Jorge Bergoglio: el papa Francisco, el papa argentino - Gatopardo

Jorge Bergoglio, el Pastor

La elección de Bergoglio como papa desató en Argentina un boom religioso.

Tiempo de lectura: 32 minutos

El reloj de la basílica marca las 19:06 del miércoles 13 de marzo de 2013. Bajo una lluvia intensa y un cielo que empieza a oscurecerse por completo, la chimenea de bronce de la Capilla Sixtina ha comenzado a despedir humo blanco. Las ciento veinte mil personas reunidas frente al balcón, en la Plaza de San Pedro del Vaticano, agitan paraguas al grito de «¡Viva el papa!». Suenan las campanas y el bullicio se vuelve tan ensordecedor como el que precede a los grandes recitales de rock. Los ciento quince cardenales reunidos en la quinta votación del cónclave acaban de elegir a un nuevo papa. En la Sala de las Lágrimas, después de realizar el juramento, el pontífice romano electo —cuyo nombre aún es un misterio para la multitud— se prueba una de las tres sotanas blancas de distintas tallas que han sido preparadas para la ocasión. Decide no usar la capa de terciopelo ni la estola papal. No se pone los zapatos rojos de Prada, que son tradición, y prefiere llevar los mismos zapatos de cuero negro con los que ha llegado a Roma pocos días  antes. Afuera flamean banderas de distintas nacionalidades y el humo comienza a diluirse en la noche. El encortinado blanco de las ventanas del balcón central de la basílica se abre y el bullicio se convierte en un rugido de feligreses ansiosos. Jean-Louis Pierre Tauran, cardenal francés, protodiácono, asoma a paso lento. Saluda con suaves movimientos de cabeza hacia ambos lados y se acerca al micrófono. Por un instante, la plaza queda en silencio.

—Os anuncio una gran alegría: tenemos Papa.
Los ciento veinte mil feligreses, que todavía no han escuchado el nombre, estallan en una ovación fervorosa.
—El elegido es el eminentísimo y reverendísimo señor Jorge Mario, cardenal Bergoglio de la Santa Iglesia Romana —dice en latín el protodiácono Tauran—. Y ha adoptado como nombre Francisco.

El 11 de febrero de 2013, próximo a cumplir ochenta y seis años, el papa Benedicto XVI anunció su renuncia durante una misa realizada en la Santa Sede. Después de casi ocho años en el trono de Pedro, con la iglesia sacudida por denuncias de corrupción, luchas de poder y el estallido del Vati Leaks —la filtración de documentos confidenciales del Vaticano—, Joseph Ratzinger adujo que, por su avanzada edad, no tenía fuerzas para ejercer de forma adecuada el ministerio petrino e indicó que desde el 1 de marzo la sede quedaría vacante. Así, por primera vez en seiscientos años de historia católica, ciento quince cardenales, de cincuenta países, fueron convocados a la elección del sucesor de un sumo pontífice renunciante. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, que en 2005 había sido uno de los grandes candidatos a la sucesión del papa Juan Pablo II, llegó al cónclave de Roma el 27 de febrero. Antes de viajar llamó por teléfono a su hermana, María Elena Bergoglio.

—Me tengo que ir, me mandaron a llamar.

Tenía planeado salir unos días más tarde, pero desde el Vaticano, donde se elegiría al papa número doscientos sesenta y seis, le pidieron que adelantara el viaje.
—Nena, rezá por mí. Nos vemos a la vuelta.

Tenía reservado el pasaje de regreso a su país para el 23 de marzo. En su habitación del arzobispado de Buenos Aires había dejado preparada la homilía que leería el siguiente Jueves Santo y en su agenda figuraba un encuentro con su amigo, el intelectual rabino Abraham Skorka.

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