen que tiene la iglesia en los grandes colectivos de fieles, que hace que visitas como la del papa a Brasil generen un gran entusiasmo. La imagen de Francisco con los zapatos negros viejos, cargando él mismo su maletín, significa básicamente una continuidad. Bergoglio, antes de ser papa, era un hombre austero que no estaba acostumbrado a las pompas del Vaticano. Y de alguna manera es portador de un estilo similar al de la iglesia latinoamericana. Esos gestos de humildad tienen que ver con una puesta en escena buscada, pero no porque sea artificial sino porque es algo que él ya traía y le interesa que ahora sea la imagen de la Iglesia en el mundo.
«La elección de un nuevo papa, sobre todo en el contexto del mundo actual, no es un acto sin previo pensamiento del cónclave —dijo la monja brasileña, doctora en Filosofía por la Universidad Católica de San Pablo, Ivone Gebara, al periódico Página/12—. Benedicto XVI, antes de renunciar, así como sus compañeros de trabajo, los más cercanos, ya tenían dibujada la sucesión. Es mi sospecha. Un hombre inteligente como Ratzinger no deja las cosas totalmente sueltas.»
—Bergoglio siempre ha sido un hombre austero. Eso es parte de su convicción y su política. Él está convencido de eso. Ahora que eso signifique que es una persona humilde, es otra cosa —dice el teólogo Rubén Dri—. Bergoglio es un hombre muy amante del poder. Sin duda, se ha preparado para ser papa y se ve que goza de haberlo conseguido. Creo que cuando se dice que es muy humilde se está haciendo una lectura equivocada.
Jorge Bergoglio tenía veintinún años cuando le detectaron tres quistes y debieron someterlo a una ablación del pulmón derecho. Desde ese día sobrelleva una deficiencia que no le ha traído mayores limitaciones. En 1963 fue enviado como profesor a un colegio jesuita de la provincia de Santa Fe, a quinientos kilómetros de Buenos Aires, donde enseñó psicología, arte y literatura. A los treinta y tres años se ordenó como sacerdote e ingresó a la Compañía de Jesús «atraído por su fuerza de avanzada de la Iglesia desarrollada con obediencia y disciplina». Tres años después, en 1973, fue nombrado Provincial Jesuita en Argentina. Ser Jesuita era —y es— pertenecer a la Compañía de Jesús, una orden religiosa de vocación misionera, pedagógica, cultural y científica, de una obediencia absoluta, similar a la de una estructura militar. A los tres votos religiosos —pobreza, castidad y obediencia—, los jesuitas agregan un cuarto de obediencia especial al papa. Desde sus inicios en 1540, los jesuitas prestaron servicio en zonas donde la religión católica era perseguida y prohibida. Se dice que la labor de los jesuitas no es la de levantar murallas sino la de construir puentes. Y eso es, al parecer, lo que ha intentado hacer Bergoglio desde que fue nombrado papa.
El aula es igual a cualquiera de un instituto religioso de enseñanza primaria de Buenos Aires: un ambiente amplio con veinticinco pupitres ubicados frente a un pizarrón verde y a una imagen de Jesús que cuelga de la pared. A un costado, la cartelera donde se anuncian las últimas novedades escolares. Del otro, dos ventanas que dan un patio desde donde ahora, una mañana fría de junio, ha sonado el timbre del recreo y llega un murmullo enloquecedor.
—En esta aula hizo el jardín de infantes el papa cuando tenía cinco años —dice la monja Martha Ravino del Instituto Nuestra Señora de la Misericordia—. Por eso ahora estamos pensando colocar una placa de bronce con su nombre.
Parada en la puerta del aula, vestida con un hábito gris que deja al descubierto su rostro rugoso y unos pocos rulos platinados, Martha Ravino recorre con la mirada las paredes y se queda unos segundos en silencio.
—Él después volvió muchas veces agradecido. Venía a visitar a una hermana que murió el año pasado, a los 102 años. Iba a la habitación de la monjita, que era graciosísima, y le preguntaba: «¿Cómo era yo cuando era chico?». La hermana siempre le respondía lo mismo: «Un demonio». Y Jorge cuando escuchaba eso se reía mucho. Después, cuando se iba, la viejita nos decía que era buenísimo. La última vez que vino se quedó hasta tarde y se fue en colectivo porque no quería que le pagáramos el taxi.
—¿Por qué se destaca como un gesto de humildad que un cura viaje en colectivo?
—Porque generalmente los obispos y los cardenales tienen sus coches y choferes, pero él no quería esas cosas. A veces se quedaba todo el día y nosotras le dábamos un sobrecito con dinero como para que sobreviva. Y él, cuando recibía alguna donación, la repartía en las villas miseria.
Un día después de la consagración de Bergoglio en el Vaticano, una mujer mayor de cabello canoso y anteojos con vidrio grueso, llamada Amalia, dijo ante un grupo de periodistas que se agolparon detrás de la reja de su casa que había tenido un romance con el nuevo papa: «Nos conocimos en el barrio. Teníamos doce años y él me escribió una carta que tenía una casita blanca con techo rojo. Debajo del dibujo decía: ‘Acá vamos a vivir cuando nos casemos. Si no te casás conmigo, me hago cura’. Cuando mis padres leyeron la carta, me dieron una paliza e hicieron todo lo posible para separarnos. Desde ese día nunca más volvimos a vernos. Después, cuando me casé con otro hombre, estuvo a punto de darnos el sacramento».
Mientras enciende un cigarrillo, sentada en el comedor de su casa, la hermana del papa dice que tiene serias dudas de esa carta y ese noviazgo.
—Lo que puedo decir, con mucho respeto hacia esa señora, es que yo no la conocí nunca, y eso puede ser lógico dado los años en los que ella dice que ocurrieron esos hechos. Aunque la gente del barrio tampoco la conoce. Después hace mención a que la iba a casar Jorge, que estaba destinado a la parroquia San José de Flores. Y eso no es verdad, nunca estuvo en esa parroquia porque era jesuita y los sacerdotes jesuitas atienden nada más en sus parroquias. Y otra cosa que tampoco no cierra es que Jorge ha comentado que él se enamoró, pero no nombró a la chica. Lo que demuestra que hubo amor en serio, porque la ha preservado. Nosotros suponemos que era una chica del grupo juvenil y en esa época debería tener 18 años.
La amiga de la infancia, Graciela Álvarez, tiene una sensación parecida:
—A esa señora que apareció y dijo haber sido su novia, no le creo nada. En el barrio nos conocíamos todos, y a esta señora no la conoce nadie. Habrá sido un amor clandestino. Y no creo… porque Jorge era una persona muy pura.
Cultor del perfil bajo, de pocas palabras, reservado, en Buenos Aires lavó los pies de presos y enfermos de sida, ofició misas en las estaciones de trenes, en plazas, en estadios, en las calles a cartoneros, a ex prostitutas, a familiares de las víctimas de la tragedia del incendio del boliche Cromañón que en 2004 causó la muerte de ciento noventa y cuatro jóvenes, a los familiares de las cincuenta y una personas fallecidas en 2012 en un accidente de trenes de la estación de Once. En octubre de 2011, a menos de un mes de que el Senado tratara los proyectos de ley de despenalización del aborto, Bergoglio aprovechó la peregrinación anual a la Virgen de Luján —la muestra de fe más importante de la feligresía católica argentina— para arengar a la multitud a defender la vida de «los que van a venir». En sus homilías le gustaba citar fragmentos del Martín Fierro, una obra literaria gauchesca de 1872. «Que despreciable el que atesora sólo para su hoy, el que tiene un corazón chiquito de egoísmo y sólo piensa en manotear esa tajada que no se llevará cuando se muera —dijo en agosto de 2012, durante la fiesta de San Cayetano, fecha en la que los feligreses se acercan a la iglesia a pedir por trabajo—. Porque nadie se lleva nada. Nunca vi un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre».
En 1974, con la muerte del entonces presidente de la Argentina Juan Domingo Perón y la sucesión en el gobierno de su mujer —y hasta ese momento vicepresidenta—, María Estela Martínez, las cosas para los militantes de partidos de izquierda comenzaron a ponerse complicadas. Una organización llamada Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) empezó a perseguir a intelectuales, políticos y sacerdotes. Las fuerzas armadas pusieron los ojos en los sectores más progresistas de la Iglesia, a los que consideraba subversivos. Dos años después, con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que derrocó al gobierno de María Estela Martínez y estableció en el poder a una Junta Militar que se quedaría allí hasta 1983, el país comenzó a vivir su década más violenta. La cúpula militar, que tenía diálogo directo con la Iglesia católica, incrementó la persecución a sacerdotes y catequistas que hacían trabajos de alfabetización en villas miseria. Algunos investigadores estiman que entre 1974 y 1983 por lo menos dieciséis sacerdotes fueron asesinados o desaparecidos. Emilio Mignone, abogado, militante de los derechos humanos, fundador de la Unión Federal Demócrata Cristiana, católico ferviente, denunció que entre 1976 y 1983 en Argentina se había producido una siniestra complicidad entre el poder militar y eclesiástico. «Los militares se encargaron de limpiar el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de los prelados, ante la sorprendente pasividad de un episcopado que contempló sin inmutarse cómo obispos, sacerdotes, religiosos, y simples cristianos eran asesinados, secuestrados, torturados, apresados, exiliados y calumniados». En mayo de 1976 un grupo de tareas de la infantería de Marina allanó las casas de los habitantes de una villa —un barrio muy pobre— de Buenos Aires conocida como 1.11.14. Los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, que habían orientado sus acciones pastorales a los pobres de ese sitio y dependían de Bergoglio, fueron secuestrados y torturados en el centro de detención clandestina de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), acusados de pertenecer a una organización guerrillera. «Una semana antes de la detención, el arzobispo Aramburu le había retirado las licencias ministeriales, sin motivo ni explicación —escribió Mignone en el libro Iglesia y dictadura (Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986)—. Por distintas expresiones escuchadas por Yorio en su cautividad, resulta claro que la Armada interpretó tal decisión, y posiblemente algunas manifestaciones críticas de su provincial jesuita Bergoglio, como una autorización para proceder contra él». Luego de seis meses en la ESMA, los dos sacerdotes fueron liberados en un descampado de las afueras de Buenos Aires. Yorio continuó como párroco en Uruguay —donde moriría en 2000—, mientras que Jalics se mudó a una casa espiritual en Alemania. Ambos guardaron silencio sobre lo sucedido hasta que en 1994 Jalics denunció —sin mencionar el nombre de Bergoglio— en su libro Ejercicios de meditación que mucha gente que sostenía convicciones políticas de extrema derecha veía con malos ojos la presencia de los sacerdotes en las villas miseria. «Interpretaban el hecho de que viviéramos allí como un apoyo a la guerrilla y se propusieron denunciarnos como terroristas. Nosotros sabíamos de dónde soplaba el viento y quién era responsable por estas calumnias. De modo que fui a hablar con la persona en cuestión y le expliqué que estaba jugando con nuestras vidas. El hombre me prometió que haría saber a los militares que no éramos terroristas. Por declaraciones posteriores de un oficial y treinta documentos a los que pude acceder más tarde pudimos comprobar sin lugar a dudas que este hombre no había cumplido su promesa sino que, por el contrario, había presentado una falsa denuncia ante los militares».
Cuando en noviembre de 2000 Bergoglio fue citado a declarar por la Justicia Argentina en la causa «ESMA», en la que se investigan delitos de lesa humanidad, primero solicitó hacerlo por escrito. Después accedió a hacerlo haciendo uso de un artículo del Código de Procedimientos que requiere el traslado de la sesión hasta un domicilio ofrecido por el declarante. Durante cuatro horas, vestido de saco y clériman negro, pensativo, respondió las preguntas del juez en el salón principal de la planta baja del arzobispado.
—¿Recuerda qué hizo después de recibir la noticia de que dos sacerdotes habían sido llevados presos?
—Sí, me empecé a mover, a hablar con los sacerdotes que suponía que tenían acceso a la policía, a las Fuerzas Armadas, nos movimos enseguida.
Dijo que informó a los familiares de Yorio y Jalics que los sacerdotes se encontraban secuestrados en la ESMA, y aseguró haberse reunido dos veces con el comandante de la Marina, Emilio Massera, y en una oportunidad con el entonces presidente de facto, Jorge Rafael Videla, para pedir la liberación. Sin embargo, Rodolfo Yorio diría años después, en marzo de 2013, al periódico digital Público.es, que no creía que fuera cierto que Bergoglio hubiera pedido por la liberación de su hermano a los militares y que el que colaboró fue el entonces embajador del Vaticano en Argentina, el nuncio Pío Laghi. «Lo primero que hizo mi hermano al salir fue llamar a su jefe Bergoglio, y él le dijo que no podía ayudarlo».
«¿Cómo examina su vida y su ministerio delante de Dios? —le preguntaron los periodistas Sergio Rubín y Francesca Ambrogetti a Bergoglio en el libro El Jesuita. —No quiero mandarme la parte, pero la verdad es que soy un pecador a quien la misericordia de Dios amó de una manera privilegiada —respondió Bergoglio—. Desde joven, la vida me puso en cargos de gobierno y tuve que ir aprendiendo sobre la marcha, a partir de mis errores porque, eso sí, errores cometí a montones. Errores y pecados. Sería falso de mi parte decir que hoy en día pido perdón por los pecados y las ofendas que pudiera haber cometido. Hoy pido perdón por los pecados y las ofensas que efectivamente cometí.»
El día de la elección de Francisco, algunos medios de comunicación de Argentina y el mundo reflotaron el cuestionamiento y las dudas sobre la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar. El periodista Horacio Verbitsky —autor del libro El Silencio, de Paulo VI a Bergoglio, las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA (Sudamericana, 2005)—, que en 2005, cuando ya se rumoreaba la posibilidad de que Bergoglio fuera elegido sucesor de Juan Pablo I, había sacado a la luz denuncias que vinculaban al entonces cardenal argentino con la Junta Militar, escribió en el periódico Página/12 que en 1979 la justicia argentina había recibido documentos que indicaban que «Bergoglio estaba al tanto de la existencia del plan sistemático de apropiación de hijos de detenidos-desaparecidos» que llevaba a cabo el gobierno de facto. Desde su residencia en Alemania, Jalics relató los detalles de su secuestro en la Argentina y aclaró, también, que no guardaba ningún resentimiento con el ahora papa Francisco, que estaba reconciliado con el pasado, que le deseaba la bendición divina y que consideraba que, por lo menos para él, el asunto estaba cerrado. Cuatro días después, en otro comunicado, Jalics aclaró que tanto Yorio como él no habían sido denunciados por Bergoglio: «Antes me inclinaba por la idea de que habíamos sido víctimas de una denuncia. Pero a finales de los noventa, después de numerosas conversaciones, me quedó claro que esa suposición era infundada». Adolfo Pérez Esquivel, argentino acreedor del Premio Nobel de la Paz en 1980 por su defensa de los Derechos Humanos y la democracia, secuestrado en 1977 por la dictadura militar argentina, había dicho en 2005 que la actitud de Bergoglio en los años de dictadura se inscribía dentro de las políticas de pensar que «todos aquellos que trabajaban socialmente con los sectores necesitados eran comunistas, subversivos, terroristas». Pero después de la asunción de Francisco dijo que no creía que Bergoglio hubiera sido cómplice de la dictadura. «Hubo obispos cómplices, como Plaza, Bon Ámin, Tortolo, pero Bergoglio no». Desde el Vaticano rechazaron todo tipo de acusaciones contra Bergoglio. Unos días después, Pérez Esquivel fue invitado a una audiencia con el papa. Al salir de la reunión en el Vaticano dijo: «Quizá Bergoglio no acompañó en la lucha, pero sí hizo una diplomacia silenciosa. Creo que Verbitsky comete muchos errores con acusaciones de ese tipo». Al día siguiente, en su columna de Página/12, Verbitsky escribió: «¿Qué ha ocurrido? ¿Es posible que un impostor se haya hecho pasar por el Premio Nobel de la Paz y haya engañado a la seguridad vaticana, al papa y a los periodistas y que imite tan bien la voz característica del fundador del Serpaj —Servicio de Paz y Justicia, una organización social de inspiración cristiana—? Mientras se esclarece si era él o no, son útiles algunas precisiones. Los cargos los formularon las víctimas de los secuestros de mayo de 1976. Yo me limité a reproducir lo que los tres escribieron (Yorio, Mignone y Jalics). También publiqué la versión autoindulgente de Bergoglio y entrevisté a Yorio, a Jalics y a la viuda de Mignone, Angélica Sosa, de modo que mi presunto error no estaría en los hechos, sino en haberlos publicado».
—En la época de la Teología de la Liberación y de gran compromiso de la Iglesia católica, Bergoglio se ubicó en un ámbito de centro, tratando de limpiarla —dice Dri—. Por eso el problema que tuvo con Jalics y Yorio, que expresaban la parte revolucionaria. Bergoglio siempre fue posicionándose y avanzando en la estructura eclesiástica. Así llego a ser arzobispo de Buenos Aires y luego a posicionarse muy bien a nivel internacional con la redacción del Documento de Aparecida.
La Teología de la Liberación es una doctrina humanística de inclinación marxista, practicada por sacerdotes en Sudamérica durante la década del setenta. El Documento de Aparecida es el libro conclusivo que resume lo ocurrido en el encuentro de la Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano desarrollado en 2007 en Aparecida, Brasil, que tuvo a Bergoglio como redactor principal.
*En 1979 Bergoglio fue reemplazado en su cargo de provincial jesuita por el sacerdote Andrés Swinnen, y siguió su carrera como rector del Colegio Máximo de San Miguel, un suburbio de Buenos Aires, hasta que en 1986 fue enviado a Alemania a terminar su tesis sobre el teólogo Romano Guardini y, de regreso en Argentina, trajo una estampita de una virgen que hasta ese momento era desconocida —Virgen Desatanudos— y que con los años se convertiría en devoción de miles de argentinos. Dictó clases de pastoral en el Colegio del Salvador, en Buenos Aires, y fue enviado nuevamente a Córdoba para ocupar un cargo menor como director espiritual de la principal iglesia jesuita. Fue durante un retiro espiritual organizado en esa ciudad donde el entonces arzobispo de Buenos Aires, Antonio Quarracino, lo conoció y desde ese momento quedó encandilado con su prédica. Pidió al Vaticano el trasladado de Bergoglio a Buenos Aires y, en 1992, el entonces papa Juan Pablo II lo nombró obispo auxiliar de la arquidiócesis. Al año siguiente asumió el cargo de vicario general del arzobispo de Buenos Aires y fue nombrado su coadjutor con derecho a sucesión. Finalmente, con la muerte de Quarracino en 1998, se convirtió en el primer jesuita en ocupar el máximo lugar en la curia porteña.
—Saquen número y esperen a ser atendidos —dice una señora detrás del mostrador de un quiosco de artículos religiosos ubicado dentro de la Catedral de Buenos Aires.
Es un mediodía frío de julio, y la misa ofrecida por el padre Russo acaba de finalizar. En el quiosco se venden medallitas religiosas y, por un dólar, se pueden comprar prendedores, llaveros, fotos, señaladores e imanes para la puerta de la heladera con la foto del nuevo papa. Por tres dólares se consiguen pósters gigantes con la imagen de Francisco sonriente saludando desde el balcón de San Pedro. Pero desde hace unos días la gran atracción de católicos y curiosos que pasan por la puerta del patio del Arzobispado, contiguo a la catedral, es una escultura de fibra de vidrio y resina, tamaño real, de Francisco sonriente con el brazo derecho en alto.
—Está genial —dice una señora mayor de cabello rojo mientras se acomoda sus gafas como si fueran una diadema.
—Tiene un poco más de papada, pero está muy bien lograda —dice la señora que la acompaña mientras pide que alguien le explique cómo puede hacer para tomarle una foto con el teléfono celular.
A un costado, una pareja de turistas brasileños observa azorada cómo un hombre joven abraza la figura del papa de plástico, se inclina en gesto de reverencia y le besa el anillo de la mano derecha.
Le gusta leer al novelista francés León Bloy y al sacerdote jesuita argentino Alfredo Sáenz, que analiza los pensamientos de Dostoievski, Soloviev, Pieper, Tibon y Benson. Dijo haber leído cuatro veces Los Novios, del poeta italiano Alessandro Manzoni. Le gustan Gardel y Piazzolla, y sabe bailar tango, pero en momentos de reflexión prefiere escuchar música clásica, o a Édith Piaf. En los últimos años se mostró cerca de los curas que realizan trabajos en barrios humildes. Preocupado por la pérdida de fieles de la Iglesia católica llegó a proponer a otros sacerdotes alquilar garajes para montar capillas. En el arzobispado de Buenos Aires, se despertaba a las 5:30 de la mañana, se dedicaba a la oración, desayunaba, y a las 7:30 comenzaba a atender las audiencias hasta el mediodía, cuando leía la correspondencia, respondía algún llamado y almorzaba. Luego iba de visita a una parroquia, o continuaba con las audiencias en su oficina en las que a veces recibía a políticos. En 2001 fue nombrado relator suplente de un sínodo, pero la usencia del titular, el arzobispo de Nueva York Edward Egan, lo ubicó en un lugar de privilegio en el Vaticano. Para algunos observadores, aquel día Bergoglio, un cardenal hasta entonces casi desconocido en el plano internacional, inició su carrera al papado.
—Francisco no es un invento del 13 de marzo de 2013. Es el mismo con la diferencia de que ahora lo hace de cara al mundo.
Monseñor García lleva el pelo prolijamente peinado hacia un costado, saco y clériman negro. Si no fuera sacerdote podría ser actor de telenovelas. Vivió los últimos diez años con Bergoglio en el arzobispado. Y en todo ese tiempo dice que el nuevo papa le transmitió una mirada muy veraz sobre la realidad y su simplicidad para ver la vida.
—El tiempo que vivió acá tuvo una vida muy simple. Es un hombre brillante y muy inteligente, que conjuga varios aspectos y puede tener la humildad necesaria para hacer uso de su inteligencia. Creo que justamente lo habrán elegido por esas cosas: su firmeza, su sencillez y su simplicidad.
Sillones verdes de cuero, una mesa de madera, un ventanal de vitreaux. En la entrada de la «Sala de los Recuerdos» del Instituto Nuestra Señora de la Misericordia hay una pancarta con la imagen del papa vestido de blanco, saludando en un escenario que con la ayuda de Photoshop parece ser la capilla del colegio donde estamos ahora.
—Sí, señor. Yo las tengo todas —dice la monja Martha Ravino, amiga del Papa.
Y se ríe después de confesar haber sido la catequista que preparó a la presidenta Cristina Fernández para que tomara la primera comunión en un colegio de La Plata.
—Él no andaba mucho con Cristina, o mejor dicho: Cristina no andaba con él. Ahora sí los veo. La distancia entre ellos creo que existió por Cristina. Hay cosas que la iglesia no puede permitir: el sí al aborto, el sí al matrimonio igualitario. Acá un día la cocinera le quiso tirar la lengua y le preguntó: «Padre, ¿qué me dice de Cristina?». Y él le respondió: «Pregúntele a la monja que anda con ella».
—¿Lo decía por usted?
—Sí, lo decía porque un día aparecí en una nota en un diario como la monja que le había dado catequesis a la presidenta. Pero yo no andaba en nada con ella. Son esas cosas que dicen los periodistas.
El 25 mayo de 2003, apenas unas horas después de que Néstor Kirchner asumiera la presidencia, Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires que durante las presidencias de Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde ya había realizado fuertes críticas al poder político, llamó a todos a «ponerse la patria al hombro».
Dos años después, recién elegido presidente de la Conferencia Episcopal, dijo en una misa ante la presencia de Kirchner que «los argentinos somos prontos para la intolerancia» y que «copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor forma de ser su heredero». Al día siguiente su vocero reconoció que las palabras estaban dirigidas a toda la sociedad, incluida la Iglesia y el gobierno: «Al que le quepa el sayo, que se lo ponga». Esas palabras de Bergoglio generaron en el gobierno el malestar necesario para que un año después Kirchner decidiera romper con una tradición de doscientos años de historia y anunciara que no asistiría al tradicional tedeum del 25 de mayo que se realizaba en la Catedral de Buenos Aires, gesto que provocó la suspensión de la homilía por parte de Bergoglio. En un encuentro de obispos realizado en noviembre de 2006, la Iglesia hizo el primer pronunciamiento oficial desde que Kirchner asumiera la presidencia, y denunció el «crecimiento escandaloso de la desigualdad en la distribución de los ingresos». Al mismo tiempo que las distancias con Kirchner parecían agrandarse, Bergoglio recibía en su despacho a los principales líderes políticos opositores al kirchnerismo. Y desde la Casa de Gobierno no tardaron en rotularlo «el líder de la oposición». En julio de 2010, un día antes de la votación en el senado del proyecto de ley que permite el casamiento entre personas del mismo sexo, Bergoglio llamó a un acto frente al Congreso, y consideró que la iniciativa era «una movida del Diablo» y que llevaría a «la destrucción de la familia». Desde que asumió la presidencia en 2007, Cristina Fernández recibió a Bergoglio sólo en tres ocasiones y siempre en su rol de presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, no como arzobispo, y continuó firme en la decisión de Néstor Kirchner de trasladar a otras ciudades el histórico tedeum que se celebraba en Buenos Aires, y así evitar escuchar las palabras de Bergoglio. Sin embargo, el 18 de marzo 2013 se encontraron durante tres horas en la residencia de Santa Marta, en un encuentro que fue en parte abierto a la prensa.
—Por Dios… es increíble esto —dijo Cristina, vestida de negro, ante las cámaras de televisión—. ¿Se acuerda cuando los dos dijimos aquella vez que nos íbamos a encontrar?
—Claro —respondió el papa vestido de blanco inmaculado—. Y mire dónde fue.
Después de saludos de protocolo y cordialidades en el Vaticano, la presidenta argentina emocionada le obsequió un equipo de mate.
—¿Lo puedo tocar?
Francisco la tomó del brazo y, entre sonrisas, le dio un beso.
—Nunca un papa me había besado.
Francisco devolvió la gentileza con la entrega de una mayólica de La Plaza de San Pedro y una copia del Documento de Aparecida, donde la Iglesia había manifestado su preocupación ante las «formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías, de América Latina, que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana».
—Yo jamás pensé una cosa de estas —dijo Francisco—. Creo que eligieron a un viejo porque no tenían otro.
—No sea, no sea… —respondió la presidenta con una sonrisa—. Usted es un cuadro de la iglesia. Usted es un cuadro, usted lo sabe.
—Lo que pasó con Bergoglio y el gobierno después de haber sido elegido papa no fue un cambio de posiciones sino un cambio en la relación —dice la sociología Giménez Béliveau—. Algo muy coherente con lo que fue históricamente en Argentina el trato de los dirigente políticos con los eclesiásticos. En el país hay una interpelación permanente entre el Estado y la Iglesia. Los dirigentes políticos le piden a los obispos que les den legitimidad, y los dirigentes eclesiásticos le piden a los políticos que se pronuncien de una determinada manera, pretenden influir en ciertas direcciones y buscan obtener subsidios para obras de caridad. Ahora hubo un cambio de escala tan importante en el cargo de Bergoglio, que los políticos de Argentina intentaron relacionarse con él. Su elección como papa es un gesto político tan enorme que ahora hay que estar cerca de Francisco. Y eso lo hicieron tanto desde el gobierno nacional como desde la oposición.
Con gestos de humildad como subir a un avión llevando su portafolio de cuero negro en la mano —una imagen que recorrió el mundo— y decisiones como el pedido de que el cardenal estadounidense Bernard Law, acusado de encubrir a doscientos cincuenta curas pederastas, no pise más la Santa Sede, o crear un comité que investigue las denuncias de lavado de dinero en el banco del Vaticano, la imagen de Francisco ocupó la primera plana de la prensa mundial. El 22 de julio inició su primera gira internacional por Brasil, el país con mayor cantidad de católicos en el mundo, y su llegada a Río de Janeiro conmocionó a la ciudad. Recorrió las calles en un papamóvil sin blindaje, saludó a sus seguidores con la ventanilla baja y besó a un bebé que le alcanzó una mujer que logró vulnerar el cordón de seguridad.
Luego subió a un helicóptero que lo llevó hasta el Palacio de Guanabara, donde lo esperaba la presidenta Dilma Rousseff. «He aprendido que, para tener acceso al pueblo brasileño, hay que entrar por el portal de su inmenso corazón —dijo en su discurso oficial—; permítanme, pues, que llame suavemente a esa puerta. Pido permiso para entrar y pasar esta semana con ustedes. No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso que se me ha dado: Jesucristo». Al otro día, en un encuentro con miles de jóvenes argentinos, pidió que hicieran «lio en la diócesis» y que sacaran «la iglesia a la calle». La despedida fue con una misa de cierre que reunió en las playas de Copacabana a más de tres millones de personas. El doble de convocatoria que había tenido en 2006, en el mismo lugar, un recital de los Rolling Stones.
—Bergoglio es un conservador popular, una persona a la que le gusta estar entre la gente, que lo necesita para construir su legitimidad y su figura —dice la sociología Giménez Béliveau—. Pero no nos olvidemos que en la Jornada Mundial de la Juventud, organizada en Río de Janeiro, distribuyó un manual de bioética explicando cuál era la concepción de la Iglesia sobre el inicio de la vida y que hasta ahora sigue promulgando el no uso de algo tan básico como el preservativo. Ojo con poner cosas en este papado que todavía no se hicieron y pienso que tampoco van a hacerse. Un determinado sector de la sociedad que no se reconoce necesariamente parte de la Iglesia busca en el liderazgo de Francisco algún tipo de interpretación progresista que a mi juicio no tiene. El conservadurismo seguirá.
«En ciertas formas, Francisco ha sido exactamente lo que esperaba. Una de las cosas que buscábamos era un pastor muy inteligente, un buen hombre en el terreno, porque tendría que ir a través del campo de las ovejas. Ahora lo tenemos, y con creces —dijo el arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan, al periódico estadounidense National Catholic Reporter—. También buscábamos a alguien con buenas habilidades administrativas y de liderazgo. Es un poco sorpresivo que él todavía no haya jugado sus cartas en ese frente. Sin embargo, creo que es parte de su estrategia. Esperaría que luego de un verano calmo, veamos más señales de cambios administrativos.»
—No sé cómo terminará esto, pero creo que lo máximo que puede esperarse de Bergoglio es que limpie un poco el Vaticano y ponga orden en la Iglesia —dicen Rubén Dri—. Pedirle que haga una revolución no tiene sentido. Después espero que su proyecto de construcción de un movimiento católico fuerte frente a los movimientos populares no tenga mayor éxito.
Son las tres de la tarde en Ituzaingó y, en el comedor de la casa, María Elena Bergoglio enciende el último cigarrillo y dice:
—Si hacemos un poco de historia, Jesús le dijo a San Francisco que reconstruyera su Iglesia. Y es lo que él viene a hacer ahora. Ojalá pueda.
Apoya el codo sobre la mesa, se lleva la mano al mentón, suelta una bocanada de humo y se queda unos segundos pensando.
—Yo siempre digo que le doy gracias a Dios porque Francisco sigue siendo Jorge. A veces me llama gente y me pide por favor que le diga al papa que se cuide y que lo cuiden. Algunas personas están asustadas por las cosas que está haciendo y tienen miedo que le hagan algo. Yo no tengo ese miedo. No lo conocen. Todavía no empezó a hacer nada…\\
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